Locas mujeres | 
    
A Emma Godoy
   Ahora
    voy a aprenderme
   
   el país de la acedía,
   
   y a desaprender tu amor
   
   que era la sola lengua mía,
   
   como río que olvidase
   
   lecho, corriente y orillas.
  
   ¿Por
    qué trajiste tesoros
   
   si el olvido no acarrearías?
   
   Todo me sobra y yo me sobro
   
   como traje de fiesta para fiesta no habida;
   
   ¡tanto, Dios mío, que me sobra
   
   mi vida desde el primer día!
  
   Denme
    ahora las palabras
   
   que no me dio la nodriza.
   
   Las balbucearé demente
   
   de la sílaba a la sílaba:
   
   palabra "expolio", palabra "nada",
   
   y palabra "postrimería",
   
   ¡aunque se tuerzan en mi boca
   
   como las víboras mordidas!
  
   Me
    he sentado a mitad de la Tierra,
   
   amor mío, a mitad de la vida,
   
   a abrir mis venas y mi pecho,
   
   a mondarme en granada viva,
   
   y a romper la caoba roja
   
   de mis huesos que te querían.
  
   Estoy
    quemando lo que tuvimos:
   
   los anchos muros, las altas vigas,
   
   descuajando una por una
   
   las doce puertas que abrías
   
   y cegando a golpes de hacha
   
   el aljibe de la alegría.
  
   Voy
    a esparcir, voleada,
   
   la cosecha ayer cogida,
   
   a vaciar odres de vino
   
   y a soltar aves cautivas;
   
   a romper como mi cuerpo
   
   los miembros de la "masía"
   
   y a medir con brazos altos
   
   la parva de las cenizas.
  
   ¡Cómo
    duele, cómo cuesta,
   
   cómo eran las cosas divinas,
   
   y no quieren morir, y se quejan muriendo,
   
   y abren sus entrañas vívidas!
   
   Los leños entienden y hablan,
   
   el vino empinándose mira
   
   y la banda de pájaros sube
   
   torpe y rota como neblina.
  
   Venga
    el viento, arda mi casa
   
   mejor que bosque de resinas;
   
   caigan rojos y sesgados
   
   el molino y la torre madrina.
   
   ¡Mi noche, apurada del fuego,
   
   mi pobre noche no llegue al día!
  
   Antes que él eche a andar, está quedado
   
   el viento Norte, hay una luz enferma,
   
   el camino blanquea en brazo muerto
   
   y, sin gracia de amor, pesa la tierra.
  
   Y
    cuando viene, lo sé por el aire
   
   que me lo dice, alácrito y agudo;
   
   y abre mi grito en la venteada un tubo
   
   que le mima y le cela los cabellos,
   
   y le guarda los ojos del pedrisco.
  
   Vilano o junco ebrio parecía;
   
   apenas era y ya no voltijea;
   
   viene más puro que el disco lanzado,
   
   más recto, más que el albatrós sediento,
   
   y ahora ya la punta de mis brazos
   
   afirman su cintura en la carrera...
  
   Pero
    ya saben mi cuerpo y mi alma
   
   que viene caminando por la raya
   
   amoratada de mi largo grito,
   
   sin enredarse en el fresno glorioso
   
   ni relajarse en los bancos de arena.
  
   ¿Cómo
    no ha de llegar si me lo traen
   
   los elementos a los que fui dada?
   
   El agua me lo alumbra en los hondones,
   
   el fuego me lo urge en el poniente
   
   y el viento Norte aguija sus costados.
  
   Mi
    grito vivo no se le relaja;
   
   ciego y exacto lo alcanza en los riscos.
   
   Avanza abriendo el matorral espeso
   
   y al acercarse ya suelta su espalda,
   
   libre lo deja y se apaga en mi puerta.
  
   Y
    ya no hay voz cuando cae a mis brazos
   
   porque toda ella quedó consumida,
   
   y este silencio es más fuerte que el grito
   
   si así nos deja con los rostros blancos.
  
