Geografía humana de Chile |
(Texto en prosa de Gabriela Mistral)
Podría decirse que hay tres órdenes de relieve en Chile: un orden mítico, que correspondería al desierto de la sal, porque mito parece en su absoluto; un orden romántico, en la zona confusa y retorcida de los valles transversales y en la de los archipiélagos del sur. Y al centro, el orden clásico del Valle Central.
0 si se quiere, nuestro territorio sería una jarra, sostenida por dos asas serviciales y absurdas a la vez: la Pampa Salitrera y los archipiélagos australes: el asa que arde y el asa que hiela.
La pampa del salitre
Chile se abre en la Pampa del Salitre. Una de esas guerras entre colindantes, de las que ninguna patria parece haberse librado, guerra corta como las que se dan entre hermanos, nos cedió esta especie de reino de la sal, único en el mundo por su extensión. Una leyenda del Salitre, buena para texto escolar, vale decir, para niños, podría escribirse así:
Cierto lugar del mundo recibió como destino una costra terrestre despojada de toda gracia vegetal y de toda ternura de agua. Esta región es más calva, si cabe, que su cordillera vecina y hace una rara pausa o paréntesis de vacío entre dos zonas fértiles. Su color es de un pardo blanquecino y desabrido, cuando no es una reverberación de sol. Su aire se reseca tanto que rompe la roca o el caliche en cascajos; su tacto es como el de la bestia enferma, una pelambre de jaramagos a medio quemar. Toda ella parece el engendro de un aguafortista calenturiento. Sólo alzando los ojos se encuentra, como alivio de esta penitencia, el cielo azul, enjuto y puro, don de su misma sequedad, y hay en su altura de meseta la calidad tónica que violenta y fuerza el organismo para que dé todo de sí, pero que lo deja a la larga fortificado por la prueba. Nuestro pampero dice, en elogio de su desierto implacable: "Aquí ni los muertos se pudren". Y así es: Sal y aire seco conservan los cuerpos como los sacerdotes del Dios Rah conservaban el de los Faraones. El hombre vivo, con más razón, no toca ni aspira podredura en ese ámbito de pureza tremenda de la Pampa Salitrera. La sal es una especie de genio protector que preserva a su hombre de la decadencia y la degeneración, y esta realidad del Salitre vulgarísimo vale por el más bello mito.
El grumo salino, feo y gris, guarda el secreto o sésamo de la fertilidad, y lo ofrece a las tierras paupérrimas, desnutridas o envejecidas que afligen al planeta. Aquel desierto tendido en una extremidad del mundo, viene a resultar el padre de la mejor cosecha de trigo en el Egipto, o dobla los racimos en las cepas italianas, o rehace el limo anémico de las hortalizas en cualquier granja europea. La pampa salitrera paga con su desgracia, como santo penitente, el logro de los hombres cuya cara no ha visto nunca, y un poeta podría llamarla el Cristo desnudo de la tierra .
La Pampa se quema de su propia virtud, como ocurre con los dones excesivos. Ella no conoce la piedad del río ancho, que desaltera las arcillas en la misma medida en que el sol las abrasa; ella recibe, a lo más, la humedad tardía que le pone la "camanchaca", una niebla ni espesa ni frecuente. Su propio bien resulta su castigo, y si en la geología hubiese, como quería el hombre medieval o imaginaba Ruskin, en la Etica del Barro, un sentido y un dejo morales, esta región estaría bajo el orden penitencial que remata en el perfecto despojo.
La vida en la salitrera inicial, el comienzo de su explotación y el sacrificio del peón chileno sobre ese cuadrilátero de calentura y de sed, me han hecho muchas veces acordarme del Motivo de Rodó que se llama La Pampa de Granito .
Recuerdan ustedes que el Espíritu de la Voluntad, lleva a tres niños hacia un desierto de piedra y les manda que reúnan un poco de polvo, de viento y de agua. Un niño araña en la piedra y responde que nada encuentra. El Espíritu Voluntarioso le ordena que lo recoja del viento, en su lengua. El segundo llora, encima del puñado de tierra, y así logra un terrón húmedo. Pero falta semilla que sembrar. El tercer niño espera la semilla volandera que viene en el viento.
Es así como nace y brota la primera hierba del desierto; la prueba ha costado a los fieles una vejez prematura; sus cabezas blanquearon y sus cuerpos quedaron enjutos, en hueso y pellejo.
