El Corsario Negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 3

UNA BELLEZA FLAMENCA EN BARCO ESPAÑOL

El Corsario y sus hombres, guiados por el africano, avanzaban a la carrera por el bosque, buscando alcanzar con prontitud la orilla del Golfo. Estaban inquietos por la suerte del barco, pues temían que el gobernador hubiera pedido ayuda a la escuadra del almirante Toledo.

A las dos de la mañana, Carmaux, que iba delante del negro, oyó un rumor lejano que indicaba la cercanía del mar. El Corsario hizo señas para que apresuraran más el paso y, poco después, llegaron a una playa baja llena de plantas.

La oscuridad era muy grande, pues había una niebla densa que se elevaba de las marismas que costeaban el lago.

Las crestas de las olas parecían despedir chispas y en muy pocos instantes trazos grandes de mar, poco antes negros como si fuesen tinta, se iluminaban de pronto, como si en su seno se hubiera encendido una poderosísima lámpara eléctrica.

—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.

—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—. Hasta los peces parece que están de parte de los españoles.

El Corsario, entretanto, miraba el mar. Como no distinguía nada, miró hacia el Norte, y vio sobre el llameante mar una gran mancha negra que se destacaba entre la fosforescencia.

—Allí está El Rayo —dijo—. ¡Busquen el bote!

Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor que pudieron, pero no sabían dónde estaban. Después de recorrer más de un kilómetro, lograron descubrir la chalupa, que la marea baja había dejado entre la espesura.

Colocaron el cadáver cuidadosamente envuelto y le taparon el rostro. Inmediatamente se hicieron mar adentro, remando con vigor.

El Corsario, sentado en la popa, frente al cuerpo del ahorcado, había vuelto a caer en su tétrica melancolía.

La chalupa se deslizaba con rapidez alejándose de la playa. El agua llameaba y los remos parecían levantar chorros de chispas. Bajo las aguas, moluscos extraños ondulaban en número infinito, jugando entre aquella orgía de luz con sus cuerpos de diamantes y con sus desplazamientos, seguidos de breves relámpagos azules.

Sin dejar de remar, los filibusteros miraban en todas direcciones con inquietud, temiendo ver de un momento a otro los navíos enemigos.

Ya no distaban más de una milla del barco, el cual salía a su encuentro corriendo bordadas pequeñas, cuando llegó a sus oídos un grito extraño que semejaba un quejido y parecía terminar en un sollozo.

Ambos remeros se detuvieron en el acto y miraron en derredor llenos de espanto.

—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, bañado en sudor frío.

—¡Sí! —contestó Carmaux.

—¿Habrá sido un pez?

—¡Jamás he oído a un pez gritar de esa manera!

—¿Será el hermano del muerto?

—¡Silencio, camarada!

Los dos miraron al Corsario, pero éste seguía inmóvil, con los ojos fijos en el muerto.

—¿Has oído ese grito, compadre negro?

—¡Sí!

—¿Qué crees que haya sido?

—Quizás lo haya lanzado un lamantino.

—¡Hum! —exclamó Carmaux—. Habrá sido un lamantino, pero...

Se interrumpió bruscamente y palideció. Detrás de la popa del bote, entre un círculo de espuma luminosa, desaparecía una forma oscura e indecisa, hundiéndose en el acto en los negros abismos.

—¿Has visto? —preguntó con voz ahogada a Wan Stiller.

—¡Sí! —contestó éste, con un castañeteo de dientes.

—Una cabeza, ¿verdad?

—Sí, de un muerto.

—¿Y el Corsario no ha visto ni oído nada?

—¡Es el hermano muerto del Corsario Rojo llamando a su hermano!

—Tú, compadre, ¿no has visto nada?

—¡Sí; una cabeza! —contestó el africano.

—¿De quién? —preguntó Carmaux.

—De un lamantino.

—¡Al diablo!

En aquel instante resonó una voz que venía del barco.

—¡Eh!, los de la chalupa. ¿Quién vive?

—El Corsario Negro —gritó Carmaux.

Cuando el Corsario sintió que la proa del bote chocaba contra el casco del barco, hizo un movimiento como si despertara de tétricos pensamientos. Estaba asombrado de verse junto a su nave. Una vez que izaron el bote a bordo, tomó el cadáver de su hermano y fue a depositarlo junto al palo mayor.

Al ver al muerto, la tripulación que estaba escalonada, se descubrió.

Morgan, el segundo comandante, descendió del puente de órdenes y se dirigió al encuentro del Corsario Negro.

—A sus órdenes, señor! —dijo.

—¡Ya sabe usted lo que debe hacer! —respondió el Corsario con rabia y tristeza.

