El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde |
CAPÍTULO I
CASA, PUERTA Y PERSONAJE MISTERIOSOS
Míster Utterson, el abogado, era un hombre alto, enjuto y seco; de semblante adusto, que jamás se iluminaba con una sonrisa; parco, reservado, melancólico y torpe para exponer sus sentimientos. No obstante, inspiraba afecto. En las reuniones entre amigos, bebiendo un vino de su agrado, sus ojos irradiaban una profunda humanidad que no llegaba a reflejarse en sus palabras, aunque sí en la expresión de su rostro durante la sobremesa y, frecuentemente, en sus acciones diarias.
Consigo mismo era muy austero. Estando solo, olvidaba los buenos vinos y bebía ginebra, y hacía veinte años que no asistía a una función de teatro, pese a su afición por éste. Hacia el prójimo, en cambio, guardaba una enorme tolerancia, que lo inclinaba a ayudar en vez de censurar.
—No critico la herejía de Cain —decía—; cada cual es libre para destruirse como mejor le plazca.
Su carácter convertía siempre a Míster Utterson en la última amistad honorable, y en la buena influencia postrera en las existencias de los que avanzaban por el camino de la perdición. Tal comportamiento no era difícil para él, considerando que basaba la amistad en una gran tolerancia, sólo comparable a su bondad.
Considerando su natural modestia, el abogado Utterson se contentaba con que el círculo de sus amistades lo formaran algunos familiares y viejos conocidos, y, como la enredadera, su afecto crecía con el tiempo.
Así se explican, sin duda, los lazos que lo unían a Míster Richard Enfield, familiar lejano y caballero bastante conocido en la ciudad. Muchos se preguntaban qué veían el uno en el otro, y qué había en común entre Míster Utterson y Míster Enfield. Todos quienes se tropezaban con ellos, en el curso de sus habituales paseos dominicales, aseguraban que no intercambiaban una sola palabra, que se notaban extremadamente aburridos, y que recibían con evidente agrado la presencia de cualquier amigo que se les aproximara. Sin embargo, para ambos, estas excursiones constituían el mejor momento de la semana.
En uno de estos paseos, los dos amigos desembocaron en una callejuela de un barrio comercial de Londres.
A simple vista, sus habitantes eran comerciantes prósperos, que competían en alajar los escaparates de sus tiendas, alineadas a ambos costados de la calle, dándoles un aspecto floreciente y tentador.
Aún en medio de la tranquilidad y el silencio de los domingos, esa callecita brillaba en comparación con el resto del barrio, llamando la atención de los transeúntes las contraventanas recién pintadas, los relucientes letreros de bronce y la limpieza.
Pero cerca de la esquina, en la acera izquierda, caminando en dirección Este, interrumpía la línea de escaparates, rompiendo la agradable armonía, la entrada a un patio. Allí se alzaba un edificio de dos pisos, de aspecto tenebroso, que proyectaba su alero sobre la vereda. Carecía de ventanas, y no tenía más que una puerta en la planta baja, y en la superior, sólo un frente ciego, con la pared descascarada.
En todos los detalles se traslucía un descuido prolongado y sórdido. La puerta no tenía llamador o campanilla, y su pintura se veía saltada y desteñida. Los vagabundos se guarecían a su amparo, en tanto que los chiquillos tomaban por asalto sus peldaños. Más de un muchacho había comprobado el filo de su cortaplumas en las molduras, y nadie, en una generación, parecía haberse preocupado de alejar a estos visitantes ni de reparar los estragos que causaban.
Míster Enfield y Míster Utterson caminaban por la acera del frente, y al llegar a aquel sitio, el primero alzó su bastón y señaló hacia la casa.
—¿Te has fijado en esa puerta? —preguntó. Un gesto afirmativo de su amigo fue la respuesta—. Me hace avocar un suceso extraño...
—¿Qué suceso? —indagó Míster Utterson, con una leve alteración en la voz.
