La Escuela |
( Gabriela Mistral )
La Maestra Rural
La Maestra era pura. "Los suaves hortelanos",
decía, "de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz".
La Maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel.)
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.
¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor!
Los hierros que le abrieron el pecho generoso
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!
¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!
Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!
Pasó por él su fina, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.
Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!
Como un henchido vaso, traía el alma hecha
para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,
las plantas del que huella sus huesos, al pasar!
La Encina
I
Esta alma de mujer, viril y delicada,
dulce en la gravedad, severa en el amor,
es una encina espléndida de sombra perfumada,
por cuyos brazos rudos trepara un mirto en flor.
Pasta de nardos suaves, pasta de robles fuertes,
le amasaron la carne rosa del corazón,
y aunque es altiva y recia, si miras bien adviertes
un temblor en sus hojas que es temblor de emoción.
Dos millares de alondras el gorjeo aprendieron
en ella, y hacia todos los vientos se esparcieron
para poblar los cielos de gloria. ¡Noble encina,
déjame que te bese en el tronco llagado,
que con la diestra en alto, tu macizo sagrado
largamente bendiga, como hechura divina!
II
El peso de los nidos ¡fuerte! no te ha agobiado.
Nunca la dulce carga pensaste sacudir.
No ha agitado tu fronda sensible otro cuidado
que el ser ancha y espesa para saber cubrir.
La vida (un viento) pasa por tu vasto follaje
como un encantamiento, sin violencia, sin voz;
la vida tumultuosa golpea en tu cordaje
con el sereno ritmo que es el ritmo de Dios.
De tanto albergar nido, de tanto albergar canto,
de tanto hacer tu seno aromosa tibieza,
de tanto dar servicio, y tanto dar amor,
todo tu leño heroico se ha vuelto, encina, santo.
Se te ha hecho en la fronda inmortal la belleza,
¡y pasará el otoño sin tocar tu verdor!
III
¡Encina, noble encina, yo te digo mi canto!
Que nunca de tu tronco mane amargor de llanto,
que delante de ti prosterne el leñador
de la maldad humana, sus hachas; y que cuando
el rayo de Dios hiérate, para ti se haga blando
y ancho como tu seno, el seno del Señor!
El Corro Luminoso
Corro de las niñas,
corro de mil niñas
a mi alrededor:
¡oh Dios! yo soy dueña
de este resplandor!
En la tierra yerma,
sobre aquel desierto
mordido de sol,
¡mi corro de niñas
como inmensa flor!
En el llano verde,
al pie de los montes
que hería la voz,
¡el corro era un solo
divino temblor!
En la estepa inmensa,
en la estepa yerta
de desolación,
¡mi corro de niñas
ardiente de amor!
En vano queréis
ahogar mi canción:
¡un millón de niños
la canta en un corro
debajo del sol!
En vano queréis
quebrarme la estrofa
de tribulación:
¡el corro la canta
debajo de Dios!