Poema de Chile I |
(Gabriela Mistral)
Bajé por espacio y aires
y más aires, descendiendo,
sin llamado y con llamada
por la fuerza del deseo,
y a más que yo caminaba
era el descender más recto
y era mi gozo más vivo
y mi adivinar más cierto,
y arribo como la flecha
éste mi segundo cuerpo
en el punto en que comienzan
Patria y Madre que me dieron.
¡Tan feliz que hace la
marcha!
Me ataranta lo que veo,
lo que miro o adivino,
lo que busco y lo que encuentro;
pero como fui tan otra
y tan mudada regreso,
con temor ensayo rutas,
peñascales y repechos,
el nuevo y largo respiro,
los rumores y los ecos.
O fue loca mi partida
o es loco ahora el regreso;
pero ya los pies tocaron
bajíos, cuestas, senderos,
gracia tímida de hierbas
y unos céspedes tan tiernos
que no quisiera doblarlos
ni rematar este sueño
de ir sin forma caminando
la dulce parcela, el reino
que me tuvo sesenta años
y me habita como un eco.
Iba yo, cruza—cruzando
matorrales, peladeros,
copándome ojos de quiscos
y escuadrones de hormigueros
cuando saltaron de pronto,
de un entrevero de helechos,
tu cuello y tu cuerpecillo
en la luz, cual pino nuevo.
Son muy tristes, mi
chiquito,
las rutas sin compañero:
parecen largo bostezo,
jugarretas de hombre ebrio.
Preguntadas no responden
al extraviado ni al ciego
y parecen la Canidia
que sólo juega a perdernos.
Pero tú les sabes, sí,
malicias y culebreos...
Vamos caminando juntos
así, en hermanos de cuento,
tú echando sombra de niño,
yo apenas sombra de helecho...
(¡Qué bueno es en soledades
que aparezca un Ángel—ciervo!)
Vuélvete, pues,
huemulillo,
y no te hagas compañero
de esta mujer que de loca
truena y yerra los senderos,
porque todo lo ha olvidado,
menos un valle y un pueblo.
El valle lo mientan "Elqui"
y "Montegrande" mi dueño.
Naciste en el palmo
último
de los Incas, Niño—Ciervo,
donde empezamos nosotros
y donde se acaban ellos;
y ahora que tú me guías
o soy yo la que te llevo
¡qué bien entender tú el alma
y yo acordarme del cuerpo!
Bien mereces que te
lleve
por lo que tuve de reino.
Aunque lo dejé me tumba
en lo que llaman el pecho,
aunque ya no lleve nombre,
ni dé sombra caminando,
no me oigan pasar las huertas
ni me adivinen los pueblos.
Cómo me habían de ver
los que duermen en sus cerros
el sueño maravilloso
que me han contado mis muertos.
Yo he de llegar a dormir
pronto de su sueño mismo
que está doblado de paz,
mucha paz y mucho olvido,
allá donde yo vivía,
donde río y monte hicieron
mi palabra y mi silencio
y Coyote ni Coyote
hielos ni hieles me dieron.
¿Qué año o qué día
moriste
y por qué cruzas sonámbula
la casa, la huerta, el río,
sin saberte sepultada?
Ve más lejos, sólo un poco
más, donde está tu morada,
al lugar donde miras
y te retardas, quedada.
No respondas a los vivos
con voz rota y sin mirada.
Se murieron tus
amigos,
te dejaron tus hermanas
y te mueres sin morir
de ti misma trascordada,
y sueles interrogarnos
sobre tu nombre y tu patria.
Llegas, llegas a
nosotros
desde una estrella ignorada,
preguntando nuestros nombres,
nuestro oficio, nuestras casas.
Eres y no eres; callamos
y partes, sin dar, hermana,
tu patria y tu nombre nuevos,
tu Dios y tu ruta larga,
para alcanzar hasta ellos,
hermana perdida, Hermana.
En tierras blancas de sed
partidas de abrasamiento,
los Cristos llamados cactus
vigilan desde lo eterno.
Soledades, soledades,
desatados peladeros.
La tierra crispada y seca
se aparea con sus muertos,
y el espino y el espino
braceando su desespero,
y el chañar cociendo el fruto
al sol que se lo arde entero.
Y en el altozano y en
las quebradas, como aperos
tirados como tendal,
tumbados de buhoneros,
aldeas y caseríos
llenos de roña y misterio.
Locos repechos,
bajadas
como para niño y ciervo,
pero apenas un bocillo
de pastos de trecho en trecho
y caseríos callados
a medio alzarse, de miedo,
bajo el viento que los lleva
y que los suelta en dos tiempos.
Y otras tierras
desolladas
en Bartolomés inmensos,
de un costado desangradas,
del otro en tendido incendio.
Y otra y otra vez aldeas
acurrucadas, friolentas,
con techo de paja y
huyendo y permaneciendo.
Tienen sed el cabrerío,
el olivillo y la salvia,
el pasto de cortos dedos
y el cuarzo y el cuellecillo
de muchachito y el ciervo.
Miseria de higuera sola
azuleando higos cenceños
y de tunal en que araña
a tientas un rapazuelo
y de mujeres que vuelcan
las "gamelas" y los tiestos
y el umbral empedernido:
toda la Tierra y el cielo.
Claman ¡agua!, silabean
¡agua! durmiendo o despiertos.
La desvarían tumbados
o en pie, con substancia y miembros.
Y agua que les van a dar a
los tres entes pasajeros
con garganta que nos arde
y los costados resecos.
Cruzamos, pasamos, blancos
de puna y de polvo suelto,
del resuello de la Gea
y el sol blanco de ojo ciego
y repetimos los tres
callando, de pecho adentro;
Agua de Dios, un cadejo
de nube, un hilillo fresco.
El agua en sorbo o en
hebra,
sonando su silabeo,
merced al hilo de agua
delgada, piedad de estero,
mejor que el oro y la plata
y el amor dado y devuelto.
No se me doble el huemul
al que le blanquea el belfo
y no me mire el diaguita
que me rompe su deseo.
Un poco más y ella salta
con sus ojos azulencos
y van a beber de bruces
con risadas de contento
más doblados que sus cuellos
iguales en ciervo y ciervo.
Se paran, o siguen y
arden,
callan y laten enteros;
y el soplo que yo les doy
no les vale, de ser fuego...
Apunta sí el "ojo
de agua",
ya en lo bajo del faldeo;
yo no sé, no, si es verdad
o mentira del deseo.
Está redondo y perfecto,
está en anillo pequeño;
brilla pequeñito y quieto
con dos párpados de hierba
y el ojo a nosotros vuelto
asombrado de sí mismo,
sin voz, pero con destello
milagro tardío y cierto.
¡Córno beben, cómo beben,
que yo les oigo los cuellos!
Y bebiendo son iguales
el con belfo y el sin belfo.
La lengüecilla rosada
apura su terciopelo
y el niño bebió con toda
su cara que tomo y seco.
Dormiremos esta noche
sueño de celestes dejos
sobre la tierra que fue
mía, del indio y del ciervo,
recordando y olvidando
a turnos de habla y silencio.