Comenzaba a clarear con una luz pesada como hierro. El Corsario llegó al puente y allí se quedó inmóvil. Su bandera había sido puesta a media asta, en señal de luto. Toda la tripulación estaba en cubierta. La campana resonó en la toldilla de popa y la tripulación en masa se arrodilló. En aquel momento parecía que la formidable figura del Corsario adquiría gigantescas proporciones. Su voz metálica rompió de improviso el fúnebre silencio que reinaba a bordo del buque.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro por Dios, por estas olas, nuestras compañeras, y por mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la tierra hasta que haya vengado a mis hermanos muertos por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco y los abismos los traguen a todos si no mato a Wan Guld y no extermino a toda su familia, así como él ha exterminado la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me han oído?

—¡Sí, comandante! —gritó la tripulación al unísono.

—¡Al agua el cadáver! —ordenó con voz sombría.

El contramaestre y tres marinos tomaron la hamaca con el cadáver y la dejaron caer. El fúnebre bulto se precipitó entre las olas, levantando un chorro de espuma como una llamarada.

De repente, lejos, se oyó otra vez el misterioso grito que tanto asustara a Carmaux y Wan Stiller.

Ambos se miraron, pálidos como dos muertos.

—¡Es el grito del Corsario Verde llamando al Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.

—¡Sí! Los dos hermanos se han encontrado al fondo del mar.

Un silbido les cortó bruscamente la palabra.

—¡Sobre babor! —gritó el contramaestre.

El Rayo viró de bordo, y volteó entre los islotes del lago huyendo hacia el Gran Golfo.

Las aguas se doraban ya con los primeros rayos del sol, y se extinguió de repente la fosforescencia.

El día que siguió al entierro del Corsario Rojo fue tranquilo. El comandante no se había dejado ver, había dejado el mando y el gobierno del buque a su segundo, Morgan, para encerrarse en su camarote. Nadie lo había visto, ni siquiera Wan Stiller y Carmaux. Se sospechaba, eso sí, que estaba con el africano, pues a éste tampoco se le encontraba por parte alguna del buque.

Llegada la noche, y mientras El Rayo recogía parte de sus velas, Wan Stiller y Carmaux, que rondaban cerca de la cámara, vieron salir por la escotilla la cabeza lanuda del africano.

—¡Eh, compadre! —dijo Carmaux al negro—. Ya era tiempo de que vinieras a saludar al compadre blanco.

—El patrón no ha hecho otra cosa que hablar de sus hermanos y de venganzas tremendas.

—Y las cumplirá. Wan Guld siente un odio implacable hacia el Corsario, pero le será fatal —aseguró Carmaux.

—¿Y se sabe cuál es el motivo de ese odio, compadre blanco?

—Es muy antiguo. Desde que estaban en Europa. Wan Guld había jurado vengarse de los tres corsarios antes de venir a América.

—¿Ya se conocían antes?

—Eso se dice. Los tres eran hermosos y valientes. El Verde era el más joven, y el Negro, el mayor; pero en ánimo, ninguno era inferior al otro. Y sus tres barcos eran los más veloces y los mejor armados de todo el filibusterismo.

—Lo creo —contestó el africano—. Basta con mirar este barco.

—Pero también para ellos llegaron días tristes —prosiguió Carmaux—. El Corsario Verde, que había zarpado de las Tortugas, fue sorprendido por la escuadra española. Tras una batalla desesperada, le capturaron y le condujeron a Maracaibo, donde lo ahorcaron por orden de Wan Guld.

—Lo recuerdo —expresó el negro—; pero su cadáver no quedó para pasto de las fieras. El Corsario Negro, con algunos servidores, robó el cadáver y logró sepultarlo en el mar.

—Ahora le ha tocado al Corsario Rojo. También ha sido sepultado en el mar Caribe.

—Compadre, va a ir a Maracaibo muy pronto. El comandante me ha pedido datos precisos. Piensa atacar la ciudad con una flota numerosa.

—El terrible Olonés Pedro Nun es amigo del Corsario Negro y se encuentra todavía en las Tortugas. ¿Quién va a poder resistir a esos dos hombres? ¡Mírale! ¿No da miedo ese hombre?

Allí, sobre el puente, estaba el Corsario con su atuendo negro.

—¡Parece un espectro! —murmuró en voz baja Wan Stiller.

—Y Morgan no le va en zaga —dijo Carmaux—. Si no es tétrico como la noche, el otro no es mucho más alegre.

Entre las tinieblas resonó una voz. Descendía de lo alto de la cruceta del palo mayor.

—¡Barco a sotavento!

—¡Morgan, mande usted apagar las luces! —gritó el Corsario.

