El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde

CAPÍTULO IV

EL DESCONTROL DE MR. HYDE

Casi un año después, todo Londres se conmovió ante un crimen singularmente feroz; crimen aún más notable debido a que la víctima era un caballero de muy buena posición. Lo que se supo fue poco, aunque sorprendente:

Cerca de las once de la noche, una criada que vivía sola en una casa no muy lejos del río había subido a su dormitorio para acostarse. La neblina solía extenderse sobre la ciudad más tarde, y a esa hora la atmósfera estaba aún despejada. La calle, a la cual daba la ventana de la mujer, se encontraba iluminada por la luna. La criada, posiblemente de naturaleza soñadora, se sentó en un baúl colocado justamente bajo su ventana y se perdió en ensueños.

—Nunca me sentí tan en paz con la humanidad, ni pensé en el mundo con mayor sosiego —declaró entre amargas lágrimas.

Mientras se encontraba en esta actitud, vio a un anciano de porte distinguido y pelo canoso que se acercaba por la calle. Otro sujeto, de corta estatura, y en el que fijó menos su atención, caminaba en dirección contraria. Cuando ambos hombres se cruzaron, cosa que ocurrió precisamente bajo la ventana, el anciano se inclinó y se dirigió al otro con cortesía.

Ella supone que el tema de conversación no revestía gran importancia. Parecía que el anciano pedía indicaciones para llegar a un lugar determinado.

La luna iluminaba su rostro, y la sirvienta lo observó bien mientras hablaba. Respiraba caballerosidad, una bondad inocente y, al mismo tiempo, algo muy elevado, una satisfacción interior ampliamente justificada. Se fijó entonces en el otro hombre, y se sorprendió al reconocer a un tal Míster Hyde, que en una ocasión había visitado a su amo, y por el cual sintió de inmediato una profunda antipatía. Llevaba en la mano un pequeño bastón con el que jugueteaba nerviosamente. No le respondió al caballero, y lo escuchó con mal contenida impaciencia.

De pronto estalló en una explosión de ira. Empezó a dar patadas en el suelo y a blandir el bastón en el aire, preso de un ataque de locura. El anciano dio un paso atrás, temeroso por la actitud de su interlocutor. Fue ese el momento en que Míster Hyde perdió el control, y lo golpeó hasta derribarlo. Un segundo después, con la furia de un orangután, pisoteaba salvajemente a su víctima, cubriéndola con una lluvia de golpes, tan fuertes, que la mujer oyó el quebrarse de los huesos, y el cuerpo del infortunado señor fue a parar al medio de la calzada.

Ante el horror provocado por esta visión y aquellos ruidos, la criada se desmayó.

Eran las dos de la madrugada cuando volvió en sí y dio aviso a la policía. El asesino había desaparecido, pero su víctima yacía desarticulada en el medio de la calle. El bastón con el que se cometiera el homicidio, aunque de una madera poco común, excepcionalmente pesada y resistente, estaba quebrado en la mitad bajo el impulso de aquella crueldad insensata, y una de sus partes había ido a parar a una alcantarilla cercana. La otra, indudablemente, debía habérsela llevado el asesino. En posesión de la víctima se halló una cartera y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta o documento de identificación, a excepción de un sobre lacrado y franqueado que, probablemente, se disponía a depositar en un buzón de correos, y que iba dirigido a Míster Utterson.

A la mañana siguiente, antes de que se levantara, le llevaron dicho documento al abogado. No bien fijó en él la vista, y escuchó la narración del caso, anunció solemnemente:

—No diré nada hasta que haya visto el cadáver. El asunto es muy serio. Tengan la amabilidad de esperar mientras me visto.

Desayunó apresuradamente, subió a su carruaje y se dirigió a la Comisaría de Policía, donde se encontraba el cuerpo. Tan pronto como lo observó hizo un gesto afirmativo.

—Sí, lo reconozco —dijo—. Siento tener que decirles que se trata de Sir Danvers Carew.

—¡Santo Cielo! —exclamó el oficial—. ¿Será posible? —Y su mirada reflejó un destello de ambición—. Esto provocará un escándalo. Quizás usted pueda ayudarnos a encontrar al criminal.

Dicho esto, informó de las declaraciones de la sirvienta, y mostró la mitad del bastón.

Míster Utterson se estremeció al oír el nombre de Míster Hyde, pero cuando vio aquel trozo de madera no dudó más. Aunque roto y maltratado, reconoció el bastón que le había regalado, varios años atrás, al doctor Jekyll.

—¿Es ese Míster Hyde un hombre de corta estatura? — preguntó.

—Según la criada, es muy bajo y de aspecto en extremo desagradable —respondió el oficial.

—Si quiere acompañarme, puedo conducirlo a su casa, oficial.

