Poema de Chile III |
( Gabriela Mistral )
Ya se acabaron las noches
del verano que Dios hizo.
No hizo el amoratado
invierno que escarcha nidos,
que traba pies de perdices
y amorata pies de niños.
Vamos a encender el fuego
chocando piedras de río
y acarreando gajos muertos
de chañar y de olivillo.
Vamos el niño y yo misma:
¡no cuesta matar el frío!
Aunque se apriete la noche
como puño de bandido,
en unos momentos salta
atarantado y divino;
no salta de nuestras manos,
sube como de sí mismo.
—Mira tú, ve cómo saltan
y ojean con gestos vivos.
¡Sí, si, sí! dicen al fuego,
locas de atar, en delirio.
¡Sí, sí, sí! dicen a la llama
¡y tú teniéndole miedo!
—Mama, ríes como loca,
¿Cómo es que no tienes miedo?
Son unas locas de atar.
¡Me dan miedo, me dan miedo!
—¡Vaya unas locas de atar
y tú teniéndoles miedo!
—¡Vaya unas locas de atar
y tú riendo, riendo!
—Pena de niñito mío
que llora de ver un fuego.
Seguiremos por hallar
en donde duermas sin miedo.
—¿A dónde es que ahora vamos?
Dilo tú, mis cuatro miedos.
Te asustas de una cascada,
de un forastero, del viento,
te asustas hasta del susto
que doy pasando los pueblos.
¿Qué hago contigo esta noche
para que no tengas miedo?
El fuego nunca se muere,
él espía entredormido,
malicioso el ojo de oro
y subiendo repentino.
Por aquí anduvieron otros
y habrá rescoldos dormidos,
y si sólo son cenizas,
comenzarlo da lo mismo.
Ya vienen las ramas muertas
y vienen a su destino;
jueguen a alcanzar el cielo,
sesteen a lo divino.
Juega al subir y al caer,
juega al muerto y queda vivo.
¡Ay! la hermosura caída
del cielo...
Cuando es que desaparece
vuelve en otro y es el mismo.
Todos danzamos por él
y de él desde que nacimos.
Está donde cabrillea
en horno y brasero vivo,
está en amor y dolor
rojo—azul, dorado y fino.
Pena de dejar atrás
cosa linda, padre fuego.
—Mama, por esto también
será que te tienen miedo.
Mama, me da miedo el fuego,
tomamé, que doy un grito.
No vamos, que
comeremos
lo amañado y recogido.
Las castañas gruñen, saltan
del rescoldo, miedosillo.
En comiendo dormiremos
guardados de padres—pinos.
Y si también te me vuelves,
niño trabado de miedo
¿con quién voy a caminar
la tierra, si es que yo vuelvo?
¡un hombrecito tan fuerte
que llora porque ve fuego!
Quieres seguir caminando,
pero, ¿dónde no habrás miedo?
—Paremos donde haya gente
y yo pido alojamiento.
—Y te despides de mí,
porque ¿cómo yo me acerco?
—¡Ay, mama, a qué fue venir
así, parecida a un cuento!
Sigamos mejor, quién quita
que encontremos otro pueblo.
—No repitamos la historia.
Duerme, aquí de cara al cielo.
¿A dónde es que tú me llevas
que nunca arribas ni paras?
O es, di, que nunca tendremos
eso que llaman "la casa"
donde yo duerma sin miedo
de viento, rayo y nevadas.
Si tú no quieres entrar
en hogares ni en posadas
¿cuándo es que voy a dormir
sin miedo de las iguanas
y cuándo voy a tener
cosa parecida a casa?
Parece, Mama, que tú
eres la misma venteada...
—Si no me quieres seguir
¿por qué no dijiste nada?
Yo te he querido dejar
en potrerada o en casa
y apenas entras por éstas
te devuelves y me alcanzas
y tienes miedo a las gentes
que te dicen bufonadas
y en las ciudades te azoran
los rostros y las campanas.
—Es que yo quiero quedarme
contigo y tú nunca paras.
Di siquiera a dónde vamos
a llegar. ¿Es en montañas
o es en el mar? Dilo, Mama.
—Te voy llevando a lugar
donde al mirarte la cara
no te digan como nombre
lo de "indio pata rajada",
sino que te den parcela
muy medida y muy contada.
Porque al fin ya va llegando
para la gente que labra
la hora de recibir
con la diestra y con el alma.
Ya camina, ya se acerca,
feliz y llena de gracia.
La marcha se nos ablanda
por un coro que no vemos
de ritmos que nos enhebran
con sus agujas los cuerpos
y sin saberlo nos llevan
con merinos volanderos.
Qué lindo cantáis, telares,
vuestro eterno jubileo,
conociendo como Cristo,
gozo y despedazamiento,
samaritanos de lanas
y miguelescos de aceros.
