Dolor

( Gabriela Mistral )

El Encuentro

Le he encontrado en el sendero.

No turbó su ensueño el agua

ni se abrieron más las rosas.

Abrió el asombro mi alma.

¡Y una pobre mujer tiene

su cara llena de lágrimas!

Llevaba un canto ligero

en la boca descuidada,

y al mirarme se le ha vuelto

grave el canto que entonaba.

Miré la senda, la hallé

extraña y como soñada.

¡Y en el alba de diamante

tuve mi cara con lágrimas!

Siguió su marcha cantando

y se llevó mis miradas...

Detrás de él no fueron más

azules y altas las salvias.

¡No importa! Quedó en el aire

estremecida mi alma.

¡Y aunque ninguno me ha herido

tengo la cara con lágrimas!

Esta noche no ha velado

como yo junto a la lámpara;

como él ignora, no punza

su pecho de nardo mi ansia;

pero tal vez por su sueño

pase un olor de retamas,

¡porque una pobre mujer

tiene su cara con lágrimas!

Iba sola y no temía;

con hambre y sed no lloraba;

desde que lo vi cruzar,

mi Dios me vistió de llagas.

Mi madre en su lecho reza

por mí su oración confiada.

¡Pero yo tal vez por siempre

tendré mi cara con lágrimas!

Amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,

late vivo en el sol y se prende al pinar.

No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:

¡le tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,

ruegos tímidos, imperativos de mar.

No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:

¡lo tendrás que hospedar!

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.

Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.

No te vale el decirle que albergarlo rehúsas:

¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,

argumentos de sabio, pero en voz de mujer.

Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:

¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras.

Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.

Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras

¡que eso para en morir!

El Amor que Calla

Si yo te odiara, mi odio te daría

en las palabras, rotundo y seguro;

¡pero te amo y mi amor no se confía

a este hablar de los hombres, tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,

y viene de tan hondo que ha deshecho

su quemante raudal, desfallecido,

antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado

y te parezco un surtidor inerte.

¡Todo por mi callar atribulado

que es más atroz que el entrar en la muerte!

Éxtasis

Ahora, Cristo, bájame los párpados,

pon en la boca escarcha,

que están de sobra ya todas las horas

y fueron dichas todas las palabras.

Me miró, nos miramos en silencio

mucho tiempo, clavadas,

como en la muerte, las pupilas. Todo

el estupor que blanquea las caras

en la agonía, albeaba nuestros rostros.

¡Tras de ese instante, ya no resta nadar!

Me habló convulsamente;

le hablé, rotas, cortadas

de plenitud, tribulación y angustia,

las confusas palabras.

Le hablé de su destino y mi destino,

amasijo fatal de sangre y lágrimas.

Después de esto ¡lo sé! no queda nada!

¡Nada! Ningún perfume que no sea

diluido al rodar sobre mi cara.

Mi oído está cerrado,

mi boca está sellada.

¡Qué va a tener razón de ser ahora

para mis ojos en la tierra pálida!

¡ni las rosas sangrientas

ni las nieves calladas!

Por eso es que te pido,

Cristo, al que no clamé de hambre angustiada:

¡ahora, para mis pulsos,

y mis párpados baja!

Defiéndeme del viento

la carne en que rodaron sus palabras;

líbrame de la luz brutal del día

que ya viene, esta imagen.

Recíbeme, voy plena,

¡tan plena voy como tierra inundada!

Íntima

Tú no oprimas mis manos.

Llegará el duradero

tiempo de reposar con mucho polvo

y sombra en los entretejidos dedos.

Y dirías: -"No puedo

amarla, porque ya se desgranaron

como mieses sus dedos".

Tú no beses mi boca.

Vendrá el instante lleno

de luz menguada, en que estaré sin labios

sobre un mojado suelo.

Y dirías: -"La amé, pero no puedo

amarla más, ahora que no aspira

el olor de retamas de mi beso".

Y me angustiara oyéndote,

y hablaras loco y ciego,

que mi mano será sobre tu frente

cuando rompan mis dedos,

y bajará sobre tu cara llena

de ansia mi aliento.

No me toques, por tanto. Mentiría

al decir que te entrego

mi amor en estos brazos extendidos,

en mi boca, en mi cuello,

y tú, al creer que lo bebiste todo,

te engañarías como un niño ciego.

Porque mi amor no es sólo esta gavilla

reacia y fatigada de mi cuerpo,

que tiembla entera al roce del cilicio

y que se me rezaga en todo vuelo.

