Tala: Criaturas | 
    
CANCIÓN DE LAS MUCHACHAS MUERTAS
Recuerdo de mi sobrina Graciela.
   ¿Y las pobres muchachas muertas,
   
   escamoteadas en abril,
   
   las que asomáronse y hundiéronse
   
   como en las olas el delfín?
  
   ¿A dónde fueron y se hallan,
   
   encuclilladas por reír
   
   o agazapadas esperando
   
   voz de un amante que seguir?
  
   ¿Borrándose como dibujos
   
   que Dios no quiso reteñir
   
   o anegadas poquito a poco
   
   como en sus fuentes un jardín?
  
   A veces quieren en las aguas
   
   ir componiendo su perfil,
   
   y en las carnudas rosas-rosas
   
   casi consiguen sonreír.
  
   En los pastales acomodan
   
   su talle y bulto de ceñir
   
   y casi logran que una nube
   
   les preste cuerpo por ardid;
  
   Casi se juntan las deshechas;
   
   casi llegan al sol feliz;
   
   casi reniegan su camino
   
   recordando que eran de aquí;
  
   Casi deshacen su traición
   
   y van llegando a su redil.
   
   ¡Y casi vemos en la tarde
   
   el divino millón venir!
  
   Hay una congoja de algas
   
   y una sordera de arenas,
   
   un solapamiento de aguas
   
   con un quebranto de hierbas.
  
   Estamos bajo la noche
   
   las criaturas completas:
   
   los muros, blancos de fieles;
   
   el pinar lleno de esencia,
   
   una pobre fuente impávida
   
   y un dintel de frente alerta.
  
   Y mirándonos en ronda,
   
   sentimos como vergüenza
   
   de nuestras rodillas íntegras
   
   y nuestras sienes sin mengua.
  
   Cae el cuerpo de una madre
   
   roto en hombros y en caderas;
   
   cae en un lienzo vencido<
   
   y en unas tardas guedejas.
  
   La oyen caer sus hijos
   
   como la duna su arena;
   
   en mil rayas soslayadas,
   
   se va y se va por la puerta.
  
   Y nadie para el estrago,
   
   y están nuestras manos quietas,
   
   mientras que bajan sus briznas
   
   en un racimo de abejas.
  
   Descienden abandonados
   
   sus gestos que no sujeta,
   
   y su brazo se relaja,
   
   y su color no se acuerda.
  
   ¡Y pronto va a estar sin nombre
   
   la madre que aquí se mienta,
   
   y ya no le convendrán
   
   perfil, ni casta, ni tierra!
  
   Ayer no más era una
   
   y se podía tenerla,
   
   diciendo nombre verídico
   
   a la madre verdadera.
  
   De sien a pies, era única
   
   como el compás o la estrella.
  
   Ahora ya es el reparto
   
   entre dos devanaderas
   
   y el juego de «toma y daca»
   
   entre Miguel y la Tierra.
  
   Entre orillas que se ofrecen,
   
   vacila como las ebrias
   
   y después sube tomada
   
   de otro aire y otra ribera.
  
   Se oye un duelo de orillas
   
   por la madre que era nuestra:
   
   una orilla que la toma
   
   y otra que aún la jadea.
  
   ¡Llega al tendal dolorido
   
   de sus hijos en la aldea,
   
   el trance de su conflicto
   
   como de un río en el delta!
  
I
   -Pende en la comisura de tu boca,
   
   pende tu confesión, y yo la veo:
   
   casi cae a mis manos.
  
   Di tu confesión, hombre de pecado,
   
   triste de pecado, sin paso alegre,
   
   sin voz de álamos, lejano de los que amas,
   
   por la culpa que no se rasga como el fruto.
  
   Tu madre es menos vieja
   
   que la que te oye, y tu niño es tan tierno
   
   que lo quemas como un helecho si se la dices.
  
   Yo soy vieja como las piedras para oírte,
   
   profunda como el musgo de cuarenta años,
   
   para oírte;
   
   con el rostro sin asombro y sin cólera,
   
   cargado de piedad desde hace muchas vidas,
   
   para oírte.
  
