Pedro Prado, escritor chileno |
Desdén de la publicidad
Cuando me hablan en el extranjero de la literatura chilena, dándome algunos nombres para probarme el conocimiento, yo les suelo decir: Lástima grande que les falte a ustedes, al lado de Eduardo Barrios, de Pablo Neruda y de Edwards Bello, nada menos que a Pedro Prado.
Voluntad de Pedro Prado es esta ignorancia de los extraños, con la cual disminuye acaso en una mitad el tamaño de nuestra producción literaria; voluntad de no mandar libros a ninguna parte; porque el goce de producir le basta al austero y el de ser escuchado le sobra; voluntad de hacerse publicar en el país por editoriales de radio limitado, poniendo en eso de imprimir una obra la pura intención de... traspaso de un manuscrito borroneado a un impreso claro. Esta es la explicación del caso de Pedro Prado, escritor grande y disfrutado sólo por unos cuantos más allá de nuestra cordillera.
A la ignorancia de los extraños corresponde un conocimiento efusivo de los propios, que tienen conciencia de la primogenitura de su escritor, y mejor que eso todavía, del ejemplar humano fascinante que ha salido de su carne.
El comerciante que enfila en su mostrador diez clases de cristales, las va diciendo una por una, y en la última declara: "Éste es el que no se raya y el que dura", se parece al del chileno común que, hablando de su Pedro Prado con el mismo tono definitivo, dice: "Éste es varias veces bueno".
Casi retrato
Pedro Prado va rebalsando sus cuarenta hacia sus cincuenta años; una vida bien cargada de trabajo, pero no de trabajos; bien empleada, y no gastada, en hacerse a sí mismo y en hacer una cara entera de la literatura nuestra; una vida bien provista de la vitalidad que garantiza en cualquier orden la obra larga, y rematada, ya se trate del obrero de piedras en el Miguel Ángel que supo durar, o del obrero verbal en el Paul Claudel, que también sesentanea.
En cuanto a bulto físico, es un hombre mediano de talla, en desacuerdo con la estampa de gigantones que se regala al chileno. Ningún rasgo español ni indígena le confiesa la raza, y más bien el abuelo inglés le habla en el cuerpo musculado y ágil. Su cabeza, como la de Paul Claudel, es una de las mejores que ha hecho la casta, dentro de una geometría tan vigorosa como suave. La única marca criolla que yo le he alcanzado persiguiéndosela por la fisonomía, es su sonrisa, medio campechana, medio burladora, que acerca y aleja, en un juego que le divierte, a su interlocutor y a su amigo. La piel sana, más de niño que de adulto, y los ojos claros, le aligeran con una sugestión de infancia la cabeza, tan adulta.
La conversación habrá que decirla como la más enjundiosa de Chile, que a un tiempo es sesuda y traviesa; tan medularmente original esta charla y tan varonil en las virtudes reales de la varonía (de crear, de enseñar y de esclarecer), que quien la disfrutó ha comido el buey de Ulises espolvoreado con especias y buscará toda su vida una conversación semejante. Días hay, días de las potencias hambreadas y meses de tiritar en la extranjería, cuando yo busco ese coloquio perdido lo mismo que buscan los ojos ilusos la cordillera.
Burguesía y aristocracia
Su clasificación de burgués se la ha dado su repugnancia de bohemias pestíferas y ociosas, su equilibrio de araucaria firme por la norma y por la masa, y su vida de hidalgo rural, que adquiere unos sesgos patriarcales por los nueve hijos que se le cierran en torno.
Cuando nuestros mozos dejen de llamar burgués al obrero de puños blancos que trabaja tanto como el obrero que no los lleva, Pedro Prado tomará para ellos su verdadera estampa de trabajador doblado sobre la artesanía o enderezado para avizorar las electricidades del ambiente, activo siempre, dador y respondedor siempre, lo menos burgués de este mundo. (Burgués: criatura de vacaciones rentistas o de deportivo trabajo ocasional, y hombre calcáreo. ¿No es el colmo de la sociabilidad la de la esponja que se satura entera y el colmo de la rehusa a la atmósfera la de la cal apagada?)
Demasiado sensato, dicen de él, algunos locos de mentirijilla; ordenado, le añaden, y a la palabra señora le ponen también su dejo de sospecha.