Es lo que está en el beso, y no es el labio;

lo que rompe la voz, y no es el pecho:

¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome

el gajo de las carnes, volandero!

Dios lo Quiere

La tierra se hace madrastra

si tu alma vende a mi alma.

Llevan un escalofrío

de tribulación las aguas.

El mundo fue más hermoso

desde que me hiciste aliada,

cuando junto de un espino

nos quedamos sin palabras,

¡y el amor como el espino

nos traspasó de fragancia!

Pero te va a brotar víboras

la tierra si vendes mi alma;

baldías del hijo, rompo

mis rodillas desoladas.

Se apaga Cristo en mi pecho

¡y la puerta de mi casa

quiebra la mano al mendigo

y avienta a la atribulada!

II

Beso que tu boca entregue

a mis oídos alcanza,

porque las grutas profundas

me devuelven tus palabras.

El polvo de los senderos

guarda el olor de tus plantas

y oteándolas como un ciervo,

te sigo por las montañas...

A la que tú ames, las nubes

la pintan sobre mi casa.

Ve cual ladrón a besarla

de la tierra en las entrañas,

que, cuando el rostro le alces,

hallas mi cara con lágrimas.

III

Dios no quiere que tú tengas

sol si conmigo no marchas;

Dios no quiere que tú bebas

si yo no tiemblo en tu agua;

no consiente que tú duermas

sino en mi trenza ahuecada.

IV

Si te vas, hasta en los musgos

del camino rompes mi alma;

te muerden la sed y el hambre

en todo monte o llanada

y en cualquier país las tardes

con sangre serán mis llagas.

Y destilo de tu lengua

aunque a otra mujer llamaras,

y me clavo como un dejo

de salmuera en tu garganta;

y odies, o cantes, o ansíes,

¡por mí solamente clamas!

V

Si te vas y mueres lejos,

tendrás la mano ahuecada

diez años bajo la tierra

para recibir mis lágrimas,

sintiendo cómo te tiemblan

las carnes atribuladas,

¡hasta que te espolvoreen

mis huesos sobre la cara!

Vergüenza

Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa

como la hierba a que bajó el rocío,

y desconocerán mi faz gloriosa

las altas cañas cuando baje al río.

Tengo vergüenza de mi boca triste,

de mi voz rota y mis rodillas rudas.

Ahora que me miraste y que viniste,

me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el camino hallaste

más desnuda de luz en la alborada

que esta mujer a la que levantaste,

porque oíste su canto, la mirada.

Yo callaré para que no conozcan

mi dicha los que pasan por el llano,

en el fulgor que da a mi frente tosca

y en la tremolación que hay en mi mano...

Es noche y baja a la hierba el rocío;

mírame largo y habla con ternura,

¡que ya mañana al descender al río

la que besaste llevará hermosura!

Balada

El pasó con otra;

yo le vi pasar.

Siempre dulce el viento

y el camino en paz.

¡Y estos ojos míseros

le vieron pasar!

El va amando a otra

por la tierra en flor.

Ha abierto el espino;

pasa una canción.

¡Y él va amando a otra

por la tierra en flor!

El besó a la otra

a orillas del mar;

resbaló en las olas

la luna de azahar.

¡Y no untó mi sangre

la extensión del mar!

El irá con otra

por la eternidad.

Habrá cielos dulces.

(Dios quiere callar)

¡Y él irá con otra

por la eternidad!

Tribulación

En esta hora, amarga como un sorbo de mares,

Tú sosténme, Señor.

¡Todo se me ha llenado de sombras el camino

y el grito de pavor!

Amor iba en el viento como abeja de fuego,

y en las aguas ardía.

Me socarró la boca, me acibaró la trova,

y me aventó los días.

Tú viste que dormía al margen del sendero,

la frente de paz llena;

Tú viste que vinieron a tocar los cristales

de mi fuente serena.

Sabes cómo la triste temía abrir el párpado

a la visión terrible;

¡y sabes de qué modo maravilloso hacíase

el prodigio indecible!

Ahora que llego, huérfana, tu zona por señales

confusas rastreando,

Tú no esquives el rostro, Tú no apagues la lámpara,

¡Tú no sigas callando!

Tú no cierres la tienda, que crece la fatiga

y aumenta la amargura;

y es invierno, y hay nieve, y la noche se puebla

de muecas de locura.

¡Mira! De cuántos ojos veía abiertos sobre

mis sendas tempraneras,

sólo los tuyos quedan. Pero se van llenando,

de un cuajo de neveras...