   La bailarina ahora está danzando
   
   la danza del perder cuanto tenía.
   
   Deja caer todo lo que ella había,
   
   padres y hermanos, huertos y campiñas,
   
   el rumor de su río, los caminos,
   
   el cuento de su hogar, su propio rostro
   
   y su nombre, y los juegos de su infancia
   
   como quien deja todo lo que tuvo
   
   caer de cuello y de seno y de alma.
  
   En
    el filo del día y el solsticio
   
   baila riendo su cabal despojo.
   
   Lo que avientan sus brazos es el mundo
   
   que ama y detesta, que sonríe y mata,
   
   la tierra puesta a vendimia de sangre,
   
   la noche de los hartos que ni duermen
   
   y la dentera del que no ha posada.
  
   Sin
    nombre, raza ni credo, desnuda
   
   de todo y de sí misma, da su entrega,
   
   hermosa y pura, de pies voladores.
   
   Sacudida como árbol y en el centro
   
   de la tornada, vuelta testimonio.
  
   No
    está danzando el vuelo de albatroses
   
   salpicados de sal y juegos de olas;
   
   tampoco el alzamiento y la derrota
   
   de los cañaverales fustigados.
   
   Tampoco el viento agitador de velas,
   
   ni la sonrisa de las altas hierbas.
  
   El
    nombre no le den de su bautismo.
   
   Se soltó de su casta y de su carne
   
   sumió la canturia de su sangre
   
   y la balada de su adolescencia.
  
   Sin
    saberlo le echamos nuestras vidas
   
   como una roja veste envenenada
   
   y baila así mordida de serpientes
   
   que alácritas y libres le repechan
   
   y la dejan caer en estandarte
   
   vencido o en guirnalda hecha pedazos.
  
   Sonámbula,
    mudada en lo que odia,
   
   sigue danzando sin saberse ajena
   
   sus muecas aventando y recogiendo
   
   jadeadora de nuestro jadeo,
   
   cortando el aire que no la refresca
   
   única y torbellino, vil y pura.
  
   Somos
    nosotros su jadeado pecho,
   
   su palidez exangüe, el loco grito
   
   tirado hacia el poniente y el levante
   
   la roja calentura de sus venas,
   
   el olvido del Dios de sus infancias.
  
   En el sueño yo no tenía
   
   padre ni madre, gozos ni duelos,
   
   no era mío ni el tesoro
   
   que he de velar hasta el alba,
   
   edad ni nombre llevaba,
   
   ni mi triunfo ni mi derrota.
  
   Mi
    enemigo podía injuriarme
   
   o negarme Pedro, mi amigo,
   
   que de haber ido tan lejos
   
   no me alcanzaban las flechas:
   
   para la mujer dormida
   
   lo mismo daba este mundo
   
   que los otros no nacidos...
  
   Donde
    estuve nada dolía:
   
   estaciones, sol ni lunas,
   
   no punzaban ni la sangre
   
   ni el cardenillo del Tiempo;
   
   ni los altos silos subían
   
   ni rondaba el hambre los silos.
   
   Y yo decía como ebria:
   
   ¡Patria mía, Patria, la Patria!
  
   Pero
    un hilo tibio retuve,
   
   -pobre mujer- en la boca,
   
   vilano que iba y venía
   
   por la nonada del soplo,
   
   no más que un hilo de araña
   
   o que un repunte de arenas.
  
   Pude
    no volver y he vuelto.
   
   De nuevo hay muro a mi espalda,
   
   y he de oír y responder
   
   y, voceando pregones,
   
   ser otra vez buhonera.
  
   Tengo
    mi cubo de piedra
   
   y el puñado de herramientas.
   
   Mi voluntad la recojo
   
   como ropa abandonada,
   
   desperezo mi costumbre
   
   y otra vez retomo el mundo.
  
   Pero
    me iré cualquier día
   
   sin llantos y sin abrazos,
   
   barca que parte de noche
   
   sin que la sigan las otras,
   
   la ojeen los faros rojos
   
   ni se la oigan sus costas...
  