   Dame los años que tú quieras darme,
   
   y han de ser menos de los que yo tengo,
   
   porque otros ya, también sobre esta arena,
   
   me entregaron las cosas que no se oyen en vano,
   
   y la piedad envejece como el llanto
   
   y engruesa el corazón como el viento a la duna.
  
   Di la confesión para irme con ella
   
   y dejarte puro.
   
   No volverás a ver a la que miras
   
   ni oirás más la voz que te contesta;
   
   pero serás ligero como antes
   
   al bajar las pendientes y al subir las colinas,
   
   y besarás de nuevo sin zozobra
   
   y jugarás con tu hijo en unas peñas de oro.
  
II
   Ahora tú echa yemas y vive
   
   días nuevos y que te ayude el mar con yodos.
   
   No cantes más canciones que supiste
   
   y no mientes los pueblos ni los valles
   
   que conocías, ni sus criaturas.
   
   ¡Vuelve a ser el delfín y el buen petrel
   
   loco de mar y el barco empavesado!
  
   Pero siéntate un día
   
   en otra duna, al sol, como me hallaste,
   
   cuando tu hijo tenga ya treinta años,
   
   y oye al otro que llega,
   
   cargado como de alga el borde de la boca.
   
   Pregúntale también con la cabeza baja,
   
   y después no preguntes, sino escucha
   
   tres días y tres noches.
   
   ¡Y recibe su culpa como ropas
   
   cargadas de sudor y de vergüenza,
   
   sobre tus dos rodillas!
  
   -«Jugamos nuestra vida
   
   y bien se nos perdió.
   
   Era robusta y ancha
   
   como montaña al sol;
  
   Y se parece al bosque
   
   raído, y al dragón
   
   cortado, y al mar seco,
   
   y a ruta sin veedor.
  
   La jugamos por nuestra,
   
   como sangre y sudor,
   
   y era para la dicha
   
   y la Resurrección.
  
   Otros jugaban dados,
   
   otros colmado arcón;
   
   nosotros, los frenéticos,
   
   jugamos lo mejor.
  
   Fue más fuerte que vino
   
   y que agua de turbión
   
   ser en la mesa el dado
   
   y ser el jugador.
  
   Creímos en azares,
   
   en el
   
    sí
   
   y en el
   
    no.
   
   
   Jugábamos, jugando,
   
   infierno, y salvación.
  
   No nos guarden la cara,
   
   la marcha ni la voz;
   
   ni nos hagan fantasma
   
   ni nos vuelvan canción.
  
   Ni nombre ni semblante
   
   guarden del jugador.
  
   ¡Volveremos tan nuevos
   
   como ciervo y alción!
  
   Si otra vez asomamos,
   
   si hay segunda ración,
   
   traer, no traeremos
   
   cuerpo de jugador.»
  
   Quedó sobre las hierbas
   
   el leñador cansado,
   
   dormido en el aroma
   
   del pino de su hachazo.
   
   Tienen sus pies majadas
   
   las hierbas que pisaron.
  
   Le canta el dorso de oro
   
   y le sueñan las manos.
   
   Veo su umbral de piedra,
   
   su mujer y su campo.
   
   Las cosas de su amor
   
   caminan su costado;
   
   las otras que no tuvo
   
   le hacen como más casto,
   
   y el soñoliento duerme
   
   sin nombre, como un árbol.
  
   El mediodía punza
   
   lo mismo que venablo.
   
   Con una rama fresca
   
   la cara le repaso.
   
   Se viene de él a mí
   
   su día como un canto
   
   y mi día le doy
   
   como pino cortado.
  
   Regresando, a la noche,
   
   por lo ciego del llano,
   
   oigo gritar mujeres
   
   al hombre retardado;
   
   y cae a mis espaldas
   
   y tengo en cuatro dardos
   
   nombre del que guardé
   
   con mi sangre y mi hálito.
  
   -«Será que llama y llama vírgenes
   
   la vieja mar epitalámica;
   
   será que todas somos una
   
   a quien llamaban Nausicaa.»
  