Este símbolo de Rodó es válido para contar la historia de los primeros campamentos, y con más razón, de las primeras ciudades nuestras en la zona salitrera. Donde la tierra, la atmósfera y el sol parecían gritar un triple "no" al pobre "cateador", y otra vez "no" al que plantaba las tolderías de campamento; los dos testarudos, acicateados de aquella negación, respondían "sí" con su cuerpo y su alma.
Así nacieron Iquique y Antofagasta, y gracias a esa prueba existen. Sólo que la raza no salió decrépita sino salva de la aventura.
La Europa, que apenas sabe de nosotros, y el Asia, que tampoco nos ve la cara, nos conocen bajo las especies de nuestro misterioso nitrato; Chile se llama para el mundo "El país del Salitre". La América Latina que nos toca, suele considerarnos como a otra sal que, mascada, da un sabor áspero y algo desagradable, pero que tiene el nombre bueno y honrado de Voluntad, de la dura voluntad chilena, de la terca volición vasco-araucana.
Valle central
El europeo que, a pesar de su cultura especializada, tiene un ojo primario para revisar las cartas geográficas de los Continentes que no son el suyo, se acerca a Chile pensando que va a encontrar allá adentro sólo un laberinto infernal de montañas. Si llega por vía trasandina, él recibirá en el paso de Uspallata, de golpe y entera, la épica andina, y prolongará su aventura visual y respiratoria hasta la ciudad bien nombrada de Los Andes. Las alturas lo toman y dejan por turnos, le roban el cielo y se lo devuelven; lo ciegan de oscuridades para deslumbrarlo en seguida con el resplandor crudo de la nieve. Pero el turista novelero sale después de seis horas de la montaña y entra en la provincia de Aconcagua, que lo encaminará hacia el Valle Mayor. El viajero sabe, por fin, que el país de Chile no es únicamente la selva unida de piedra que se imaginó. Su viaje obligado de Santiago a Puerto Montt, le ofrecerá la realidad del Llano Central de Chile, verdadero aposentamiento de la chilenidad.
Todo el romanticismo de la montaña de un lado y del mar del otro, se agota y cede al tocar este llano. Es la región más claramente vista por el avión, que vuela el territorio; es también la única que en nuestro mapa no se borronea de- cordones montañeses. Física, y gubernativamente, Chile es el Llano Central.
Decimos de las regiones dulcemente llanas de la Tierra que nos dan el deseo de caminarlas a pie, o de volarlas, al estilo del Mercurio de Juan de Bolonia, que tal vez sea el andador perfecto, pues, aunque sus tobillos lleven siempre alas, él guarda sus pies de buen andador. Nuestro largo Valle es de estas tierras caminables como un stadium o una pista, de los que se diferencia solamente por su voluntad de longura, por su estiramiento en corredor terrestre.
Ese Valle se alarga en la extensión de diez provincias, cubriendo casi la mitad del país, y es la templanza misma, el clima mediterráneo de Europa con sus estaciones moderadas, la sede frutera del país, la patria del viñedo, del duraznal, de la pomarada y los trigales araucanos. Nada de pelea minera con la roca atajadora del arado y con la estrechez mezquina de las hondonadas. El jadeo del chileno norteño se acaba en Santiago, con una ancha respiración aliviadora. Es posible, que, a faltarnos esta columna vertebral del Valle, voluntad unificadora de nuestra geología, nos hubiese costado mucho llegar a la unidad política y moral. Con lo cual el Valle, también por este capítulo, viene a ser el autor tanto orográfico como moral.
El habitante de las diez provincias centrales es un hortelano natural, llevado al cultivo de la flora mediterránea por la blandura del clima que le tocó en suerte y por la condición fértil de aquellos limos. Estas provincias producen viña y frutales, como la pampa argentina produce hierba y coníferas la Escandinavia. Durante muchos años, los chilenos consideramos el huerto como un simple abastecimiento de nuestra mesa; el huerto era una donosa institución familiar. Pero hace cuarenta años el agricultor, entregado a su famoso comercio viñatero o a la explotación de sus maderas, se dio cuenta de la circunstancia feliz de tener hacia el norte el Trópico americano, que, es un repertorio brutal diverso y apuesto. Los agricultores iniciaron entonces las exportaciones; el ensayo afortunado cubrió la costa pacífica y luego tentó suerte en Estados Unidos y en Europa, con resultados más excelentes aún.
La geografía del Valle Central cambió entonces bruscamente; el huerto avanzó provincia a provincia, y yo diría que con la complacencia del suelo y del habitante. La faena hortelana resulta tan amable, que no sólo el hombre, sino la mujer, se han incorporado rápidamente a ella .