   En cuanto engruesa la noche
   
   y lo erguido se recuesta,
   
   y se endereza lo rendido,
   
   le oigo subir las escaleras
   
   Nada importa que no le oigan
   
   y solamente yo lo sienta.
   
   ¡A qué había de escucharlo
   
   el desvelo de otra sierva!
  
   En
    un aliento mío sube
   
   y yo padezco hasta que llega
   
   -cascada loca que su destino
   
   una vez baja y otras repecha
   
   y loco espino calenturiento
   
   castañeteando contra mi puerta-.
  
   No
    me alzo, no abro los ojos,
   
   y sigo su forma entera.
   
   Un instante, como precitos,
   
   bajo la noche tenemos tregua;
   
   pero le oigo bajar de nuevo
   
   como en una marea eterna.
  
   El
    va y viene toda la noche
   
   dádiva absurda, dada y devuelta,
   
   medusa en olas levantada
   
   que ya se ve, que ya se acerca.
   
   Desde mi lecho yo lo ayudo
   
   con el aliento que me queda,
   
   por que no busque tanteando
   
   y se haga daño en las tinieblas.
  
   Los
    peldaños de sordo leño
   
   como cristales me resuenan.
   
   Yo sé en cuáles se descansa,
   
   y se interroga, y se contesta.
   
   Oigo donde los leños fieles
   
   igual que mi alma, se le quejan,
   
   y sé el paso maduro y último
   
   que iba a llegar y nunca llega...
  
   Mi
    casa padece su cuerpo
   
   como llama que la retuesta.
   
   Siento el calor que da su cara
   
   -ladrillo ardiendo- contra mi puerta.
   
   Pruebo una dicha que no sabía:
   
   sufro de viva, muero de alerta,
   
   ¡y en este trance de agonía
   
   se van mis fuerzas con sus fuerzas!
  
   Al
    otro día repaso en vano
   
   con mis mejillas y mi lengua,
   
   rastreando la empuñadura
   
   en el espejo de la escalera.
   
   Y unas horas sosiega mi alma
   
   hasta que cae la noche ciega.
  
   El
    vagabundo que lo cruza
   
   como fábula me lo cuenta.
   
   Apenas él lleva su carne,
   
   apenas es de tanto que era,
   
   y la mirada de sus ojos
   
   una vez hiela y otras quema.
  
   No
    le interrogue quien lo cruce;
   
   sólo le digan que no vuelva,
   
   que no repeche su memoria,
   
   para que él duerma y que yo duerma.
   
   Mate el nombre que como viento
   
   en sus rutas turbillonea
   
   ¡y no vea la puerta mía,
   
   recta y roja como una hoguera.
  
A Paulina Brook
   Nos
    tenemos por la gracia
   
   de haberlo dejado todo;
   
   ahora vivimos libres
   
   del tiempo de ojos celosos;
   
   y a la luz le parecemos
   
   algodón del mismo copo.
  
   El
    Universo trocamos
   
   por un muro y un coloquio.
   
   País tuvimos y gentes
   
   y unos pesados tesoros,
   
   y todo lo dio el amor
   
   loco y ebrio de despojo.
  
   Quiso
    el amor soledades
   
   como el lobo silencioso.
   
   Se vino a cavar su casa
   
   en el valle más angosto
   
   y la huella le seguimos
   
   sin demandarle retorno...
  
   Para
    ser cabal y justa
   
   como es en la copa el sorbo,
   
   y no robarle el instante,
   
   y no malgastarle el soplo,
   
   me perdí en la casa tuya
   
   como la espada en el forro.
  
   Nos
    sobran todas las cosas
   
   que teníamos por gozos:
   
   los labrantíos, las costas,
   
   las anchas dunas de hinojos.
   
   El asombro del amor
   
   acabó con los asombros.
  
   Nuestra
    dicha se parece
   
   al panal que cela su oro;
   
   pesa en el pecho la miel
   
   de su peso capitoso,
   
   y ligera voy, o grave,
   
   y me sé y me desconozco.
  
