Naturaleza | 
    
A Eda Ramell
   Llama de la California
   
   que sólo un palmo levantas
   
   y en reguero de oro lames
   
   las avenidas de hayas:
   
   contra-amapola que llevas
   
   color de miel derramada.
  
   La
    nonada por prodigio,
   
   unas semanas por dádiva,
   
   y con lo poco que llevas,
   
   igual que el alma, sobrada,
   
   para rendir testimonio
   
   y aupar acción de gracias.
  
   En
    la palma apenas duras
   
   y recoges, de tomada,
   
   como unos labios sorbidos
   
   tus cuatro palabras rápidas
   
   cuando te rompen lo erguido
   
   y denso de la alabanza.
  
   Californiana
    ardentía,
   
   aguda como llamada,
   
   con cuatro soplos de fuego
   
   que das a la ruta pávida
   
   a quien no sabes parar,
   
   ni irte corriendo a su zaga.
  
   Corre
    la ruta frenética
   
   como la Furia lanzada,
   
   y tú que quieres salvar
   
   te quedas a sus espaldas,
   
   ámbar nutriendo su arena,
   
   sustancia californiana.
  
   Entre
    altos naranjales
   
   y pomares que se exhalan,
   
   tú no le guiñas al hambre
   
   ni a la sed: no más alabas
   
   con las cuatro lenguas vivas
   
   y la abrasada garganta.
  
   Alabas
    rasgando el día,
   
   más a la siesta mediada,
   
   y al soslayo de la tarde,
   
   ya con las vistas cegadas,
   
   tus hijos, como los cinco
   
   sentidos, dicen y alaban.
  
   ¿Qué
    eres allí donde eres
   
   y estás alta y arrobada
   
   y de donde te abajaste
   
   acortando gozo y llama?
   
   ¡Qué íntegra estabas arriba
   
   sin ruta y sin invernada!
  
   ¡Pobre
    gloria tuya y mía
   
   (pobre tu alma, pobre mi alma)
   
   arder sin atizadura
   
   e igual que acicateadas,
   
   en una orilla del mundo,
   
   caídas de nuestra Llama!
  
   Me hallé la mancha de palmeras.
   
   Reina tan dulce no me sabía.
   
   A la Minerva del pagano
   
   o a la Virgen se parecían.
   
   Les dieron el mayor cielo
   
   -de verlas tan dignas sería-
   
   Les regalaron los veranos
   
   y ramos de Epifanía;
   
   y les dijeron que alimentasen
   
   al Oriente y la raza mía.
   
   Yo les gozaba, les gozaba
   
   los cogollos de su alegría.
   
   -Denme el agua fina, les dije
   
   y la miel de mi regalía
   
   y la cuerda que dicen recia
   
   y la cera que llaman pía,
   
   (el agua de otro bautismo,
   
   la miel para amargo día,
   
   la cuerda de atar las fieras,
   
   las ceras de mi agonía,
   
   que me puedo morir de noche
   
   y el alto cirio llega al día ... ).
  
   Yo
    les hablaba como a madres
   
   y el corazón se me fundía.
   
   Yo me abrazaba a las cuelludas
   
   y las cuelludas me cubrían.
   
   Las palmeras en el calor
   
   eran géiseres de agua viva;
   
   se mecían sobre mi cuerpo
   
   y con mi alma se mecían.
  
* Se refiere a la palma de Chile, que produce una miel exquisita.
A Doris Dana
   Se
    murió el Mar una noche,
   
   de una orilla a la otra orilla;
   
   se arrugó, se recogió,
   
   como manto que retiran.
  
   Igual
    que albatros beodo
   
   y que alimaña huida,
   
   hasta el último horizonte
   
   con diez oleajes corría.
  
   Y
    cuando el mundo robado
   
   volvió a ver la luz del día,
   
   él era un cuerno cascado
   
   que al grito no respondía.
  
   Los
    pescadores bajamos
   
   a la costa envilecida,
   
   arrugada y vuelta como
   
   la vulpeja consumida.
  
   El
    silencio era tan grande
   
   que los pechos oprimía,
   
   y la costa se sobraba
   
   como la campana herida.
  
   Donde
    él bramaba, hostigado
   
   del Dios que lo combatía,
   
   y replicaba a su Dios
   
   con saltos de ciervo en ira,
  
   y donde mozos y mozas
   
   se daban bocas salinas
   
   y en trenza de oro danzaban
   
   sólo el ruedo de la vida,
  
   quedaron las madreperlas
   
   y las caracolas lívidas
   
   y las medusas vaciadas
   
   de su amor y de sí mismas.
  