La exportación frutera ha salvado al país en la crisis del salitre y ha asegurado la economía contra el porvenir oscuro de nuestra sal, postergada malamente por el del nitrato artificial.
Haciendo yo una especie de mapa medieval de Chile, me represento las regiones según ese estilo, personalizándolas en una bestia o en un cultivo. En este mapa ingenuo, el Valle Central es un largo sonrojo de huertos en flor, que me hace señales debajo de la Amazona Cordillerana; es una especie de avenida de blanco-rosado, que corre desde el río Maipo al río Biobío, y es que la acuarela dichosa me la regaló cierta primavera de Traiguén, donde yo caí de golpe en una floración de cerezos, cuya gloria valía por la primavera del Japón.
Parece que los hijos de cualquier tierra la queremos, no sólo abastecedora, sino hermosa, y cuando yo leo en mi oficina consular una estadística de comercio frutero, las cifras anchas se me vuelven un desplegamiento de huerto, que corre leguas y leguas, como si fuese la sabana misma de la diosa Flora. La patria de piedra se me transforma entonces en una explosión de luz; el áspero semblante mineral del país se vuelve un tendal de fruta, que espera su embalaje al sol.
Cuando dije de este Valle que es clásico, no pensé solamente en la sencillez tónica de su aspecto, sino también en ciertas suavidades latinas de su costumbre. El campesinado de la región vive una manera tradicional, en fiestas criollas como la feria de Chillán, la trilla y la vendimia o el rodeo del ganado. La linda artesanía del choapino araucano, en esta región sigue haciéndose sobre los telares indios.
Al extremo de este Valle, donde la resistencia pertinaz del araucano conservó la selva hasta hace cincuenta años, hemos llevado una masa de inmigración germánica, y así dos o tres provincias conocen la convivialidad de chileno y alemán. La gente germana aceptó trabar la lucha contra el bosque testarudo; llevó a él los aserraderos, taló y quemó, desposeyendo de su reino a la araucaria chilensis , al alerce y a la patagua indígenas, a fin de crear el reino benévolo del trigo, de la cebada y de la patata, alimentadores de gentes.
Este Valle Central que os he alabado como una tierra de idilio, ha sido, sin embargo, la zona de nuestra reciente tragedia: podría decirse que ella nos ha herido en el plexo solar del territorio. Esta Arcadia dulcísima despertó un día despedazada por la fechoría telúrica y vio raída entera su vieja ciudad de Chillán, patria de nuestro O'Higgins, y magullada como un cuerpo mártir la capital del sur, Concepción, centro de nuestra vida espiritual más fina.
No cayeron al Valle los torrentes de lava ni la lluvia clásica de ceniza que acompaña a las erupciones volcánicas. Pero no hay duda de que los volcanes son los autores de la tragedia. Vivimos sobre el espaldar de fuego de nuestra Cordillera. Las masas de granito y metal, y además la nieve impávida, nos hacen olvidar demasiado la trágica paternidad andina, nuestra geología, que se resuelve en la pelea entre la peña defensiva y el fuego combatiente.
El Valle Central se
recorre bajo la presencia constante de los volcanes, patronos verticales. Su
rosario gigante se anuda en la provincia de Santiago y después se afloja, un
poco, pero no se interrumpe. Y es tan grande la belleza de estos mayorales
nuestros, llamados "Cherruves" por el araucano, que no sabríamos
odiarlos ni ahora mismo que su cólera nos ha tumbado veinte pueblos.
Nuestros ojos tienen el hábito de ver esas cumbres como de ver nuestro tipo
racial; el paisaje de Chile es, ante todo, la espalda de la Cordillera o el énfasis
del volcán aislado, más bello aún que aquélla en su perfil de persona,
diferenciada.
El Volcán Chillán es uno de los más toscos. Su secreta calentura la bebemos en unas aguas termales famosas. El Villarrica posee una forma tan pura que deleita, junto con la vista, el entendimiento, y todos los viajeros lo asimilan al Fusiyama. Más al sur, aún, el Osorno es otro arquetipo de volcanes, con su estampa de Carlomagno en reposo. El Tronador, anchuroso, que tumba siempre, no de fuego, sino de avalancha de nieve, parece una aglutinación de cuerpos. El Techado, del exacto nombre, parece un techo fantástico pensado por un albañil divino.
El chileno, como el japonés, pelea con el destino bajo las especies del fuego y no se sabe quién tiene en jaque a quién. Aunque lleve en sí un trasiego de mitología india, el hombre de Chile, naturaleza activa por excelencia, después de cada terremoto reconstruye las ciudades y restablece los cultivos, con una confianza pasmosa y con gran desdén hacia la traidora del suelo, pues él sabe que entre dos catástrofes corren muchos años.
