Luto | 
    
   Todavía, Miguel, me valen,
   
   como al que fue saqueado,
   
   el voleo de tus voces,
   
   las saetas de tus pasos
   
   y unos cabellos quedados,
   
   por lo que reste de tiempo
   
   y albee de eternidades.
  
   Todavía
    siento extrañeza
   
   de no apartar tus naranjas
   
   ni comer tu pan sobrado
   
   y de abrir y de cerrar
   
   por mano mía tu casa.
  
   Me
    asombra el que, contra el logro
   
   de Muerte y de matadores,
   
   sigas quedado y erguido,
   
   caña o junco no cascado
   
   y que, llamado con voz
   
   o con silencio, me acudas.
  
   Todavía
    no me vuelven
   
   marcha mía, cuerpo mío.
   
   Todavía estoy contigo
   
   parada y fija en tu trance,
   
   detenidos como en puente,
   
   sin decidirte tú a seguir,
   
   y yo negada a devolverme.
  
   Todavía
    somos el Tiempo,
   
   pero probamos ya el sorbo
   
   primero, y damos el paso
   
   adelantado y medroso.
   
   Y una luz llega anticipada
   
   de La Mayor que da la mano,
   
   y convida, y toma, y lleva.
  
   Todavía
    como en esa
   
   mañana de techo herido
   
   y de muros humeantes,
   
   seguimos, mano a la mano,
   
   escarnecidos, robados,
   
   y los dos rectos e íntegros.
  
   Sin
    saber tú que vas yéndote,
   
   sin saber yo que te sigo,
   
   dueños ya de claridades
   
   y de abras inefables
   
   o resbalamos un campo
   
   que no ataja con linderos
   
   ni con el término aflige.
  
   Y
    seguimos, y seguimos,
   
   ni dormidos ni despiertos,
   
   hacia la cita e ignorando
   
   que ya somos arribados.
   
   Y del silencio perfecto,
   
   y de que la carne falta,
   
   la llamada aún no se oye
   
   ni el Llamador da su rostro.
  
   ¡Pero
    tal vez esto sea
   
   ¡ay! amor mío, la dádiva
   
   del Rostro eterno y sin gestos
   
   y del reino sin contorno!
  
A Inés María Muñoz Marín
   Otra
    vez sobre la Tierra
   
   llevo desnudo el costado,
   
   el pobre palmo de carne
   
   donde el morir es más rápido
   
   y la sangre está asomada
   
   como a los bordes del vaso.
  
   Va
    el costado como un vidrio
   
   de sien a pies alargado
   
   o en el despojo sin voz
   
   del racimo vendimiado,
   
   y más desnudo que nunca,
   
   igual que lo desollado.
  
   Va
    expuesto al viento sin tino
   
   que lo befa sobre el flanco,
   
   y, si duermo, queda expuesto
   
   a las malicias del lazo,
   
   sin el aspa de ese pecho
   
   y la torre de ese amparo.
  
   Marchábamos
    sin palabra,
   
   la mano dada a la mano,
   
   y hablaban las sangres nuestras
   
   en los pulsos acordados.
   
   Ahora llevo sin habla
   
   esa diestra, ese costado.
  
   Y
    ahora es el tantear
   
   con pobres ojos de ocaso,
   
   preguntando por mi senda
   
   a las bestias y a los pájaros,
   
   y el oír que la respuesta
   
   le dan el pinar o el traro.
  
   Otra
    vez la escarcha helada
   
   más dura que el aletazo
   
   y el rayo que va siguiéndome
   
   de fuego envalentonado
   
   y la noche que se cierra
   
   en puño oscuro de tártaro.
  
   Ya
    no más su vertical
   
   como un paso adelantado
   
   abriéndome con su mástil
   
   los duros cielos de estaño
   
   y conjugando en la marcha
   
   el álamo con el álamo.
  
   Voy
    solo llevando el vaho
   
   o el hálito apareado,
   
   sin perfil ni coyunturas
   
   en que llega mi trocado,
   
   niebla de mar o de sierra,
   
   rasando dunas y pastos.
  
   Aunque
    el naranjal me dé,
   
   cuando cruzo, brazo y brazo,
   
   y se allegue el Cirineo
   
   o dé el niño un grito blanco,
   
   ¿quién consigue que no vea
   
   con volverme, mi costado?
  
   Cargo
    la memoria viva
   
   en el tuétano envainado
   
   y a cada noche yo empino
   
   y vierto el profundo vaso,
   
   siendo yo misma la Hebe
   
   y siendo el vino que escancio.
  
   Me
    acuerdo al amanecer
   
   y cuando el mundo es soslayo,
   
   y subiendo y descendiendo
   
   los azules meridianos.
   
