Breve descripción de Chile

Conferencia dada en Málaga, España

Forma y tamaño

Han dado a Chile los comentaristas la forma de un sable, por remarcar el carácter militar de su raza. La metáfora sirvió para los tiempos heroicos. Chile se hacía, y se hacía como cualquier nación, bajo espíritu guerrero. Mejor sería darle la forma de un remo, ancho hacia Antofagasta, aguzado hacia el Sur. Buenos navegantes somos en país dotado de inmensa costa.

Setecientos cincuenta mil kilómetros cuadrados. Pero esta extensión, muy mermada por nuestra formidable cordillera, y en el Sur, a medias inutilizadas por el vivero de archipiélagos perdidos. Es un país grande en relación con los repartos geográficos de Europa; es un país pequeño dentro del gigantismo de los territorios americanos. Un escritor nuestro, Pedro Prado, decía que hay que medir el país desdoblando los pliegues de la Cordillera y volviendo así horizontalidad lo vertical. En verdad hay una dimensión de esta índole que vale en ciertos lugares para lo económico. Las minas hacen de nuestra montaña cuprífera y argentífera una especie de decuplicación de superficie válida, y donde el vuelo del aeroplano fotografía metros el fantástico plegado geológico daría millas.

Sin embargo, no es así como otros vemos el país. Hay la dimensión geográfica, hay la económica y hay todavía la moral. Cuando digo aquí moral digo moral cívica. También esto crea una periferia y una medida que puede exceder o reducir el área de la patria. Patrias con poca irradiación de energía y de sentido racial, patrias apenas dinámicas, son pequeñas hasta cuando son enormes. Patrias angostas o mínimas que se exhalan en radios grandes de influencia son siempre mayores y hasta se vuelven infinitas. Nadie puede echar sonda en su fondo; no puede saberse hasta dónde alcanzan, porque sus posibilidades son las mismas del alma individual, es decir, inmensurables.

Una patria

A mí me gusta la Historia de Chile , y no es que me complazca como la cara de la madre al hijo, por pura filialidad. Si yo hubiese nacido en cualquier lonja terrestre, me gustaría lo mismo al leerla. Me da un placer semejante al de una faena bien comenzada, bien seguida y bien rematada. Me agranda los ojos como la forja que se cumple cabalmente en la buena fragua; me aviva los pulsos expectantes como una fiesta de regatas, hecha por hombres ganosos en un mar acarnerado y en un sol fuerte; me serena y me conforta con su éxito ganado agriamente, como cuando he visto la subida del metal jadeado, en los ascensores de la bocamina porque el logro que responde al largo repecho ratifica las medidas probas en la balanza, y hace sonreír al buen amador de la justicia.

Así me gusta la Historia de Chile , como un oficio de creación de patria, bien cumplido por un equipo de hombres cuyo capital no fue sino su cuerpo sano y lo que el cuerpo comprende de porción divina. Me alegran y me ponen lo mismo a batir los sentidos las demás historias nacionales heroicas. Los espectáculos de la naturaleza son embriagantes sin que lo sean más que el de una gesta larga de hombres entregados a preparar y a ofrecer esa soberana producción, mixta de territorio dulce o áspero, de potencias humanas empecinadas en gastarse y vaciarse, de ayudas naturales y sobrenaturales y de desalientos y fervores, en turno de marejada.

Nuestra historia puede sintetizarse así: Nació hacia el extremo sudoeste de la América una nación oscura, que su propio descubridor, don Diego de Almagro, abandonó apenas ojeada, por lejana de los centros coloniales y por recia de domar, tanto como por pobre.

El segundo explorador, don Pedro de Valdivia, el extremeño, llevó allá la voluntad de fundar, y murió en la terrible empresa. La poblaba una raza india que veía su territorio según debe mirarse siempre: como nuestro primer cuerpo que el segundo no puede enajenar sin perderse en totalidad. Esta raza india fue dominada a medias, pero permitió la creación de un pueblo nuevo en el que debía insuflar su terquedad con el destino y su tentativa contra lo imposible.

