Tala: Materias | 
    
I
A Teresa y Enrique Díez-Canedo
   Dejaron un pan en la mesa,
   
   mitad quemado, mitad blanco,
   
   pellizcado encima y abierto
   
   en unos migajones de ampo.
  
   Me parece nuevo o como no visto,
   
   y otra cosa que él no me ha alimentado,
   
   pero volteando su miga, sonámbula,
   
   tacto y olor se me olvidaron.
  
   Huele a mi madre
    cuando dio su leche,
   
   huele a tres valles por donde he pasado:
   
   a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui,
   
   y a mis entrañas cuando yo canto.
  
   Otros olores no hay en la estancia
   
   y por eso él así me ha llamado;
   
   y no hay nadie tampoco en la casa
   
   sino este pan abierto en un plato,
   
   que con su cuerpo me reconoce
   
   y con el mío yo reconozco.
  
   Se ha comido en todos los climas
   
   el mismo pan en cien hermanos:
   
   pan de Coquimbo, pan de Oaxaca,
   
   pan de Santa Ana y de Santiago.
  
   En mis infancias yo le sabía
   
   forma de sol, de pez o de halo,
   
   y sabía mi mano su miga
   
   y el calor de pichón emplumado...
  
   Después le olvidé, hasta este día
   
   en que los dos nos encontramos,
   
   yo con mi cuerpo de Sara vieja
   
   y él con el suyo de cinco años.
  
   Amigos muertos con que comíalo
   
   en otros valles sientan el vaho
   
   de un pan en septiembre molido
   
   y en agosto en Castilla segado.
  
   Es otro y es el que comimos
   
   en tierras donde se acostaron.
   
   Abro la miga y les doy su calor;
   
   lo volteo y les pongo su hálito.
  
   La mano tengo de él rebosada
   
   y la mirada puesta en mi mano;
   
   entrego un llanto arrepentido
   
   por el olvido de tantos años,
   
   y la cara se me envejece
   
   o me renace en este hallazgo.
  
   Como se halla vacía la casa,
   
   estemos juntos los reencontrados,
   
   sobre esta mesa sin carne y fruta,
   
   los dos en este silencio humano,
   
   hasta que seamos otra vez uno
   
   y nuestro día haya acabado...
  
II
   La sal cogida de la duna,
   
   gaviota viva de ala fresca,
   
   desde su cuenco de blancura,
   
   me busca y vuelve su cabeza.
  
   Yo voy y vengo por la casa
   
   y parece que no la viera
   
   y que tampoco ella me viese,
   
   Santa Lucía blanca y ciega.
  
   Pero la Santa de la sal,
   
   que nos conforta y nos penetra,
   
   con la mirada enjuta y blanca,
   
   alancea, mira y gobierna
   
   a la mujer de la congoja
   
   y a lo tendido de la cena.
  
   De la mesa viene a mi pecho,
   
   va de mi cuarto a la despensa,
   
   con ligereza de vilano
   
   y brillos rotos de saeta.
  
   La cojo como a criatura
   
   y mis manos la espolvorean,
   
   y resbalando con el gesto
   
   de lo que cae y se sujeta,
   
   halla la blanca y desolada
   
   duna de sal de mi cabeza.
  
   Me salaba los lagrimales
   
   y los caminos de mis venas,
   
   y de pronto me perdería
   
   como en juego de compañera,
   
   pero en mis palmas, al regreso,
   
   con mi sangre se reencuentra...
  
   Mano a la mano nos tenemos
   
   como Raquel, como Rebeca.
   
   Yo volteo su cuerpo roto
   
   y ella voltea mi guedeja,
   
   y nos contamos las Antillas
   
   y desvariamos las Provenzas.
  
   Ambas éramos de las olas
   
   y sus espejos de salmuera,
   
   y del mar libre nos trajeron
   
   a una casa profunda y quieta;
   
   y el puñado de sal y yo,
   
   en beguinas o en prisioneras,
   
   las dos llorando, las dos cautivas,
   
   atravesamos por la puerta ...
  
III
   Hay países que yo recuerdo
   
   como recuerdo mis infancias.
   