Eran alrededor de las nueve de la mañana y habían comenzado las brumas de la estación. Un manto color chocolate descendía del cielo, pero el viento atacaba y lo dispersaba continuamente. Así, mientras el coche avanzaba de calle en calle, Míster Utterson contemplaba una infinidad de matices y grados de una luz casi crepuscular: aquí una oscuridad semejante a lo más recóndito de la noche; allá un fulgor rojo intenso, vivo como el reflejo de un extraño incendio. Luego, por un momento la niebla se disipaba y un débil rayo de luz se abría paso entre los inquietos jirones de vapor.

El miserable barrio del Soho, iluminado por estos destellos cambiantes, con sus calles fangosas, sus transeúntes desalmados, y los faroles que no se apagaban aún o se habían vuelto a encender para combatir esa nueva invasión de sombras, parecía, a los ojos del abogado, un mundo de pesadilla. Sus pensamientos eran, por otra parte, los más negros que cabe imaginar, y cuando miraba a su compañero de viaje, sentía ese escalofrío de terror que la ley y sus agentes suelen despertar, en ciertas ocasiones, incluso entre los más honrados.

En el momento en que el carruaje se detuvo en la dirección indicada, la niebla se disipó ligeramente para mostrar una casa en mal estado, una taberna, un cuchitril donde se vendían baratijas, niños harapientos cobijados en los quicios de las puertas, y mujeres de diversas nacionalidades que se dirigían a tomar su trago de la mañana.

Unos minutos después la neblina volvió a caer sobre el Soho, aislando a Míster Utterson de su mísero entorno. Él y su acompañante se hallaban ante la casa del protegido del doctor Jekyll, el presunto heredero de más de un cuarto de millón de libras esterlinas.

Abrió la puerta una mujer de cabellos entrecanos y rostro marfileño. Su expresión era maligna, atenuada por la hipocresía, pero sus modales eran excelentes. Aseveró que ésa era la casa de Míster Hyde, y que el señor no estaba. La noche anterior había regresado de madrugada, para salir de nuevo una hora después. Sostuvo que Míster Hyde no tenía nada de raro, salvo unas costumbres un tanto irregulares, y que salía con frecuencia. Pasaba uno o dos meses sin volver a la casa.

—Muy bien, condúzcanos a sus aposentos —dijo Míster Utterson. Y cuando la mujer trató de negarse, continuó—: Este caballero es el inspector Newcomer, de Scotland Yard.

Un abominable rayo de alborozo iluminó el rostro de la mujer.

—¡Ah, al fin se ha metido en un lío! —exclamó—. ¿Qué hizo?

Míster Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.

—No parece tenerle mucha estimación —observó el policía. Luego prosiguió—: Permitanos echar un vistazo a los aposentos de Míster Hyde.

De toda la casa, en la que vivía solamente la sirvienta, Míster Hyde ocupaba nada más que un par de habitaciones, amobladas con exquisito gusto y lujo. Tenía una despensa llena de vino, la vajilla era de plata, los manteles finísimos, de una pared colgaba un cuadro de alto valor, y las alfombras eran gruesas y de colores agradables a la vista. Sin embargo, daba la sensación de que alguien había pasado por allí a toda prisa, revolviendo hasta el último rincón. Diseminadas en el piso se veían prendas de vestir con los bolsillos vueltos hacia afuera, los cajones estaban abiertos, y en la chimenea, un montón de cenizas, revelaba que alguien había estado quemando papeles.

De entre estos restos, el inspector desenterró un talonario de cheques que había escapado a la acción del fuego, y detrás de la puerta encontró la otra mitad del bastón. Con esto confirmaba sus sospechas, y el policía se mostró contento con el hallazgo. Una visita al banco, donde averiguaron que el presunto asesino tenía depositados varios miles de libras, acabó de satisfacer la curiosidad del inspector Newcomer.

—Créame, Míster Utterson, desde ya puede considerar detenido a Hyde —aseguró—. Debe haber perdido la cabeza, o no habría dejado la mitad de su bastón en un sitio tan fácil de encontrar. Tampoco debió quemar el talonario de cheques. Dinero es lo que va a necesitar en estos momentos. Sólo tenemos que esperar a que pase por el banco para proceder a su detención.

Sin embargo, esto no resultó tan fácil como el policía lo prometía. Míster Hyde tenía muy pocos conocidos, ni familiares ni amigos. El amo de la criada que había presenciado el crimen, sólo lo había visto un par de veces. Tampoco existían fotografías suyas, y los pocos que pudieron describirlo dieron versiones contradictorias sobre su apariencia, como suele ocurrir cuando se trata de observadores no profesionales. Todos coincidieron únicamente en un punto: esa sensación de repugnancia que el fugitivo despertaba en quien lo veía.

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