   Quedaban dunas-fantasmas
   
   más viudas que la ceniza,
   
   mirando fijas la cuenca
   
   de su cuerpo de alegrías.
  
   Y la niebla, manoseando
   
   plumazones consumidas,
   
   y tanteando albatros muerto,
   
   rondaba como la Antígona.
  
   Mirada huérfana echaban
   
   acantilados y rías
   
   al cancelado horizonte
   
   que su amor no devolvía.
  
   Y aunque el mar nunca fue nuestro
   
   como cordera tundida,
   
   las mujeres cada noche
   
   por hijo se lo mecían.
  
   Y aunque el sueño él volease
   
   el pulpo y la pesadilla,
   
   y al umbral de nuestras casas
   
   los ahogados escupía,
  
   de no oírle y de no verle
   
   lentamente se moría,
   
   y en nuestras mejillas áridas
   
   sangre y ardor se sumían.
  
   Con tal de verlo saltar
   
   con su alzada de novilla,
   
   jadeando y levantando
   
   medusas y praderías,
  
   con tal de que nos batiese
   
   con sus pechugas salinas,
   
   y nos subiesen las olas
   
   aspadas de maravillas,
  
   pagaríamos rescate
   
   como las tribus vencidas
   
   y daríamos las casas,
   
   y los hijos y las hijas.
  
   Nos jadean los
    alientos
   
   como al ahogado en mina
   
   y el himno y el peán mueren
   
   sobre nuestras bocas mismas.
  
   Pescadores de ojos
    fijos
   
   le llamamos todavía,
   
   y lloramos abrazados
   
   a las barcas ofendidas.
  
   Y meciéndolas meciéndolas,
   
   tal como él se les mecía,
   
   mascamos algas quemadas
   
   vueltos a la lejanía,
   
   o mordemos nuestras manos
   
   igual que esclavos escitas.
  
   Y cogidos de las
    manos,
   
   cuando la noche es venida,
   
   aullamos viejos y niños
   
   como unas almas perdidas:
  
   "¡Talassa, viejo Talassa,
   
   verdes espaldas huidas,
   
   si fuimos abandonados
   
   llámanos a donde existas,
  
   y si estás muerto, que sople
   
   el viento color de Erinna
   
   y nos tome y nos arroje
   
   sobre otra costa bendita,
   
   para contarle los golfos
   
   y morir sobre sus islas".
  
   Ocotillo de Arizona
   
   sustentado en el desierto,
   
   huesecillos requemados
   
   crepitando y resistiendo,
   
   tantos gestos aventados
   
   y uno, y solo, y terco anhelo.
  
   Por
    sus filos empolvados
   
   sube un caldo de tormento.
   
   En el viento va su lengua
   
   como va el lebrel sediento,
   
   y al remate está el descanso
   
   del ansiar y del jadeo:
   
   ¡ocotillo refrescado
   
   de su sangre, no del viento!
  
   Rasa
    patria, raso polvo,
   
   raso plexo del desierto;
   
   duna y dunas enhebradas,
   
   y hasta Dios, rasos los cielos,
   
   todo arena voladora
   
   y sólo él permaneciendo;
   
   toda hierba consumada
   
   y no más su grito entero.
  
   Dice
    "¡no!" la vieja arena
   
   v el blanquear del castor muerto,
   
   y el anillo de horizonte
   
   dice "¡no!" a su prisionero,
   
   y Dios dice "¡sí!" tan sólo
   
   por el ocotillo ardiendo.
  
   ¿A
    quién manda su palabra
   
   que parece juramento?
   
   ¿A quién clama lo que pide
   
   que será su refrigerio?
   
   ¿A quién llama todavía,
   
   insistente como el eco?
   
   Al nacer, ¿a quién llamó?
   
   ¿Y a quién mira y ve en muriendo?
  
   Cuando
    para y cae rota
   
   la borrasca, y no hay senderos,
   
   voy andando, voy llegando
   
   a su magullado cuerpo
   
   y lo oscuro y lo ofendido
   
   yo le enjugo y enderezo
   
   -como a aquel que me troncharon-
   
   con la esponja de mi cuerpo,
   
   y mi palma lo repasa
   
   en sus miembros que son fuego.
  
