Chile

Un territorio tan pequeño, que en el mapa llega a parecer una playa entre la cordillera y el mar; un paréntesis como de juego de espacio entre los dos dominadores centaurescos, al Sur el capricho trágico de los archipiélagos australes, despedazados, haciendo una inmensa laceradura al terciopelo del mar, y las zonas naturales, claras, definidas, lo mismo que el carácter de la raza.

Al Norte, el desierto, la salitrera blanca de sol, donde se prueba el hombre en esfuerzo y dolor. En seguida la zona de transición, minera y agrícola, la que ha dado sus tipos más vigorosos a la raza: sobriedad austera del paisaje, uno como ascetismo ardiente de la tierra.

Después la zona agrícola, de paisaje afable; las manchas gozosas de los huertos y las manchas densas de las regiones fabriles; la sombra plácida del campesino pasa quebrándose por los valles, y las masas obreras hormiguean ágiles en las ciudades.

Al extremo sur el trópico frío, la misma selva exhalante del Brasil, pero negra, desposeída de la lujuria del color; islas ricas de pesca, envueltas en una niebla amoratada, y la meseta patagónica, nuestra única tierra de cielo ancho, de horizontalidad perfecta y desolada, suelo del pastoreo para los ganados innumerables bajo las nieves.

Pequeño territorio, no pequeña nación; suelo reducido, inferior a las ambiciones y a la índole heroica de sus gentes. No importa: ¡Tenemos el mar..., el mar.... el mar...!

Raza nueva que no ha tenido a la Dorada Suerte por madrina, que tiene a la necesidad por dura madre espartana. En el período indio, no alcanza el rango de reino; vagan por sus sierras tribus salvajes, ciegas de su destino, que así, en la ceguera divina de lo inconsciente, hacen los cimientos de un pueblo que había de nacer extraña, estupendamente vigoroso.

La Conquista más tarde, cruel como en todas partes; el arcabuz disparando hasta caer rendido sobre el araucano dorso duro, como lomos de cocodrilos. La Colonia no desarrollada como en el resto de la América en laxitud y refinamiento por el silencio del indio vencido, sino alumbrada por esa especie de parpadeo tremendo de relámpagos que tienen las noches de México; por la lucha contra el indio, que no deja a los conquistadores colgar sus armas para dibujar una pavana sobre los salones...

Por fin, la República, la creación de las instituciones, serena, lenta. Algunas presidencias incoloras que sólo afianza la obra de las presidencias heroicas y ardientes. Se destacan de tarde en tarde los creadores apasionados: O'Higgins, Portales, Bilbao, Balmaceda.

El mínimo de revoluciones que es posible a nuestra América convulsa; dos guerras en las cuales la raza tiene algo de David, el pastor que se hace guerrero y salva a su pueblo.

Hoy, en la cuenca de las montañas que se ha creído demasiado cerrada a la vida universal, repercute sin embargo la hora fragorosa del mundo. El pueblo tiene en su cuello de león en reposo, un jadeo ardiente. Pero su paso por la vida republicana tendrá siempre lo leonino: cierta severidad de fuerza que se conoce, y por conocerse no se exagera.

La raza existe, es decir, hay diferenciación viril, una originalidad que es forma de nobleza. El indio, llegará a ser, en poco, más exótico por lo escaso; el mestizaje cubre el territorio y no tiene la debilidad que algunos anotan en las razas que no son puras.

No sentimos el desamor ni siquiera el recelo de las gentes de Europa, del blanco que será siempre el civilizador, el que, ordenando las energías, hace los organismos colectivos. El alemán ha hecho y sigue haciendo las ciudades del Sur, codo a codo con el chileno, al cual va comunicando su seguro sentido organizador. El yugoslavo y el inglés hacen en Magallanes y en Antofagasta otro tanto. ¡Alabado sea el espíritu nacional que los deja cooperar en nuestra faena sagrada de cuajar las vértebras eternas de una patria, sin odio, con una hidalga comprensión de lo que Europa nos da en ellos!

Una raza refinada no somos; lo son las viejas y ricas. Tenemos algo de la Suiza primitiva, cuya austeridad baja a la índole de las gentes desde las montañas tercas; pero en nuestro oído suena, y empieza a enardecemos, la invitación griega del mar. La pobreza debe hacemos sobrios, sin sugerirnos jamás la entrega a los países poderosos que corrompen con la generosidad insinuante. El gesto de Caupolicán, implacable sobre el leño que le abre las entrañas, está tatuado dentro de nuestras entrañas.


"Lectura para mujeres" , México, 1924.


En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.

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