   «Que besamos mejor en dunas
   
   que en los umbrales de las casas,
   
   probando boca y dando boca
   
   en almendras dulces y amargas.»
  
   «Podadoras de los olivos,
   
   y moledoras de almendrada,
   
   descendemos de Montserrat
   
   por abrazar la marejada...»
  
A Margot Arce.
   Por si nunca más yo vuelvo
   
   de la santa mar amarga
   
   y no alcanza polvo tuyo
   
   a la puerta de mi casa,
   
   en el mar de los regresos,
   
   con la sal en la garganta,
   
   voy cantándote al perderme:
  
-¡Gracias, gracias!
   Por si ahora hay más silencio
   
   en la entraña de tu casa,
   
   y se vuelve, anocheciendo,
   
   la diorita sin mirada,
   
   de la joven mar te mando,
   
   en cien olas verdes y altas,
   
   Beatrices y Leonoras,
   
   y Leonoras y Beatrices
   
   a cantar sobre tu costa:
  
-¡Gracias, gracias!
   Por si pones al comer
   
   plato mío, miel, naranjas;
   
   por si cantas para mí,
   
   con la roja fe insensata;
   
   por si mis espaldas ves
   
   en el claro de las palmas,
   
   para ti dejo en el mar:
   
   -¡Gracias, gracias!
  
   Por si roban tu alegría
   
   como casa transportada;
   
   por si secan en tu rostro
   
   el maná que es de tu raza,
   
   para que en un hijo tuyo
   
   vuelvas, en segunda albada,
   
   digo vuelta hacia el Oeste:
  
-¡Gracias, gracias!
   Por si no hay después encuentros
   
   en ninguna Vía Láctea,
   
   ni país donde devuelva
   
   tu piedad de blanco llama,
   
   en el hoyo que es sin párpado
   
   ni pupila, de la nada,
   
   oigas tú mis dobles gritos,
   
   y te alumbren como lámparas
   
   y te sigan como canes:
  
-¡Gracias, gracias!
   Para tallarte
   
   gruta de plata
   
   o hacerte el puño
   
   de la granada,
   
   en donde duermas
   
   profunda y alta,
   
   y de la muerte seas librada,
   
   mitad del mar yo canto:
  
-¡Gracias, gracias!
   Para mandarte
   
   oro en la ráfaga,
   
   y hacer metal
   
   mi bocanada,
   
   y crearte ángeles
   
   de una palabra,
   
   canto vuelta al Oeste:
  
-¡Gracias, gracias!
   Ciento veinte años
    tiene, ciento veinte,
   
   y está más arrugada que la Tierra.
   
   Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa
   
   sino alforzas y alforzas como la pobre estera.
  
   Tantas arrugas hace
    como la duna al viento,
   
   y se está al viento que la empolva y pliega;
   
   tantas arrugas muestra que le contamos sólo
   
   sus escamas de pobre carpa eterna.
  
   Se le olvidó la muerte
    inolvidable,
   
   como un paisaje, un oficio, una lengua.
   
   Y a la muerte también se le olvidó su cara,
   
   porque se olvidan las caras sin cejas.
  
   Arroz nuevo le llevan
    en las dulces mañanas;
   
   fábulas de cuatro años al servirle le cuentan;
   
   aliento de quince años al tocarla le ponen;
   
   cabellos de veinte años al besarla le allegan.
  
   Mas la misericordia
    que la salva es la mía.
   
   Yo le regalaré mis horas muertas,
   
   y aquí me quedaré por la semana,
   
   pegada a su mejilla y a su oreja.
  
   Diciéndole la muerte
    lo mismo que una patria;
   
   dándosela en la mano como una tabaquera;
   
   contándole la muerte como se cuenta a Ulises,
   
   hasta que me la oiga y me la aprenda.
  
   "La Muerte", le diré al alimentarla;
   
   y " La Muerte", también, cuando la duerma;
   
   "La Muerte", como el número y los números,
   
   como una antífona y una secuencia.
  
   Hasta que alargue su
    mano y la tome,
   
   lúcida al fin en vez de soñolienta,
   
   abra los ojos, la mire y la acepte
   
   y despliegue la boca y se la beba.
  