Más largo el día, más vivos
los carreteles, los émbolos.
Castor y nutria han cobijo
y Juan—Peón tirita al viento.
Quedan lejos los telares,
pero aún siguen con el viento
y que ellos nos van llevando
no saben indio ni ciervo.
Madejas del santo lino,
algodones volanderos,
lanas en pechugas, lanas
de corderos que no vemos
y el cáñamo de navajas
agrias que cortan el viento.
El indio y el ciervo bien
las saben por el husmeo,
yo las manoteo y logro,
me las gano y me las pierdo...
De Talcahuano se viene
un tráfago de astilleros.
Las maestranzas resuellan,
comiendo y soltando hierro,
y brillan cascos vendados
a largas huinchas de acero.
Entran barcos perdularios
y parten otros enhiestos
que van a la mar lo mismo
que atún cogido y devuelto.
Y entra y sale el mar buscando
a buceos azulencos
a los que quiere ganar
y detesta al mismo tiempo,
con el arrebata y suelta
que es el amor del maulero.
La ciudad ancha y señora
no trasciende a filisteo:
manso es su pecho de parques
y su fluvial solideo.
Visitada del Espíritu,
toma igual dichas y duelos
y los pinares aroman
su elán y su entendimiento.
Si llego a la media noche,
lecho y mesa puesta tengo:
pero yendo así en fantasma,
asusto a los que bien quiero
y me dejan al umbral
mis bultitos cenicientos...
—Paremos que hay novedad.
¡Mira, mira el Bío—Bío!
—¡Ah! mama, párate, loca,
para, que nunca lo he visto.
¿Y para dónde es que va?
No para y habla bajito,
y no me asusta como el mar
y tiene nombre bonito.
—¡No te acerques tanto, no!
Échate aquí, loco mío,
y óyelo no más.
Podemos quedar con él
una semana si quieres,
si no me asustas así.
—¿Cómo dices que se llama?
Repite el nombre bonito.
—Bío—Bío, Bío—Bío,
qué dulce que lo llamaron
por quererle nuestros indios.
—Mama, ¿por qué no me dejas
aquí, por si habla conmigo?
El casi habla. Si tú paras
y si me dejas contigo,
yo sabré lo que nos dice,
por si se me vuelve amigo.
¡Qué de malo va a pasarme,
Mama! Corre tan tranquilo.
—No, no chiquito, él
ahoga,
a veces gente y ganados.
Óyelo, sí, todo el día,
loquito mío, antojero.
Yo no quiero que me atajen
sin que vea el río lento
que cuchichea dos sílabas
como quien fía secreto.
Dice Bío—Bío, y dícelo
en dos estremecimientos.
Me he de tender a beberlo
hasta que corra en mis tuétanos.
Poco lo tuve de viva;
ahora lo recupero
la eterna canción de cuna
abajada a balbuceo.
Agua mayor de nosotros,
red en que nos envolvemos,
nos bautizas como Juan,
y nos llevas sobre el pecho.
Lava y lava piedrecillas,
cabra herida, puma enfermo.
Así Dios "dice" y responde,
a puro estremecimiento,
con suspiro susurrado
que no le levanta el pecho.
Y así los tres le miramos,
quedados como sin tiempo,
hijos amantes que beben
el tu pasar sempiterno.
Y así te oímos los tres,
tirados en pastos crespos
y en arenillas que sumen
pies de niño y pies de ciervo.
No sabemos irnos, ¡no!
cogidos de tu silencio
de Ángel Rafael que pasa
y resta y dura asistiendo,
grave y dulce, dulce y grave,
porque es que bebe un sediento...
Dale de beber tu sorbo
al indio y le vas diciendo
el secreto de durar
así, quedándose y yéndose,
y en tu siseo prométele
desagravio, amor y huertos.
Ya el Tolomí te vadea,
a braceadas de foquero;
los ojos del niño buscan
el puente que mata el miedo,
y yo pasaré sin pies
y sin barcaza de remos,
porque más me vale, ¡sí!
el alma que valió el cuerpo.
Bío—Bío, espaldas anchas,
con hablas de Abel pequeño:
corres tierno, gris y blando
por tierra que es duro reino.
Tal vez, estás, según Cristo,
en la tierra y en los cielos,
y volvemos a encontrarte
para beberte de nuevo...
—Dime tú que has visto cosas
¿hay otro más grande y lindo?
—No lo hay en tierra chilena,
pero hay unos que no he dicho,
hay más lejos unos lagos
que acompañan sin decirlo
y hacia ellos vamos llegando
y ya pronto llegaremos.
Por linares y linares
que yo no dejé atravieso
y lo verde y lo azul
cortamos a cuchilleo.