   Ya
    ni recuerdo cómo era
   
   cuando viví con los otros.
   
   Quemé toda mi memoria
   
   como hogar menesteroso.
   
   Los tejados de mi aldea
   
   si vuelvo, no los conozco,
   
   y el hermano de mis leches
   
   no me conoce tampoco.
  
   Y
    no quiero que me hallen
   
   donde me escondí de todos;
   
   antes hallen en el hielo
   
   el rastro huido del oso.
   
   El muro es negro de tiempo
   
   el liquen del umbral, sordo,
   
   y se cansa quien nos llame
   
   por el nombre de nosotros.
  
   Atravesaré
    de muerta
   
   el patio de hongos morosos.
   
   El me cargará en sus brazos
   
   en chopo talado y mondo.
   
   Yo miraré todavía
   
   el remate de sus hombros.
   
   La aldea que no me vio
   
   me verá cruzar sin rostro,
   
   y sólo me tendrá el polvo
   
   volador, que no es esposo.
  
   En todos los lugares he encendido
   
   con mi brazo y mi aliento el viejo fuego;
   
   en toda tierra me vieron velando
   
   el faisán que cayó desde los cielos,
   
   y tengo ciencia de hacer la nidada
   
   de las brasas juntando sus polluelos.
  
   Dulce
    es callando en tendido rescoldo,
   
   tierno cuando en pajuelas lo comienzo.
   
   Malicias sé para soplar sus chispas
   
   hasta que él sube en alocados miembros.
   
   Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo:
   
   era o el humo o el chisporroteo;
   
   pero ya sube en cerrada columna
   
   recta, viva, leal y en gran silencio.
  
   No
    hay gacela que salte los torrentes
   
   y el carrascal como mi loco ciervo;
   
   en redes, peces de oro no brincaron
   
   con rojez de cardumen tan violento.
   
   He cantado y bailado en torno suyo
   
   con reyes, versolaris y cabreros,
   
   y cuando en sus pavesas él moría
   
   yo le supe arrojar mi propio cuerpo.
  
   Cruzarían
    los hombres con antorchas
   
   mi aldea, cuando fue mi nacimiento
   
   o mi madre se iría por las cuestas
   
   encendiendo las matas por el cuello.
   
   Espino, algarrobillo y zarza negra,
   
   sobre mi único Valle están ardiendo,
   
   soltando sus torcidas salamandras,
   
   aventando fragancias cerro a cerro.
  
   Mi
    vieja antorcha, mi jadeada antorcha
   
   va despertando majadas y oteros;
   
   a nadie ciega y va dejando atrás
   
   la noche abierta a rasgones bermejos.
   
   La gracia pido de matarla antes
   
   de que ella mate el Arcángel que llevo.
  
   (Yo no sé si lo llevo o
    si él me lleva;
   
   pero sé que me llamo su alimento,
   
   y me sé que le sirvo y no le falto
   
   y no lo doy a los titiriteros).
  
   Corro,
    echando a la hoguera cuanto es mío.
   
   Porque todo lo di, ya nada llevo,
   
   y caigo yo, pero él no me agoniza
   
   y sé que hasta sin brazos lo sostengo.
   
   O me lo salva alguno de los míos,
   
   hostigando a la noche y su esperpento,
   
   hasta el último hondón, para quemarla
   
   en su cogollo más alto y señero.
  
   Traje
    la llama desde la otra orilla,
   
   de donde vine y adonde me vuelvo.
   
   Allá nadie la atiza y ella crece
   
   y va volando en albatros bermejo.
   
   He de volver a mi hornaza dejando
   
   caer en su regazo el santo préstamo.
  
   ¡Padre,
    madre y hermana adelantados,
   
   y mi Dios vivo que guarda a mis muertos:
   
   corriendo voy por la canal abierta
   
   de vuestra santa Maratón de fuego!
  