Nocturno

Padre Nuestro que estás en los cielos,

¡por qué te has olvidado de mí!

Te acordaste del fruto en febrero,

al llagarse su pulpa rubí.

¡Llevo abierto también mi costado,

y no quieres mirar hacia mí!

Te acordaste del negro racimo,

y lo diste al lagar carmesí;

y aventaste las hojas del álamo,

con tu aliento, en el aire sutil.

¡Y en el ancho lagar de la muerte

aun no quieres mi pecho oprimir!

Caminando vi abrir las violetas;

el falerno del viento bebí,

y he bajado, amarillos mis párpados,

por no ver más enero ni abril.

Y he apretado la boca, anegada

de la estrofa que no he de exprimir.

¡Has herido la nube de otoño

y no quieres volverte hacia mí!

Me vendió el que besó mi mejilla;

me negó por la túnica ruin.

Yo en mis versos el rostro con sangre,

como Tú sobre el paño, le di.

Y en mi noche del Huerto, me han sido

Juan cobarde y el Ángel hostil.

Ha venido el cansancio infinito

a clavarse en mis ojos, al fin:

el cansancio del día que muere

y el del alba que debe venir;

¡el cansancio del cielo de estaño

y el cansancio del cielo de añil!

Ahora suelto la mártir sandalia

y las trenzas pidiendo dormir.

Y perdida en la noche, levanto

el clamor aprendido de Ti:

¡Padre Nuestro que estás en los cielos,

por qué te has olvidado de mí!

Los Sonetos de la Muerte

I

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,

te bajaré a la tierra humilde y soleada.

Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,

y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una

dulcedumbre de madre para el hijo dormido,

y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna

al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,

y en la azulada y leve polvareda de luna,

los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,

¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna

bajará a disputarme tu puñado de huesos!

II

Este largo cansancio se hará mayor un día,

y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir

arrastrando su masa por la rosada vía,

por donde van los hombres, contentos de vivir...

Sentirás que a tu lado cavan briosamente,

que otra dormida llega a la quieta ciudad.

Esperaré que me hayan cubierto totalmente...

¡y después hablaremos por una eternidad!

Sólo entonces sabrás el por qué no madura

para las hondas huesas tu carne todavía,

tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.

Se hará luz en la zona de los sinos, oscura;

sabrás que en nuestra alianza signo de astros había

y, roto el pacto enorme, tenías que morir...

III

Malas manos tomaron tu vida desde el día

en que, a una señal de astros, dejara su plantel

nevado de azucenas. En gozo florecía.

Malas manos entraron trágicamente en él...

Y yo dije al Señor: -"Por las sendas mortales

le llevan. ¡Sombra amada que no saben guiar!

¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales

o le hundes en el largo sueño que sabes dar!

¡No le puedo gritar, no le puedo seguir!

Su barca empuja un negro viento de tempestad.

Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor"

Se detuvo la barca rosa de su vivir...

¿Que no sé del amor, que no tuve piedad?

¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

Interrogaciones

¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?

¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,

las lunas de los ojos albas y engrandecidas,

hacia un ancla invisible las manos orientadas?

¿O Tú llegas después que los hombres se han ido,

y les bajas el párpado sobre el ojo cegado,

acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido

y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?

El rosal que los vivos riegan sobre su huesa

¿no le pinta a sus rosas unas formas de heridas?

¿no tiene acre el olor, siniestra la belleza

y las frondas menguadas de serpientes tejidas?

Y responde, Señor: cuando se fuga el alma,

por la mojada puerta de las largas heridas,

¿entra en la zona tuya hendiendo el aire en calma

o se oye un crepitar de alas enloquecidas?

¿Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo?

¿El éter es un campo de monstruos florecido?

¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuyo?

¿O lo gritan, y sigue tu corazón dormido?

¿No hay un rayo de sol que los alcance un día?

¿No hay agua que los lave de sus estigmas rojos?

¿Para ellos solamente queda tu entraña fría,

sordo tu oído fino y apretados tus ojos?

Tal el hombre asegura, por, error o malicia;

mas yo, que te he gustado, como un vino, Señor,

mientras los otros siguen llamándote Justicia,

no te llamaré nunca otra cosa que Amor!

Yo sé que como el hombre fue siempre zarpa dura;

la catarata, vértigo; aspereza, la sierra,

Tú eres el vaso donde se esponjan de dulzura

los nectarios de todos los huertos de la Tierra!