Pero todos los
metales,
sonámbulos o hechiceros,
van alzándose y viniendo
a raudales de misterio
—hierro, cobre, plata, radium—
dueños de nosotros, dueños.
Son lameduras azules
que da la plata en los pechos,
son llamaradas de cobre
que nos trepan en silencio
y lanzadas con que punza
a las tres sangres, el hierro.
Por confortarnos los
pies
vagabundos, y aprenderse
nuestros flancos y afirmarnos
los corazones sin peso,
los tres del miedo ganados,
los tres de noche indefensos.
Y la noche se va
entera
en este combate incruento
de metales que se allegan
buscando, hallando, mordiendo
lo profundo de la esencia
y la nuez dura del sueño.
Al fin escapan huidos
en locos filibusteros
y seguimos la jornada
cargando nuestro secreto,
arcangélicos y rápidos
de haber degollado el miedo.
Liberados caminamos
como los raudales frescos,
sin acidia y sin cansancio,
ricos de origen y término,
por la nocturna merced
de los Andes Arcangélicos
que dentro de su granada
impávidos nos tuvieron.
Vamos cargando su amor
como un amianto en el pecho,
como la casta y el nombre,
como la llama en silencio
que no da chisporroteo
y según nuestros orígenes,
despeinados de lo Eterno.
Están redimiendo el cobre
con las virtudes del fuego.
De allí va a salir hermoso
como nunca se lo vieron
las piedras que eran sus madres
y el que lo befó por necio.
Suba el Padre Cobre,
suba,
que naciste para el fuego
y te pareces a él
en el fervor de tu pecho.
Todavía, todavía
no confiesas el secreto
del amor y de la fiebre
que está en tus piedras gimiendo.
Nadie te habrá dicho hermoso,
porque el pecho no te vieron.
Día a día te volviste
la pobre piedra quedada,
la pobre piedra que duerme
y dura y odia la llama
y eres, ya, todos tus muertos
antes de ser sepultada.
Helados, llanto y
sonrisa,
la oración y la palabra,
el amanecer la siesta
y la oración no arribada.
Ya es lo mismo, ya es igual
la mudez que la palabra.
En arribando a Coquimbo (1)
se acaba el Padre—desierto,
queda atrás como el dolor
que nos mordió mucho tiempo,
queda con nuestros hermanos
que en prueba lo recibieron
y que después ya lo amaron
como ama sin ver el ciego.
El sol ya coció su piel
y olvidaron verdes huertos
como la mujer que olvida
amor feliz por infiernos
o el penitente que tumba (2)
......... .................
No vuelvan atrás los ojos
pero guarden el recuerdo
de los que doblados tapan
sal parecida al infierno,
la hallan y la regustan
en el yantar, en el dejo,
y son como ella los hizo
de los pies a los cabellos,
y la terca sal los guarda
íntegros hasta de muertos.
¡Qué dura tiene la índole
sal sin ola y devaneo,
pero que noble los guardas
enteros después de muertos!
Vamos dejando el cascajo
y las arenas de fuego,
y vamos dando la cara
a olores que trae el viento
como que, apuntando el agua,
vuelva nuestro ángel devuelto.
(1) Coquimbo es la provincia donde termina por el sur el desierto de Chile. Designa también el puerto vecino de La Serena, capital de dicha provincia.
(2) Falta un verso en el original.
Cuentan entre los Arcángeles
el que da el aroma lento,
el que da el aroma denso,
y uno es aquél que regala
>salvia, tomillo y romero
y éste no anda en los jardines,
porque ha escogido los huertos.
—Mamá, yo nunca lo he visto
¿Será que no anda el Desierto?
¿Será que al indio no quiere?
—Para qué lo quieres ver
si te repasa en el viento.
—Mamá, tendrá no más que alas
o que se ve sólo en sueños
o no le gustan los indios,
o pasará cuando yo duermo.
Sí, sí, mamá, algo me pasa
cuando al sueño voy cayendo.
Llévanos por donde pasa,
despiértame si estoy durmiendo.
—Pero pasa tan ligero
y tú tienes duro el sueño.
Duérmete con tus dos sangres,
en cervato del Desierto,
bien si acaso te despiertas,
bien si quedas en el sueño:
bueno es vivir y morir,
ser creado y ser disuelto.
Duerme tú, duerme hasta que
en cristiano despertemos.
Jugarreta con lomillo
y pezuñitas y vellos,
duerme a mitad de la sal,
la pelambre y el desuello,
el belfo blanco y salobre,
los lagrimales sangrientos.
No te oiga de dormido
el alma del hormiguero,
ni la araña te repase
las ancas de terciopelo,
ni el alacrán te conozca,
ni te revuele el murciélago,
ni te halle la bestia hirsuta
que en la noche hirió a mi Ciervo.
Pedrisco ni piedra
hondeada
del Caín color de infierno,
ni la flecha envenenada
te den muerte que le dieron.
No duermas como él dormía,
fiados alma y alientos.
Blanda y morosa es la
hierba,
viva como Ángel atento.
Duerma la gracia tacneña,
duerma con sus dos alientos,
el color de la piñeta,
la blandura del mansueto,
con yerba buena en las astas,
sin sangre sobre los belfos,
cribado de las estrellas,
ebrio de olores disueltos,
soñando herbazal tumbado
y pastal que va subiendo:
¡Duerme, chiquito,
pace tu sueño!
(Y el velludito se va
como rama desprendiendo,
cargado del sueño suyo,
del pedregal y del médano.
Ya está parado en su bien,
rico de tiniebla y sueño.)
Como si nos saludasen
desde lo alto la llegada
a la extremosa región
a la madre más lejana,
viene por los aires altos
como por obra de gracia,
cortando el azul celeste,
la mayor "gente" emigrada.
Vienen, vienen, los pelícanos...
—¿Qué ves, mamá, que
no veo
y miras embelesada?
—Para que los veas,
párate.
¡Qué lindas recién llegadas!
Son las gentes del mar último,
pelícanos en bandadas.
—Miéntalos, mamá, ja, ja,
ya veo ya la bandada.
—Porque es pura nieve
y hielo
vienen las aves del mar
en esa cinta azorada.
Tantas son que cubrirían
el potrero, si abajaran.
—Gritan, mamá, gritan
todas.
Será que temen y llaman.
—No, mi loquillo, que
bajan
gritando por su arribada.
Pero no nos dan el gusto
de oírles bien la algarada.
Conténtate con mirarles
la línea donosa y blanca.
—Pero, ¿para dónde
van?
¿Van perdidas y no bajan?
— ¡Qué se van a perder
ellas,
mí niño disparatado!
Nosotros, sí, nos perdemos
pero aquéllas nunca fallan.
Bajarán cuando divisen
playa suya acostumbrada.
La peonada ni mira
lo linda que es su pasada.
Las gentes, chiquito, saben
de pájaros poco o nada;
sólo yantares y cosas
y chismes de la contrada.
Bajan, bajan, bajan en vertical
a pastos acostumbrados.
Óyelas en vez de hablar,
mira y no grites, mi niño...
no te pierdas su pasada.
Ahora se oye un poco más;
es que divisan sus playas...
—Cuenta más, cuenta, la Mama.
