Tala: Saudade | 
    
A Ribeiro Couto
   País de la ausencia
   
   extraño país,
   
   más ligero que ángel
   
   y seña sutil,
   
   color de alga muerta,
   
   color de neblí,
   
   con edad de siempre,
   
   sin edad feliz.
  
   No echa granada,
   
   no cría jazmín,
   
   y no tiene cielos
   
   ni mares de añil.
   
   Nombre suyo, nombre,
   
   nunca se lo oí,
   
   
    y en país sin nombre
    
    me voy a morir.
   
  
   Ni puente ni barca
   
   me trajo hasta aquí,
   
   no me lo contaron
   
   por isla o país.
   
   Yo no lo buscaba
   
   ni lo descubrí.
  
   Parece una fábula
   
   que yo me aprendí,
   
   sueño de tomar
   
   y de desasir.
   
   Y es mi patria donde
   
   vivir y morir.
  
   Me nació de cosas
   
   que no son país;
   
   de patrias y patrias
   
   que tuve y perdí;
   
   de las criaturas
   
   que yo vi morir;
   
   de lo que era mío
   
   y se fue de mí.
  
   Perdí cordilleras
   
   en donde dormí;
   
   perdí huertos de oro
   
   dulces de vivir;
   
   perdí yo las islas
   
   de caña y añil,
   
   y las sombras de ellos
   
   me las vi ceñir
   
   y juntas y amantes
   
   hacerse país.
  
   Guedejas de nieblas
   
   sin dorso y cerviz,
   
   alientos dormidos
   
   me los vi seguir,
   
   y en años errantes
   
   volverse país,
   
   y en país sin nombre
   
   me voy a morir.
  
A Francis de Miomandre
   —“Habla con dejo de sus mares bárbaros,
   
   con no sé qué algas y no sé qué arenas;
   
   reza oración a dios sin bulto y peso,
   
   envejecida como si muriera.
   
   Ese huerto nuestro que nos hizo extraño,
   
   ha puesto cactus y zarpadas hierbas.
   
   Alienta del resuello del desierto
   
   y ha amado con pasión de que blanquea,
   
   que nunca cuenta y que si nos contase
   
   sería como el mapa de otra estrella.
   
   Vivirá entre nosotros ochenta años,
   
   pero siempre será como si llega,
   
   hablando lengua que jadea y gime
   
   y que le entienden sólo bestezuelas.
   
   Y va a morirse en medio de nosotros,
   
   en una noche en la que más padezca,
   
   con sólo su destino por almohada,
   
   de una muerte callada y extranjera.
  
Al doctor Pedro de Alba
   
    Recuerdo gestos de criaturas
    
    y son gestos de darme el agua.
   
  
   En el valle de Río Blanco,
   
   en donde nace el Aconcagua,
   
   llegué a beber, salté a beber
   
   en el fuete (1) de una cascada,
   
   que caía crinada y dura
   
   y se rompía yerta y blanca.
   
   Pegué mi boca al hervidero,
   
   y me quemaba el agua santa,
   
   y tres días sangró mi boca
   
   de aquel sorbo del Aconcagua.
  
   En el campo de Mitla, un día
   
   de cigarras, de sol, de marcha,
   
   me doblé a un pozo y vino un indio
   
   a sostenerme sobre el agua,
   
   y mi cabeza, como un fruto,
   
   estaba dentro de sus palmas.
   
   Bebía yo lo que bebía,
   
   que era su cara con mi cara,
   
   y en un relámpago yo supe
   
   carne de Mitla ser mi casta.
  
   En la Isla de Puerto Rico,
   
   a la siesta de azul colmada,
   
   mi cuerpo quieto, las olas locas,
   
   y como cien madres las palmas,
   
   rompió una niña por donaire
   
   junto a mi boca un coco de agua,
   
   y yo bebí, como una hija,
   
   agua de madre, agua de palma.
   