—Gaviero —volvió a decir el Corsario, ya en la oscuridad—, ¿por dónde navega ese barco?

—Hacia el sur, comandante.

—¿Hacia la costa de Venezuela?

—Eso creo.

—¿A qué distancia?

—Cinco o seis millas.

El Corsario se inclinó sobre la pasarela:

—¡Hombres, a cubierta! —gritó.

Los ciento veinte filibusteros de la tripulación de El Rayo se colocaron en sus puestos de combate. Era tal la disciplina en el barco, que podría considerarse desconocida aun en los buques de guerra de las naciones más marineras. Sabía que sus jefes no dejarían impune una falta por pequeña que fuese, y se las harían pagar con un pistoletazo en la frente o abandonándolos en una isla desierta.

—¿Atacaremos esta noche a ese barco español, señor? —preguntó Morgan.

—¡Lo echaremos a pique! ¡Allá abajo duermen mis hermanos; pero ya no dormirán solos!

—¿Atacaremos con el espolón?

—Sí, si es posible.

—¡Perderemos los prisioneros, señor!

—¿A mí qué me importa?

—¡Ese barco puede ir cargado de riquezas!

—¡Tengo tierras y castillos en mi patria!

—Hablaba por lo que toca a nuestros hombres.

—Para ellos tengo oro. Mande usted virar de bordo

El Rayo viró de bordo, casi en el mismo sitio, y empujado por una brisa fresca que soplaba del sudeste, se lanzo sobre la ruta del velero señalado, dejando a popa una estela ancha y rumorosa.

A lo largo de las amuras, los arcabuceros inmóviles espiaban el barco enemigo, e inclinados sobre las piezas, los artilleros soplaban las mechas dispuestos a desencadenar una tempestad de metralla.

El Corsario negro y Morgan se mantenían vigilantes en el puente de mando.

Carmaux, Wan Stiller y el negro, en el castillo de proa, conversaban en voz baja.

—Mala noche para esa gente —decía Carmaux—. ¡Me temo que el comandante, con la ira que lleva en el corazón, no deje vivo ni un solo español!

—A mí me parece que ese barco es muy alto de bordo —reflexionaba Wan Stiller—. No me gustaría que fuera un barco de línea que va a reunirse con el almirante Toledo.

—¡Psch! Ya habrás oído que el comandante hablaba de acometerle con el espolón.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Si hace eso, cuando menos piense se quedará sin proa El Rayo!

La voz del Corsario cortó de pronto la conversación.

—¡Hombres de la maniobra! ¡Arriba las suplementarias y afuera las bonetas!

—¡De caza! —exclamó Carmaux—. Según parece, boga bien el barco español para obligar a El Rayo a largar todo el trapo.

En aquel instante resonó en el mar una voz fuerte. Procedía del barco contrario.

—¡Ohé! ¡Barco sospechoso a babor!

El Corsario subió sobre la cubierta de cámara gritando:

—¡Venga la barra! ¡Hombres de mar, a la caza!

Solamente una milla separaba a ambos buques, pero los dos debían tener una velocidad extraordinaria, porque la distancia no parecía acortarse.

Había transcurrido una media hora, cuando la cubierta del barco español se iluminó rápidamente y una estruendosa detonación se propagó sobre las aguas. Un silbido bien conocido de los filibusteros se oyó en el aire; después un chorro de agua saltó a más de veinte brazas de la nave corsaria. Aquel cañonazo era la advertencia del buque adversario para que no lo siguieran

El Corsario Negro se hizo cargo en seguida de la ruta.

—¡Señor Morgan, a proa! —ordenó.

—¿Comienzo el fuego?

—Todavía no. Vaya usted a disponerlo todo para el abordaje.

—¿Abordaremos?

—Ya se verá.

Morgan y el contramaestre se dirigieron al castillo de proa, donde había cuarenta hombres con el hacha de abordaje colocada delante y un fusil en la mano.

—¡En pie! —ordenó—. ¡Preparen los bichos de lanzamiento!

Los cuarenta hombres se pusieron en silencio a la faena de los bicheros y a levantar barricadas con barriles llenos de hierro, en el caso de que el enemigo ocupara el barco.

Si temían al Corsario Negro, no menos miedo tenían de Morgan, tan audaz como su jefe. De origen inglés, había emigrado a América. Había hecho sus pruebas de modo sorprendente bajo las órdenes del famoso corsario Mausfled. Pero luego había superado a todos los filibusteros más célebres con la famosa expedición a Panamá, considerada como imposible. Dotado de una robustez excepcional y de una portentosa fuerza, hermoso de facciones, como el Corsario Negro sabía imponerse a sus rudos hombres con la sola indicación de una mano.