Si yo en carne caminase
te cobrase, linar nuevo,
ropas con que volaría
como un aventado lienzo.
Pero tú ya no me vales,
largo linar de Malleco,
porque es que te voy pasando
medio en veras y medio en
sueños.
Este mirar de los linos
con un parpadeo trémulo,
este hablar con lentas sílabas
y no poder entenderlo,
es un ganar y perder
todo en el mismo momento,
bandas de niños se quedan
atrás y los perderemos.
—Para aquí. Oye, escucha
uno como cuchicheo.
Ea, de tus cascos duros,
Tolomí que te devuelvo
y que sigo con el cetro
que no dobla lo azulenco.
Aunque se venga la noche
y que no se vea el suelo
¿a qué corres alocado
si mayoral no tenemos?
Tribu de los cormoranes
vuelan los aires señeros,
el aire y la tierra vuelan,
siendo el mar su regodeo.
En la arena son mampatos
y Arcángeles en el viento,
Migueles ensalmuerados,
volando aman, cazan, mueren.
Por dárselos a tus ojos
hice en la ruta este sesgo,
niño empolvado de arenas,
hijo triste del Desierto.
Van, van, cielo arriba,
de azules y azules dueños,
en momentos doncelean
de dos y tres vientos ebrios
y en un momento, otra vez,
descienden a ser guaneros.
Vamos, vamos a gozarles
tendidos en huiros yertos
el largo vuelo dormido
como de Lindberghes ebrios
y el descanso del amor
como la nieve en despeño.
¿Qué más, mi niño, queremos?
Cormoranes hemos visto.
Vamos pasando, pasando
la vieja Araucanía
que ni vemos ni mentamos.
Vamos, sin saber, pasando
reino de unos olvidados,
que por mestizos banales,
por fábula los contamos,
aunque nuestras caras
suelen sin palabras declararlos.
Eso que viene y se acerca
como una palabra rápida
no es el escapar de un ciervo
que es una india azorada.
Lleva a la espalda al indito
y va que vuela. ¡Cuitada!
—¿Por qué va corriendo, di,
y escabullendo la cara?
Llámala, tráela, corre
que se parece a mi mama.
—No va a volverse, chiquito,
ya pasó como un fantasma.
Corre más, nadie la alcanza.
Va escapada de que vio
forasteros, gente blanca.
—Chiquito, escucha: ellos eran
dueños de bosque y montaña
de lo que los ojos ven
y lo que el ojo no alcanza,
de hierbas, de frutos, de
aire y luces araucanas,
hasta el llegar de unos dueños
de rifles y caballadas.
—No cuentes ahora, no,
grita, da un silbido, tráela.
—Ya se pierde ya, mi niño,
de Madre—Selva tragada.
¿A qué lloras? Ya la viste,
ya ni se le ve la espalda.
—Di cómo se llaman, dilo.
—Hasta su nombre les falta.
Los mientan "araucanos"
y no quieren de nosotros
vernos bulto, oírnos habla.
Ellos fueron despojados,
pero son la Vieja Patria,
el primer vagido nuestro
y nuestra primera palabra.
Son un largo coro antiguo
que no más ríe y ni canta.
Nómbrala tú, di conmigo:
brava—gente—araucana.
Sigue diciendo: cayeron.
Di más: volverán mañana.
Deja, la verás un día
devuelta y transfigurada
bajar de la tierra quechua
a la tierra araucana,
mirarse y reconocerse
y abrazarse sin palabras.
Ellas nunca se encontraron
para mirarse a la cara
y amarse y deletrear
sobre los rostros sus almas.
Por lo denso y lo sombrío
de nuestra Madre la Selva,
pasan, pasan y repasan
como gnomos que la peinan,
unos golpes de color,
unos gestos y unas señas.
Sí, en lo denso y en lo oscuro
es como si fueran gestos.
—De veras y son de dos
colores, lo estoy viendo.
Mama ¿qué son ellos, mama?
Para, para. ¿Por qué me sigues?
Para, que yo quiero verlos.
Me dijiste que la selva
no da flores, sólo leños.
¡Y qué lindas que las da
de repente! Como un cuento.
—Eso no es árbol, eso es
el copihue, nada menos.
—¿Por qué no lo hallamos antes?
¡Ay! deja verlo, paremos.
Se puede cortarle un gajo
mama, sí, mama, paremos.
Tú te lo sabes contado.
La fiesta, la fiesta es verlo.
—No más, no cortes, no
más.
¡Tantos hay por el sendero!
—¿Tú te sabes el
camino
mama? Pero dime: ¿es cierto?
—Los hay, sí, los hay, mi loco
porfiado, "te lo prometo".
¿Es que no te lo sabías
por la canción que le hicieron?