—Ayunas de calendario,
de señales y de llamada,
las tres o las cinco mil
saben la fecha llegada
y se dan voz de partida
como casta convocada
y suben como llamadas.
Dejan el hielo, la arena
menuda, el nido y las playas,
el sol esquivo y se vienen
hacia la segunda Patria.
Ya se ven más, ya torcieron
el rumbo, como silbadas.
Ellas están advertidas
casi, casi son llamadas.
La mancha se va entreabriendo.
Ya reconocen las playas.
Y ahora es bajar muy recto
y con gritos de arribada.
Bienvenidas a las dunas,
tan dulces y acostumbradas.
Bajan, bajan, bajan todavía...
El viento Norte viene
levantándose, ladino,
y aunque es más viejo que Abraham,
así comienza de fino,
y si no se apura el paso,
ya nos coge el torbellino
y somos, dentro del Loco,
un frenético, un zarcillo,
un volantín con que juega
hasta que cae vencido
y se devuelve a sus antros,
también él roto y vencido.
—Mamá, pero te has
trepado
a donde el viento es indino.
—Porque yo me envicié en él
como quien se envicia en vino,
trepando por los faldeos,
siguiéndolo por el grito.
Yo no era más, era sólo
su antojo y su manojillo
y a mí me gustaba ser
su jugarreta sin tino
y en donde estoy, todavía
le llamo, a veces, "mi niño"...
¿Sabe a qué baja el Loco?
Baja a cumplir su destino.
—Él no sabe nada, mama,
y hace, no más, desatinos.
Zamarreaba nuestra casa
como si fuese un bandido.
Ninguno entonces dormía
y era como el Anti—Cristo.
—Te tiras al suelo como
si pasase el Diablo mismo,
¡ay, mi zonzo novelero!
Tapa tus orejas hasta
que cruce mi Loco suelto,
pero déjalo que a mí
me cante en Loco divino.
Porque, sábelo, nosotros,
poetas de él aprendimos
el grito rasgado, el llanto.
Te traje por andurriales,
dejando a la bien querida,
la Madre y Señora Ruta,
madre tuya y madre mía.
Ahora que hagas paciencia,
vamos siguiendo una huida.
—¿A quién, di, mama
antojera,
rebuscas con picardía?
—Calla, calla, no la
espantes:
por aquí huele a chinchilla.
—¡Oh las mentaba mi madre;
pero esas tú no las pillas.
Pero ahora es el correr
y volar, ¡mírala, mírala!
—¿No la vez que va
delante?
¡ay qué linda y qué ladina!
—¿Qué ves, di qué se te ocurre?
—Corre, corre, ¡es la chinchilla!
—Yo veo una polvareda
y tú como loca gritas.
Queda atrás que yo la sigo,
suéltame que ya la alcanzo.
¿Quién pierde cosa tan linda?
Calla, para, yo la atrapo.
Escapó, mírala, mírala,
ya se pierde en unas quilas.
¡Que no se la logre un pícaro!
Es la chilena más linda.
Su bulto me lo estoy viendo
en las hierbas que palpitan.
—Tú la quieres y, ¿por
qué
dejas que otros la persigan?
—Ja, ja, ja. Yo soy fantasma,
pero cuando era una viva,
nunca me tuve la suerte
de ser en rutas oída.
Tampoco en casas ni huertos.
¿Por qué tan triste me miras?
—Mira la raya que deja
sobre los trigos la huida.
—No rías tú, tal vez
tienen
un ángel las bestiecitas.
¿Por qué no? ¿Cómo es, chiquito,
que todavía hay hermana chinchilla?
Las hostigan y las cogen.
Quien las mira las codicia,
los peones, los chiquillos,
el zorro y la lobería.
—Oye, ¿la mentaste hermana?
—Sí, por el hombre
Francisco
que hermanita le decía
a todo lo que miraba
y daba aliento u oía.
—Eso, eso me lo
cuentas
largo y tendido otro día.
Ahora, mama, tengo pena
de no mirar cosa viva.
Tú caminas sin parar
y yo me pierdo lo que iba,
apenas me alcanzo a ver,
veo aguas y bestiecitas.
En montañas me crié
con tres docenas alzadas.
Parece que nunca, nunca,
aunque me escuche la marcha,
las perdí, ni cuando es día
ni cuando es noche estrellada,
y aunque me vea en las fuentes
la cabellera nevada,
las dejé ni me dejaron
como a hija trascordada.
Y aunque me digan el mote
de ausente y de renegada,
me las tuve y me las tengo
todavía, todavía,
y me sigue su mirada.
—A veces, mama, te digo,
que me das un miedo loco.
¿Qué es eso, di, que caminas
de otra laya que nosotros
y, de pronto, ni me oyes
y hablas lo mismo que el loco
mirando y sin responder
o respondiendo a los otros?
¿Con quién hablas, dime, cuando
yo me hago el que duerme... y oigo?
Será con los animales,
la hierba o el viento loco.
—Porque todos están
vivos
y a lo vivo les respondo.
También contesto a lo mudo,
por ser mis parientes todos.
—Ja, ja, ja, mama, la mama,
calla o me lo cuentas todo.
—Me llamaban
"cuatro añitos"
y ya tenía doce años.
Así me mentaban, pues
no hacía lo de mis años:
no cosía, no zurcía,
tenía los ojos vagos,
cuentos pedía, romances,
y no lavaba los platos...
¡Ay! y, sobre todo, a causa
de un hablar así, rimado.
—¿Y qué más, qué más
hacías?
¡Ve contando, ve contando!
—Me tenía una familia
de árboles, otra de matas,
hablaba largo y tendido
con animales hallados.
Todavía hablo con ellos
cuando te vas escapado.
Pero ellos contestan
sólo
cuando no les hacen daño.
No lo hostigó mi Santo
Francisco y les dijo hermanos.
En este revoloteo
Nuestro y este toma y daca (1),
Doblando helechos mojados
Y quebrando gajos muertos,
Vamos oyendo los dos
Un ruido que no es confeso,
Una carrerita corta,
Un paro y un mastiqueo (2).
—Yo oigo, sí, pero se va
En cuantito que me allego…
Pero con el ruedecillo
Pasa, Mama, ojos con miedo.
—Le “apuntaste” (3), pero tú
No sabes el nombre de eso.
Eso se llama el castor
Y malo no es, sólo es feo.
Tiene más miedo que tú,
Ocho miedos y diez celos.
—Mama, no te estés riendo
De mí. ¿Qué es eso de celo?
—Es don Castor marrullero,
o tal vez doña Castora
que ya tendrá críos nuevos
y que los cela de ruidos
y ojos que son traicioneros.
—Allá saltó, Mama. Párate,
que si corro me lo tengo.
—Si es Castora y tiene críos,
no te allegues, te lo ruego.
Déjalo, novedosillo.
Ya lo viste. Donde apunte
debe tener la manada
y va a los suyos corriendo.
—Oyeme, indito (4), oye, Mío:
nunca mates lo que es madre
que amamanta bajo el cielo,
da su leche y acarrea
semillas y «comederos».
—No mataré, pero... Mama,
déjame ver el nidero.
¡Cosa nunca vista!