Pronto todo estuvo dispuesto bajo su mirada severa.

El buque adversario se hallaba entonces a unos seiscientos pasos de El Rayo. A pesar de no haber luna, se podía distinguir perfectamente el barco español, que, como Wan Stiller sospechara, era un barco de línea, un verdadero barco de guerra, armado seguramente de una manera formidable y tripulado en consecuencia por hombres aguerridos.

Otro corsario cualquiera de las Tortugas se habría guardado muy bien de atacarle, porque aun cuando venciesen, muy poco tendría que saquear. Pero el Corsario Negro, como hombre a quien las riquezas le tenían sin cuidado, no pensaba así.

Al ver que le seguían de modo tan obstinado, el buque español disparó a quinientos metros otro cañonazo con una de sus grandes piezas de proa. Esta vez la bala no se perdió en el mar; pasó por entre las velas para romper el extremo del pico de randa, haciendo caer la bandera del Corsario.

—Comandante, ¿comenzamos?

—¡Todavía no! —respondió el Corsario.

Un tercer cañonazo resonó en el aire y una bala hundió la amura de popa, a unos tres pasos del timón, que manejaba el Corsario.

Una sardónica sonrisa apareció en los labios del filibustero, pero no dio orden alguna.

El Rayo acrecentaba la rapidez de la carrera, presentando el alto espolón al barco enemigo. Avanzaba calladamente, sin contestar las provocaciones ni dar señal de que lo tripulase alguien. Parecía una sombra al ataque.

Muy pronto produjo un efecto siniestro entre los supersticiosos marinos españoles. Oíanse gritos de terror y órdenes precipitadas.

—¡Fuego de costado! —ordenó una voz, probablemente la del comandante.

Las siete piezas de estribor y los dos cañones de proa de la cubierta vomitaron sobre el barco corsario todos sus proyectiles. Las balas atravesaron velas, cordajes, se clavaron en el casco, hundieron amuras, pero no detuvieron el empuje de El Rayo. Guiado por el brazo robusto del Corsario Negro, éste cayó con todo su ímpetu sobre el gran barco. Por suerte para él, un golpe de barra dada a tiempo por su piloto, le salvó de una catástrofe espantosa, huyendo milagrosamente.

Fallado el golpe, el barco corsario prosiguió su carrera y desapareció entre las tinieblas sin haber dado señal de su numerosa tripulación ni de su poderoso armamento.

—¡Relámpagos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, conteniendo la respiración—. ¡Españoles, eso se llama tener suerte!

—No se han producido más que averías insignificantes.

—¡Calla, Carmaux!

El Corsario gritaba por el portavoz:

—¡Dispuestos para virar de bordo!

—¿Volvemos? —preguntó Wan Stiller.

—¡Por Baco! ¡Por lo visto, no quiere dejar marchar al barco español! —contestó Carmaux.

—¡Y a mí me parece que éste tampoco tiene intenciones de irse!

Era verdad; el buque español viraba lentamente de bordo, presentando ahora el espolón, para evitar una nueva embestida.

—Compañero, preparémonos para una lucha desesperada. Y como es costumbre entre nosotros, los filibusteros, si me parte una bala de cañón o muero en el puente enemigo, te nombro heredero de mi fortuna.

—¿Que asciende...? —dijo Wan Stiller, sonriendo.

—A dos esmeraldas de más o menos quinientas piastras que llevo cosidas en el forro de mi chaqueta.

—Con eso me divierto una semana en las Tortugas. Yo también te nombro mi heredero; pero te advierto que no tengo más de tres doblones cosidos en el cinturón.

—¡Basta para vaciar media docena de botellas de vino a tu memoria!

El Rayo, entretanto, continuaba su carrera en derredor del barco de línea, sin contestar los cañonazos que de cuando en cuando éste le lanzaba sin éxito. Al amanecer, el Corsario, que no había soltado la barra del timón, hizo clavar su bandera y dirigió derechamente su barco contra el enemigo resuelto a abordarle.

—¡Hombres de mar! ¡Ya no les detengo más! ¡Vivan los filibusteros!

Tres vivas formidables le respondieron.

A mil pasos comenzó el cañoneo con furor.

El barco de línea era un gran buque de tres puentes, altísimo de bordo y con catorce bocas de fuego; un barco de batalla, probablemente destacado por algún asunto urgente de la escuadra del almirante Toledo. Llevaba en el palo mayor el estandarte de España y se dirigía hacia El Rayo cañoneándolo de un modo terrible.

Bastante más pequeño, el buque corsario apresuraba la marcha contestando con sus cañones de proa y en espera del momento oportuno para descargarle las doce piezas de sus costados.