Hay en nuestra gente un estoicismo no helado sino ardiente, una decisión tal de poseer y de gozar su tierra, que la furia telúrica se la quita de las manos apenas un momento. Allá están ellos, mientras yo los cuento, con la tierra otra vez recobrada, planeando y haciendo.
Se sabe que este fenómeno de vitalidad y ardor es propio de las regiones telúricas, y que son precisamente ellas las que menos quieren morir, porque el fuego las hace más alácritas, más heroicas. El manoseo de las ruinas no es achaque de la chilenidad de esta hora, doliente y no derrotada, y que trabaja con el brazo válido y llevando encabalgado el otro, al cual no mira, porque no quiere ver su sangre y llorar.
La Patagonia
En el Golfo de Reloncaví, el Valle Central desaparece al acabarse la continentalidad. En este punto se abre una pelea del mar con la tierra, de lo neptúnico con lo volcánico, toda una lucha espectacular entre dos elementos. Comienzan allí nuestros archipiélagos australes, una corrosión colosal de la tierra por el océano bravo, al que por ironía llamamos Pacífico. Parece que la Sudamérica del destino tropical y templado, rehusando alcanzar al Círculo antártico, por horror del hielo, quiere rematar en ese punto y aniquilarse en la antesala de los témpanos.
¿Cuántas islas tenemos entre los grados 41 y 55? Le he dicho a un ballenero danés, que ha atravesado este mar a diestra y siniestra, y me ha contestado él, que contó los de su patria insular: "Señora, en estas mil millas encontrará usted tantas como para cansar el antojo del más paciente".
Otro hombre de la Patagonia me decía, sintiendo el apetito de suelo ancho que tienen los ganaderos: "Habría que coser esta tierra de aquí a Llanquihue; parece un tejido echado a perder". Y le respondí riéndome, que, por mi gusto, yo soltaría todas las tierras unidas. El archipiélago me gusta tanto como a los chilotes, cuya fortuna es la pesca que la marea les deja tendida en su costa tan mascada por el mar.
Las mayores constelaciones de islas o las tierras más sensibles llevan nombres a veces legítimos de exploradores a veces de héroes nuestros que no las conocieron; una que otra vez, a la brasileña, se les han dejado sus bellos y genuinos apelativos indígenas.
Esta es la patria de la ballena, la nutria y el lobo del mar, y, sobre todo, el lugar mágico de las grandes masas de pájaros marinos. En la emigración cubren el cielo, y hacen, al pasar, el eclipse del sol, que nuestro Pedro Prado ha contado en un poema magnífico.
Parecía que nuestro suelo volvería a levantar su cuerpo dominante y tenaz, pero la Patagonia existe del otro lado de la tierra rota, con la pertinacia de la Cordillera que echa sus últimas estribaciones.
Después de la navegación fantástica por un mar acribillado de islas verdes, como quien dice de sirenas geológicas, asomadas hasta medio pecho, se llega a un curioso país manso y seguro, de llanura extendida. Es el asiento de nuestra ganadería; es la zona en que un suelo común hace el gemelismo de argentinos y chilenos; una parte pequeña es estepa, otra son grandes pastales rasos, donde, por primera vez, el ojo nuestro no es atajado por la montaña arrebatadora del horizonte. La vista chilena sólo en el desierto norte y en este llano patagónico posee el desahogo grande, que da al ojo la euforia del cielo ilimitado.
En estas soledades de la Patagonia, sólo un elemento trágico recuerda al habitante su tremenda ubicación austral: el viento, capataz de las tempestades, recorre las extensiones abiertas como una divinidad nórdica, castigando los restos de los bosques australes, sacudiendo la ciudad de Magallanes, clavada a medio Estrecho, y aullando con una cabalgata que tarda en pasar días y semanas. Los árboles de la floresta castigada del Dante allí me los encontré, en largas procesiones de cuerpos arrodillados o a medio alzar y me cortaron la marcha en su paso de gigantes en una penitencia sobrenatural. El viento no tolera en su reinado patagón sino la humillación inacabable de la hierba; su guerra con cuanto se levanta deseando prosperar en el aire, es guerra ganada; sólo se la resisten la ciudad bien nombrada del navegante y las aldeas de pescadores refugiadas en el fondo de los fiordos o en refugios a donde él llega un poco rendido, como el bandolero hecho pedazos.