   Y a cada día camino
   
   lenta, lenta, por el diálogo
   
   en que la memoria mana
   
   a turnos con mi costado.
  
   Cuando
    me volví memoria
   
   y bajé a tiniebla y vaho,
   
   arañando entre madréporas
   
   y pulpos envenenados,
   
   volví sin él, pero traje,
   
   desde el Hades, como dádiva,
   
   la anémona que es de fuego
   
   de la verdad al costado.
  
   Ahora
    que supe puedo
   
   con lo que falta de tránsito:
   
   apenas tres curvas, tres
   
   blancas lejías de llanto
   
   y se me va apresurando
   
   el correr como el regato.
  
   Han
    de ponernos en valle
   
   limpio de celada y garfio,
   
   claros, íntegros, fundidos
   
   como en la estrella los radios,
   
   en la blanca geometría
   
   del dado junto del dado,
   
   como fuimos en la luz,
   
   el costado en el costado.
  
   Van
    a descubrirse, juntos,
   
   el sol y el Cristo velados,
   
   y a fundírsenos enteros
   
   en río de desagravio,
   
   rasgando mi densa noche,
   
   hebra a hebra y gajo a gajo,
   
   y aplacando con respuestas
   
   el grito de mi costado.
  
   Hacia
    ese mediodía
   
   y esa eternidad sin gasto,
   
   camino con cada aliento,
   
   sin la deuda del tardado,
   
   en este segundo cuerpo
   
   de yodo y sal devorado,
   
   que va de Gea hasta Dios
   
   rectamente como el dardo,
   
   ¡así ligero de ser
   
   sólo el filo de un costado!
  
   En sólo una noche brotó de mi pecho,
   
   subió, creció el árbol de luto,
   
   empujó los huesos, abrió las carnes,
   
   su cogollo llegó a mi cabeza.
  
   Sobre
    hombros, sobre espaldas,
   
   echó hojazones y ramas,
   
   y en tres días estuve cubierta,
   
   rica de él como de mi sangre.
   
   ¿Dónde me tocan ahora?
   
   ¿Qué brazo daré que no sea luto?
  
   Igual
    que las humaredas
   
   ya no soy llama ni brasas.
   
   Soy esta espiral y esta liana
   
   y este ruedo de humo denso.
  
   Todavía
    los que llegan
   
   me dicen mi nombre, me ven la cara;
   
   pero yo que me ahogo me veo
   
   árbol devorado y humoso,
   
   cerrazón de noche, carbón consumado,
   
   enebro denso, ciprés engañoso,
   
   cierto a los ojos, huido en la mano.
  
   En
    una pura noche se hizo mi luto
   
   en el dédalo de mi cuerpo
   
   y me cubrió este resuello
   
   noche y humo que llaman luto
   
   que me envuelve y que me ciega.
  
   Mi
    último árbol no está en la tierra
   
   no es de semilla ni de leño,
   
   no se plantó, no tiene riegos.
   
   Soy yo misma mi ciprés
   
   mi sombreadura y mi ruedo,
   
   mi sudario sin costuras,
   
   y mi sueño que camina
   
   árbol de humo y con ojos abiertos.
  
   En
    lo que dura una noche
   
   cayó mi sol, se fue mi día,
   
   y mi carne se hizo humareda
   
   que corta un niño con la mano.
  
   El
    color se escapó de mis ropas,
   
   el blanco, el azul, se huyeron
   
   y me encontré en la mañana
   
   vuelta un pino de pavesas.
  
   Ven
    andar un pino de humo,
   
   me oyen hablar detrás de mi humo
   
   y se cansarán de amarme,
   
   de comer y de vivir,
   
   bajo de triángulo oscuro
   
   falaz y crucificado
   
   que no cría más resinas
   
   y raíces no tiene ni brotes.
   
   Un solo color en las estaciones,
   
   un solo costado de humo
   
   y nunca un racimo de piñas
   
   para hacer el fuego, la cena y la dicha.
  
A Margaret Bates
   A
    la mesa se han sentado,
   
   sin señal, los forasteros,
   
   válidos de casa huérfana
   
   y patrona de ojos ciegos;
   
   y al que es dueño de esta noche
   
   y esta mesa no le tengo,
   
   no le oigo, no le sirvo,
   
   no le doy su mango ardiendo.
  
   ¿A
    qué pasaron, a qué
   
   el umbral de roto espejo
   
   que del animal nocturno
   
   recogió el hedor y el peso,
   
   cuando belfos y pelambres
   
   los dice sus compañeros?
  