Y también son feos, mira,
y saltan y son pequeños.
Repite, Mama, su nombre.
Ahora ya no me lo tengo.
¿Todos se llaman lo mismo?
Ya los vi. Vámonos yendo.
Cas—tora, cas—tor. ¡Qué
lindo
Es mentar un nombre nuevo!
Y tú ¿tienes otro nombre,
La Mama?
—Sí, el que me dieron
Y el que me di de mañosa
Y el nuevo me mató el viejo.
No averigües más. ¡Camina!
¿Tienes hambre? Se han quedado
Muy atrás los piñoneros.
Trota más, para llegar…
(1) Toma y daca, frase popular indicadora de dar y tomar, implica además un juego de cartas.
(2) Mastiqueo, neologismo formado de “masticar”.
(3) Apuntaste, en la acepción de “acertaste”, no reconocida por el Diccionario Académico.
(4) Indito, diminutivo de “indio”, muy usado en el libro.
Tengo de llegar al Valle
que su flor guarda el almendro
y cría los higuerales
que azulan higos extremos,
para ambular a la tarde
con mis vivos y mis muertos.
Pende sobre el Valle,
que arde,
una laguna de ensueño
que lo bautiza y refresca
de un eterno refrigerio
cuando el río de Elqui merma
blanqueando el ijar sediento.
Van a mirarme los
cerros
como padrinos tremendos,
volviéndose en animales
con ijares soñolientos,
dando el vagido profundo
que les oigo hasta durmiendo,
porque doce me ahuecaron
cuna de piedra y de leño.
Quiero que, sentados
todos
sobre la alfalfa o el trébol,
según el clan y el anillo
de los que se aman sin tiempo
y mudos se hablan sin más
que la sangre y los alientos.
Estemos así y duremos,
trocando mirada y gesto
en un repasar dichoso
el cordón de los recuerdos,
con edad y sin edad,
con nombre y sin nombre expreso,
casta de la cordillera,
apretado nudo ardiendo,
unas veces cantadora,
otras, quedada en silencio.
Pasan, del primero al
último,
las alegrías, los duelos,
el mosto de los muchachos,
la lenta miel de los viejos;
pasan, en fuego, el fervor,
la congoja y el jadeo,
y más, y más: pasa el Valle
a curvas de viboreo,
de Peralillo a La Unión,
vario y uno y entero.
Hay una paz y un hervor,
hay calenturas y oreos
en este disco de carne
que aprietan los treinta cerros.
Y los ojos van y vienen
como quien hace el recuento,
y los que faltaban ya
acuden, con o sin cuerpo,
con repechos y jadeados,
con derrotas y denuedos.
A cada vez que los hallo,
más rendidos los encuentro.
Sólo les traigo la lengua
y los gestos que me dieron
y, abierto el pecho, les doy
la esperanza que no tengo.
Mi infancia aquí mana
leche
de cada rama que quiebro
y de mi cara se acuerdan
salvia con el romero
y vuelven sus ojos dulces
como con entendimiento
y yo me duermo embriagada
en sus nudos y entreveros.
Quiero que me den no
más
el guillave de sus cerros
y sobar, en mano y mano,
melón de olor, niño tierno,
trocando cuentos y veras
con sus pobres alimentos.
Y, si de pronto mi
infancia
vuelve, salta y me da al pecho,
toda me doblo y me fundo
y, como gavilla suelta,
me recobro y me sujeto,
porque ¿cómo la revivo
con cabellos cenicientos?
Ahora ya me voy,
hurtando
el rostro, por que no sepan
y me echen los cerros ojos
grises de resentimiento.
Me voy, montaña
adelante,
por donde van mis arrieros,
aunque espinos y algarrobos
me atajan con llamamientos,
aguzando las espinas
o atravesándome el leño.
La siesta de los cinco años
el Cuco me la punteaba.
El no volaba mi rostro
ni picoteaba mi espalda.
Yo no sé de dónde el tierno
sus dos sílabas mandaba
o las dejaba caer
de alguna escondida rama.
Pero a la siesta, a la siesta,
esas dos me adormilaban,
dos no más, pero insistentes
como burlona llamada ...
Y la lana de mi sueño
ya era lana agujereada ...
Y la mata de mi sombra
se abría de su lanzada.
Cuco—Cuco al mediodía,
y en la tarde ensimismada,
Cuco—Cuco a medio pecho,
Cuco—Cuco a mis espaldas.
¿Por qué no ponía nunca
otra sílaba inventada?
Cuco pico entrometido,
Cuco nieto de un solo árbol,
siempre en una misma rama
y nunca de ella abajado,
Cuco ni blanco ni rojo,
Ni azul. ¡Pobre Cuco pardo!
Ya no duermo bajo árbol
que tenga Cuco en las ramas
ni al sol ni a la luna juegan
conmigo las que jugaban.
Burladas y burladoras
en los trances de la danza.
Pero donde es Montegrande
nunca se rompió la danza
ni el Cuco falló a la cita
en higuerales ni chacras,
¡ni a mí me faltó al dormir
El Cuco de mis infancias!
—Niño, tú pasas de largo
por la huerta de Lucía,
aunque te paras, a veces,
por cualquiera nadería.
¿Qué le miras a esa
mata?
Es cualquier pasto. ¡Camina!
—¿Qué? es la huerta de
Lucía.
Tan chica, mama, y sin árboles.
¿Qué haces ahí, mira y mira?
Esa vieja planta todo.
Por vieja, tendrá manías.
—Tonito mío. Es la
albahaca.
¡Qué buena! ¡Dios la bendiga!
—Pero si no es más que
pasto,
mama. ¿Por qué la acaricias?
—Le oí decir a mi
madre
que la quería y plantaba
y la bebía en tisana,
le oí decir que alivia
el corazón, y eran ciertas
las cosas que ella nos contaba.
—¿Por qué entonces no la coges?
—Chiquito, soy un
fantasma
y los muertos, ya olvidaste,
no necesitan de nada.
—¡Ay, otra vez, otra
vez
me dices esa palabra!
—¿Cómo te respondo
entonces
a tantas cosas que me hablas?
—Mama, oye: algunas veces
me lo creo, otras veces, nada...
Me dices que te moriste
pero hablas tal como hablabas,
Cuando voy solo y con miedo,
siempre vienes y me alcanzas,
casi nada has olvidado
¡y caminas tan ufana!
¿Por qué te importan, por qué
todavía hasta las plantas?
—Chiquito, yo fui huertera.
Este amor me dio la mama.
Nos íbamos por el campo
por frutas o hierbas que sanan.
Yo le preguntaba andando
por árboles y por matas
y ella se los conocía
con virtudes y con mañas.
Por eso te atajo
cuando
te allegas a hierbas malas.
Esta Patria que nos dieron
apenas cría cizañas,
gracias le daba al Señor
por todo y por esta hazaña.
Le agradecía la lluvia,
el buen sol, la trebolada,
la lluvia, la nieve, el viento
norte que nos trae el agua.
Le agradecía los pájaros,
la piedra en que descansaba,
y el regreso del buen tiempo.
Todo lo llamaba "gracia".
—¿Gracia? ¿Qué quiere decir?