En el puente caía una espesísima lluvia de balas, que ya iba abriendo claros entre los filibusteros. Pese a ello, El Rayo se dirigía con audacia sin par al abordaje.

A cuatrocientos metros, los fusileros fueron en ayuda de los cañones de proa y acribillaron la cubierta de la nave española. Los hombres de ésta caían por docenas a lo largo de las bordas; caían los artilleros y caían también los oficiales del puente de mando.

Bastaron diez minutos para que ni uno solo quedara vivo. Incluso el comandante cayó en medio de su oficialidad. Pero quedaban aún los hombres de las baterías, más numerosos que los marineros de cubierta. Había que disputar la victoria final.

El Rayo se apartó de pronto al impulso de un violento golpe de barra y fue a meter el bauprés por entre las escalas y el cordaje de mesana del barco enemigo.

El Corsario saltó a la cubierta de la cámara, con la espada en la diestra y una pistola en la izquierda.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Al abordaje!

Al ver que su comandante y Morgan se abalanzaban sobre el barco enemigo, los filibusteros les siguieron empuñando sus pistolas y hachas de abordaje.

Hallaron una resistencia inesperada. De todas las escotillas aparecían aguerridos españoles, que hasta entonces habían estado sirviendo a las baterías de los cañones.

De un nuevo salto el Corsario Negro cayó sobre la toldilla del buque español.

—¡A mí, los valientes de las Tortugas! —gritaba.

Morgan y los arcabuceros saltaron tras él, mientras desde las escalas y las crucetas, otros arrojaban bombas de manos con sus mechas encendidas.

El Corsario y sus hombres asaltaron tres veces la cubierta de la cámara, pero fueron rechazados. Morgan tampoco lograba conquistar el castillo de proa.

Pero la heroica resistencia de los españoles no podía durar mucho. Trepando por las escalas, los filibusteros se dejaron caer sobre la toldilla y el castillo. El Corsario Negro, espada en mano, se batía a punta de molinetes, dejando a su paso innumerables cadáveres.

Morgan, tras haber tomado el castillo de proa, acudió en su ayuda.

—¡Maten al enemigo! —ordenaba.

—¡No! ¡El Corsario Negro vence, pero no asesina! —contraordenó a su comandante— ¡Ríndanse! ¡Yo les aseguro la vida a los valientes!

Un contramaestre, el único oficial español que aún quedaba con vida, se adelantó, tirando su hacha de abordaje:

—¡Somos sus prisioneros, señor!

—Recoja su arma —dijo el Corsario—. Yo respeto a los valientes.

Los sobrevivientes, unos dieciocho, estaban asombrados. No esperaban piedad de los filibusteros.

—Morgan; haz botar una chalupa con agua y víveres.

—¿Los dejo libres, señor?

—Yo premio el valor.

—Gracias, señor —dijo el contramaestre—. Nunca olvidaremos la generosidad del Corsario Negro.

—¿De dónde venían ustedes?

—De Veracruz. Navegábamos a Maracaibo.

—¿De qué escuadra es este barco? —continuó el Corsario.

—De la del almirante Toledo.

—Están ustedes libres. —Y al ver que el contramaestre vacilaba, agregó—: Parece que usted quiere decirme algo más.

—Hay más personas a bordo, señor. Mujeres y pajes. Están en la cámara de popa.

—¿Quiénes son?

—No lo sé, señor. Pero una de las mujeres es una dama importante; creo que una duquesa.

—Es raro, en un barco de guerra. Bien, en La Tortuga mis hombres decidirán qué rescate tendrá que pagar por ella su familia. ¡A la chalupa, valientes! ¡Han hecho honor a su patria y a su bandera!

El Corsario Negro les miró alejarse.

—¡Demasiado valerosos para el traidor que los comanda! —murmuró sordamente—. ¡Morgan! Comunique a mis hombres que renuncio en su favor a la parte que me corresponde por la venta de este barco.

—Pero, señor, ¡vale una fortuna!

—¡El dinero no me importa! Yo combato por motivos personales. Que mis hombres fijen el rescate de la duquesa. Los gobernadores de Veracruz y de Maracaibo deberán pagar si la quieren libre.

La puerta de la cámara se abrió y apareció una joven, seguida por dos camareras y dos pajes. Todos estaban ricamente vestidos.

La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.

Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al Corsario con altivez:

—¿Qué ha pasado, caballero?

—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron.

—¿Quién es usted?

El Corsario Negro apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.

—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió.

—¿Cuál?

—El Corsario Negro.

Una mueca de terror recorrió el rostro de la joven.

—¡El Corsario Negro! ¡El enemigo de los españoles!