—Canción, canción, yo no sé
apenas silbar... al viento.
Sílbalo, sílbalo tú.
—Para qué, si está silbando
desde ayer el mismo puelche
y te dio miedo, sí, sí.
Paremos ¿quieres? Verás
que te toma y te gobierna.
—¿Quieres decir, mama, que
a ese loco le obedeces?
—Tal vez, chiquito. Me gusta
caminar con él, seguirlo,
hablarle a trechos, decirle
viejas palabras mimosas.
Él tiene cuarenta nombres
y uno le robé, sin miedo.
—¿Para qué, di, mama loca?
—Me lo hallé en tierras extrañas,
duro, juguetón, violento.
Las mujeres lo temían
como demonio de cuento;
a mí me doblaba el alma,
el respiro y el contento.
—¡Ay, mama! Será que es cierto
lo que de ti me dijeron.
Yo no lo quise creer
¡y era cierto, y era cierto!
¿Qué? Dilo, dilo, cuenta.
—Que tú eres mujer pagana,
que haces unos locos versos
donde no mientas, dijeron,
sino a la mar y a los cerros.
—¡Ja, ja, ja! Niño, parece
que todo lo que cruzamos
y todo lo que tenemos
y todo lo que alabamos
hemos de amarlo y lo amamos;
pero que no lo decimos
por locos o renegados.
—Mama, y no te aburres, di,
de caminar sin descanso
tierras ajenas, oyendo
ajenas lenguas y cantos.
—No me canso, no,
chiquito,
a todos perdí en marchando.
La montaña me aconseja,
el viento me enseña el canto
y el río corre diciendo
que va a la mar de su muerte,
como yo, loco y cantando.
Dónde la humedad se guarda
asistidora y mansueta
y el resuello del calor
no alcanza a la Madre Gea,
suben, suben silenciosos
como unas palabras lentas,
en silencio suben, suben
estos duendes manos quietas.
Y cuando tienen la alzada
de la garza o el flamenco,
ya descansan y se quedan
latiendo de su misterio.
¡No pasar por ellos, digo,
dejarlos, que están durmiendo!
Porque sólo yo, fantasma,
ni los doblo ni los hiero.
Óiganlos dormir, dormir
sin moverles un cabello.
Ellos no viven ni mueren,
sólo escuchan el silencio,
y con el silencio hacen
cosa que no conocemos:
sueño de niños o danzas
de unos enanos traviesos.
Quedan así entredormidos
custodiando su secreto
y tal vez mi propio sueño.
Duerman los helechos altos
callados como un secreto,
sigan latiendo dormidos
así, callando y latiendo.
¡Qué
dulce su frente fría
y su aspiración de cielo!
En el aire van y van
y restan, restan, quedados,
y se parecen al monje
que entrega en su rezo el alma.
Duerman los helechos altos
que yo guardaré su sueño.
Yéndonos a lo mañoso
en dulce y verde ladeo,
llegamos hasta la Piedra
de La Ayuda y don Fraternos
que nos lanzó el Volcán Llaima
con el envión de un braceo,
vuelta peonza y gracejo,
y en donde se toma el pan,
el tabaco, el vino nuevo
y ha de dejarse a la vuelta
doblados vino y pan negro.
El huemul no encuentra hierba,
el niño apuña higos secos
y yo que soy sólo vaho,
guardo el signo y agradezco,
mirándome al voleador
que juega divinos juegos
y con jadeo, en su fragua,
zumba unas piedras redondas
a lo demiurgo y joyero.
Entre resplandores y humos,
exorcismos olvidados,
la indiada secreta va
y viene, brazos en alto,
o se calla en piedra atónita,
en la compunción antigua;
porque el Pillán va cruzando
y la tierra araucana
reverbera de mirarlo,
viejo Pillán que gestea
con relámpagos y truenos.
De pronto, le salen grandes
voces y por sus costados
baja un caupolicánico
furor de Dios embridado
y colérico y su bulto
parpadea de relámpagos
y el gentío de su reino,
que lo tenía olvidado,
se acuerda de su demiurgo
y el hervor de su Centauro.
Los blancos muestran el puño
a su poderío desaforado;
a los mestizos les sube
los sucedidos quemados,
y el indio, a medio pastal,
pecho y rostro conturbados,
se arrodilla y masculla
los conjuros no olvidados,
y los nombres de los dioses
vuelven a pecho y a labio.
Va acercando y confesándose
un rey o profeta magno
y unas nubes casquivanas
juguetean a cegarlo
y envolverlo con sus brazos.
Ay, las locas casquivanas,
llenas de gestos y brazos,
locas de atar y subiendo
como unos niños llamados;
pero las aspaventosas
son meros resuellos blancos
que hace y deshace Él;
suben envalentonadas
y son juegos del Padrazo.