   Árbol de fiesta, brazos anchos,
   
   cascada suelta, frescor vivo
   
   a mi espalda despeñados:
   
   ¿quién os dijo de pararme
   
   y silabear mi nombre?
  
   Bajo
    un árbol yo tan sólo
   
   lavaba mis pies de marchas
   
   con mi sombra como ruta
   
   y con el polvo por saya.
  
   ¡Qué
    hermoso que echas tus ramas
   
   y que abajas tu cabeza,
   
   sin entender que no tengo
   
   diez años para aprenderme
   
   tu verde cruz que es sin sangre
   
   y el disco de tu peana!
  
   Atísbame,
    pino-cedro,
   
   con tus ojos verticales,
   
   y no muevas ni descuajes
   
   los pies de tu terrón vivo:
   
   que no pueden tus pies nuevos
   
   con rasgones de los cactus
   
   y encías de las risqueras.
  
   Y
    hay como un desasosiego,
   
   como un siseo que corre
   
   desde el hervor del zodíaco
   
   a las hierbas erizadas.
   
   Viva está toda la noche
   
   de negaciones y afirmaciones,
   
   las del Ángel que te manda
   
   y el mío que con él lucha.
  
   Y
    un azoro de mujer
   
   llora a su cedro de Líbano
   
   caído y cubierto de noche,
   
   que va a marchar desde el alba
   
   sin saber ruta ni polvo
   
   y sin volver a ver más
   
   su ronda de dos mil pinos.
  
   ¡Ay, árbol mío, insensato
   
   entregado a la ventisca
   
   a canícula y a bestia
   
   al azar de la borrasca.
   
   Pino errante sobre la Tierra!
  
   Para nadie planta la lila
   
   o poda las azaleas
   
   y carga el agua para nadie
   
   en baldes que la espejean.
  
   Vuelta
    a uno que no da sombra
   
   y sobrepasa su cabeza,
   
   estira un helecho mojado
   
   y a darlo y a hurtárselo juega.
  
   Abre
    las rejas sin que llamen,
   
   sin que entre nadie, las cierra
   
   y se cansa para el sueño
   
   que la toma, la suelta y la deja.
  
   Desvíen
    el agua de la vertiente
   
   que la halla gateando ciega,
   
   espolvoreen sal donde siembre,
   
   entierren sus herramientas.
  
   Háganla
    dormir, pónganla a dormir
   
   como al armiño o la civeta.
   
   Cuando duerma bajen su brazo
   
   y avienten el sueño que sueña.
  
   La
    muerte anda desvariada,
   
   borracha camina la Tierra,
   
   trueca rutas, tuerce dichas,
   
   en la esfera tamborilea.
  
   Viento
    y Arcángel de su nombre
   
   trajeron hasta su puerta
   
   la muerte de todos sus vivos
   
   sin traer la muerte de ella.
  
   Las
    fichas vivas de los hombres
   
   en la carrera le tintinean.
   
   ¡Trocaría, perdería
   
   la pobre muerte de la granjera!
  
Al doctor Cruz Coke
   Nacieron
    juntas, vivían juntas,
   
   comían juntas Marta y María.
   
   Cerraban las mismas puertas,
   
   al mismo aljibe bebían,
   
   el mismo soto las miraba,
   
   y la misma luz las vestía.
  
   Sonaban
    las lozas de Marta,
   
   borbolleaban sus marmitas.
   
   El gallinero hervía en tórtolas,
   
   en gallos rojos y ave-frías,
   
   y, saliendo y entrando, Marta
   
   en plumazos se perdía.
  
   Rasgaba
    el aire, gobernaba
   
   alimentos y lencerías,
   
   el lagar y las colmenas
   
   y el minuto, la hora y el día...
  
   Y
    a ella todo le voceaba
   
   a grito herido por donde iba:
   
   vajillas, puertas, cerrojos,
   
   como a la oveja con esquila;
   
   y a la otra se le callaban,
   
   hilado llanto y Ave-Marías.
  