   Y más dulzura no he bebido
   
   con el cuerpo ni con el alma.
  
   A la casa de mis niñeces
   
   mi madre me llevaba el agua.
   
   Entre un sorbo y el otro sorbo
   
   la veía sobre la jarra.
   
   La cabeza más se subía
   
   y la jarra más se abajaba.
   
   Todavía yo tengo el valle,
   
   tengo mi sed y su mirada.
   
   Será esto la eternidad
   
   que aún estamos como estábamos.
  
   
    Recuerdos gestos de criaturas
    
    y son gestos de darme el agua.
   
  
   
   
    NOTAS
   
  
* "BEBER": Falta la rima final, para algunos oídos. En el mío, desatento y basto, la palabra esdrújula no da rima precisa ni vaga. El salto del esdrújulo deja en el aire su cabriola como una trampa que engaña al amador del sonsonete. Este amador, persona colectiva que fue millón, disminuye a ojos vistas, y bien se puede servirlo a medias, y también dejar de servirlo...
(1) El español dice foete; nosotros, fuete.
   Todas íbamos a ser reinas,
   
   de cuatro reinos sobre el mar:
   
   Rosalía con Efigenia
   
   y Lucila con Soledad.
  
   En el valle de Elqui, ceñido
   
   de cien montañas o de más,
   
   que como ofrendas o tributos
   
   arden en rojo y azafrán.
  
   Lo decíamos
    embriagadas,
   
   y lo tuvimos por verdad,
   
   que seríamos todas reinas
   
   y llegaríamos al mar.
  
   Con las trenzas de los siete años,
   
   y batas claras de percal,
   
   persiguiendo tordos huidos
   
   en la sombra del higueral.
  
   De los cuatro reinos, decíamos,
   
   indudables como el Korán,
   
   que por grandes y por cabales
   
   alcanzarían hasta el mar.
  
   Cuatro esposos desposarían,
   
   por el tiempo de desposar,
   
   y eran reyes y cantadores
   
   como David, rey de Judá.
  
   Y de ser grandes nuestros reinos,
   
   ellos tendrían, sin faltar,
   
   mares verdes, mares de algas,
   
   y el ave loca del faisán.
  
   Y de tener todos los frutos,
   
   árbol de leche, árbol del pan,
   
   el guayacán no cortaríamos
   
   ni morderíamos metal.
  
   Todas íbamos a ser reinas,
   
   y de verídico reinar;
   
   pero ninguna ha sido reina
   
   ni en Arauco ni en Copán...
  
   Rosalía besó marino
   
   ya desposado con el mar,
   
   y al besador, en las Guaitecas,
   
   se lo comió la tempestad.
  
   Soledad crió siete hermanos
   
   y su sangre dejó en su pan,
   
   y sus ojos quedaron negros
   
   de no haber visto nunca el mar.
  
   En las viñas de Montegrande,
   
   con su puro seno candeal,
   
   mece los hijos de otras reinas
   
   y los suyos nunca—jamás.
  
   Efigenia cruzó extranjero
   
   en las rutas, y sin hablar,
   
   le siguió, sin saberle nombre,
   
   porque el hombre parece el mar.
  
   Y Lucila, que hablaba a río,
   
   a montaña y cañaveral,
   
   en las lunas de la locura
   
   recibió reino de verdad.
  
   En las nubes contó diez hijos
   
   y en los salares su reinar,
   
   en los ríos ha visto esposos
   
   y su manto en la tempestad.
  
   Pero en el valle de Elqui, donde
   
   son cien montañas o son más,
   
   cantan las otras que vinieron
   
   y las que vienen cantarán:
  
   —"En la tierra seremos reinas,
   
   y de verídico reinar,
   
   y siendo grandes nuestros reinos,
   
   llegaremos todas al mar."
  