—Va a llover, mama, no sigas,
que estamos a campo raso.
—Te digo que está jugando
el Volcán, como un chamaco.
No halla qué hacer allá arriba
sin mujer y sin chamacos.
—Yo quiero al Volcán. Lo quiero
¿Y sí me voy a bajarlo?
Cuentan, mama, que es persona
y es brujo y manda de lo alto.
Quiero llegar donde está
y lo quiero de padrazo.
—No te voy a dejar, no,
novelero, desvariado.
Calla, calla.
Aquí no levantas piedras,
aquí no puedes gritar,
aquí conmigo no quedas
pues permiso no te dan.
Doce son de todo tiempo
las madres—araucarias.
Cada leñador que cruza
quiere tumbar la parvada,
y halla que de la primera
mañana a la tarde canta
y hierve y bulle esta ronda
y nunca su canto para,
y las doce duran íntegras
por la gracia amadrinadas.
Cuando Dios repartió dones
y exhaló de sí la Gracia
y lento la fue exhalando
sobre el tendal de las plantas,
dicen que Él hizo a la última
la más feliz de las dádivas
y la última de todas
fue nuestra Madre Araucaria.
Desde entonces hasta hoy,
los cuatro vientos proclaman
a todo el que va cruzando
que en el País de Extremo,
en lonja apenas montada,
vive la Madre y Señora
y Patrona Araucaria.
—A ver si nos acostamos
y dormimos siesta mansa
si ella nos regala el sueño
de Jacob y la Agraciada
bajo la mirada fija
de Madraza Araucaria.
.—Niño, no sé si son veras
o no son las que te cuento,
pero yo le creo más
a gañán que a faroleros.
Tiene Juan casa tan triste
que sueña y cree en sus sueños
y cuentos crea dormido
y cuentos también, despierto.
—Mama, todo lo que vos
estás contando es un cuento?
—A veces son grandes veras
y otras, humos frioleros.
—Dame, entonces, de los dos;
pero dime si eso es cuento.
—Sigamos, el niño mío,
con el pino—sube—cielos
acordándote de que él
inventa y regala sueños.
¿A qué trocar por licores
el falerno que te dieron,
si el corazón, que es tu vino,
arde dentro de tu pecho?
Aunque tus ojos, chiquillo,
rebrillaron en los álamos
y gritaste al encontrar
maitén—sombrea—ganados,
también te enamorarás
del musgo aterciopelado,
del musgo niño y enano,
humilde y aparragado.
Ellos no quieren subir
como el pino encocorado
y no pidieron ser vistos
ni doncelear de ramos.
Ellos duermen, duermen, duermen,
y callan empecinados,
dueños del tronco del coigüé,
de las moradas vacías
y el jardín abandonado.
Abájate y acarícialos,
que aman ser acariciados.
A los vivos ellos visten
y crecen con gran fervor
en donde sueñan los muertos
que están bien adormilados.
Ellos han sólo a la noche
su corona de rocío
y en subiendo el sol se
acaban...
CISNES (en el lago Llanquihue)
Otra vez dejar la ruta
torciendo a cosa vedada.
Yo me sé un agua escondida
que no camina ni canta
y, aunque es tan hermosa, nadie
se la busca ni se la ama.
Es el agua de los cisnes,
verde, secreta, extasiada.
—No te entiendo, a veces, mama,
tuerces el rumbo por nada.
—Callarse y andar. Les tengo
una sorpresa, una gracia.
Cárgate el ciervo; él es loco
y esa “persona” es “quedada”.
—¿Es gente, di? Me da miedo.
—Caminar para arribar.
¡Qué ganas de hablar, qué ganas!
—Ve que dejas el camino.
¿A dónde nos llevas, mama?
—Yo no te lo cuento, no.
Anda no más, ándate, anda.
Y para que no te aburras
ponte a cantar con tu mama.
Yo me tuve antes caminos
de cascajos, de pedradas,
tuve rutas amorosas
y las tuve envenenadas.
¡Andar, andar, ay qué linda
tierra para caminada!
—Pero di adonde nos llevas
que, a lo mejor, vas “tocada”. *
Ya me he caído dos veces
y tú, “tú como que nada”.
¿Qué es eso que se ve, di?
Es cosa viva y parada.
Y será que tiene frío
que se ve como engrifada.
¿Mama, alguna vez la viste?
Sigues sin saber de nada.
—Tú ya no crees en mí
sólo porque soy fantasma.
—¡Qué grande, y azul y quieto,
parece cosa embrujada!
Haz la señal de la cruz.
Yo nunca vi agua parada.
—Es tu lago de Llanquihue,
la más dulce de tus aguas.
Parece que está adorando;
sólo cuchichea, no habla.