Nacida la nación bajo el signo de la pobreza, supo que debía ser sobria, superlaboriosa y civilmente tranquila, por economía de recursos y de una población escasa.

El vasco austero le enseñó estas virtudes; él mismo fue quizás el que lo hizo país industrial antes de que llegasen a la era industrial los americanos del Sur.

Pero fue un patriotismo bebido en libro vuestro, en el poema de Ercilla, útil a país breve y fácil de desmenuzarse en cualquier reparto, lo que creó un sentido de chilenidad en pueblo a medio hacer, lo que hizo una nación de una pobrecita capitanía general que contaba un virreinato al Norte y otro al Este.

En una serie de frases apelativas de nuestros países podría decirse: Brasil, o el cuerno de la abundancia; Argentina, o la Convivencia universal; Chile, o la voluntad de ser.

Esta voluntad terca de existir ha tenido a veces aspectos de violencia y a algunos se les antoja desmedida para cinco millones de hombres. Pero yo, que nada tengo de nietzscheana, suelo pensarla, velarla y revolver su rescoldo alerta, porque el Continente austral pudiese necesitarla en el futuro y pudiese ser ella un exceso que sirva y salve, en trance de solidaridad continental. Depósitos de radium hay así, secretos y salvadores.

Paz con el Perú

Vamos ahora a mirar, de pasada, suelo, mar y atmósfera chilenos, en una modesta descripción geográfica que me consentirá varias veces la digresión emotiva, porque, desde que Vidal de la Blache inventó una Geografía Humana, los maestros podemos contar la tierra en cuanto a hogar de hombres, en segmentación viva de estampas un poco calurosas.

El arreglo pacífico con el Perú nos hizo devolver, en un bello ademán de justicia, el feraz departamento de Tacna. Siempre fue peruano; treinta años vivió bajo nuestras instituciones y se mantuvo cortésmente extranjero. Lo devolvimos en cambio de la amistad del Perú y no estamos arrepentidos. Perú y Chile vuelven a vivir tiempos de colaboración y cooperación comercial y social, y el despejo moral que ha venido y el intercambio económico que comienza en grande, nos pagan bien la pérdida. Arica quedó para nosotros, racionalmente; nosotros la hicimos. Edificación, obras portuarias y de regadío y el ferrocarril a La Paz, que es su honra y su riqueza, todo eso ha nacido y se ha desarrollado con sangre y dineros chilenos.

Alegó Chile reiteradamente su necesidad de tener, por encima del Desierto, una zona de aprovisionamiento, un lugar de verdura y agua que surtiese a la región desértica en trance normal o de guerra, y por ésta y las razones anteriores, Arica se incorporó definitivamente al país.

El desierto de la sal

Sigue a Arica el Desierto, que aparece en Tarapacá, que atraviesa Antofagasta y que demora hasta el norte de Atacama. Formidable porción, de una terrible costra salina, el más duro de habilitar que pueda darse para la creación de poblaciones. Antes de la posesión chilena existió como una tierra maldita que no alimentaba hombres sino en el borde del mar, y allí mismo, solamente unas caletas infelices de pescadores.

El chileno errante y aventurero, pero de una clase de andariego positivo, buen hijo del español del siglo XVI, llegó a esas soledades, arañó el suelo con su mano avisada de minero, halló guano y sal, dos abonos clásicos, y allí se estableció, a pesar del infernal clima, a pesar de la posesión extraña y del argumento cerrado que hacía de casi tres provincias una región imposible para la vida. La riqueza fue creándose; el lugar cobrando humanidad, y vino una guerra a disputar, como tantas veces, sobre el derecho en cuanto a posesión. Ganamos la guerra en uno de esos ímpetus, vitales más que bélicos, o bélicos por explosión vital.

Chile creció de un golpe en un tercio más de su territorio. Pasaba a ser una potencia del Sur la pobre colonia a que dio vuelta la espalda don Diego de Almagro.