Él podría contestar:
"Ordenado como las estrellas, para el cumplido trabajo del cielo; y como
las estaciones, fieles a los campos".
En nuestra América, donde la vida social le come al escritor su tiempo,
necesita de mucha disciplina el que quiere pasar de los diez libros.
El poeta y el prosista
Pedro Prado comenzó su carrera literaria, como la mayoría de los sudamericanos, con un volumen de poemas, "Flores de cardo", compuesto en verso libre allá por los tiempos en que no granaban todavía los trigos de las emancipaciones; fue, pues, un precursor de la generación garrida de versolibristas que vendría luego. La estrofa de la castidad austera, exenta de la sensualidad maritornesca de la consonante de la geometría ya empalagoso de la cuarteta, levantó la extrañeza de la clientela literaria junto con la cólera ingenua de algunos viejos maestros de la crítica, que se espantaron del salto de la liebre, sin saber que les venían en camino los brincos más altos del kanguro... A pesar del desconcierto, algunos se dieron cuenta de que por esa poesía atrabiliaria levantaba sus cuernos una personalidad robusta, que apuntaba más allá de la poesía, al pensamiento filosófico, y que no venía afirmada en los soportes viejos del romanticismo bronco ni del clasicismo emaciado en que habíamos vivido.
¡El bonito buen humor de Pedro Prado durante la pelea literaria de viejos rengueadores y de mozos en fronda! Él se reía con su risa blanca donde hay del Alsino juguetón y del Androvar filosófico, y no contestaba groserías ni malicias, atareado en cosas mejores que el sobajeo de la métrica de Boilean, muerta y sepultada en cualquier parte.
Vino después de este libro un trabajo y un solaz que Pedro no repetiría: conferencias divulgadoras de arquitectura y de poesía, publicadas bajo el rubro de "Ensayos", y la formación de una capilla literaria con puertas a medio entonar que se llamaba de "Los Diez" y que editaba una revista y unos volúmenes de selección estricta. La empresa jovial parecía un ensayo de vida literaria ideado por un escritor de gran época: cierta aproximación condescendiente hacia los muchos en la cátedra y una entrega íntima a los pocos en el convivio (La aventura ideal del grupo él la contó en un largo poema en prosa que también lleva el nombre, ya triplicado, de "Los Diez").
Pero el individualista aristócrata que Prado lleva en sí no podía prolongar por mucho tiempo ni la capilla ni las ediciones, y volvería a su soledad laboriosa. Para trabajar, como para rezar y para morir, nadie nos ayuda, pensaría, y más bien nos distraen, y es cierto eso: nadie, excepto un ambiente familiar como el que la Providencia le regaló a él, creado por la mujer "buena y hermosa" de la canción. La felicidad, la materia terrible y dulce que se atrae el odio ajeno y estalla de pronto como la glicerina arrebatada, le ha durado a este hombre, y los que se la ven y se la palpan —cosa rara en nuestras gentes— han acabado por perdonársela, sabiendo que se la merece, de redondo merecer.
Hay en Pedro Prado una mixtura de sedentario y de viajero, largas estadas en su casa, y luego un viaje sacudidor; pero, al revés del chileno que se lanza sobre el mapa como jugador sobre los dados, él se acuerda que su país largo es contendor de paisajes opuestos, y dentro de Chile se mueve cada año, apuntando para un invierno la meseta del salitre o para un estío el llano patagón. Alguna vez alcanzó hasta la Isla de Pascua, pasión de arqueólogos y de novelistas y que, geográficamente, es de la Oceanía y por una casualidad pintoresca, chilena.
El viaje le sirve siempre a este hombre de ojos límpidos y atrapadores, como el del "cateador" coquimbano, y este viaje le dio uno de sus libros mejores en "La reina de Rapa Nui", relato de estilo forjado y de un exótico exento de las falsedades.
—Me gusta mirar, interpretar y contar —diría él como el viejo derviche—. El "ver" ya está en los libros anteriores y estará en los siguientes; el "interpretar" anda metido en su volumen de parábolas. "La casa abandonada"; el "contar" le madura en el recitado pascuense.