La Espera Inútil

Yo me olvidé que se hizo

ceniza tu pie ligero,

y, como en los buenos tiempos,

salí a encontrarte al sendero.

Pasé valle, llano y río

y el cantar se me hizo triste.

La tarde volcó su vaso

de luz ¡y tú no viniste!

El sol fue desmenuzando

su ardida y muerta amapola;

flecos de niebla temblaron

sobre el campo. ¡Estaba sola!

Al viento otoñal, de un árbol

crujió el blanqueado brazo.

Tuve miedo y te llamé:

"¡Amado, apresura el paso!

Tengo miedo y tengo amor,

¡amado, el paso apresura!"

Iba espesando la noche

y creciendo mi locura.

Me olvidé de que te hicieron

sordo para mi clamor;

me olvidé de tu silencio

y de tu cárdeno albor;

de tu inerte mano torpe

ya para buscar mi mano;

¡de tus ojos dilatados

del inquirir soberano!

La noche ensanchó su charco

de betún; el agorero

búho con la horrible seda

de su ala rasgó el sendero.

No te volveré a llamar,

que ya no haces tu jornada;

mi desnuda planta sigue,

la tuya está sosegada.

Vano es que acuda a la cita

por los caminos desiertos.

¡No ha de cuajar tu fantasma

entre mis brazos abiertos!

La Obsesión

Me toca en el relente;

se sangra en los ocasos;

me busca con el rayo

de luna por los antros.

Como a Tomás el Cristo,

me hunde la mano pálida,

por que no olvide, dentro

de su herida mojada.

Le he dicho que deseo

morir, y él no lo quiere,

por palparme en los vientos,

por cubrirme en las nieves;

por moverse en mis sueños,

como a flor de semblante,

por llamarme en el verde

pañuelo de los árboles.

¿Si he cambiado de cielo?

Fui al mar y a la montaña.

Y caminó a mi vera

y hospedó en mis posadas.

¡Que tú, amortajadora descuidada,

no cerraste sus párpados,

ni ajustaste sus brazos en la caja!

Coplas

Todo adquiere en mi boca

un sabor persistente de lágrimas:

el manjar cotidiano, la trova

y hasta la plegaria.

Yo no tengo otro oficio,

después del callado de amarte,

que este oficio de lágrimas, duro,

que tú me dejaste.

¡Ojos apretados

de calientes lágrimas!

¡boca atribulada y convulsa,

en que todo se me hace plegaria!

¡Tengo una vergüenza

de vivir de este modo cobarde!

¡Ni voy en tu busca

ni consigo tampoco olvidarte!

Un remordimiento me sangra

de mirar un cielo

que no ven tus ojos,

¡de palpar las rosas

que sustenta la cal de tus huesos!

Carne de miseria,

gajo vergonzante, muerto de fatiga,

que no baja a dormir a tu lado,

que se aprieta, trémulo,

al impuro pezón de la Vida!

Ceras Eternas

¡Ah! Nunca más conocerá tu boca

la vergüenza del beso que chorreaba

concupiscencia, como espesa lava!

Vuelven a ser dos pétalos nacientes,

esponjados de miel nueva, los labios

que yo quise inocentes.

¡Ah! Nunca más conocerán tus brazos

el nudo horrible que en mis días puso

oscuro horror: ¡el nudo de otro abrazo!...

Por el sosiego puros,

quedaron en la tierra distendidos,

¡ya ¡Dios mío! seguros!

¡Ah! Nunca más tus dos iris cegados

tendrán un rostro descompuesto, rojo

de lascivia, en sus vidrios dibujado!

¡Benditas ceras fuertes,

ceras heladas, ceras eternales

y duras, de la muerte!

¡Bendito toque sabio,

con que apretaron ojos, con que apegaron brazos,

con que juntaron labios!

¡Duras ceras benditas,

ya no hay brasa de besos lujuriosos

que os quiebren, que os desgasten, que os derritan!

Volverlo a Ver

¿Y nunca, nunca más, ni en noches llenas

de temblor de astros, ni en las alboradas

vírgenes, ni en las tardes inmoladas?

¿Al margen de ningún sendero pálido,

que ciñe el campo, al margen de ninguna

fontana trémula, blanca de luna?

¿Bajo las trenzaduras de la selva,

donde llamándolo me ha anochecido,

ni en la gruta que vuelve mi alarido?

¡Oh! ¡no! Volverlo a ver, no importa dónde,

en remansos de cielo o en vórtice hervidor,

bajo unas lunas plácidas o en un cárdeno horror!