Tal vez estará orando
y le sobran las palabras.
Pero se tiene un respiro,
una hablilla, una nonada.
No haber miedo de allegarse;
recibirle la mirada.
Nadie te miró tan dulce
y con tan larga mirada.
—Mama, es tan grande y apenas
apenitas da palabras.
—Siempre me sobró el hablar
con este Señor del Agua,
como la muda quedé
para recibirle el agua
y lavar en él mis vistas
como niña avergonzada.
—¿Y cómo lo llaman, di?
A ver si llamado, él habla.
—Oye: se llama Llanquihue,
el indio así lo mentaba.
—¿Y qué dice eso “Llanquihue”?
—¡Ay! para nosotros, nada.
Porque fue la vieja gente
la que, como Dios, mentaba,
y nombrar es un gran arte,
Tú y yo no sabemos nada.
Ellos nombraron palpando
criaturas bien amadas.
Emparentar se sabían
los sonidos con sus almas
y a dioses se parecían
toda cosa bautizando.
* Tocada, por “trastornada”.
Algo se asoma y gestea
y de vago pasa a cierto,
un largo manchón de noche
que nos manda llamamientos
y forra el pie de los Andes
o en hija los va subiendo.
Por más que sea
taimada,
la selva se va entreabriendo
y en rasgando su ceguera,
ya por nuestra la daremos.
Caen copihues rosados,
atarantándome al ciervo
y los blancos se descuelgan
en luz y estremecimiento.
Ella, con gestos que
vuelan,
se va a sí misma creciendo;
se alza, bracea, se abaja,
echando oblicuo el ojeo;
sobre apretadas aurículas
y otras hurta con recelo,
y así va, la marrullera,
llevándonos magia adentro...
Sobre un testuz y dos
frentes,
ahora palpita entero
un trocado cielo verde
de avellanos y canelos,
y la araucaria negra
toda brazo y toda cuello...
Huele el ulmo, huele
el pino
y el humus huele tan denso
como fue el segundo día
cuando el soplo y el fermento.
Por la merced de la siesta
todo, exhalándose, es nuestro,
y el huemul corre alocado
o gira y se estrega en cedros,
reconociendo resinas
olvidadas de su cuerpo.
Está en cuclillas el
niño,
juntando piñones secos
y espía a la selva que
mira en madre, consintiendo...
Ella, como que no entiende,
pero se llena de gestos,
como que es cerrada noche
pero hierve de siseos.
Cuando es que ya
sosegamos
en hojarascas y légamos,
van subiendo, van subiendo,
rozaduras, silabeos,
mascaduras, frotecillos,
temblores calenturientos,
el caer de las piñetas,
la resina, el gajo muerto,
pizcas de nido, una baya,
unas burlitas de estiércol.
Abuela silabeadora,
ya te entiendo, ya te entiendo.
Deshace redes y nudos,
abaja, abuela, el aliento;
pasa y repasa las caras,
cuélate de sueño adentro.
Yo me fui sin
entenderte
y tal vez por eso vuelvo;
pero allá olvido a la Tierra.
—Pero di adónde nos
llevas
que, a lo mejor, vas "tocada".
Ya me he caído dos veces
y tú, "tú como que nada".
¿Qué es eso que se ve, di?
Es cosa viva y parada.
Y será que tiene frío
que se ve como engrifada.
¿Mama, alguna vez la viste?
Sigues sin saber de nada.
—Tú ya no crees en mí
sólo porque soy fantasma.
—¡Qué grande, y azul y
quieto,
parece cosa embrujada!
Haz la señal de la cruz.
Yo nunca vi agua parada.
—Es tu lago de
Llanquihue,
la más dulce de tus aguas.
Parece que está
adorando;
sólo cuchichea, no habla.
Tal vez estará orando
y le sobran las palabras.
Pero se tiene un respiro,
una hablilla, una nonada.
No haber miedo de allegarse;
recibirle la mirada.
Nadie te miró tan dulce
y con tan larga mirada.
—Mama, es tan grande y
apenas
apenitas da palabras.
—Siempre me sobró el hablar
con este Señor del Alma,
como la muda quedé
para recibirle el agua
y lavar en él mis vistas
como niña avergonzada.
—¿Y cómo lo llaman, di?
A ver si llamado, él habla.
—Oye: se llama Llanquihue,
el indio así lo mentaba.
—¿Y qué dice eso "Llanquihue"?
—¡Ay! para nosotros, nada!
Porque fue la vieja gente
la que, como Dios, mentaba,
y nombrar es un gran arte.
Tú y yo no sabemos nada.
Ellos nombraron palpando
criaturas bien amadas.
Emparentar se sabían
los sonidos con sus almas
y a dioses se parecían
toda cosa bautizando.