—En una ocasión en que volvía a mi hogar, en una fría y brumosa madrugada de invierno —continuó Míster Enfield—, me encontré atravesando un barrio en el que lo único que lograba ver eran los faroles encendidos en las esquinas. Eran cerca de las tres, y recorrí innumerables calles en las que todo el mundo dormía, tan vacías y silenciosas como la nave de una iglesia. Así llegué a ese estado de ánimo en que se comienza a desear que aparezca un policía. Fue entonces cuando, repentinamente, vi a dos personas: un hombre de baja estatura, que caminaba rápido en dirección Este, y una niña de ocho a diez años que corría por una bocacalle a la mayor velocidad que le era posible. Como supondrás, al llegar a la esquina chocaron, y esto es lo grave: el individuo atropelló a la niñita y siguió adelante, sin atender a sus gritos, dejándole en el suelo. Quizás, como lo estoy contando, el incidente no parezca tan espantoso, pero la visión que yo tuve fue horrible. Aquel hombre no parecía un ser humano. Le grité, corrí tras él, lo cogí por el cuello, y lo obligué a volver al lugar donde ya un grupo de gente se reunía en torno a la niña. El hombre no ofreció resistencia y se mostró tranquilo, pero la mirada que me dirigió estaba tan cargada de perversidad, que un sudor helado me invadió. Los que se hallaban junto a la víctima eran familiares de ella, más un médico, a quien la chica iba a buscar cuando tropezó con el desconocido. Según el médico, la criatura no había sufrido más daño que el susto, y tal vez pensarás, estimado Utterson, que aquí se acaba la historia, No, no es así; ocurrió algo más. Desde el primer instante ese sujeto me causó una incontrolable repugnancia, y otro tanto les sucedió a todos los allí presentes. No obstante, me sorprendió que al médico le pasara lo mismo. Éste era un individuo común y corriente, con marcado acento de Edinburgo, aspecto y edad indefinidos, y la sensibilidad de un escaño de madera, pero reaccionaba igual que los demás. Miraba a mi prisionero y se enfermaba, y palidecía, acosado por un deseo violento de asesinarlo. No nos costó darnos cuenta de lo que ambos pensábamos y considerando que no podíamos dar muerte al hombre, le comunicamos que daríamos a conocer lo sucedido, que todo Londres lo maldeciría, y que perdería su reputación y sus amigos. Mientras lo amenazábamos, las mujeres se hallaban listas para lanzarse como arpías contra él. En mi vida he vuelto a ver rostros tan encendidos por el odio, y en medio de aquel círculo permanecía ese hombre, revestido de una oscura y despectiva frialdad, controlando su temor con un dominio satánico.
"Si desean sacar partido del accidente, me tienen en sus manos —dijo—. Un caballero siempre trata de evitar el escándalo. Digan cuánto piden".
—Le exigimos nada menos que cien mil libras para la familia de la niña. Era evidente que pensó en escapar, pero nuestra actitud le inspiró miedo y cedió. ¿Y a dónde te imaginas que nos condujo a buscar el dinero?
Míster Utterson se limitó a observarlo atentamente.
—¡A ese edificio! —prosiguió Míster Enfield—. ¡Al que entró por esa puerta! Abrió con una llave, y al poco rato volvió con diez libras en oro, y un cheque por el valor de la cantidad restante. Este documento, para cobrar en el Banco de Goutts y extendido al portador, estaba firmado con un nombre que no puedo mencionar, aunque es uno de los detalles más interesantes de la historia. Lo que sí te diré es que correspondía a alguien de gran fortuna, ampliamente conocido, a quien vemos a menudo en los periódicos. Dudando de la autenticidad de la firma, le manifesté, al sujeto en cuestión, que todo el asunto me parecía sospechoso; que resultaba sumamente extraño venir a las cuatro de la madrugada, a esa cueva, a buscar un cheque de ese valor, firmado por otra persona. El individuo acentuó su aire despectivo.
"No hay nada que temer —aseguró—. Me quedaré con ustedes hasta que abran el Banco, y cobraré yo mismo el dinero."
—Acepté la proposición, y nos fuimos a mi casa a esperar, acompañados por el padre de la niña y el médico. A la hora adecuada, después de desayunar, nos dirigimos al Banco. Yo mismo le pasé el cheque al cajero, explicándole que tenía razones para suponer que se trataba de una falsificación. Sin embargo, mis sospechas eran totalmente infundadas ya que la firma era legítima.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Míster Utterson.
