Vida

( Gabriela Mistral )

La Cruz de Bistolfi

Cruz que ninguno mira y que todos sentimos,

la invisible y la cierta como una ancha montaña:

dormimos sobre ti y sobre ti vivimos;

tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.

El amor nos fingió un lecho, pero era

sólo tu garfio vivo y tu leño desnudo.

Creímos que corríamos libres por las praderas

y nunca descendimos de tu apretado nudo.

De toda sangre humana fresco está tu madero,

y sobre ti yo aspiro las llagas de mi padre,

y en el clavo de ensueño que lo llagó, me muero.

¡Mentira que hemos visto las noches y los días!

Estuvimos prendidos, como el hijo a la madre,

a ti, del primer llanto a la última agonía!

El Pensador de Rodin

Con el mentón caído sobre la mano ruda,

el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,

carne fatal, delante del destino desnuda,

carne que odia la muerte, y tembló de belleza.

Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,

y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.

El "de morir tenemos" pasa sobre su frente,

en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.

Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores.

Cada surco en la carne se llena de terrores.

Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte

que le llama en los bronces... Y no hay árbol torcido

de sol en la llanura, ni león de flanco herido,

crispados como este hombre que medita en la muerte.

Al Oído de Cristo

I

Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;

Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:

estas pobres gentes del siglo están muertas

de una laxitud, de un miedo, de un frío!

A la cabecera de sus lechos eres,

sí te tienen, forma demasiado cruenta,

sin esas blanduras que aman las mujeres

y con esas marcas de vida violenta.

No te escupirían por creerte loco,

no fueran capaces de amarte tampoco

así, con sus ímpetus laxos y marchitos.

Porque como, Lázaro ya hieden, ya hieden,

por no disgregarse, mejor no se mueven.

¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!

II

Aman la elegancia de gesto y color,

y en la crispadura tuya del madero,

en tu sudar sangre, tu último temblor

y el resplandor cárdeno del Calvario entero.

Les parece que hay exageración

y plebeyo gusto; el que Tú lloraras

y tuvieras sed y tribulación,

no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.

Tienen ojo opaco de infecunda yesca,

sin virtud de llanto, que limpia y refresca;

tienen una boca de suelto botón

mojada en lascivia, ni firme ni roja;

¡y como de fines de otoño, así, floja

e impura, la poma de su corazón!

III

....¡Oh Cristo! un dolor les vuelva a hacer viva

l`alma que les diste y que se ha dormido,

que se la devuelva honda y sensitiva,

casa de amargura, pasión y alarido.

¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan

tal como se hienden quemadas gavillas;

llamas que a su gajo caduco se prendan,

llamas de suplicio: argollas, cuchillas!

¡Llanto, llanto de calientes raudales

renueve los ojos de turbios cristales

y les vuelva el viejo fuego del mirar!

¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!

Si ya es imposible, si Tú bien lo has visto,

si son paja de eras... ¡desciende a aventar!

Ruth

I

Ruth moabita a espigar va a las eras,

aunque no tiene ni un campo mezquino.

Piensa que es Dios dueño de las praderas

y que ella espiga en un predio divino.

El sol caldeo su espalda acuchilla,

baña terrible su dorso inclinado;

arde de fiebre su leve mejilla,

y la fatiga le rinde el costado.

Booz se ha sentado en la parva abundosa.

El trigal es una onda infinita,

desde la sierra hasta donde él reposa,

que la abundancia ha cegado el camino...

Y en la onda de oro la Ruth moabita

viene, espigando, a encontrar su destino!

II

-Booz miró a Ruth, y a los recolectores

dijo: "Dejad que recoja confiada..."

Y sonrieron los espigadores,

viendo del viejo la absorta mirada...

Eran sus barbas dos sendas de flores,

su ojo dulzura, reposo el semblante;

su voz pasaba de alcor en alcores,

pero podía dormir a un infante...

Ruth lo miró de la planta a la frente,

y fue sus ojos saciados bajando,

como el que bebe en inmensa corriente...

Al regresar a la aldea, los mozos

que ella encontró la miraron temblando.