¿Sabes tú, fantasma, sabes
cuando va a caer la Pascua,
de que pasen por los campos
señores y caballadas,
partiendo lo no partido
y alegrando a la huasada? *
¡Qué alboroto habrá, imagina
qué fiesta y qué zalagarda,
qué verbena aquí en la tierra,
gritos y toques de diana!
Pascua en el Valle de Elqui
y en los cielos fiestas, Mama.
¿Cuándo va a amanecer, di,
la Tierra nuestra, cristiana,
para echarnos a cantar
hombres y mujeres, Mama,
al filo del alborear
como gente enajenada?
Y tú también, aunque a ti
la tierra te esté sobrada.
¿Dónde va a ser el cantar
y el llorar de la gallada
y el alabar como nunca
alabó la criollada?
* Huasada, conjunto de huasos, campesinos típicos de Chile, especialmente en su zona central.
A estas horas y lo mismo
que cuando yo era chiquilla
y me hablaban de tú a tú
el higuera1 y la viña,
están cantando embriagados
de la estación más bendita
los tordos de Montegrande
y cantan a otra Lucila ...
Pero con que yo me calle
como el monte o la beguina,
el cantar del embriagado
me alcanza a la extranjeria,
porque no me cuesta, no,
recobrar canción perdida.
Siguen cantando los tordos
en la higuera preferida
y yo dejo de escuchar
la marea que me oía
y les respondo la gracia
con el ritmo, porque sigas...
Cantan y embrujan la rama
que ya va cobrando vida
y por seguir su balada
no respondo a lo que grita
y en este escuchar se va
la siesta y se acaba el día.
Yo me tengo lo perdido
Y voy llevando mi infancia
como una flor preferida
que me perfuma la mano.
Y la madre va conmigo
sol a sol y día a día,
va con rostro y va sin llanto
cantándome los caminos.
No me lloren, no me busquen
en cementerio perdido
ni cuando cae la nieve
ni travesea el granizo.
Vendré olvidada o amada,
tal como Dios me hizo,
como una fruta cogida
que vuelve dulce la marcha
y me inventa compañía.
Mi madre va, va conmigo
Ni olvidada ni rendida.
Cae el día del Señor
Con rojos brazos abiertos
y nos abraza la noche
de los hombres y los ciervos.
No tengas miedo, no gimas.
Bien te alzo, bien te tengo.
La noche, por noble, ciega
al cazador y al matrero.
Déjala tú que nos cubran
sus anchos brazos abiertos.
Por la gracia de su esponja
ni somos ni parecemos.
Ni los matorrales densos
ni el oso de terciopelo
tienen la piel de
garabateada de sueños.
Dormimos. Soñé la Tierra
del Sur, soñé el Valle entero,
el pastal, la viña crespa,
y la gloria de los huertos.
¿Qué soñaste tú, mi Niño
con cara tan placentera?
Vamos a buscar chañares
hasta que los encontremos,
y los guillaves prendidos
a unos quiscos del infierno.
El que más coge convida
a otros dos que no cogieron.
Yo no me espino las manos
de niebla que me nacieron.
Hambre no tengo, ni sed
y sin virtud doy o cedo.
¿A qué agradecerme así
fruto que tomo y entrego?
—Mentaste, Gabriela, el Mar
que no se aprende sin verlo
y esto de no saber de él
y oírmelo sólo en cuento,
esto, mama, ya duraba
no sé contar cuánto tiempo.
Y así de golpe y porrazo,
él, en brujo marrullero,
cuando ya ni hablábamos de él,
apareció en loco suelto.
Y ahora va a ser el
único:
Ni viñas ni olor de pueblos,
ni huertas ni araucarias,
sólo el gran aventurero.
Déjame, mama, tenderme,
para, para, que estoy viéndolo.
¡Qué cosa bruja, la mama!
y hace señas entendiendo.
Nada como ése yo he visto.
Para, mama, te lo ruego.
¿Por qué nada me dijiste
ni dices? Ay, dime, ¿es cuento?
—Nadie nos llamó de
tierra
adentro: sólo éste llama.
—¡Qué de alboroto y de gritos
que haces volar las bandadas!
Calla, quédate, quedemos,
échate en la arena, mama.
Yo no te voy a estropear
la fiesta, pero oye y calla.
¡Ay, qué feo que era
el polvo,
y la duna qué agraciada!
—Échate y calla,
chiquito,
míralo sin dar palabra.
Óyele él habla bajito,
casi casi cuchicheo.
—Pero, ¿qué tiene, ay,
qué tiene
que da gusto y que da miedo?
Dan ganas de palmotearlo
braceando de aguas adentro
y apenas abro mis brazos
me escupe la ola en el pecho.
Es porque el pícaro sabe
que yo nunca fui costero.
O es que los escupe a todos
y es Demonio. Dilo luego.
Ay, mama, no lo vi nunca
y, aunque me está dando miedo,
ahora de oírlo y verlo,
me dan ganas de quedarme
con él, a pesar del miedo,
con él, nada más, con él,
ni con gentes ni con pueblos.
Ay, no te vayas ahora,
mama, que con él no puedo.
Antes que llegue, ya escupe
con sus huiros el soberbio.
—Primero, óyelo cantar
y no te cuentes el tiempo.
Déjalo así, que él se diga
y se diga como un cuento.
Él es tantas cosas que
ataranta a niño y viejo.
Hasta es la canción de cuna
mejor que a los niños duerme.
Pero yo no me la tuve,
tú tampoco, mi pequeño.
Míralo, óyelo y verás:
sigue contando su cuento.
Nos sigue el aire marino
Con un estremecimiento,
Alimento suyo y de hombres,
De mar picado y de cedro.
El viento que nos apura
Trae de Concón sus lienzos
Y bate tactos de barcas
Y al caer con chapoteo
Y el nombre que les pregonan
Los calafates riendo
Entre olores que declaran
Olas, breas y maderas.
Se sienten caer las doce
Cortadas en pino y cedro
Y lo que al lanzarlas gritan
Es que por fin los mañeros
Que eran el mar y la selva
Pararon en casamiento…
Cuando vengamos de vuelta
Por el “segundo sendero”,
Con ellas nos cruzaremos
Y vendrán graves y lentas
Como almas que “recibieron”
y con un azoro alegre,
desde el timón a los remos.
Cuando te deje en tu playa,
si escoges el ser costero,
me vas a hacer una barca
como otros no la tuvieron.
Yo te veré calafate,
que no piedra del desierto:
y sin sorber blanco polvo
todo mar navegaremos.
La promesa cosquillea tu
cuerpecito atacameño,
y el mar te acepta engreído
de vanidad y deseo.
Se pierde Valparaíso
guiñando con sus veleros
y barcos empavesados
que llaman a que embarquemos;
pero no cuentan sirenas
con estos aventureros.
En el mes de...
planta palmas, jardinero.
No vas a gozar sus talles
de matrona con gracia,
tampoco se la gozaron
los que palmares te dieron.
Te ríen unos ociosos
el afán de acarrear reinas
que cantan a los diez años
y antes ni hablan ni sombrean.
Coge en tu mano semillas
y canta, cantando, siembra.