NOTA
* "TODAS ÍBAMOS A SER REINAS"
Esta imaginería tropical vivida en un valle caliente, aunque sea cordillerano, tenía su razón de ser. El hacendado don Adolfo Iribarren —Dios le dé bellas visiones en el cielo—, por una fantasía rara de hallar en hombre de sangre vasca, se había creado, en su casa de Montegrande, casi un parque medio botánico y zoológico. Allí me había yo de conocer el ciervo y la gacela, el pavo real, el faisán y muchos árboles exóticos, entre ellos el flamboyán de Puerto Rico, que él llamaba por su nombre verdadero de "árbol del fuego" y que de veras ardía en el florecer, no menos que la hoguera.
No bautizan con Ifigenia sino con Efigenia, en mis cerros de Elqui. A esto lo llaman disimilación los filólogos, y es operación que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios crió, quien avienta el vocablo de pronunciación forzada y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído.
A Max Daireaux
1
   Amo las cosas que nunca tuve
   
   con las otras que ya no tengo:
  
   Yo toco un agua silenciosa,
   
   parada en pastos friolentos,
   
   que sin un viento tiritaba
   
   en el huerto que era mi huerto.
  
   La miro como la miraba;
   
   me da un extraño pensamiento,
   
   y juego, lenta, con esa agua
   
   como con pez o con misterio.
  
2
   Pienso en umbral donde dejé
   
   pasos alegres que ya no llevo,
   
   y en el umbral veo una llaga
   
   llena de musgo y de silencio.
  
3
   Me busco un verso que he perdido
   
   que a los siete años me dijeron.
   
   Fue una mujer haciendo el pan
   
   y yo su santa boca veo.
  
4
   Viene un aroma roto en ráfagas;
   
   soy muy dichosa si lo siento;
   
   de tal delgado no es aroma,
   
   siendo el olor de los almendros.
  
   Me vuelve niños los sentidos:
   
   le busco un nombre y no lo acierto,
   
   y huelo el aire y los lugares
   
   buscando almendros que no encuentro.
  
5
   Un río suena siempre cerca.
   
   Ha cuarenta años que lo siento.
   
   Es canturía de mi sangre
   
   o bien un ritmo que me dieron.
  
   O el río Elqui de mi infancia
   
   que me repecho y me vadeo.
   
   Nunca lo pierdo; pecho a pecho,
   
   como dos niños nos tenemos.
  
6
   Cuando sueño la Cordillera,
   
   camino por desfiladeros,
   
   y voy oyéndoles, sin tregua,
   
   un silbo casi juramento.
  
7
   Veo al remate del Pacífico
   
   amoratado mi archipiélago,
   
   y de una isla me ha quedado
   
   y de una isla me ha quedado
   
   un olor acre de alción muerto...
  
8
   Un dorso, un dorso grave y dulce,
   
   remata el sueño que yo sueño.
   
   Es al final de mi camino
   
   y me descanso cuando llego.
  
   Es tronco muerto o es mi padre,
   
   el vago dorso ceniciento.
   
   Yo no pregunto, no lo turbo.
   
   Me tiendo junto, callo y duermo.
  
9
   Amo una piedra de Oaxaca
   
   o Guatemala, a que me acerco,
   
   roja y fija como mi cara
   
   y cuya grieta da un aliento.
  
   Al dormirme queda desnuda;
   
   no sé por qué yo la volteo.
   
   Y tal vez nunca la he tenido
   
   y es mi sepulcro lo que veo...
  
ANEXO DE "SAUDADE"
Suelo creer con Stefan George en un futuro préstamo de lengua a lengua latina. Por lo menos, en el de ciertas palabras, logro definitivo del genio de cada una de ellas, expresiones inconmovibles en su rango de palabras "verdaderas". Sin empacho encabezo una sección de este libro, rematado en el dulce suelo y el dulce aire portugueses con esta palabra Saudade. Ya sé que dan por equivalente de ella la castellana "soledades". La sustitución vale para España; en América el sustantivo soledad no se aplica sino en su sentido inmediato, único que allá le conocemos.