Naturaleza |
( Gabriela Mistral )
Desolación
La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola cae salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir inmensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.
Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.
Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no cuento los instantes,
porque la noche larga ahora tan sólo empieza.
Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que vine para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiado.
Árbol Muerto
En el medio del llano,
un árbol seco su blasfemia alarga;
un árbol blanco, roto
y mordido de llagas,
en el que el viento, vuelto
mi desesperación, aúlla y pasa.
De su bosque, el que ardió, sólo dejaron
de escarnio, su fantasma.
Una llama alcanzó hasta su costado
y lo lamió, como el amor mi alma.
¡Y sube de la herida un purpurino
musgo, como una estrofa ensangrentada!
Los que amó, y que ceñían
a su torno en septiembre una guirnalda,
cayeron. Sus raíces
los buscan, torturadas,
tanteando por el césped
con una angustia humana...
Le dan los plenilunios en el llano
sus más mortales platas,
y alargan, por que mida su amargura,
hasta lejos su sombra desolada.
¡Y él le da al pasajero
su atroz blasfemia y su visión amarga!
Tres Árboles
Tres árboles caídos
quedaron a la orilla del sendero.
El leñador los olvidó, y conversan,
apretados de amor, como tres ciegos.
El sol de ocaso pone
su sangre viva en los hendidos leños
¡y se llevan los vientos la fragancia
de su costado abierto!
Uno, torcido, tiende
su brazo inmenso y de follaje trémulo
hacia otro, y sus heridas
como dos ojos son, llenos de ruego.
El leñador los olvidó. La noche
vendrá. Estaré con ellos.
Recibiré en mi corazón sus mansas
resinas. Me serán como de fuego.
¡Y mudos y ceñidos,
nos halle el día en un montón de duelo!
El Espino
El espino prende a una roca
su enloquecida contorsión,
y es el espíritu del yermo,
retorcido de, angustia y sol.
La encina es bella como Júpiter,
y es un Narciso el mirto en flor.
A él lo hicieron como a Vulcano,
el horrible dios forjador.
A él lo hicieron sin el encaje
del claro álamo temblador,
por que el alma del caminante
ni le conozca la aflicción.
De las greñas le nacen flores.
(Así el verso le nació a Job).
Y como el salmo del leproso,
es de agudo su intenso olor.
Pero aunque llene el aire ardiente
de las siestas su exhalación,
no ha sentido en su greña oscura
temblarle un nido turbador...
Me ha contado que me conoce,
que en una noche de dolor
en su espeso millón de espinas
magullaron mi corazón.
Le he abrazado como una hermana,
cual si Agar abrazara a Job,
en un nudo que no es ternura,
porque es más desesperación.
La Montaña de Noche
Haremos fuego sobre la montaña.
La noche que desciende, leñadores,
no echará al cielo ni su crencha de astros.
¡Haremos treinta fuegos brilladores!
Que la tarde quebró un vaso de sangre
sobre el ocaso, y es señal artera.
El espanto se sienta entre nosotros
si no hacéis corro en torno de la hoguera.
Semeja este fragor de cataratas
un incansable galopar de potros
por la montaña, y otro fragor sube
de los medrosos pechos de nosotros.
Dicen que los pinares en la noche
dejan su éxtasis negro, y a una extraña,
sigilosa señal, su muchedumbre
se mueve, tarda, sobre la montaña.
La esmaltadura de la nieve adquiere
en la tiniebla un arabesco avieso:
sobre el osario inmenso de la noche,
finge un bordado lívido de huesos.
E invisible avalancha de neveras
desciende, sin llegar, al valle inerme,
mientras vampiros de arrugadas alas
rozan el rostro del pastor que duerme.
Dicen que en las cimeras apretadas
de la próxima sierra hay alimañas
que el valle no conoce y que en la sombra,
como greñas, desprende la montaña.
Me va ganando el corazón el frío
de la cumbre cercana. Pienso: acaso
los muertos que dejaron por impuras
las ciudades, elijan el regazo
recóndito de los desfiladeros
de tajo azul, que ningún alba baña,
¡y al espesar la noche sus betunes
como una mar invadan la montaña!
Tronchad los leños tercos y fragantes,
salvias y pinos chisporroteadores,
y apretad bien el corro en torno al fuego,
que hace frío y angustia, leñadores!
El Ixtlazihuatl
El Ixtlazihuatl mi mañana vierte;
se alza mi casa bajo su mirada,
que aquí a sus pies me reclinó la suerte
y en su luz hablo como alucinada.
Te doy mi amor, montaña mexicana;
como una virgen tú eres deleitosa;
sube de ti hecha gracia la mañana,
pétalo a pétalo abre como rosa.
El Ixtlazihuatl con su curva humana
endulza el cielo, el paisaje afina.
Toda dulzura de su dorso mana;
el valle en ella tierno se reclina.
Está tendida en la ebriedad del cielo
con laxitud de ensueño y de reposo,
tiene en un pico un ímpetu de anhelo
hacia el azul supremo que es su esposo.
Y los vapores que alza de sus lomas
tejen su sueño que es maravilloso:
cual la doncella y como la paloma
su pecho es casto pero se halla ansioso.
Mas tú la andina, la de greña oscura,
mi Cordillera, la Judith tremenda,
hiciste mi alma cual la zarpa dura
y la empapaste en tu sangrienta venda.
Y yo te llevo cual tu criatura.
Te llevo aquí en mi corazón tajeado,
que me crié en tus pechos de amargura
¡y derramé mi vida en tus costados!
Canciones de Soloveig
I
La tierra es dulce cual humano labio,
como era dulce cuando te tenía,
y toda está ceñida de caminos...
Eterno amor, te espero todavía.
Miro correr las aguas de los años,
miro pasar las aguas del destino.
Antiguo amor, te espero todavía:
la tierra está ceñida de caminos...
Palpita aún el corazón que heriste:
vive de ti como de un viejo vino.
Hundo mis ojos en el horizonte:
la tierra está ceñida de caminos...
Si me muriera, el que me vio en tus brazos,
Dios que miró mi hora de alegría,
me preguntara dónde te quedaste,
me preguntara ¡y qué respondería!
Suena la azada en lo hondo de este valle
donde rendida el corazón reclino.
Antiguo amor, te espero todavía:
la tierra está ceñida de caminos...
II
Los pinos, los pinos
sombrean la cuesta:
¿en qué pecho el que amo
ahora se recuesta?
Los corderos bajan
a la fuente pía:
¿en qué labio bebe
el que en mí bebía?
El viento los anchos
abetos enlaza:
llorando como hijo
por mi pecho pasa.
Sentada a la puerta
treinta años ya espero.
¡Cuánta nieve, cuánta
cae a los senderos!
III
La nube negra va cerrando el cielo
y un viento humano hace gemir los pinos;
la nube negra ya cubrió la tierra.
¡Cómo vendrá Peer Gynt por los caminos!
La noche ciega se echa sobre el llano
!ay! sin piedad para los peregrinos.
La noche ciega anegará mis ojos:
¡cómo vendrá Peer Gynt por los caminos!
La nieve muda está bajando en copos:
espesa, espesa sus tremendos linos
y ya apagó los fuegos de pastores:
¡cómo vendrá Peer Gynt por los caminos!