   Isla Caribe y Siboney,
   
   tallo de aire, peana de arena,
   
   como tortuga palmoteada,
   
   de conjunciones de palmeras,
   
   clara en los turnos de la caña,
   
   sombría en discos de la ceiba.
  
   Palmas
    reales doncelleando
   
   a medio cielo y a media tierra,
   
   por el ciclón arrebatadas
   
   y suspendidas y devueltas.
  
   Corren
    del Este hacia el Oeste.
   
   Por piadosas siempre regresan.
   
   El cielo habla a Siboney
   
   por el cuello de las palmeras
   
   y contesta la Siboney
   
   con avalancha de palmeras.
  
   Si
    no las hallo quedo huérfana,
   
   si no las gozo estoy aceda.
   
   Duermo mi siesta azuleada
   
   de un largo vuelo de cigüeñas,
   
   y despierto si me despiertan
   
   con su silbo de tantas flechas.
  
   Los
    palmares de Siboney
   
   me buscan, me toman, me llevan.
   
   La palma columpia mi aliento;
   
   de palmas llevo marcha lenta.
   
   Tránsito y vuelo de palmeras
   
   éxtasis lento de la Tierra.
   
   Y en el sol acre, pasan, pasan,
   
   y yo también pasé con ellas.
   
   Y me llevan sus escuadrones
   
   como es que lleva la marea
   
   y me llevan ebria de viento
   
   con las potencias como ebrias...
  
   En la llanura del Guayas
   
   la ceiba se quedó muerta.
   
   ¿Cómo es que ella se moría,
   
   y si murió, cómo reina?
  
   Más
    noble está que de viva,
   
   y más alta en su despojo,
   
   y aún verídica sigue
   
   librada de toda mengua.
  
   El
    viento que pasa no sabe.
   
   La mira y no entiende la Tierra,
   
   y no acaba de morir
   
   para que su cuerpo extiendan.
  
   La
    larva y la sabandija
   
   tardan en subir por ella
   
   y la esperan en dos ríos
   
   hormigas rubias y negras.
  
   Murió
    sin hacha ni rayo
   
   sin resuello de sequía,
   
   murió de haber horizonte
   
   raso de sus compañeras.
  
   Llano
    y cielo no me ayudan
   
   a acostarla en rojas gredas
   
   con el rocío en su espalda
   
   y el Zodíaco en sus guedejas.
  
   Parada
    junto a mi Madre
   
   antes que las hachas lleguen,
   
   mascullando un santo salmo,
   
   tengo que entregarla al fuego.
  
   Al
    fuego rojo, al azul,
   
   al amor llamado hoguera
   
   que sube al Padre y la pone
   
   sobre su Segunda Tierra.
  
   En el fondo de la huerta
   
   mana una vertiente viva
   
   ciega de largos cabellos
   
   y sin espumas herida,
   
   que de abajada no llama
   
   y no se crece, de fina.
  
   De
    la concha de mis manos
   
   resbala, oscura y huida.
   
   Por lo bajo que rebrota
   
   se la bebe de rodillas,
   
   y yo le llevo tan sólo
   
   las sedes que más se inclinan:
   
   la sed de las pobres bestias,
   
   la de los niños, la mía.
  
   En
    la luz ella no estaba
   
   y en la noche no se oía,
   
   pero desde que la hallamos
   
   la oímos hasta dormidas,
   
   porque desde ella se viene
   
   como punzada divina,
   
   o como segunda sangre
   
   que el pecho no se sabía.
  
   Era
    ella quien mojaba
   
   los ojos de las novillas.
   
   En la oleada de alhucemas
   
   ella iba y venía
   
   y hablaba igual que mi habla
   
   que los pastos calofría.
  
   No
    vino a saltos de liebre
   
   bajando la serranía.
   
   Subió cortando carbunclos,
   
   mordiendo las cales frías.
   
   La vieja tierra nocturna
   
   le rebanaba la huida;
   
   pero llegó a su querencia
   
   con más viaje que Tobías...
  
   (Al
    que manó sólo una
   
   noche en el Huerto de Olivas
   
   no lo miraron los troncos
   
   ni la noche enceguecida,
   
   y no le oyeron la sangre,
   
   de abajada que corría.
  
   Pero
    nosotras que vimos
   
   esta agua de la acedía
   
   que nos amó sin sabernos
   
   y caminó dos mil días;
   
   ¿cómo ahora la dejamos
   
   en la noche desvalida?
   
   ¿Y cómo dormir lo mismo
   
   que cuando ella no se oía?)