   Son países de mar o río,
   
   de pastales, de vegas y aguas.
   
   Aldea mía sobre el Ródano,
   
   rendida en río y en cigarras;
   
   Antilla en palmas verdi-negras
   
   que a medio mar está y me llama;
   
   ¡roca ligure de Portofino:
   
   mar italiana, mar italiana!
  
   Me han traído a país sin río,
   
   tierras-Agar, tierras sin agua;
   
   Saras blancas y Saras rojas,
   
   donde pecaron otras razas,
   
   de pecado rojo de atridas
   
   que cuentan gredas tajeadas;
   
   que no nacieron como un niño
   
   con unas carnazones grasas,
   
   cuando las oigo, sin un silbo,
   
   cuando las cruzo, sin mirada.
  
   Quiero
    volver a tierras niñas;
   
   llévenme a un blando país de aguas.
   
   En grandes pastos envejezca
   
   y haga al río fábula y fábula.
   
   Tenga una fuente por mi madre
   
   y en la siesta salga a buscarla,
   
   y en jarras baje de una peña
   
   un agua dulce, aguda y áspera.
  
   
    Me venza
    y pare los alientos
    
    el agua acérrima y helada.
    
    ¡Rompa mi vaso y al beberla
    
    me vuelva niñas las entrañas!
   
  
IV
   Ganas tengo de cantar,
   
   sin.razón de mi algarada:
   
   ni vivo en la tierra
   
   de donde es la palma,
  
   Ni la madre mía
   
   entra por mi casa,
   
   ni regreso a ella
   
   gritando en la barca...
  
   Ganas de cantar
   
   partiendo tres ráfagas,
   
   sin poder cantar
   
   de lo alborotada,
  
   Por la luz devuelta
   
   que anduvo trocada;
   
   por sierras que paso
   
   con su tribu de hayas
  
   Y un ruido que suena,
   
   no sé dónde, de aguas,
   
   que me viene al pecho
   
   y que es de cascada.
  
   Cae donde cae
   
   y ayer no rodaba;
   
   cerca de mi cuerpo
   
   se despeña y llama.
  
   Me paro y escucho,
   
   sin ir a buscarla:
   
   ¡agua, madre mía,
   
   e hija mía, el agua!
  
   
    ¡Yo la quiero ver
    
    y no puedo, de ansia,
    
    y sigue cayendo,
    
    l'agua palmoteada!
   
  
V
A José Mª Quiroga Plá
   En el llano y la llanada
   
   de salvia y menta salvaje,
   
   encuentro como esperándome
   
   el Aire.
  
   Giran redondo, en un niño
   
   desnudo y voltijeante,
   
   y me toma y arrebata
   
   por su madre.
  
   Mis costados coge enteros,
   
   por cosa de su donaire,
   
   y mis ropas entregadas
   
   por casales...
  
   Silba en áspid de las
    ramas
   
   o empina los matorrales;
   
   o me para los alientos
   
   como un Ángel.
  
   Pasa y repasa en
    helechos
   
   y pechugas inefables,
   
   que son gaviotas y aletas
   
   de Aire.
  
   Lo tomo en una
    brazada;
   
   cazo y pesco, palpitante,
   
   ciega de plumas y anguilas
   
   del Aire...
  
   A lo que hiero no
    hiero
   
   o lo tomo sin lograrlo,
   
   aventando y cazando
   
   en burlas de Aire...
  
   Cuando camino de
    vuelta,
   
   por encinas y pinares,
   
   todavía me persigue
   
   el Aire.
  
   Entro en mi casa de
    piedra
   
   con los cabellos jadeantes,
   
   ebrios, ajenos y duros
   
   del Aire.
  
   En la almohada,
    revueltos,
   
   no saben apaciguarse,
   
   y es cosa, para dormirme,
   
   de atarles..
  
   Hasta que él allá se
    cansa
   
   como un albatros gigante,
   
   o una vela que rasgaron
   
   parte a parte.
  
   Al amanecer, me duermo
   
   -cuando mis cabellos caen-
   
   como la madre del hijo,
   
   rota del Aire...