¡Y ser con él todas las primaveras

y los inviernos, en un angustiado

nudo, en torno a su cuello ensangrentado!

El Vaso

Yo sueño con un vaso humilde y simple arcilla,

que guarde tus cenizas cerca de mis miradas;

y la pared del vaso te será mi mejilla,

y quedarán mi alma y tu alma apaciguadas.

No quiero espolvorearlas en vaso de oro ardiente,

ni en la ánfora pagana que carnal línea ensaya:

sólo un vaso de arcilla te ciña simplemente,

humildemente, como un pliegue de mi saya.

En una tarde de éstas recogeré la arcilla

por el río, y lo haré con pulso tembloroso.

Pasarán las mujeres cargadas de gavillas,

y no sabrán que amaso el lecho de un esposo.

El puñado de polvo, que cabe entre mis manos,

se verterá sin ruido, como una hebra de llanto.

Yo sellaré este vaso con beso sobrehumano,

y mi mirada inmensa será tu único manto!

El Ruego

Señor, tú sabes cómo, con encendido brío,

por los seres extraños mi palabra te invoca.

Vengo ahora a pedirte por uno que era mío,

mi vaso de frescura, el panal de mi boca,

cal de mis huesos, dulce razón de la jornada,

gorjeo de mi oído, ceñidor de mi veste.

Me cuido hasta de aquellos en que no puse nada;

¡no tengas ojo torvo si te pido por éste!

Te digo que era bueno, te digo que tenía

el corazón entero a flor de pecho, que era

suave de índole, franco como la luz del día,

henchido de milagro como la primavera.

Me replicas, severo, que es de plegaria indigno

el que no untó de preces sus dos labios febriles,

y se fue aquella tarde sin esperar tu signo,

trazándose las sienes como vasos sutiles.

Pero yo, mi Señor, te arguyo que he tocado,

de la misma manera que el nardo de su frente,

todo su corazón dulce y atormentado

¡y tenía la seda del capullo naciente!

¿Que fue cruel? Olvidas, Señor, que le quería,

Y él sabía suya la entraña que llagaba.

¿Que enturbió para siempre mis linfas de alegría?

¡No importa! Tú comprende: ¡yo le amaba, le amaba!

Y amar (bien sabes de eso) es amargo ejercicio;

un mantener los párpados de lágrimas mojados,

un refrescar de besos las trenzas del cilicio

conservando, bajo ellas, los ojos extasiados.

El hierro que taladra tiene un gustoso frío,

cuando abre, cual gavillas, las carnes amorosas.

Y la cruz (Tú te acuerdas ¡oh Rey de los judíos!)

se lleva con blandura, como un gajo de rosas.

Aquí me estoy, Señor, con la cara caída

sobre el polvo, parlándote un crepúsculo entero,

o todos los crepúsculos a que alcance la vida,

si tardas en decirme la palabra que espero.

Fatigaré tu oído de preces y sollozos,

lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto,

y ni pueden huirme tus ojos amorosos

ni esquivar tu pie el riego caliente de mi llanto.

¡Di el perdón, dilo al fin! Va a esparcir en el viento

la palabra el perfume, de cien pomos de olores

al vaciarse; toda agua será deslumbramiento;

el yermo echará flor y el guijarro esplendores.

Se mojarán los ojos oscuros de las fieras,

y, comprendiendo, el monte que de piedra forjaste

llorará por los párpados blancos de sus neveras:

¡toda la tierra tuya sabrá que perdonaste!

Poema del Hijo

I

¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo

y mío, allá en los días del éxtasis ardiente,

en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo

y un ancho resplandor creció sobre mi frente.

Decía: "¡un hijo!", como el árbol conmovido

de primavera alarga sus yemas hacia el cielo.

¡Un hijo con los ojos de Cristo engrandecidos,

la frente de estupor y los labios de anhelo!

Sus brazos en guirnalda a mi cuello trenzados;

el río de mi vida bajando a él, fecundo,

y mis entrañas como perfume derramado

ungiendo con su marcha las colinas del mundo.

Al cruzar una madre grávida, la miramos

con los labios convulsos y los ojos de ruego,

cuando en las multitudes con nuestro amor pasamos.

¡Y un niño de ojos dulces nos dejó como ciegos!

En las noches, insomne de dicha y de visiones,

la lujuria de fuego no descendió a mi lecho.

Para el que nacería vestido de canciones

yo extendía mi brazo, yo ahuecaba mi pecho...