Estas guerras nos han dado un semblante belicoso que no hemos tenido sino en el trance mismo del choque. Si se hiciese en nuestra América agitada un balance de la violencia, un gráfico de la sangre aprovechada o desperdiciada en los conflictos armados, este país nuestro aparecería con un volumen mínimo, o por lo menos pequeño, de ejercicio de armas.

Los períodos de paz son largos y perfectos; los de guerra rapidísimos y rematados de una vez por todas. Hay, eso sí, un patriotismo vuelto religión natural y pulso sostenido de la raza. Los pacifistas respiramos hoy a pleno pulmón y con un bienestar que se parece a una euforia. Nada de problemas pendientes; nada de angustia por la malquerencia del vecino; ningún temor de que la coyuntura de la necesidad o de la circunstancia, nos lance de nuevo a la faena, siempre escabrosa y muchas veces odiosa, del pelear para vivir o para guardar la honra.

Ha habido una gran liquidación, y ya pueden trabajar, mano a mano, Chile, Perú, Bolivia y la Argentina, porque las últimas raíces rencorosas están descuajadas y además quemadas. La guerra victoriosa no se nos hizo ni costumbre ni jactancia fanfarrona.

El chileno, lo que él es, lo que puede sacar de sí, el chileno en volumen y en irradiación de energía, hay que conocerlo en la zona salitrera o en la región antártica de la Patagonia. Llegó de climas regalones y cayó en un desierto que tiene al mediodía una temperatura de 45 grados y en la noche las de bajo cero. Era una terrible prueba vital y pudo con ella.

En la siesta, la reverberación de fuego sobre la pampa de sal; en la noche, la escarcha. El bienestar por la habitación racional se fue creando lentamente. Nos cuesta ese desierto mucho dolor y lo hemos pagado según la ley más exigente. Hemos traído el agua de beber desde unas distancias increíbles; las aguas corrientes y la verdura humana de las tierras dulces, no las tendremos nunca.

Le fundaron poblaciones grandes y pequeñas. Iquique y Antofagasta son ciudades que cuentan en el Continente. Su fisonomía provisoria de establecimientos en el Desierto cambió de pronto, pasando a ser la de unos emporios de una prosperidad febril en los tiempos de explotación en grande, antes de que el salitre químico viniese a hacer la competencia buena y la mala a nuestro producto. Lentamente han ido industrializándose esas ciudades y más tarde ya vivirán sin la esclavitud de las cotizaciones de la sal. Están plantadas tercamente,en el desierto; han conocido las peores luchas por la subsistencia.

Arica y Antofagasta ofrecen a Bolivia salidas rectas y naturales al mar; tratados excelentes de comercio y una cordialidad de relaciones que, dicho sea en honor de Bolivia, nunca se rompió por completo, aseguran a las dos grandes ciudades de la pampa salitrera su vida normal.

La explotación de las salitreras fue más dura, mucho más devoradora de vida que la guerra. Los capitales, la nueva legislación social, defensora del obrero, y los inventos que han suavizado mucho el laboreo, hicieron poco a poco, de unas condiciones de trabajo mortales, una faena humana y llevadera. El "matadero de hombres" de que hablaron cuentistas y reporteros, ha desaparecido. El desierto será siempre desierto, pero ya está domado y acepta la vida de las familias chilenas.

Se apunta la guerra como la tónica de Chile; yo creo que hay que anotar como tal el laboreo de la pampa salitrera. En eso dimos nuestro mayor jadeo épico, que no en unas guerras breves, que son en la historia accidente en vez de cotidianidad, o, como diría Eugenio d'Ors, "anécdota y no categorías".

Regionalismo

Ya en el final de Atacama comienza la llamada "Zona de Transición", que cubre Coquimbo, Valparaíso y Aconcagua.