Asi mismo te pusieron
tus padres, riendo en
Planta la palma de miel,
plántala, aunque no la veas,
y no le goces la fiesta
ni le oigas la risotada
de niño loco o mujer ebria.
Canta para la que nace
en este mismo momento,
planta unos hijitos de ella ...
Es bella como ninguna
por altiva y por señora.
Todos los aires la buscan
por su resonar de velas
que silban o que murmuran
o rezongan, comadreras.
Yo oí al huertero decir
que valen sólo de viejas,
que son unas remolonas
en crecer, y otras lindezas.
Van a cantar en creciendo
del alba a la noche ciega,
por el antojo del viento
o el antojo de tu pena
o por alabar el alba
que, sin ser llamada, llega.
Qué himno recio el que cantan,
pero qué fieles lo entregan
desde que el día amanece
y muere y otro comienza.
—También vas a creer, mama,
que son gentes las palmeras,
y querrás que viva en Ocoa *
por oírlas y por verlas.
También las crees personas
y te lo crees a ciegas.
—Apura el paso y, llegando
a Ocoa,
crees en ellas.
Unos creen por el ver
y el tocar, y otros bizquean
hasta en tocando y en viendo
y éstos pierden la fiesta.
Cuéntame, palma de miel,
cuenta si acaso recuerdas
quien «novelero» te trajo
por unos mares y tierras
o dí si de todo tiempo
el Gran Dios te hizo chilena.
Nunca supieron contarme
tu secreto. Cuenta, cuenta.
Se me alborota en lo alto,
con queja dura contesta
y no le entiendo el parleo
tan alto y recio, de reina.
Para agradecerle, sí,
la miel que cuaja en la siesta,
me desvié del camino
y estoy como romera
por oírle el canto recio
de madre espartana
o de vieja madre hebrea.
Sigan las palmas cantando, cantando
canción que ama y que vela,
canción de madres despiertas.
* Ocoa, localidad sobre el Valle del Aconcagua medio, especialmente apta para el cultivo de las palmas.
Recio caminamos como
los que llevan derrotero,
según volaba la flecha
del indio, loca de cielo
por el país que parece
dulce corredor eterno.
Pero va llegando ahora
un llamado, un palmoteo.
Son las palmeras de Ocoa
lo que se viene en el viento,
son unas hembras en pie,
altas como gritos rectos,
a la hora de ir cayendo
en el mes de su saqueo,
y las demás dando al aire
un duro y seco lamento.
Y son heridas que manan
miel de los flancos abiertos,
y el aire todo es ferviente
y dulce es, y nazareno,
por las reinas alanceadas
que aspiramos y no vemos.
Caminamos respirándolas
la mujer, el indio, el ciervo,
y llorándolas los tres
de amor y duelo diversos.
El que más sabe es el indio;
el que oye mejor, el ciervo;
y yo trato en estos hijos
por gracia de ambos, sabiendo.
Resbalando los pastales
y entrando por los viñedos
que el Diablo trenza y destrenza
desde la cepa al sarmiento,
dan al animal y al indio
tufos de alcohol violento
y ambos ven la llamarada
que salta de pueblo a pueblo,
con la zancada y la mueca
del mono que corre ardiendo.
Al indio el payaso
trágico
le robó el padre en su juego;
al otro quemó el pastal
que blanqueaba de corderos,
y a mí me manchó, de niña,
la bocanada del viento.
Vaciaremos los lagares
y aventaremos los cueros,
para quemar la demencia
de los mozos y los viejos.
¡Ea, el chiquillo y la bestia!
¡Vamos por bodega y pueblos,
vamos, como los cruzados,
hostigando al Esperpento!
Yo he visto, yo he visto
mi monte Aconcagua.
Me dura para siempre
su loca llamarada
y desde que le vimos
la muerte no nos mata.
Manda la noche grande,
suelta las mañanas,
se esconde en las nubes,
bórrase, acaba...
y sigue pastoreando
detrás de la nubada.
Parado está en el
sueño
de su cuerpo y de su alma,
ni sube ni desciende,
de lo absorto no avanza;
su adoración perenne
no se rinde y relaja,
pero nos pastorea
con lomos y llamarada
aunque le corran cuatro
metales las entrañas.
La sombra grave y dulce
rueda como medalla;
ella cae a las puertas,
las mesas y las caras,
los ojos hace amianto,
los dorsos vuelve plata,
conforta, llama, urge,
nos aúpa y abrasa,
Elías, carro ardiendo
¡Monte Aconcagua!
Cebrea los pastales,
tornea las manzanas,
enmiela los racimos,
enjoroba las parvas,
hace en turno de Jove,
tempestad y bonanzas
cuenta y recuenta hijos
y de contar no acaba...
Le aguardan espinales
a la primer jornada;
después, salvias y boldos
con reveses de plata,
y a más y a más que sube
el pecho se le aclara:
arrebatado Elías,
¡Elohim Aconcagua!
A veces las aldeas
son de su ardor mesadas
y caen desgranándose
en uvas rebanadas.
Mas nunca renegamos
su pecho que nos salva,
parece sueño nuestro,
parece fábula
el que tras de las nubes
su rostro guarda.
¡Elohim abrasado,
viejo Aconcagua!
Yo veo, yo veo,
mi Padre Aconcagua
de nuestro claro arcángel
desciende toda gracia.
Ya se oyen sus cascadas,
por las espumas blancas
la madre mía baja
y después se va yendo
por faldas y quebradas.
¡Demiurgo que nos haces,
viejo Aconcagua!
Di su nombre, dilo a
voces
para que te ensanche el pecho
y te labre la garganta
y se te baje a los sueños.
Aconcagua "padre de aguas",
Aconcagua, duro gesto,
besado del Dios eterno
y del arrebol postrero.
Algo ha en tus manos, algo
que invoca por tus dos pueblos.
"Paz para los hombres, paz",
bendición para el pequeño
que está naciendo, dulzura
para el que muere...
Un silbo del Aconcagua
Me alcanza y lleva de nuevo.
Hay un alto trebolar
Con tactos de terciopelo
En donde me espera, rota,
Y parada como en cerco
La ronda que comenzamos
Entre la tierra y el cielo.
Si voy, entro y doy la mano,
Se pone a girar de nuevo;
Pero aquél que la voceaba
Voz ya no da, que está yerto. *
* El presidente Aguirre. Referencia al presidente de Chile don Pedro Aguirre Cerda.
Al lindo Valle de Chile
se le conjuga en dos tiempos:
él es heroico y es dulce,
tal y como el viejo Homero;
él nunca muerde con soles
rojos ni con largos hielos,
él se apellida templanza,
verdor y brazos abiertos.
Para repasarlo, yo
que lo dejé, siempre vuelvo
a besarlo sobre el lago
mayor y el oscuro pecho
y me echa un vaho de vida
el respiro de sus huertos.
El da mieles a la palma,
funde su damasco denso
y le inventa doce tribus
al canon del duraznero
y al manzanar aureola
de un pudor de aroma lento.
Y las pardas uvas vuelve
lapizlázuli,
oros viejos,
tú, larga Gea chilena,
contra—Canidia,
ojos buenos,
consumada al tercer día,
prefigurada en los Cielos.