…Que vamos llegando al mar
ya se siente en el resuello
de chilote que remase
siempre y sin brazos ni remos
y llega, sin llegar, altos
y ensalmuerados los dedos...
¡Mar dicho por bufonada
Pacífico y llevadero,
que alza cinco marejadas
donde le dan regodeo,
greña suelta, gana suelta,
Mar de Chile sempiterno!
El huemul no le vio nunca:
el indio sí vio sus belfos
cuando avienta engendros locos
que le vamos recogiendo
Y yo tanto le conozco
que casi en hija lo peino,
cuando, oscuro y poseído,
se pone a romper su pecho...
Y cuando de soledades
o de Pasión enloquezco,
él ríe de risa loca
salpicando mis cabellos
o me repasa las sienes
con peces dulces y trémulos
hasta que en la duna tierna
me deja, en niña, durmiendo.
El mar nos aviva el hambre
por dársenos en sustento
y ofrecernos como a reyes
peces, cháchara y festejo.
Un chilote vagabundo
de barca rota hace fuego
y al ciervo, loco de llamas,
apenas si lo sujeto
y me tengo de manearlo
con los huiros que destrenzo.
El viejo brazos curtidos
la red tira en un braceo
y a mi lado brilla una
conflagración de luceros
por las merluzas lunares
montadas en bagres feos
y los congrios que parecen
un poniente en tendedero...
No estamos muy ciertos, no,
de dormir si viene el Cuero *
aupado en la marea
o atraca el Caleuche ardiendo,
y a los tres nos arrebata
su proa, de un manoteo...
¡Quedaremos dormitando,
oyendo al gran Loco Suelto,
el indio, lacio de ruta,
latiendo azorado el ciervo
y yo vuelta hacia la Patria
de hierba que tuve lejos!
* Según creencias populares, en lagos y ríos aparecen Cueros vivos, extraños seres que devoran a los niños.
La niebla ha ido adensándose
en forro azul—ceniciento
y cegando el mar nos hurta
la nidada de archipiélagos:
hembra tramposa y ladina
que marcha con pasos lerdos.
Difumina a Chiloé,
llega hasta Tierra del Fuego
y trueca en malabaristas
lomos de niño y de ciervo,
y mi bulto escamotea
sólo porque lloren ellos.
Ya las trampas le conozco
de Redondear el cerco
y hacer "la gallina ciega"
con el pastor o el arriero.
Ella ahora está jugándonos
el su sempiterno juego
y urde ballenas y pulpos
de un vago mar hechicero.
Nos da por bien ahogados,
perdidos y prisioneros,
aunque estarnos bajo de ella,
como Dios nos hizo: enteros.
Les cuchicheo a mis críos
que no es bulto, que es resuello,
que no es brazo de ahogarnos,
que es, no más, bostezo muerto,
que no peleamos con héroe
sino con blanco esperpento.
Y el huevo azul entreabrimos
a lancetadas de acentos
y se lo desbaratamos
con los dos calientes cuerpos.
En el acuario de niebla,
acribillado de engendros,
el remador de tres mares
se ha puesto a contar sucesos;
dice los lentos canales,
romances los estrechos
como quien devana mundos
con las manos y los gestos.
Ahora el viejo está contando
el largo relato añejo,
de las costas masticadas
por el mar de duros belfos
y está diciendo a la Antártica
que habemos y que no habemos...
La Antártica de su boca
sube como alción en vuelo,
el blanco animal divino
engolado y soñoliento.
Así con ella dormimos
fraternales y mansuetos,
la bestezuela del símbolo
y el indio calenturiento.
Nos acabamos en donde
se acaba igual que en los cuentos,
la Madraza que es la tierra
y acaba en santo silencio;
pero los tres alcanzamos
el apretado secreto,
el blancor no conocido,
el intocado Misterio.
A la Patagonia llaman
sus hijos la Madre Blanca.
Dicen que Dios no la quiso
por lo yerta y lo lejana,
y la noche que es su aurora
y su grito en la venteada
por el grito de su viento,
por su hierba arrodillada
y porque la puebla un río
de gentes aforesteradas.
Hablan demás los que nunca
tuvieron Madre tan blanca,
y nunca la verde Gea
fue así de angélica y blanca
ni así de sustentadora
y misteriosa y callada.
¡Qué Madre dulce te dieron,
Patagonia, la lejana!
Sólo sabida del Padre
Polo Sur, que te declara,
que te hizo, y que te mira
de eterna y mansa mirada.
Oye mentir a los tontos
y suelta tu carcajada.
Yo me la viví y la llevo
en potencias y en mirada.
—Cuenta, cuenta, mama mía
¿es que era cosa tan rara?
Cuéntala aunque sea yerta
y del viento castigada.