Se la llama así porque en ella el desierto cede, con valles, todavía pequeños, pero ya muy fértiles, el de Huasco, el de Elqui y el de Aconcagua. Se llama también "Zona de los Valles Transversales". La Cordillera manda hacia la costa estribaciones bajas y el suelo aparece a la vez montañoso y asequible y está sembrado de unas tierras limosas, bastante benévolas para el cultivo. Ésta es mi región, y lo digo con particular mimo, porque soy, como ustedes, una regionalista de mirada y de entendimiento, una enamorada de la "patria chiquita", que sirve y aúpa a la grande. En geografía como en amor, el que no ama minuciosamente, virtud a virtud y facción a facción, el atolondrado, que suele ser un vanidosillo, que mira conjuntos kilométricos y no conoce y saborea detalles, ni ve, ni entiende, ni ama tampoco.

Para mí no existe la imagen infantil de la región como una de las vértebras o como uno de los miembros de la patria. Mejor me avengo, para dar metáfora al concepto, con aquello que los ocultistas de la Edad Media llamaban el microcosmo y el macrocosmo . La región contiene a la patria entera, y no es su muñón, su cola o su cintura. El problema del país, aunque parezca no interesar a tal punto, retumba en él; las actividades de los centros mayores, industriales o de cultura, y no digamos la política, alcanzan tarde o temprano a la región, con su bien o con su mal. El sentido de la segmentación del país en la forma de la tenia, que cortada vive como entera, no me convence.

Pero menos entiendo el patriotismo sin emoción regional. La patria como conjunto viene a ser una operación mental para quienes no la han recorrido legua a legua, una especulación más o menos lograda, pero no una realidad vivida sino por hombres superiores. La patria de la mayoría de los hombres, por lo tanto, no es otra cosa que una región conocida y poseída; y cuando se piensa con simpatía el resto, no se hace otra cosa que amarlo como si fuese esto mismo que pisamos y tenemos. El hombre medio no tiene mente astronómica ni imaginación briosa y hay que aceptarle el regionalismo en cuanto a la operación que está a su alcance.

La pequeñez, la penuria, hasta las llagas de la región nada le importan. Él es un amante o un, devoto y las cubre o las transmuta. 0 esconde o transfigura.

Pequeñez, la de mi aldea de infancia, me parece a mí la de la hostia que remece y ciega al creyente con su cerco angosto y blanco. Creemos que en la región, como en la hostia, está el Todo; servimos a ese mínimo llamándolo el contenedor de todo, y esa miga del trigo anual que a otro hará sonreír o pasar rectamente, a nosotros nos echa de rodillas.

He andado mucha tierra y estimado como pocos los pueblos extraños. Pero escribiendo, o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia; la comparación, sin la cual no hay pensamiento, sigue usando sonidos, visiones y hasta olores de infancia, y soy rematadamente una criatura regional y creo que todos son lo mismo que yo.

Somos las gentes de esta zona de Elqui mineros y agricultores en el mismo tiempo. En mi valle el hombre tomaba sobre sí la mina, porque la montaña nos cerca de todos lados y no hay modo de desentenderse de ella; la mujer labraba en el valle. Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, 50 años antes, nosotros hemos tenido allá en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche, en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; la he visto hacer totalmente la vendimia; he trabajado con ellas en la llamada "pela del durazno", con anterioridad a la máquina deshuesadora; he hecho sus arropes, sus uvates y sus infinitos dulces llevados de la bonita industria familiar española.

El valle es casi un tajo en la montaña. Allí no queda sino hambrearse o trabajar todos, hombres, mujeres y niños. El abandono del suelo se ignora: esas tierras como de piel sarnosa de lo baldío o de lo desperdiciado. Donde no hay roca viva que aúlla de aridez, donde se puede lograr una hebra de agua, allí está el huerto de durazno, de pera y granado; o está, lo más común, la viña crespa y latina, el viñedo romano y español, de cepa escogida y cuidada.

El hambre no la han conocido esas gentes acuciosas, que viven su día, podando, injertando o regando; buenos hijos de Ceres, más blancos que mestizos, sin dejadeces criollas, sabedores de que el lote que les tocó en suerte no da para mucho y cuando más da lo suficiente; casta sobria en el comer, austera en el vestir, democrática por costumbre mejor que por idea política, ayudándose de la granja a la granja y de la aldea a la aldea.