—Así es —asintió Míster Enfield—. Veo que piensas lo mismo que yo. Sí, es una historia muy desagradable, porque el personaje que entregó el cheque es repulsivo, detestable, y el que lo firmó es un modelo de virtudes, famoso por sus buenas obras. Un caso de chantaje, sin lugar a dudas: el caballero honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por algún desliz. Por eso a este edificio lo llamo "la casa del chantaje". Aunque aún eso estaría lejos de explicarlo todo.
Después de decir esto, Míster Enfield se hundió en sus meditaciones durante un rato. Míster Utterson lo sacó de ellas con una pregunta inopinada:
—¿Y sabes si el caballero que extendió el cheque, vive ahí?
—No sería un lugar muy apropiado —respondió Míster Enfield—. No, su dirección es otra, cerca de una plaza...
—¿Y acerca de esta casa no has averiguado nada?
—No. Decididamente estoy en contra de toda clase de averiguaciones y preguntas. Me hacen pensar en el día del Juicio Final. Hacer una pregunta es como lanzar una piedra que va arrastrando muchas otras a su paso. Al final, van a dar todas en la cabeza de algún infeliz, en el que menos se piensa, y resulta que la familia tiene que cambiar de apellido. Prefiero atenerme a una norma: mientras más raro me parece un caso, menos preguntas hago.
—Sabio proceder —reconoció Míster Utterson.
—Lo que sí he hecho es examinar el edificio —prosiguió Míster Enfield—. Aparentemente no es una casa habitada. Ésa es la única puerta, y nadie entra o sale por ella, excepto el odioso protagonista de la aventura que acabo de relatarte, y eso ocurre muy de tarde en tarde. En el primer piso hay tres ventanas que dan al patio, y que permanecen siempre cerradas. No obstante, de la chimenea sale humo, lo cual indicaría que, pese a las apariencias, alguien vive allí.
Los dos amigos se alejaron del lugar en silencio.
—Es buena norma la de no indagar —murmuró de pronto Míster Utterson—. Pero, aún así, hay una cosa que quiero preguntarte. Me gustaría que me dijeras cómo se llama el hombre que atropelló a la niña.
—Bueno..., no veo que mal pueda haber en decírtelo —contestó Míster Enfield—. Se llama Hyde.
—¿Y podrías dar más detalles de su físico?
—No es fácil describirlo —dijo el otro—. Ya te he dicho que en su aspecto hay algo equívoco, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie despertar tanta repugnancia y, sin embargo, no sé explicar por qué. Debe tener alguna deformidad. Sí, ésa es la impresión que produce, aunque no pueda definirla concretamente, ni mencionar un solo detalle fuera de lo normal. Y no es que lo haya olvidado, porque te aseguro que lo recuerdo como si en este momento lo tuviera ante mi vista.
Míster Utterson anduvo otro trecho, abrumado por negros pensamientos.
—¿Estás seguro de que abrió la puerta con una llave? —interrogó al fin.
Enfield lo observó sorprendido.
—Comprendo que te extrañe mi pregunta —añadió Míster Utterson—. La verdad es que si no he averiguado cómo se llama el otro personaje, el que extendió el cheque, es porque ya lo sé. Sin proponértelo, tu historia ha dado en el clavo de algo que me preocupa, y si no has sido exacto en algún punto conviene que lo rectifiques...
—Deberías habérmelo advertido —respondió su amigo, sin disimular cierta molestia—. Pero te aseguro que he sido exacto hasta la pedantería, como tú sueles decir. El individuo tenía una llave, y sigue teniéndola. Lo vi usarla hace menos de una semana.
Míster Utterson respiró hondo, y no dijo una palabra. Pasado un momento, Míster Enfield continuó:
—Me arrepiento de haber hablado más de la cuenta. Hagamos un trato. Nunca más volveremos a mencionar este asunto.
—De acuerdo —contestó Míster Utterson—. Te lo prometo, Richard.