—Lucho contra ellos, pero no los odio. La prueba es que he dejado en libertad a los sobrevivientes de su barco.

—Entonces, ¿mienten quienes aseguran que usted es sanguinario?

—Posiblemente.

—Y... ¿qué va usted a hacer conmigo, caballero?

—Yo preguntaré: ¿usted es española?

—Flamenca.

—Duquesa, ¿no es cierto?

—Cierto.

—Su nombre, por favor.

—¿Necesita saberlo?

—Sí, si quiere verse libre.

—Olvidaba, señor, que soy su prisionera.

—No mía; de mis hombres. Por mí, la desembarcaría en el puerto más cercano. Pero no puedo violar la ley del mar.

—Gracias —sonrió—. Me pareció raro que un caballero de la nobleza europea se convirtiera en ladrón.

—Tal vez llegue el día en que usted sepa, señora, por qué un noble europeo puede hacerse filibustero en los mares de América. ¿Su nombre, repito?

—Honorata Willeman, duquesa de Weltendram.

—Bien, señora, baje a su cámara. Tenemos el triste deber de sepultar a los muertos. A usted la espero esta tarde, en mi barco, para que coma conmigo.

—Gracias, caballero.

Le ofreció su mano, hizo una leve inclinación y salió. El Corsario se mantuvo inmóvil. Miraba la puerta cerrada, con la frente sombría.

Los españoles habían perdido ciento sesenta hombres y cincuenta los filibusteros. La enfermería de El Rayo estaba repleta de heridos.

Ambos barcos estaban averiados, pero el español no podía navegar con sus propios medios. El Corsario hizo limpiar las toldillas y realizar las reparaciones urgentes, mientras se arrojaban los cadáveres al mar envueltos en sacos y una bala de cañón como lastre.

El Rayo quedó unido al otro barco mediante una cuerda para remolcarlo. El Corsario dio órdenes a Carmaux y al negro de que trajeran a la duquesa. Mientras ésta llegaba, se paseó nervioso y sombrío de un lado a otro.

Tres veces se acercó a Morgan, como para ordenarle algo, pero no lo hizo. Había salido la luna. De pronto se oyó llegar la chalupa.

La duquesita subió livianamente por la escala. Con el sombrero en la mano, el Corsario la esperaba en la borda.

—Gracias por haber aceptado mi invitación, señora.

—Soy yo la agradecida por recibirme en su barco, pues soy su prisionera —repuso afablemente la joven.

El Corsario le pidió que le siguiera, pero ella le detuvo:

—Caballero, ¿no le importa que haya traído a una de mis camareras?

—En absoluto, señora.

Le ofreció el brazo, la hizo entrar en el saloncito de la cámara y sentarse junto a su camarera mulata. Él tomó asiento frente a ambas, mientras Moko servía la comida en vajilla de plata.

Durante la comida, apenas se habló.

—Perdone, señora —dijo el Corsario cuando les trajeron los postres—, que haya estado tan silencioso. Al atardecer siento una tristeza que no puedo reprimir. Me atormentan negros recuerdos.

—¿Tal cosa le sucede al corsario más valeroso que surca los mares? —preguntó ella con extrañeza—: ¡Me cuesta creerlo!

—Observe usted mi traje... ¿No es fúnebre, señora?

—Sí, usted viste de negro. En Veracruz se rumorean cosas sobre usted que aterran al más valiente.

—¿Qué cosas, señora?

—Se rumorea que el Corsario Negro ha navegado, junto con dos hermanos vestidos uno de verde y otro de rojo, para realizar una horrible venganza.

El Corsario no dijo nada. Su frente se mantenía hosca.

—Dicen también que usted está siempre triste. Y que, cuando hay tormenta en las Antillas, desafía al viento y al mar protegido por espíritus infernales...

—¿Qué más dicen?

—Que a sus hermanos los ahorcó un mortal enemigo de usted. Y que...

—¡Continúe!

—No me atrevo —dijo ella, inquieta.

—¿Acaso le doy miedo?

—No, pero... —poniéndose en pie, le preguntó—: ¿Es cierto que usted evoca a los muertos?

A babor del barco estalló una enorme ola. El Corsario se levantó y se quedó mirando, pálido, a la joven. En sus ojos había una indisimulada emoción. Fue hacia la ventana.

El mar brillaba, calmo, iluminado por la luna, pero a babor el agua arremetía contra el casco como impulsada por una fuerza misteriosa.

El Corsario, mudo, observaba el mar. La duquesa se le había acercado, llena de un supersticioso espanto.

—¿Qué ve usted, caballero? —susurró.

—Me preguntaba —dijo él—, si los sepultados en el mar pueden volver a la superficie.