Pero, en su sueño Booz fue su esposo...

III

Y aquella noche el Patriarca en la era

viendo los astros que laten de anhelo,

recordó aquello que a Abraham prometiera

Jehová: más hijos que estrellas dio al cielo.

Y suspiró por su lecho baldío,

rezó llorando, e hizo sitio en la almohada

para la que, como baja el rocío,

hacia él vendría en la noche callada.

Ruth vio en los astros los ojos con llanto

de Booz llamándola, y estremecida,

dejó su lecho, y se fue por el campo...

Dormía el justo, hecho paz y belleza.

Ruth, más callada que espiga vencida,

puso en el pecho de Booz su cabeza.

La Mujer Fuerte

Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,

mujer de saya azul y de tostada frente,

que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía

vi abrir el surco negro en un abril ardiente.

Alzaba en la taberna, honda la copa impura

el que te apegó un hijo al pecho de azucena,

y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,

caía la simiente de tu mano, serena.

Segar te vi en enero los trigos de tu hijo,

y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,

agrandados al par de maravilla y llanto.

Y el lodo de tus pies todavía besara,

porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara

¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!

La Mujer Estéril

La mujer que no mece un hijo en el regazo,

(cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas),

tiene una laxitud de mundo entre los brazos;

todo su corazón congoja inmensa baña.

El lirio le recuerda unas sienes de infante;

el Angelus le pide otra boca con ruego;

e interroga la fuente de seno de diamante

por qué su labio quiebra el cristal en sosiego.

Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada;

piensa que en los de un hijo no mirará extasiada,

al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.

Con doble temblor oye el viento en los cipreses.

¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece

cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!

Credo

Creo en mi corazón, ramo de aromas

que mi Señor como una fronda agita,

perfumando de amor toda la vida

y haciéndola bendita.

Creo en mi corazón, el que no pide

nada porque es capaz del sumo ensueño

y abraza en el ensueño lo creado:

¡inmenso dueño!

Creo en mi corazón, que cuando canta

hunde en el Dios profundo el flanco herido,

para subir de la piscina viva

recién nacido.

Creo en mi corazón, el que tremola

porque lo hizo el que turbó los mares,

y en el que da la Vida orquestaciones

como de pleamares.

Creo en mi corazón, el que yo exprimo

para teñir el lienzo de la vida

de rojez o palor, y que le ha hecho

veste encendida.

Creo en mi corazón, el que en la siembra

por el surco sin fin fue acrecentado.

Creo en mi corazón siempre vertido

pero nunca vaciado.

Creo en mi corazón en que el gusano

no ha de morder, pues mellará a la muerte;

creo en mi corazón, el reclinado

en-el pecho de Dios terrible y fuerte.

Mis Libros

Libros, callados libros de las estanterías,

vivos en su silencio, ardientes en su calma;

libros, los que consuelan, terciopelos del alma,

y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!

Mis manos en el día de afanes se rindieron;

pero al llegar la noche los buscaron, amantes,

en el hueco del muro donde como semblantes

me miran confortándome aquellos que vivieron.

¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,

en donde se quedaron mis ojos largamente,

tienes sobre los Salmos las lavas más ardientes

y en su río de fuego mi corazón enciendo!

Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino

y los erguiste recios en medio de los hombres,

y a mí me yergue de ímpetu sólo el decir tu nombre;

porque de ti yo vengo, he quebrado al Destino.

Después de ti, tan sólo me traspasó los huesos

con su ancho alarido, el sumo Florentino.

A su voz todavía como un junco me inclino;

por su rojez de infierno, fantástica, atravieso.

Y para refrescar en musgos con rocío

la boca, requemada en las llamas dantescas,

busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas.

¡Y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!

Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas,

pasar por su campiña más leve que un aliento,

besando el lirio abierto y el pecho purulento,

por besar al Señor que duerme entre las cosas.

¡Poema de Mistral, olor a surco abierto

que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada!

Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada

del amor, y correr por el atroz desierto.

Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,

verso de Amado Nervo, con pecho de paloma,

que me hiciste más suave la línea de la loma,

cuando yo te leía en mis mañanas puras.