Y raza sana, de vivir la atmósfera y el arbolado, de comer y beber fruta, cereales, aceites y vinos propios, y de recibir las buenas carnes de Mendoza, que nos vienen en arreos frecuentes de ganado. Nos han dicho avaros a los elquinos sin que seamos más que medianamente ahorradores, y nos han dicho egoistones por nuestro sentido regional... Nos tienen por poco inteligentes a causa de que la región nos ha puesto a trabajar más con los brazos que con la mente liberada. Pero los niños que de allí salimos sabemos bien, en la extranjería, qué linda vida emocional tuvimos en medio de nuestras montañas salvajes, qué ojo bebedor de luces y de formas y qué oído recogedor de vientos y aguas sacamos de esas aldeas que trabajan el suelo amándolo cerradamente y se descansan en el paisaje con una beatitud espiritual y corporal que no conocen las ciudades letradas y endurecidas por el tráfago.

Cuatro ciudades valiosas en la zona: Copiapó, al norte, antiguo centro minero; La Serena, fundada con ese nombre por honrar a Valdivia el extremeño; Valparaíso, el primer puerto del Pacífico después de San Francisco, ciudad de ayer, ya que el viejo nos lo destruyó un terremoto; y San Felipe, sobre la línea del Transandino y asentada en valle delicioso.

Llano central

Ahora entramos en el verdadero cuerpo histórico y agrícola del país, en el Llano Central, que se desarrolla desde Santiago a Puerto Montt, entre la maciza Cordillera de los Andes y la montaña baja y semiarticulada que llamamos Cordillera de la Costa. Éste valle central es el tórax de nuestro cuerpo geográfico y la zona del agro en pleno y de la riqueza más estable del país. Cuando raleen los nitratos el Valle Central, recogerá las actividades que ha acaparado el Norte; cuando las minas del país entero hayan entrado en decadencia, él solo aprovisionará a nuestras gentes.

El gran valle corresponde a la serie de los de su género que han tenido la misión de alimentar fácilmente hombres y de darles, con una vida benévola, ocasión y reposo para crear grandes culturas. El valle del Nilo, el valle del Rhin, el valle del Ródano; y en nuestra América, el Plata y el Cauca con el Magdalena han criado grandes culturas latinas, es decir, armónicas, y el Llano Central de Chile cumplirá la misma misión.

Una superficie suave, eso que alguien llama "una benevolencia del planeta"; un lomerío triguero que lo riza donosamente mejor que interrumpirlo; las grandes masas volcánicas situadas hacia el Este dejan perfecto este largo ofrecimiento de dieciséis provincias para la faena agrícola; Y saltando aquí y allá, algunos ríos ya válidos y hasta caudalosos como el Maule, el Bíobío y el Cautín.

Cubre el gran valle la flora mediterránea que alcanza hasta Concepción, y después viene el bosque de maderas excelentes a medias domado en las talas o quemas, para dejar sitio a trigos y campos de patatas. El viñedo, que apareció en Coquimbo, ya en esta zona cubre áreas mayores y entrega, esa producción cuidada que ha hecho del país el primer suelo viñatero de la América. La Ley Seca de los Estados Unidos amainó la prosperidad del mercado vinícola; su derogación vuelve a entonar esta industria clásica de Chile, que representa con el salitre y los metales la tercera cuota de nuestra economía.

Pero este cuerpo pleno del país presenta además una industria en desarrollo: veinte años no más han lanzado a Chile a una actividad industrial de las más diversas órdenes, haciendo de él un proveedor bastante fuerte de la costa del Pacífico. La era industrial, que en el trópico americano apenas despunta, nosotros ya la vivimos hace tiempo con sus bienes y sus males.

La crisis universal agobió a Chile más que a otras naciones americanas a causa precisamente de esta producción industrial ya crecida. La estrechez del suelo, la riqueza minera y la índole bastante europea de la costumbre, tenían que provocar en Chile, más que en los otros países de la costa pacífica, la industrialización y un comercio internacional considerable. Industria de tejidos, de refinerías de azúcar, de madera, de frutas en conserva, de herramienta agrícola, etc., se concentran a lo largo de las ciudades de esta zona. Hace años decir "industria chilena" y apuntar nombres ingleses y alemanes era la misma cosa.