   Mi
    soledad tengo a diestra
   
   en un escarpado helecho,
   
   y delante un pan ladeado
   
   de dos bandas de silencio,
   
   y mi balbuceo rueda,
   
   como las algas, sin eco.
  
   Nunca
    me he sentado a mesa
   
   de mayor despojamiento:
   
   la fruta es sin luz, los vasos
   
   llegan a las manos hueros.
  
   Tiene
    el pan de oro vergüenza
   
   y el mamey un agrio ceño;
   
   en torpe desmano cumplen
   
   loza, mantel, vino muerto,
   
   y los muros dan la espalda
   
   por no tocar lo protervo.
   
   Y ellos del ama reciben
   
   la respuesta de heno seco
   
   y su mirada perdida
   
   de pura ausencia y destierro.
  
   Por
    el caído y por mí,
   
   por habernos pecho a pecho,
   
   era esta cita nocturna
   
   en suelo y aire extranjeros,
   
   nuestra y de ninguno más,
   
   largo y sollozado encuentro.
  
   Para
    que él me lo dijese
   
   todo en río de silencio,
   
   en un rodar y rodar
   
   de cordillera en deshielo,
   
   y todo lo recibiese
   
   yo de su alma y de su cuerpo.
  
   Mirándoles
    y sin verles,
   
   esperó el liberamiento:
   
   oír el último paso,
   
   el tropel de los lobeznos
   
   y ver que a purificar
   
   la mansión llega su dueño.
  
   Está abriéndose la noche
   
   como piña de sabino.
   
   Saltan las treinta fogatas
   
   en liebres y cabritillas.
  
   Has
    llegado de la mano
   
   de Juan-Jordán, de Juan-río,
   
   y él alcanza hasta mi puerta
   
   por dejar caer lo mío.
  
   Aquí
    había una casa vana
   
   de vano leño y raso lino,
   
   un vino sin bebedor
   
   y una mujer sin destino.
   
   ¡Pero Juan me vio de lejos
   
   y cruzó el Jordán contigo!
  
   Mesa
    y mantel no tocados,
   
   de intactos se hacen divinos.
   
   Comida parece la fruta;
   
   apurado parece el vino.
   
   ¡Nunca vimos alimentos
   
   sin comensal consumidos!
  
   El
    silencio, de no usado,
   
   deja oír nuestros latidos,
   
   y de huérfano el espacio,
   
   nos deja así, cristalinos,
   
   y de boca ninguna llamados
   
   seguimos rectos y embebecidos.
  
   Nunca
    se entibió mi noche
   
   de guayacán y de espino,
   
   como de mirarte así,
   
   yo libre y tú no cautivo.
  
   Ya
    no hablas dándome el soplo,
   
   mi abedul ensordecido,
   
   y yo no digo ni pienso,
   
   de bastarme lo que miro.
  
   Así
    sería, mi amor,
   
   cuando no éramos nacidos
   
   y llameaba nuestra noche
   
   de Casiopea y Sirio.
   
   Cae en pavesas la memoria;
   
   y comienza un futuro divino.
  
   Yo tengo una palabra en la garganta
   
   y no la suelto, y no me libro de ella
   
   aunque me empuja su empellón de sangre.
   
   Si la soltase, quema el pasto vivo,
   
   sangra al cordero, hace caer al pájaro.
  
   Tengo
    que desprenderla de mi lengua,
   
   hallar un agujero de castores
   
   o sepultarla con cal y mortero
   
   porque no guarde como el alma el vuelo.
  
   No
    quiero dar señales de que vivo
   
   mientras que por mi sangre vaya y venga
   
   y suba y baje por mi loco aliento.
   
   Aunque mi padre Job la dijo, ardiendo,
   
   no quiero darle, no, mi pobre boca
   
   porque no ruede y la hallen las mujeres
   
   que van al río, y se enrede a sus trenzas
   
   o al pobre matorral tuerza y abrase.
  
   Yo
    quiero echarle violentas semillas
   
   que en una noche la cubran y ahoguen,
   
   sin dejar de ella el cisco de una sílaba.
   
   O rompérmela así, como la víbora
   
   que por mitad se parte entre los dientes.
  
   Y
    volver a mi casa, entrar, dormirme,
   
   cortada de ella, rebanada de ella,
   
   y despertar después de dos mil días
   
   recién nacida de sueño y olvido.
  
   ¡Sin
    saber ¡ay! que tuve una palabra
   
   de yodo y piedra-alumbre entre los labios
   
   ni poder acordarme de una noche,
   
   de la morada en país extranjero,
   
   de la celada y el rayo a la puerta
   
   y de mi carne marchando sin su alma!