   Mientras
    que en ángulos encalado,
   
   sin alzar mano, aunque tejía,
   
   María, en azul mayólica,
   
   algo en el aire quieto hacía:
   
   ¿Qué era aquello que no se acababa,
   
   ni era mudado ni le cundía?
  
   Y
    un mediodía ojidorado,
   
   cuando es que Marta rehacía
   
   a diez manos la vieja Judea,
   
   sin voz ni gesto pasó María.
  
   Sólo
    se hizo más dejada,
   
   sólo embebió sus mejillas,
   
   y se quedó en santo y seña
   
   de su espalda, en la cal fría,
   
   un helecho tembloroso
   
   una lenta estalactita,
   
   y no más que un gran silencio
   
   que rayo ni grito rompían.
  
   Cuando
    Marta envejeció,
   
   sosegaron horno y cocina;
   
   la casa ganó su sueño,
   
   quedó la escalera supina,
   
   y en adormeciendo Marta,
   
   y pasando de roja a salina,
   
   fue a sentarse acurrucada
   
   en el ángulo de María,
   
   donde con pasmo y silencio
   
   apenas su boca movía...
  
   Hacia
    María pedía ir
   
   y hacia ella se iba, se iba,
   
   diciendo: "¡María!", sólo eso,
   
   y volviendo a decir: "¡María!"
   
   Y con tanto fervor llamaba
   
   que, sin saberlo ella partía,
   
   soltando la hebra del hábito
   
   que su pecho no defendía.
   
   Ya iba los aires subiendo,
   
   ya "no era" y no lo sabía ...
  
A Victoria Kent
   Yo tengo en esa
    hoguera de ladrillos,
   
   yo tengo al hombre mío prisionero.
   
   Por corredores de filos amargos
   
   y en esta luz sesgada de murciélago,
   
   tanteando como el buzo por la gruta,
   
   voy caminando hasta que me lo encuentro,
   
   y hallo a mi cebra pintada de burla
   
   en los anillos de su befa envuelto.
  
   Me
    lo han dejado, como a barco roto,
   
   con anclas de metal en los pies tiernos;
   
   le han esquilado como a la vicuña
   
   su gloria azafranada de cabellos.
   
   Pero su Ángel-Custodio anda la celda
   
   y si nunca lo ven es que están ciegos.
   
   Entró con él al hoyo de cisterna;
   
   tomó los grillos como obedeciendo;
   
   se alzó a coger el vestido de cobra,
   
   y se quedó sin el aire del cielo.
  
   El
    Ángel gira moliendo y moliendo
   
   la harina densa del más denso sueño;
   
   le borra el mar de zarcos oleajes,
   
   le sumerge una casa y un viñedo,
   
   y le esconde mi ardor de carne en llamas,
   
   y su esencia, y el nombre que dieron.
  
   En
    la celda, las olas de bochorno
   
   y frío, de los dos, yo me las siento,
   
   y trueque y turno que hacen y deshacen
   
   de queja y queja los dos prisioneros
   
   ¡y su guardián nocturno ni ve ni oye
   
   que dos espaldas son y dos lamentos!
  
   Al
    rematar el pobre día nuestro,
   
   hace el Ángel dormir al prisionero,
   
   dando y lloviendo olvido imponderable
   
   a puñados de noche y de silencio.
   
   Y yo desde mi casa que lo gime
   
   hasta la suya, que es dedal ardiendo,
   
   como quien no conoce otro camino,
   
   en lanzadera viva voy y vengo,
   
   y al fin se abren los muros y me dejan
   
   pasar el hierro, la brea, el cemento...
  
   En
    lo oscuro, mi amor que come moho
   
   y telarañas, cuando es que yo llego,
   
   entero ríe a lo blanquidorado;
   
   a mi piel, a mi fruta y a mi cesto.
   
   El canasto de frutas a hurtadillas
   
   destapo, y uva a uva se lo entrego;
   
   la sidra se la doy pausadamente,
   
   por que el sorbo no mate a mi sediento,
   
   y al moverse le siguen -pajarillos
   
   de perdición- sus grillos cenicientos.
  