A Prado le complace la vieja forma de narración moralista de los orientes, el hindú, el árabe y el judío—cristiano, que es la parábola; le gusta porque hay en él algunas puntas de docencia que acaso se ignora, una apetencia de enseñar que pudiera venirle de su Chile pedagógico; y le gusta la parábola a causa de que el poeta eterno que lleva consigo no se separará nunca de la carne del símbolo que es la poesía misma.
La maneja admirablemente, sin la rapidez fulmínea de kahil Gibrán y sin la lentitud morosa de Rodó. El estilo, en ellas, es de una objetividad griega, plástica y soleada; el asunto, de las agudezas finiseculares de los Lugones en las "Filosofículas", así aquélla que se llama como el libro, "La casa abandonada", o la otra, "Donde comienza a florecer la rosa".
También será de parábolas, pero más breves, el volumen que se llama "Los pájaros errantes", que lo citan poco los críticos y que deberían recordarlo más, porque, a pesar de su pequeñez, pudiera ser que contenga el núcleo de la personalidad entera, el núcleo nutridor de la pulpa vasta que forman los volúmenes de su obra.
El pequeño poema en prosa, del que hemos usado y abusado tanto en nuestra América, por el gusto perezoso que tenemos de escribir corto y sin sujeción a ritmo, se muere antes que los otros géneros que hemos cultivado; es complacencia de un momento y olvido *Perdón: nunca estuvo Prado en la isla de Pascua, fuera de los sueños.(N. del S.)
Inmediatamente. Omar Hayyam, Gibrán, Tagore y Jules Renard nos deslizaron hacia él por la pendiente de la facilidad, y aunque sea cuatro veces prócer, el ejemplo nos ha resultado bastante dañino y aún calamitoso.
Se perderá la casi totalidad de esta hojarasca volandera de frases cortas; quedarán algunos que nacieron con médulas para durar: estos "Pájaros errantes" y "Las copas", verbigracia, nutridos de símbolo recio bajo la apariencia liviana. La trivialidad del género humano la salvó este escritor, cuya naturaleza ignora radicalmente la superficialidad, haga lo que haga, párrafo de conferencia o broma en la conversación.
El constructor, ya ensayado en la fábula, podía lanzarse a construcción mayor, a la novela, y fue lo que hizo.
En un año que un crítico llamara "de gracia", a causa de esta obra, Prado publicó su "Alsino", novela fantástico—realista que recuerda alguna vez a Goya en la revoltura de los materiales del verismo y la fantasía, si bien la narración salubre y fresca del chileno no contiene ninguno de los morbos morados de "Los caprichos".
Casi todos los pueblos tienen su "niño novelado" magistralmente: España, el Lazarillo anónimo e insuperable; Suecia, el "Nils Holgersson" de Selma; Inglaterra, el lindo Peter Pan de james Barrie. Nosotros recibimos de Pedro Prado nuestra carne infantil en el "Alsino" y se la agradecemos en cuanto a criatura de ficción, de que los pueblos necesitan tanto como de las de carne y hueso...
El tema era bastante espinoso: no se conducen lado a lado como rieles la crudísima verdad rural y un lirismo de tercer cielo; el choque suele sentirlo el lector y le duele si es enviciado en naturalismos, porque él quiere retardarse en la narración realista y le duele al lector engolosinado en fantasmagorías, porque él quiere demorarse en los puros "himnos" de la embriaguez icárea. Una profesora norteamericana me hacía la crítica de la narración con el primero de esos reparos, sin dejar de reconocer que se trataba de una novela en grande.
Había ensayado ya el escritor con tan buena fortuna el manejo de la realidad parda, que pasaría sin dificultad del "Alsino" al "Juez rural", novela sin injertos líricos, de prosa decididamente llana. La naturalidad del tono, la observación meticulosa y honrada, la racionalidad del asunto, el sentimiento empapado de una humanidad al margen de los humanitarismos románticos, hacen de ella una de esas pequeñas obras maestras que, como el "Camarero", de Chmelev, por estar hechas en un gris voluntario, al parecer no hacen furor, pero quedan incorporadas al suelo eterno de una literatura.
Vendrá todavía el "Andovar", de la prosa irreprochable, donde le vislumbramos un poco a este "olímpico" el racimo de cuchillos menudos de las torturas que lleva adentro cada hijo de Adán en el siglo. Goethe, el padre de la familia, también llevaba su manojo chino, o, mejor que eso, su jauría de lobeznos, bien guardada, pero no tanto que no padeciese de cuando en cuando su mordisco.