Pero esta patria del pastal bajo es la de nuestra riqueza más fácil: La oveja pide apenas unos grupos de pastores, y después de la esquila y de la matanza, los frigoríficos mantienen en esta zona, que el europeo cree de penuria, una riqueza constante mayor que la de nuestra pampa salitrera.
El turismo ha empezado a descubrir la extraña hermosura del ángulo del mundo que se llama la Patagonia. El verano ofrece allí las noches que se prolongan con un crepúsculo inefable, hasta las veinticuatro horas; las auroras australes son un espectáculo de ensangrentamiento arrebatado del cielo, y el furor del viento otro espectáculo soberano que han contado en páginas preciosas los grandes geógrafos europeos.
Final
Hay en España una región nombrada peyorativamente con nombre fidelísimo: se llama Extremadura y es una tierra de estepa, relegada a un tiempo de España y Portugal. Algunas veces he pensado que los descubridores pudieron dar el mismo nombre a Chile, en relación con la América. Extremadura pudo llamarse, lejanía y rudeza, dificultad y apartamiento. Lo llamaron con el nombre de Chile, salido de vocablo indio, que dice nieve, o tal vez de una palabra onomatopéyica, que imita el trino de un pájaro.
La posición extrema nos condenaba, como a la Australia, o la Alaska, a vegetar pardamente en el fondo de nuestros valles cordilleranos, sin exhalación alguna hacia un Continente que se place y se complace en llanuras y valles anchurosos. Deberíamos haber sido angostamente nacionales, y hasta regionales, y haber renunciado a esa gran honra que es la influencia moral en la vida de la raza común.
No aceptamos la suerte geográfica ni aun en lo interior: hemos forzado las diferencias de zonas hasta volverlas acuerdo y reducido su diferencia a una unidad, por medio de ferrocarriles y de navegación caletera. Respecto a lo internacional, con el avance pausado y seguro del minero en el túnel, hemos hecho de nuestra posición extrema uno de los núcleos de la América Española y trocado la dureza de nuestra Cordillera en peana, que a la vez nos sostenga y nos aúpe, en rebeldía contra la cautividad que nos daba la muralla andina.
La chilenidad es un gran despejo espiritual, una casta que avizora a la raza común, que mira hacia el Atlántico y el Caribe en un deseo apasionado de americanidad total. El país que llamaron "el último rincón del mundo" crea una especie de fluvialidad continental, encontrando dos formas de expansión en la pedagogía chilena y en la difusión editorial del libro americano. Hicieron bien los descubridores en no nombrarnos de acuerdo con nuestras desgraciadas latitudes. La historia de Chile, expresión de nuestra conciencia, constituye una reacción violenta contra la tiranía geográfica.
La América Ibera parece tener, como un barco futurista, tres proas: la del Brasil, a medio cuerpo, la austral, argentino-chilena, y una proa sobre el Mar Caribe tal vez en el cuerno de México o en el muñón de Cuba. Son vértices de tres espíritus latinoamericanos diversos, pero no son, a Dios gracias, unas proas rivales ni navegan hacia distintos derroteros; diríamos, jugando en serio, que no están vueltas hacia el mar, sino hacia el corazón del Continente, porque la aventura que buscamos es ahora la propia, la realización de una raza latinoamericana.
Nos ocurre algo así como el trance del flechero mítico: "¿Hacia dónde ojeas, qué buscas en el cielo con el arco enderezado?", le preguntaron al mozo de la flecha. "La bandada de pájaros pasó." El mozo contesta: "Yo lo sé; apunto a mi propio corazón haciendo que miro al cielo, y a él apunto, no para matarlo, sino para mantenerlo alerta y vigilante".
Y parece que pronto nosotros, latinoamericanos, ya no tendremos muchas bandadas de cigüeñas europeas que seguir con intención de aprenderles el vuelo universal, porque Europa parece que ya no ama la universalidad. Nuestra moral, que será la paz, y nuestra justicia social, que será la cristiana, bastarán para hacernos dichosos, honorables y además grandes.
La segunda emancipación de la América Ibera, mucho más real que la otra, despunta en el horizonte, no a causa de la llamada decadencia de Europa. Alertas como el flechero, nosotros necesitaremos vigilar el rumbo de las cigüeñas europeas que quieren reaprender el rumbo oeste, el cual no les conviene, porque tal vez aquí morirían, antes de alcanzar a hacer nido...
Discurso en la Unión Panamericana
Washington, abril de 1939
En: "Gabriela anda por el mundo". Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago:
Editorial Andrés Bello, 1978.