   Vuestro
    hermano vivía con vosotros
   
   hasta el día de cielo y umbral negro;
   
   pero es hermano vuestro, mientras sea
   
   la sal aguda y el agraz acedo,
   
   hermano con su cifra y sin su cifra,
   
   y libre o tanteando en su agujero,
   
   y es bueno, sí, que hablemos de él, sentados
   
   o caminando, y en vela o durmiendo,
   
   si lo hemos de contar como una fábula
   
   cuando nos haga responder su Dueño.
  
   Y
    cuando rueda la nieve los tejados
   
   o a sus espaldas cae el aguacero,
   
   mi calor con su hielo se pelea
   
   en el pecho de mi hombre friolento:
   
   él ríe entero a mi nombre y mi rostro
   
   y al cesto ardiendo con que lo festejo,
   
   ¡y puedo, calentando sus rodillas,
   
   contar como David todos sus huesos!
  
   Pero
    por más que le allegue mi hálito
   
   y le funda su sangre pecho a pecho,
   
   ¡cómo con brazo arqueado de cuna
   
   yo rompo cedro y pizarra de techos,
   
   si en dos mil días los hombres sellaron
   
   este panal cuya cera de infierno
   
   más arde más, que aceite y resinas,
   
   y que la pez, y arde mudo y sin tiempo!
  
   Aquel mismo arenal, ella camina
   
   siempre hasta cuando ya duermen los otros;
   
   y aunque para dormir caiga por tierra
   
   ese mismo arenal sueña y camina.
   
   La misma ruta, la que lleva al Este
   
   es la que toma aunque la llama el Norte,
   
   y aunque la luz del sol le da diez rutas
   
   y se las sabe, camina la Única.
   
   Al pie del mismo espino se detiene
   
   y con el ademán mismo lo toma
   
   y lo sujeta porque es su destino.
  
   La
    misma arruga de la tierra ardiente
   
   la conduce, la abrasa y la obedece
   
   y cuando cae de soles rendida
   
   la vuelve a alzar para seguir con ella.
   
   Sea que ella la viva o que la muera
   
   en el ciego arenal que todo pierde,
   
   de cuanto tuvo dado por la suerte
   
   esa sola palabra ha recogido
   
   y de ella vive y de la misma muere.
  
   Igual
    palabra, igual, es la que dice
   
   y es todo lo que tuvo y lo que lleva
   
   y por su sola sílaba de fuego
   
   ella puede vivir hasta que quiera.
   
   Otras palabras aprender no quiso
   
   y la que lleva es su propio sustento
   
   a más sola que va más la repite
   
   pero no se la entienden sus caminos.
  
   ¿Cómo,
    si es tan pequeña la alimenta?
   
   ¿Y cómo si es tan breve la sostiene
   
   y cómo si es la misma no la rinde
   
   y a dónde va con ella hasta la muerte?
   
   No le den soledad por que la mude,
   
   ni palabra le den, que no responde.
   
   Ninguna más le dieron, en naciendo,
   
   y como es su gemela no la deja.
  
   ¿Por
    qué la madre no le dio sino ésta?
   
   ¿Y por qué cuando queda silenciosa
   
   muda no está, que sigue balbuceándola?
   
   Se va quedando sola como un árbol
   
   o como arroyo de nadie sabido
   
   así marchando entre un fin y un comienzo
   
   y como sin edad o como en sueño.
   
   Aquellos que la amaron no la encuentran,
   
   el que la vio la cuenta por fábula
   
   y su lengua olvidó todos los nombres
   
   y sólo en su oración dice el del Único.
  
   Yo
    que la cuento ignoro su camino
   
   y su semblante de soles quemado,
   
   no sé si la sombrean pino o cedro
   
   ni en qué lengua ella mienta a los extraños.
  
   Tanto
    quiso olvidar que le ha olvidado.
   