—Mama, tienes la porfía
de esquivar todas las casas
y de entrarte por las huertas
a hurgar como una hortelana.
¿No sabes tú que tienen dueño
y te pondrá mala cara?
A huertos ajenos entras
“como Pedro por su casa”.*
—A unos enseñé a leer,
otros son mis ahijados
y todos por estos pastos
vivimos como hermanados,
y las santiaguinas sólo
me ven escandalizadas
y gritan –“¡Válgame Dios!”
o me echan perros de caza.
Pero pasaré de noche
por no verlas ni turbarlas.
¡Qué buenos que son los pobres
para ofrecer sopa y casa!
* Como Pedro por su casa. Equivalente a con total confianza, conocimiento y seguridad.
—No te entiendo, mama, eso
de ir esquivando las casas
y buscando con los ojos
los pastos o las mallacas.
¿Nunca tuviste jardín
que como de largo pasas?
—Acuérdate, me crié
con más cerros y montañas
que con rosas y claveles
y sus luces y sus sombras
aun me caen a la cara.
Los cerros cuentan historias
y las casas poco o nada.
—Y a mí que me gusta
tanto
pegarme a cercos de casas
y traerte por cariño
rosas y lilas robadas...
—No es que deteste las
flores
es que me ahogan las casas.
Oye tú, cuando las hacen
desperdician las montañas,
apenas si ellos las miran
como si fueran madrastras.
—Claro, tuviste el
antojo
de volver así, en fantasma
para que no te siguiesen
las gentes alborotadas,
pasas, pasas las ciudades,
corriendo como azorada,
y cuando tienes diez cerros,
paras, ríes, dices, cantas.
—Tapa tu boca, que tú
no les pones mala cara
y gritas cuando los Andes
con veinte crestas doradas
y rojas, hacen señales
como madres que llamaran.
Yo te gano la porfía,
indito cara taimada.
¿Cómo vas a convencer
a la criada en sus faldas
y guardada de sus sombras
y de ellas catequizada?
Me duermo a veces mirándolas,
tomada, hundida en sus faldas.
Y con entregarme a ellas
mis penas se vuelven nada.
Ya no soy, sólo son ellas
y lo que manan: su gracia.
—¿Qué es lo que tú
llamas gracia,
pobrecita que no llevas
sobre ti cosa que te valga?
—La gracia es cosa tan
fina
y tan dulce y tan callada
que los que la llevan no
pueden nunca declararla,
porque ellos mismos no saben
que va en su voz o en su marcha
o que está en un no sé qué
de aire, de voz o mirada.
Yo no la alcancé, chiquito,
pero la vi de pasada
en el mirar de los niños,
de viejo o mujer doblada
sobre su faena o en
el gesto de una montaña.
Bien que me hubiese quedado
sirviéndola embelesada,
pero fue mi enemigo
la raya blanqui—dorada
de una ruta de un río y más
y más un mar de palabra.
—No te entiendo ¿por
qué tú
siempre andas pensando
para mí en una parada,
en hoyos de aburrimiento
de uña casa y otra casa...?
—Es que, como el
pecador,
amo y detesto las casas:
me las quiero de rendida,
las detesto de quedada.
—¿Y cuándo voy a parar
yo, mama, si tú no paras?
—No te podría dejar
en la tierra ajena y rasa,
sin un techo que te libre
de viento, lluvia y nevadas.
¿Cómo volvería yo
a mis huertos y a mi Patria,
a mi descanso, a mi término,
al ruedo ancho de mis muertos
y a la eternidad ganada,
dejándote a media Ruta
como las almas penadas?
Cuando empezamos a
andar
tú no tenías "compaña"
ni para la noche ciega
ni las rutas escarchadas.
Ya miraste, ya aprendiste
cómo se siembra y se planta,
cómo se riega el durazno
y la sequía se mata,
y se ahuyenta la peste
hasta que la peste acaba.
Cuando mañana
despiertes
no hallarás a la que hallabas
y habrá una tierra extendida,
grande y muda como el alma.
Apréndete el oficio nuevo y eterno.
Pide tierra para ti, cóbrala.
Es la tierra en la que yo
tu pobre mama fantasma
fue feliz como los pájaros.
—¿Te me vas, di? Sí, ya vas yéndote.
—Porque ya me estoy
cansando
de ver y contar montañas,
me voy a entrar por la puerta
sin llaves y sin murallas.
Déjame, déjame entrar,
nadie se allega a fantasmas.
Aunque alinden La Serena
y se la aúpen a Corte
con Czar y torres doradas,
lo mejor siempre serán
sus huertas embalsamadas,
su oración crepuscular
y el canto de sus campanas.
—Yo te sigo, la mama,
aúpame,
que voy a pata pelada.
—Salta las cercas, no
temas,
esa huertera no es mala.
Por allá azulean uvas
y aquí las flores casi hablan.
¡Eh! ¿te llenas los bolsillos?
—¿Y qué te creías, mama?
—¡Qué saqueo estás
haciendo!
¡Uvas negras y rosadas!
—Y tú no me ayudas,
no;
y estás como embelesada.
—Sí, también estoy
cogiendo,
pero no cosa vedada.
Son gajos de flores rústicas
que tú me escoges trocadas,
porque no sabes de flores
y disparatas al mentarlas.
Sigamos andando digo,
te las miento y doy cortadas.
¿Ves? Te pesan los racimos.
Las mías no pesan nada.
Este manojo, oyeló,
es no más gajo de salvia.
¿Cómo que no la conoces
si como tú, es campechana?
Ella crece, cunde, medra,
como cosa de nonada.
Tú la has visto en cualquier huerta,
pero no es aseñorada
y medra hasta en los potreros
echando flor azulada.
Mírala, abájate, huele.
Ya, ya. No vas a olvidarla.
—Mama, tú hablas de
las matas
como si fueran "cristianas".
¿Cómo te acuerdas del nombre
y del olor te atarantas?
—Calla y miéntala una
vez,
dos veces, tres, ya, ya basta.
Ahora, ahora esta otra...
—Oye, yo me sé los
pájaros,
me los hallo porque..., cantan.
No te digo lo demás,
porque de todo te espantas.
—¿Que tú los coges, es eso?
—Ahora ya no digo nada.
—Ya entendí ¡qué cara
fea!
Eso me cuentas mañana.
Ahora estoy dándote a oler
este romero de España,
al que llaman de Castilla.
—La mama se lo tenía,
pero ya me lo olvidaba.
¿Es que tú tenías huerta?
De eso no me has dicho nada.
—Te escapas, sacas el
cuerpo,
pero soy, has de saber,
una fantasma porfiada.
Y este otro gajo cogido
es de toronjil, ya basta.
Pero si hemos de seguir
así con las manos dadas,
yo me tengo de mentarte
lo que nunca te mentaron.
Es muy lindo bautizar
las criaturas amadas
—Mama, dices
"criaturas",
pero estos pastos son nada.
—Ahora te pongo a dormir
tu siesta. Tiéndete y calla.
A lo mejor te dan lindo
sueño las tres agraciadas.