   Y que se doble lacia de obediencia
   
   y llena de dulzura se disuelva,
   
   con la ciudad fundada el año suyo
   
   y el barco que lanzaron en su fiesta.
  
   Y yo pueda sembrarla lealmente,
   
   como se siembran maíz y lenteja,
   
   donde a tiempo las otras se sembraron,
   
   más dóciles, más prontas y más frescas.
  
   El corazón aflojado soltando,
   
   y la nuca poniendo en una arena,
   
   las viejas que pudieron no morir:
   
   Clara de Asís, Catalina y Teresa.
  
A Antonio Aita.
   -“En la luz del mundo
   
   yo me he confundido.
   
   Era pura danza
   
   de peces benditos,
   
   y jugué con todo
   
   el azogue Vivo.
   
   Cuando la luz dejo,
   
   quedan peces lívidos
   
   y a la luz frenética
   
   vuelvo enloquecido."
  
   "En la red que llaman
   
   la noche, fui herido,
   
   en nudos de Osas
   
   y luceros vivos.
   
   Yo le amaba el coso
   
   de lanzas y brillos,
   
   hasta que por red
   
   me la he conocido
   
   que pescaba presa
   
   para los abismos."
  
   "En mi propia carne
   
   también me he afligido.
   
   Debajo del pecho
   
   me daba un vagido.
  
   Y partí mi cuerpo
   
   como un enemigo,
   
   para recoger
   
   entero el gemido."
  
   "En límite y límite
   
   que toqué fui herido.
   
   Los tomé por pájaros
   
   del mar, blanquecinos.
   
   Puntos cardinales
   
   son cuatro delirios...
   
   Los anchos alciones
   
   no traigo cautivos
   
   y el morado vértigo
   
   fue lo recogido."
  
   "En los filos altos
   
   del alma he vivido:
   
   donde ella espejea
   
   de luz y cuchillos,
   
   en tremendo amor
   
   y en salvaje ímpetu,
   
   en grande esperanza
   
   y en rasado hastío.
   
   Y por las cimeras
   
   del alma fui herido."
  
   "Y ahora me llega
   
   del mar de mi olvido
   
   ademán y seña
   
   de mi Jesucristo
   
   que, como en la fábula,
   
   el último vino,
   
   y en redes ni cáñamos
   
   ni lazos me ha herido."
  
   "Y me doy entero
   
   al Dueño divino
   
   que me lleva como
   
   un viento o un río,
   
   y más que un abrazo
   
   me lleva ceñido,
   
   en una carrera
   
   en que nos decimos
   
   nada más que "¡Padre!"
   
   y nada más que "¡Hijo!"
  
   
   
    Nota
   
   a
   
    "POETA"
   
  
La poesía entrecomillada pertenece al orden que podría llamarse La garganta prestada como "Jugadores". A alguno que rehuía en la conversación su confesión o su anécdota, se le cedió filialmente la garganta. Fue porque en la confidencia ajena corría la experiencia nuestra a grandes oleadas o fue sencillamente porque la confidencia patética iba a perderse como el vilano en el aire. Infiel es el aire al hombre que habla, y no quiere guardarle ni siquiera el hálito. Yo cumplo aquí, en vez del mal servidor...
   En la azotea de mi siesta
   
   y al mediodía que la agobia,
   
   dan conchitas y dan arenas
   
   las pisadas de las palomas...
  
   La siesta blanca, la casa terca
   
   y la enferma que abajo llora,
   
   no oyen anises ni pespuntes
   
   de estas pisadas de palomas.
  
   Levanto el brazo con el trigo,
   
   vieja madre consentidora,
   
   y entonces canta y reverbera
   
   mi cuerpo lleno de palomas.
  
   Tres me sostengo todavía
   
   y les oigo la lucha ronca,
   
   hasta que vuelan aventadas
   
   y me queda paloma sola...
  
   No sé las voces que me llaman
   
   ni la siesta que me sofoca:
   
   ¡Epifanía de mi falda,
   
   Paloma, Paloma!