   Tanto quiso mudar que ya no es ella,
   
   tantos bosques y ríos se ha cruzado
   
   que al mar la llevan ya para perderla,
   
   y cuando me la pienso, yo la tengo,
   
   y le voy sin descanso recitando
   
   la letanía de todos los nombres
   
   que me aprendí, como ella vagabunda;
   
   pero el Ángel oscuro nunca, nunca,
   
   quiso que yo la cruce en los senderos.
  
   Y
    tanto se la ignoran los caminos
   
   que suelo comprender, con largo llanto,
   
   que ya duerme del sueño fabuloso,
   
   mar sin traición y monte sin repecho,
   
   ni dicha ni dolor, nomás olvido.
  
   Quiero ver al hombre del faro,
   
   quiero ir a la peña del risco,
   
   probar en su boca la ola,
   
   ver en sus ojos el abismo.
   
   Yo quiero alcanzar, si vive,
   
   al viejo salobre y salino.
  
   Dicen
    que sólo mira al Este
   
   -emparedado que está vivo-
   
   y quiero, cortando sus olas
   
   que me mire en vez del abismo.
  
   Todo
    se sabe de la noche
   
   que ahora es mi lecho y camino:
   
   sabe resacas, pulpos, esponjas,
   
   sabe un grito que mata el sentido.
  
   Está
    escupido de marea
   
   su pecho fiel y con castigo;
   
   está silbado de gaviotas
   
   y tan albo como el herido
   
   ¡y de inmóvil, y mudo y ausente,
   
   ya no parece ni nacido!
  
   Pero
    voy a la torre del faro,
   
   subiéndome ruta de filos
   
   por el hombre que va a contarme
   
   lo terrestre y lo divino,
   
   y en brazo y brazo le llevo
   
   jarro de leche, sorbo de vino...
  
   Y
    él sigue escuchando mares
   
   que no aman sino a sí mismos.
   
   Pero tal vez ya nada escuche,
   
   de haber parado en sal y olvido.
  
   Donde estaba su casa sigue
   
   como si no hubiera ardido.
   
   Habla sólo la lengua de su alma
   
   con los que cruzan, ninguna.
  
   Cuando
    dice "pino de Alepo"
   
   no dice árbol que dice un niño
   
   y cuando dice "regato"
   
   y "espejo de oro", dice lo mismo,
  
   Cuando
    llega la noche cuenta
   
   los tizones de su casa
   
   o enderezada su frente
   
   ve erguido su pino de Alepo.
   
   (El día vive por su noche
   
   y la noche por su milagro).
  
   En
    cada árbol endereza
   
   al que acostaron en tierra
   
   y en el fuego de su pecho
   
   lo calienta, lo enrolla, lo estrecha.
  
   Un pobre amor humillado
   
   arde en la casa que miro.
   
   En el espacio del mundo,
   
   lleno de duros prodigios,
   
   existe y pena este amor,
   
   como ninguno ofendido.
  
   Se
    cansa cuanto camina,
   
   cuanto alienta, cuanto es vivo,
   
   y no se rinde ese fuego,
   
   de clavos altos y fijos.
  
   Junto
    con los otros sueños,
   
   el sueño suyo Dios hizo
   
   y ella no quiere dormir
   
   de aquel sueño recibido.
  
   
    violento arde y no cansino,
    
    sin tener el viento Oeste
    
    sin alcanzar el marino,
    
    y arde quieta, arde parada
    
    aunque sea torbellino.
   
   Mejor
    que caiga su casa
   
   para que ella haga camino
   
   y que marche hasta rodar
   
   en el pastal o en los trigos.
  
   Ella
    su casa la da
   
   como se entrega un carrizo;
   
   da su canción dolorida,
   
   da su mesa y sus vestidos.
  
   Pero
    ella no da su pecho
   
   ni el brazo al fuego extendido,
   
   ni la oración que le nace
   
   como un hijo, con vagido,
   
   ni el árbol de azufre y sangre
   
   cada noche más crecido,
   
   que ya la alcanza y la lame
   
   tomándola para él mismo!