Después del "Androvar" se hace un gran silencio en la vida de Pedro Prado. Los que creen que ya no escribe pueden equivocarse; su desdén cabal de la publicidad, que lo ha hecho repartir sus libros entre un puñado de amigos, puede haberle aconsejado ahora guardar sus originales, después de una lectura para sus hijos, en el cajón más holgado de su escritorio...
Riesgos de la riqueza
Como se ha visto en la primaria enumeración, Pedro Prado ha trabajado en la cantera de casi todos los géneros literarios, poesía lírica, ensayo y novela, empujado a esta amplitud y a esta abundancia por un temperamento de los más ricos entre los que conocemos en la América. Su caso es un poco el de Leopoldo Lugones: la misma complejidad de la producción ha dañado a ambos ante los vulgos desatentos, que están acostumbrados a que un escritor les hable en una sola modulación y les muestre siempre un mismo perfil. Se pregunta el vulgo que tiene poca costumbre de abarcar una topografía literaria, leyendo el "Sarmiento" o el "Alsino": "¿Es un prosista?" Y cuando le sale al paso "El dorador" o "Las flores de cardo": "Entonces, ¿es un poeta?".
Han trabajado estos escritores dentro de cada reino de prosa y verso con los mismos niveles de maestría, han mostrado una habilidad parecida a la de los ambidextros, y esta desenvoltura magistral tiene la culpa de que su personalidad se debilite para las gentes distraídas. Los que machacan la cantera sobre un solo punto se definen mejor por simplismo y han sabido, como los teólogos, las ventajas que tiene lo absoluto para el ojo de las criaturas... Su padre, Leonardo *, de donde ellos vienen, conoció la tibieza de la admiración, por idéntico motivo, pero siguió, como quien no escucha, complaciendo a su naturaleza, que le pedía fluir a la vez por cuatro cauces y por más.
En Pedro Prado hallamos más homogeneidad de estilo que en Lugones, si pasamos de sus poemas a sus novelas. La prosa se mantiene sobria hasta con algunas sequedades en la sobriedad (excepto en el "Alsino", donde la brida se suelta) ; la pasión del vocabulario estético se sostiene sin desmayo, como una especie de voto religioso jurado al decoro de la lengua; la frecuentación del símbolo se guarda desde el primero al último libro, y el tono muy tocado de nobleza, como en Buffon, y que esquiva la familiaridad criolla, lo acompaña como una norma sin ningún quebranto.
Cierta insensibilidad le han achacado, allá donde se cree que la sensibilidad se prueba solamente con la efusión y, un poco más todavía, con la plena sensualidad. Éste es un sensible del intelecto más que de la piel, y el cerebro se afiebra de tarde en tarde. Aceptando aún el cargo de "cerebral", en su caso, habría que decir que, así como en Francia el intelectualismo vicioso de la poesía y la novela suele irritarnos, es grato hallar en nuestros pueblos una rica provisión de ideas, incluso en la poesía; tanto pecamos por la congestión cordial, de que habla Alfonso Reyes.
¿Lleva chilenidad consigo la obra de Pedro Prado, o bien ha rehusado esta deuda a los que pedimos con fuerza americanidad y más americanidad en este momento?
Creo yo que posee la chilenidad del temperamento y que se niega al criollismo en la lengua. Los dos cumplen: la chilenidad de Mariano Latorre y Marta Brunet busca reforzar con los vocablos criollos el asunto local; la de Prado se contenta con ser fiel a la raza en la manera de comportarse de la emoción que él siente y que da, genuinamente chilenas. Su ojo cordillerano, amigo de los dibujos netos; y su mente sensata, ahijada de la razón, y esquivadora del frenesí como en el "Alsino", bien chilenos son. Pedir a todos un criollismo folklórico, y pedírselo especialmente a este aristócrata del estilo, resulta una exigencia un poco sonsa y una ocurrencia de crítica aldeana.
La Nación, 12 de junio de 1932
Buenos Aires
En: "Recados contando a Chile". Alfonso M. Escudero (comp.), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, 1957.