Ahora las firmas chilenas duplican las extrañas, asegurando esa posesión de la riqueza nacional por las nacionales, que es un punto de decoro de una patria. Hasta nuestra pampa salitrera, que llegó a ser monopolio abusivo de Norte América, ha sido rescatada bravamente por el Gobierno del Presidente Alessandri y la pampa de nuestra heroica doma vuelve a ser nuestra como en los tiempos de los grandes gobernantes que nos hicieron vivir una soberanía totalitaria del suelo.

Paralelamente con el abultamiento de la industria, ha corrido la modernización del cultivo en esta zona. Al viajero que recorrió buena parte del Trópico americano, celebrando el caos magnífico de la vegetación autóctona, de que son padres aguas y soles genésicos, le place encontrar al fin con un agro semejante al francés o al italiano, bien regido y bien distribuido y bien celado por el hombre. La viña alcanza una cabal organización de cultivo moderno; los frutales igualan a los de California y compiten con ellos en el propio mercado yanqui; el trigo asegura el mínimo de cosecha que exige una población de casi cinco millones de habitantes, y la patata del pobre, que decía Montalvo, tiene en su vieja patria natural especies perfectas que no conoce el mercado europeo.

Una gran colonia alemana nos ha poblado dos provincias casi enteras: Valdivia y Chiloé, en la parte Sur, donde el clima, ya menos clemente por las lluvias copiosas, atraía poco al chileno. Reconocemos todos los nacionales a esta inmigración los bienes innegables de la doma de la selva, del establecimiento; pero algunos, entre los cuales me cuento, con gusto habríamos preferirlo una inmigración latina, de italiano y español y belga, que no llevara a pueblo de dos sangres ya bastante opuestas un sumando más de diferenciación.

Pero la política latinizante de Chile, así en la sangre como en la cultura, sólo comienza, y hay que contarla entre las faenas morales y materiales futuras. Ella no es de las más pequeñas y en el aspecto de la cultura es, a mi juicio, la de más transcendencia. A pueblos de habla española no les corresponde otra política cultural que la de una adopción de la cultura clásica, y en los que escogieron mal en el pasado, la vuelta a ella del hijo pródigo mudado en leal para su propia salvación. Somos latinos aunque seamos indios; Roma llegó hasta nosotros bajo la figura de España.

Las ciudades de la zona cuentan entre las mejores y las más castizas del país, a pesar del injerto alemán, que sólo comprende a dos.

Santiago, la de Valdivia

La capital, Santiago, mentada con nombre del apóstol vuestro, para señalarle un destino de españolidad, enseñorea en uno de los lugares de altura dominante, sobre un llano espacioso y verde, y se respaldea sobre una cordillera crespada y magnífica. Como en Guatemala o en Bogotá, el conquistador, al escoger lugar estratégico, escogió también paisaje magistral, y de este modo fundó logradamente y dejó a las generaciones el regalo sin precio de un panorama ennoblecedor de los sentidos.

En el Cerro de Santa Lucía, vuelto paseo público de los mejores y sólo recientemente aventajado por el San Cristóbal, la ocurrencia feliz de sus ornamentadores puso en el mismo plano de reverencia al Conquistador don Pedro de Valdivia y al Cacique o Toqui vencido, nuestro Caupolicán, que es el héroe principal de La Araucana de Ercilla.

La raza es más española que aborigen, pero la glorificación del indio magnífico significa para nosotros, en vez del repaso rencoroso de una derrota, la lección soberana de una defensa del territorio, que obra como un espoleo eterno de la dignidad nacional. La Araucana , que para muchos sigue siendo una gesta de centauros de dos órdenes, romanos e indios, para los chilenos ha pasado a ser un doble testimonio, paterno y materno, de la fuerza de dos sangres, aplacadas y unificadas al fin en nosotros mismos.