Un escalofrío recorrió a la joven.

—¿A qué muertos se refiere usted?

—A los que no han sido vengados —repuso él.

—¿A sus hermanos, talvez?

—¡Talvez!

Regresó a la mesa y llenó dos vasos de vino.

—¡A su salud, señora! —dijo, sonriendo forzadamente—. Es tarde. Es hora de que vuelva a su barco.

—El mar ya está calmo, caballero. No hay peligro para la chalupa que ha de trasbordarme.

El Corsario pareció serenarse.

—¿Quiere usted acompañarme un rato más, señora?

—Si a usted no le molesta.

—¡Molestarme! ¡Oh, no! Pero..., ¿me equivoco o usted tiene alguna otra razón para continuar aquí?

—Es posible, caballero.

—Hable, se lo ruego. Usted me quita mi tristeza.

—Dígame, caballero, ¿por qué usted odia tanto al hombre de que quiere vengarse? —preguntó ella dulcemente.

—Porque mató y destruyó a mi familia completa, señora. Hace dos noches, apenas, hice un juramento que mantendré aunque me cueste la vida.

—Ese hombre, ¿se encuentra ahora en América?

—¡Sí!

—¿Quién es? ¿Puede usted decírmelo? —preguntó ansiosamente.

—Ya es tarde, señora, y usted debe trasbordar.

Se dirigió al negro, que permanecía en un rincón:

—¿Lista la chalupa?

—Sí, comandante.

El Corsario ofreció el brazo a la joven y la llevó a cubierta. Ante la escala, dijo:

—Buenas noches, señora.

Ella le tendió su mano y sintió temblar la del Corsario.

—Gracias por todo, caballero.

Él hizo una venia. Seguida de la mulata, la joven bajó hasta la chalupa. Desde allí alzó la vista y vio que el Corsario continuaba inmóvil, mirándola.

El Rayo navegaba lentamente hacia las costas de Cuba o de Santo Domingo, llevando a remolque el barco español. Gracias a unos vientos favorables, al tercer día enfilaba la proa hacia las costas meridionales de Cuba.

El Corsario salió de su cámara al oír el silbido que anunciaba tierra a la vista. Aún se mantenía intranquilo, sin cambiar una palabra con nadie, ni siquiera con Morgan. Miró abstraído las montañas de Jamaica, en el horizonte, y luego se fijó en la proa del barco español, que navegaba a unos veinte metros.

Una sombra blanca se apoyaba en la amura. Era la duquesa, envuelta en un amplio manto blanco y con los cabellos sueltos cayéndole dorados sobre la espalda. También ella miraba el barco filibustero.

Sin saludar, el Corsario Negro clavó los ojos en los de la joven. La fascinación duró casi un minuto. Pero el Corsario, como arrepentido de su debilidad, dio un paso hacia el timonel.

La joven continuaba inmóvil, mirándole sin pestañear.

El Corsario siguió retrocediendo, hasta tropezar con Morgan.

—¿Miraba usted el sol, señor? —le preguntó éste.

—¿Qué pasa con el sol?

El comandante de El Rayo abrió los ojos, que había cerrado para no ver la figura de la joven, y miró. El sol estaba poniéndose rojo.

—Se acerca un huracán —murmuró.

—Así parece, señor.

—Sí. Tendremos que abandonar nuestra presa. No podremos remolcarla.

—¿Me permite una sugerencia, señor? Envíe a la mitad de la tripulación al buque español.

—Sí. No quiero que mis hombres pierdan lo ganado tan duramente.

—¿Dejará usted en aquel navío a la duquesa? Creo, con su permiso, comandante, que estaría mejor a bordo de El Rayo.

—¿Acaso le importa si se ahoga? —repuso el Corsario, clavándole la vista.

—Vale muchos miles, señor.

—¡Cierto!

—¿Ordeno que la trasborden, señor, antes de que la tormenta lo impida?

Sin responder, el Corsario continuó paseándose. De pronto se detuvo.

—¿Cree usted que la fatalidad acompaña a ciertas mujeres? —preguntó bruscamente a Morgan.

—No lo sé, señor —repuso éste, perplejo.

—¿Le daría a usted miedo amar a una mujer?

—¿Miedo? No le comprendo, señor.

El Corsario mostró a la joven, que seguía en el mismo sitio.

—¿Qué le parece?

—Una criatura muy bella.

—¿No le tendría miedo?

—¡No, desde luego!

—A mí sí me da miedo.

—¡Al valiente Corsario Negro! Usted bromea, señor.

—Me acusan —dijo el Corsario— de conocer el destino. Sucede que una gitana me predijo que la primera mujer que amase me sería fatal.