Estás amurrado, sabes
duerme, duerme, te hago "nana"
—Las flores de Chile
son
tantas, tantas, mi chiquillo,
que si te las voy mentando
te azoran y te atarantan.
Te voy a contar de algunas.
Párame si es que te cansas.
Unas serán las "catrinas",
otras, campesinas rasas.
Ya sabes que no me sé
mucho a las "aseñoradas"
que no quieren doncelear
de las campesinas rasas
y les ponen el mal gesto
que les dan a sus cabañas.
Voy a decirte lo que
con la pobre menta pasa,
también con la hierbabuena
e igual con la mejorana.
—¿Qué les pasa, mama, di?
—Que ellas huelen todo
el año
y las rosas una semana,
y tanto que pavonean
de su garbo y de su gracia...
Por estos lados
prosperan
ésas que mientan Susanas
y no es más que la merita
manzanilla oji—dorada,
un sol pequeñito, una
que no presume de nada.
Desde que hacemos camino
parando en huertas o casas,
nos sale al paso y saluda
así con la frente alzada,
y aunque son tantas las rosas
amarillas y rosadas,
la paisanita y la blanca,
más duran menta y romero.
Aquí donde cabecean
las que auguran bodas o nada,
vale la pena parar
por estas oji—doradas
aunque ellas están rendidas
y hartas de ser consultadas.
Porque de novias de veinte,
ansiosas y atarantadas,
siempre le están preguntando
"si el novio cumple o si nada".
Cuando ya te llegue el
tiempo
de noviazgos y jaranas,
andarás también buscándolas
con la codicia en la cara:
"Me quiere", "me quiere mucho"
o "poquito" o "casi nada".
Y las manzanillas van
a responder en voz baja:
"mucho", siempre, hoy y mañana.
Y la rosa va a decir:
"mucho" y sólo una semana.
—De noviazgos, no sé nada...
—¡Qué
pena, Mío, no verte
con novia encocorocada,
la iglesia hirviendo de luces
y la aldea de campanas.
—Cuando hablas así de
loca,
mama mía, me atarantas.
Mejor te callas y tomas
las manzanillas cortadas.
—Gracias, sí, mi niño,
pero
no me gustan de cortadas.
Se doblan sus cabecitas
y en poco, no valen nada.
Pero los grandes ni tú
entienden la salvajada
y despojan a la Ruta
que les echa una mirada
dura que los va siguiendo
como insistente palabra.
—Mama ¿ves como eres
loca?
Ni quieres verte enflorada.
Pero yo te quiero mirar
tan feliz como unas Pascuas
y quiero oírte cantar
en vez de decir palabras
que te oigo y no te entiendo
y que son como quedadas...
Canta el viento de tu nombre,
llámalo según lo llamas,
porque sólo cuando cantas
se nos aviva la marcha.
—Cuando me pongo a
cantar
y no canto recordando,
sino que canto así, vuelta
tan sólo a lo venidero,
yo veo los montes míos
y respiro su ancho viento.
Cuando es que el camino va
lleno de niños parleros
que pasan tarareando
lo mas viejo y lo más nuevo,
con semblantes y con voces
que los dicen placenteros,
yo veo una tierra donde
tienen huerto los huerteros.
Y cuando paro en umbrales
de casas y oigo y entiendo
que Juan Labrador ya se labra
huerto suyo y duradero,
a la garganta me vienen
ganas de echarme a cantar
tu canto y lo voy siguiendo.
Parece que hasta la
Tierra
que llaman "bruta" los lerdos
se puso a hablar cuando vio
el reparto de mil huertos.
Cantaba y yo me lo oí
y canté días enteros
y canté junto con ellos
y el silbo de cuatro vientos:
Viento Sur y Viento Norte
con el Este y el Oeste.
¡No hubo día entre los días
tan dorado y tan ferviente!
Cuando ya cae la noche
y me está llamando el sueño,
y alguna puerta se me abre
que es la de Juan Cosechero,
digo: Yo bien duermo aquí,
porque me va a dar buen sueño.
Cuando es tiempo del
maíz
granado y el trigo tierno
y siento cortar mazorcas
que caen como entendimiento,
con mi cuerpo de mentira
donde se sientan me siento.
No me duele el que no vean
en cuerpo a la que es de sueño
que se hace y se deshace
y es y no es al mismo tiempo.
Lo que importa es que los miro,
que los palpo y me los tengo
felices como en los cuentos.
Me gustan los ademanes
y los gestos de mi gente,
el bien volear el trigo
y el abajar el ciruelo,
el regodear la frutilla
y cogérsela con tiento.
Me duelen las podas duras
del parrón que vi pequeño,
el oír caer el trigo
recto y con un tarareo.
Pero lo que más me gusta
es ver subir los renuevos.
Parece que son llamados
y que van apareciendo:
un dedito, diez y ciento
y el uno mirando al otro
y todo el árbol contento;
y Primaveras y Otoños
de manos de Dios saliendo
y poquito a poco, todas
las ramas secas "volviendo"
y gesteando azoradas
de que
Con los brotes
asomados
están ojeándose y viéndose
sin costumbre y con sorpresa
que todo vuelve de nuevo
y con unas timideces
de niños con traje nuevo.
Los dos mil duraznos pálidos
y los doscientos ciruelos,
y las vejanconas parras
bajito se cuchichean
y corre de mata a mata
el chisme y sigue corriendo.
Y el que los puso a dormir
les va apurando el suceso
y cada día amanece
más donoso el viejo huerto.
Pasa toditos los años
y siempre parece cuento
que el huerto vive su muerte
y no le cuesta el morir
y tampoco el devolverse.
No comer fruta pintona
por puro atarantamiento.
Unas semanitas más
y todo llega devuelto
color, aroma, sabores,
gritería y canasteo.
***
—Esas muchachas que
buscan
flores, no las cogen, Mama.
¿Qué les pasa que no ven
la retamilla y la malva,
la topa—topa y la albahaca,
el huilli, varilla brava?
Sabes, por ser hierbas
locas
ellas las mientan cizañas.
Oye: por donde pasamos
se da la flor de la araña,
también el amancai,
y aquellas "varillas bravas".
No cortan, siguen de largo,
como si viesen nonada.
Dijiste tú que reparten
a los pobres tierra dada.
Cuando me la den a mí,
verás que pongo turnadas
la lenteja con el pilpu.
—Yo no sabía,
chiquito,
que las flores te importaban.
Gentes hay que ni las ven
y pasan como que nada.
Son los tontos, pero
acuérdate
de cuando pasa una oleada
de menta o huele—de—noche
o de la varilla brava.
—Esas, bah, salen solitas
¡nadie las riega ni planta!
Las alamedas nos siguen
y nos llevan sin saberlo
por su abierta vaina verde
que canta de su aleteo
y ríe y ríe feliz
con risa que es regodeo,
con sus troncos extasiados
y sus brazos en voleo ...
La lenta y desenrollada
nos lleva, de magia adentro,
como el Rafael arcángel
en un inefable arreo,
y la marcha nos festeja
a risa y cascabeleo.
¿A dónde será que llevan
para que así las crucemos
como un corredor de gracia
que muda la marcha en vuelo?