Te voy a contar su hierba
que no se cansa ni acaba,
tendida como una madre
de cabellera soltada
y ondulando silenciosa,
aunque llena de palabras.
La brisa la regodea
y el loco viento la alza.
No hay niña como la hierba
en abajar bulto y hablas
cuando va llegando el puelche
como gente amotinada,
y silba y grita y aúlla,
vuelto solamente su alma.
Te voy a contar la hierba
de cabellera soltada
y latiendo y ondulando
como llena de palabras.
Es una niña en el gajo
y en el herbazal, matriarca.
Hierba, hierba, hierba sólo
niño hierba arrodillada,
hierba que teme y suspira,
y que canta así postrada.
Pequeñita hierba niña
voz de niña balbuceada.
Dulce y ancho es su fervor
y su voz es balbuceada.
El oscuro ciclo mira
y oye a su hija arrodillada,
ya no son huertas sensuales,
mimadas y cortesanas,
locas de color y olor
y borrachas de palabras,
ya sólo es "Niña la Hierba"
"Ángel la Hierba", nonada,
una ondulación divina
y su alma balbuceada.
Niña la hierba, doncella
la hierba, corta palabra,
dos tumos no más y el mismo
subir y ser abajada.
Un solo y largo temblor
mientras cruza aquel que mata
y el viento loco que se alza
y dobla por bufonada.
Cánsese el viento, sosiegue
el cacique de las landas.
Sienta su temblor de niña
y duérmase en la llanada.
Sólo hierba, sólo ella
y su infinita palabra.
Las mujeres le olvidaron
la voz pequeña y quedada,
el siseo innumerable
y la sílaba quedada.
Hierba del aire querida,
pero hierba apenas siseada.
Pase el viento, escape el viento,
quiero oír a la postrada.
La oveja le dice "Madre",
el viento le dice "Amada".
Yo no te quise doblar
con dedos ni con guadaña.
Yo esperaba que callases,
Arcángel de manos alzadas,
para escucharle el respiro
de niña que gime o canta.
Pasta la oveja infinita,
de tu grito atribulada
y una cubro con mi cuerpo
y parezco, así, doblada,
una mujer insensata
que ama a los dos, trascordada.
Todo lo quiere arrasar
el Holofernes que pasa.
Ala vez ama y detesta
como el hombre de dos almas
y en el turno que le dieron
agobia y abate o alza.
Calla, para, estás rendido
como está rendida mi alma.
Viento patagón, la hierba
que tu hostigas nunca matas.
Hierba al Norte, al Sur, al Este,
y la oveja atarantada
que la canta y que la mata.
Hierba inmensa y desvalida,
sólo silencio y espaldas,
palpitador reino vivo,
Patagonia verde o blanca,
con un viento de blasfemia
y compunción cuando calla,
patria que alabo con llanto.
Verde patria que me llama
con largo silencio de ángel
y una infinita plegaria
y un grito que todavía
escuchan mi cuerpo y mi alma.
En donde Chile cansado
por fin de rutas y espacio
quiere morir como todos,
gacela, coyote o ganso,
él empecinado aún
ojea acalenturado
la nidada de las islas
fuera de ley y de hallazgo;
pero se acabó su reino,
su voluntad y su mando,
y se queda en Puerto Montt,
como amante defraudado,
vencido el ojo de polvo,
una vez por fin exhausto.
¿Qué va a hacer el peregrino,
el trotamundos mirando
la danza de las cien islas
que ríen o están cantando?
Viene una aguda fragancia,
una incitación, de coro báquico de niñas
tiradas a la mar libre,
vírgenes pero embriagadas.
Yo no les sigo el canto,
maña, locura ni danza.
Todas ellas son hermanas,
pero por la niebla vaga
unas parecen figuras;
todas están bautizadas
y, como las Gracias, todas
son donosas y alocadas.
Ya me voy porque me llama
un silbo que es de mi Dueño,
llama con una inefable
punzada de rayo recto:
dulce—agudo es el llamado
que al partir le conocemos.
Yo bajé para salvar
a mi niño atacameño
y por andarme la Gea
que me crió contra el pecho
y acordarme, volteándola,
su trinidad de elementos.
Sentí el aire, palpé el agua
y la Tierra. Y ya regreso.
El ciervo y el viento van
a llevarte como arrieros,
como flechas apuntadas,
rápido, íntegro, ileso,
indiecito de Atacama,
más sabe que el blanco ciego,
y hasta dormido te llevan
tus pies de quechua andariego,
el Espíritu del aire,
el del metal, el del viento,
la Tierra Mama, el pedrisco,
el duende de los viñedos,
la viuda de las cañadas
y la amistad de los muertos.
Te ayudé a saltar las zanjas
y a esquivar hondones hueros.
Ya me llama el que es mi Dueño...