Sería largo describir a ustedes nuestra capital. Posee lo que las capitales aventajadas de la América del Sur en templos, edificios públicos, paseos e instituciones científicas y humanistas de cualquier clase. Su población bordea los dos tercios del millón y la vieja ciudad en que chocaba a los ojos, del europeo el saltar de una Alameda de palacios a suburbios, orientales, ha pasado a ser un conjunto de edificación democrática, en la cual el hombre medio y el proletario ya viven —con un bienestar más o menos parejo.

La arquitectura es totalmente moderna. No tuvimos nosotros la buena fortuna de los Méxicos y las Limas coloniales, de que nos quedasen ciudades monumentales en piedra de durar y buenas recordadoras del pasado español. El coloniaje, chileno fue una prolongación de la Conquista, el menos muelle de la América, porque al araucano nunca se le aplastó verdaderamente y no dejó a los gobernantes sosiego para los cuidados suntuarios de levantar ciudades bellas y armoniosas. Santiago se llama la ciudad de un siglo; Valparaíso, el puerto, de ayer.

Habíamos logrado un puerto cabal, el segundo indudablemente del Pacífico, después del de San Francisco de California. Uno de los terremotos que debemos a nuestra terrible Cordillera patrona lo destruyó totalmente. El hermoso puerto de diques modernos y de situación espléndida sobre una bahía brava corresponde a nuestra generación y cuenta entre las mejores complacencias del brío nacional.

La entrada al anochecer en su bahía vale por uno de los espectáculos más fuertes de que puede gozar un viajero. La gran ciudad, situada sobre cerros, y de excelente iluminación, echa sobre el mar un resplandor vasto que se vuelve feérico en las festividades marítimas.

La metrópoli del Sur se llama Concepción, constituye el centro de la riqueza agrícola austral y tiene inmediato a ella el gran astillero de Talcahuano. Ciudad es ésta que ha sabido modernizarse sin estrépito y en la cual el viajero de mejor calidad, que es el intelectual buscador de calmas que tampoco sean mortecinas, halla un rescoldo bienhechor de cultura en la Universidad regional y un paisaje noble dominado por el río del nombre sugestivo: el Bíobío, primero entre nuestras corrientes fluviales. Concepción posee, con sólo 80.000 habitantes, un aire de gran ciudad, una raza gratísima en su señorío y su pulimiento y la Universidad viva y creadora de un ambiente superior, que ha sido hecha por la iniciativa local en un ímpetu de los más eficaces de regionalismo.

Trópico frío

Valdivia, más al sur, le disputa su rango de centro de la producción austral. También cuenta con precioso río patrono y válido para la navegación. El poblador germano, vuelto chileno en los hijos, le ha dado las condiciones de vida de las ciudades europeas. El auge del turismo le permite ser el punto de las excursiones por el que llaman los geógrafos el Trópico Frío, laberinto maravilloso de lagos, selvas y archipiélagos australes. Somos los chilenos raza andariega y navegadora; pero nos empuja hacia afuera mejor un ansia de contactos humanos ricos, que el apetito de tierra suave y hermosa.

El Llano Central que conté, da cuanto puede dar una tierra en bondad terrestre, y este Trópico Frío entrega, como cualquier Indostán y cualquier Brasil, el épico botánico y fluvial, la selva Walkiria y soberana, con la cual no pueden la descripción oral ni los carbones afortunados del aguafuertista. Ercilla se quedó sin contarla, y a veces me ha parecido su extraño silencio, sobre el paisaje que vio, una forma de reverencia de pobre hijo del hombre. Montaña, agua y atmósfera son allí formidables y aplastantes. La mano que hizo el Trópico como una desesperación para la vista recogedora, hizo nuestro Chile austral, menos cegador, menos brillante de hervor zoológico, pero tan magnífico e indecible como el ecuatorial.

Anales de la Universidad de Chile , 2º trimestre de 1934
Santiago de Chile

En: Recados contando a Chile. Alfonso M. Escudero (comp.), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, 1957

Para más prosa de Gabriela, ver:

http://www.gabrielamistral.uchile.cl/prosaframe.html

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