Nobles libros antiguos, de hojas amarillentas,

sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,

sois la vieja amargura que nuevo manto viste:

¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!

Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,

apretaron el verso contra su roja herida,

y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida;

¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!

¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,

que deshechas en polvo me seguís consolando,

y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,

junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!

De la página abierta aparto la mirada

¡oh muertos! y mi ensueño va tejiéndoos semblantes:

las pupilas febriles, los labios anhelantes

que lentos se deshacen en la tierra apretada.

La Sombra Inquieta

I

Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,

¡qué dulce y terrible tu ëvocación!

El perfil de éxtasis, llama la silueta,

las sienes de nardo, l'habla de canción;

cabellera luenga de cálido manto,

pupilas de ruego, pecho vibrador;

ojos hondos para albergar más llanto;

pecho fino donde taladrar mejor.

Por suave, por alta, por bella ¡precita!

fatal siete veces; fatal ipobrecita!

por la honda mirada y el hondo pensar.

¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,

mire el mundo amargo, mida tu tristeza,

¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!

II

¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,

cuánta generosa y fresca merced

de aguas, para nuestra boca socarrada!

¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!

Jadeante de sed, loca de infinito,

muerta de amargura, la tuya, en clamor,

dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:

¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

Y para abrevarse largo, largo, largo,

Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,

y lo apegó a su ancho caño saciador...

El que en maldecir tu duda se apure,

que puesta la mano sobre el pecho jure:

-"Mi fe no conoce zozobra, Señor".

III

Y ahora que su planta no quiebra la grama

de nuestros senderos, y en el caminar

notamos que falta, tremolante llama,

su forma, pintando de luz el solar,

cuantos la quisimos abajo, apeguemos

la boca a la tierra, y a su corazón,

vaso de cenizas dulces, musitemos

esta formidable interrogación:

¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,

tanta luz gloriosa de blondos estíos,

tanta insigne y honda virtud de ablución

que limpien, que laven, que albeen las brunas

manos que sangraron con garfios y en ríos

¡oh, Muerta! la carne de tu corazón?

(Nota de la autora: Esta poesía es un comentario de un libro que, con ese título, escribió el fino prosista chileno Alone. El personaje principal es una artista que pasó dolorosamente por la vida.)

Elogio de la Canción

¡Boca temblorosa,

boca de canción:

boca, la de Teócrito

y de Salomón!

La mayor caricia

que recibe el mundo,

abrazo el más vivo,

beso el más profundo.

Es el beso ardiente

de una canción:

la de Anacreonte

o de Salomón.

Como el pino mana

su resina suave,

como va espesándose

el plumón del ave,

entre las entrañas

se hace la canción,

y un hombre la vierte

blanco de pasión.

Todo ha sido sorbo,

para las canciones:

cielo, tierra, mares,

civilizaciones...

Cabe el mundo entero

en una canción:

se trenza hecha mirto

con el corazón.

Alabo las bocas

que dieron canción

la de Omar Khayyam,

la de Salomón.

Hombre, carne ciega,

el rostro levanta

a la maravilla

del hombre que canta.

Todo lo que tú amas

en tierra y en cielo,

está entre tus labios

pálidos de anhelo.

Y cuando te pones

su canto a escuchar,

tus entrañas se hacen

vivas como el mar.

Vivió en el Anáhuac,

también en Sión:

es Netzagualcoyotl

como Salomón.

Aguijón de abeja

lleva la canción:

aunque va enmielada

punza de aflicción.

Reyes y mendigos

mecen sus rodillas:

mueve ella las almas

como las gavillas.

Amad al que trae

boca de canción:

el cantor es madre

de la Creación.

Se llamó Petrarca,

se llama Tagore:

numerosos nombres

del inmenso amor.

Envío

México, te alabo,

en esta garganta,

porque hecha de limo

de tus ríos, canta.

Paisaje de Anáhuac,

suave amor eterno,

en estas estrofas

te has hecho falerno.

Al que te ha cantado

digo bendición:

por Netzahualcoyotl

Y por Salomón!

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