—Supersticiones, comandante.

No. La misma gitana predijo que uno de mis hermanos moriría a traición en un combate, y los otros en la horca. ¡Y no se equivocó!

—¿Y usted cómo moriría, mi comandante?

—En el mar, lejos de mi patria, a causa de la mujer amada.

Y acercándose a Carmaux, a Wan Stiller y a Morgan, ordenó:

—Bajen una chalupa y trasborden a la duquesa.

Morgan, a su vez, despachó a treinta filibusteros al barco español.

—¿Tenía algo urgente que comunicarme, caballero? —preguntó la joven en cuanto estuvo ante el Corsario.

—Sí, señora. Es posible que apenas se desate el huracán debamos dejar su barco a su suerte. Mi navío es seguro.

—Gracias, señor.

—¡No me las dé! ¡Mi decisión puede ser fatal para alguien!

—¿Para quién?

Sin responder, el Corsario hizo que la joven se retirara a una cámara. Luego examinó el cielo, preocupado.

—¿Cómo capearía usted esta tormenta? —preguntó a Morgan.

—Refugiándome en Jamaica.

—Eso vale para el barco español. Pero El Rayo.... ¡Corten el cable de remolque! Ordene a los del navío español que se refugien en Jamaica. Les esperaremos en las Tortugas.

Ambos barcos se separaron. El huracán se acercaba velozmente. El Corsario, tranquilo, no parecía preocupado por las olas y el viento cada vez más furiosos.

—¡Dame la barra! —ordenó al timonel—. ¡Yo guiaré mi barco!

El atardecer se había ennegrecido de golpe. El mar y la lluvia bullían. El Rayo navegaba casi sin velamen, luchando valerosamente contra el furioso oleaje. Todo estaba saturado de electricidad.

El Corsario piloteaba su navío con mano firme. Las olas le bañaban el cuerpo, el viento casi le arrancaba del timón, pero continuaba en su puesto sonriendo.

De pronto, un gesto de terror borró su sonrisa. Una mujer salía de la cámara y subía a la toldilla. El viento huracanado batía su suelta cabellera.

—¡Señora! —gritó el Corsario—. ¡Vuelva a la cámara! ¡Aquí reina la muerte!

—¡No le temo!

—¡Váyase! ¡Es una orden!

La joven continuó sujeta a la baranda.

—¿Qué hace aquí? —gritó el Corsario.

—¡Vengo a ver al Corsario Negro!

—¿No se da cuenta de que las olas pueden sacarla del barco?

—¿Y a usted qué le importa?

—¡Me importa! ¡No quiero que muera!

La joven sonrió sin moverse de su sitio. Los ojos de ambos se encontraron, con la misma expresión de esa mañana.

—¡No me mire así, señora! —gritó él, tras un violento bandazo—. ¡Estamos jugándonos la vida!

La duquesa se tapó el rostro con las manos.

Se acercaban a las costas de Haití. A la luz de los rayos se veían los escollos contra los que el barco podía destrozarse.

—¡Cambien la vela del trinquete! ¡Abajo los foques! ¡Listos para la virada!

Sin ceder, El Rayo absorbía las olas estremeciéndose entero. Cuando se inclinaba mucho a babor o a estribor, el Corsario lo levantaba con un rápido golpe de barra.

Cuando amaneció, el viento había cambiado y El Rayo estaba frente al Cabo de Haití. Apenas vio el faro del puerto, el Corsario, que estaba agotado, entregó la barra a Morgan y se acercó a la joven.

—Sígame, señora. Estuve admirándola. Jamás había visto a una mujer afrontar tan tranquila un peligro como el que pasamos.

Ella se sacudió sus vestimentas empapadas.

—Ya puedo contar —dijo— que he visto al Corsario Negro enfrentar a uno de los huracanes más violentos que han azotado las Antillas.

—¡Cuánto siento, señora, que usted haya de ser una mujer fatal, según la gitana!

—¿Qué dice? —preguntó la joven, sorprendida—. ¿Acaso cree en supersticiones?

—¿Por qué no? Las predicciones de la gitana se han cumplido todas. —Señaló las olas, agregando—: ¡Pregúnteselo a mis hermanos! ¡Eran valientes, jóvenes y fuertes! ¡Ahora yacen en ese fondo! ¡La profecía se cumplió y también se cumplirá la mía!

Esbozó un movimiento de protesta, con los puños cerrados, y descendió a la cámara. La joven quedó sorprendida ante aquellas palabras y gestos que no podía comprender.

Empujado por vientos favorables en un mar tranquilo, El Rayo se hallaba tres días después a la altura de La Tortuga, el refugio de los filibusteros del Gran Golfo.

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