El sol no parecíame, para bañarlo, intenso;

mirándome, yo odiaba, por toscas, mis rodillas;

mi corazón, confuso, temblaba al don inmenso;

¡y un llanto de humildad regaba mis mejillas!

Y no temí a la muerte, disgregadora impura;

los ojos de él libraran los tuyos de la nada,

y a la mañana espléndida o a la luz insegura

yo hubiera caminado bajo de esa mirada...

II

Ahora tengo treinta años, y en mis sienes jaspea

la ceniza precoz de la muerte. En mis días,

como la lluvia eterna de los Polos, gotea

la amargura con lágrima lenta, salobre y fría.

Mientras arde la llama del pino, sosegada,

mirando a mis entrañas pienso qué hubiera sido

un hijo mío, infante con mi boca cansada,

mi amargo corazón y mi voz de vencido.

Y con tu corazón, el fruto de veneno,

y tus labios que hubieran otra vez renegado.

Cuarenta lunas él no durmiera en mi seno,

que sólo por ser tuyo me hubiese abandonado.

Y en qué huertas en flor, junto a qué aguas corrientes

lavara, en primavera, su sangre de mi pena,

si fui triste en las landas y en las tierras clementes,

y en toda tarde mística hablaría en sus venas.

Y el horror de que un día con la boca quemante

de rencor, me dijera lo que dije a mi padre:

"¿Por qué ha sido fecunda tu carne sollozante

y se henchieron de néctar los pechos de mi madre?".

Siento el amargo goce de que duermas abajo

en tu lecho de tierra, y un hijo no meciera

mi mano, por dormir yo también sin trabajos

y sin remordimientos, bajo una zarza fiera.

Porque yo no cerrara los párpados, y loca

escuchase a través de la muerte, y me hincara,

deshechas las rodillas, retorcida la boca,

si lo viera pasar con mi fiebre en su cara.

Y la tregua de Dios a mí no descendiera:

en la carne inocente me hirieran los malvados,

y por la eternidad mis venas exprimieran

sobre mis hijos de ojos y de frente extasiados.

¡Bendito pecho mío en que a mis gentes hundo

y bendito mi vientre en que mi raza muere!

La cara de mi madre ya no irá por el mundo

ni su voz sobre el viento, trocada en miserere!

La selva hecha cenizas retoñará cien veces

y caerá cien veces, bajo el hacha, madura.

Caeré para no alzarme en el mes de las mieses;

conmigo entran los míos a la noche que dura.

Y como si pagara la deuda de una raza,

taladran los dolores mi pecho cual colmena.

Vivo una vida entera en cada hora que pasa;

como el río hacia el mar, van amargas mis venas.

Mis pobres muertos miran el sol y los ponientes,

con un ansia tremenda, porque ya en mí se ciegan.

Se me cansan los labios de las preces fervientes

que antes que yo enmudezca por mi canción entregan.

No sembré por mi troje, no enseñé para hacerme

un brazo con amor para la hora postrera,

cuando mi cuello roto no pueda sostenerme

y mi mano tantee la sábana ligera.

Apacenté los hijos ajenos, colmé el troje

con los trigos divinos, y sólo de Ti espero

¡Padre Nuestro que estás en los cielos! Recoge

mi cabeza mendiga, si en esta noche muero!

Coplas 2

A la azul llama del pino

que acompaña mi destierro,

busco esta noche tu rostro,

palpo mi alma y no lo encuentro.

¿Cómo eras cuando sonreías?

¿Cómo eras cuando me amabas?

¿Cómo miraban tus ojos

cuando aún tenían alma?

¡Si Dios quisiera volvérteme

por un instante tan sólo!

¡Si de mirarme tan pobre

me devolviera tu rostro!

··································

Para que tenga mi madre

sobre su mesa un pan rubio,

vendí mis días lo mismo

que el labriego que abre el surco.

Pero en las noches, cansada,

al dormirme sonreía,

porque bajabas al sueño

hasta rozar mis mejillas.

¡Si Dios quisiera entregárteme

¡por un instante tan sólo!

¡Si de mirarme tan pobre

me devolviera tu rostro!

··································

En mi tierra, los caminos

mi corazón ayudaran:

tal vez te pintan las tardes

o te guarda un cristal de aguas.

Pero nada te conoce

aquí, en esta tierra extraña:

no te han cubierto las nieves

ni te han visto las mañanas.

Quiero, al resplandor del pino,

tener y besar tu cara,

y hallarla limpia de tierra,

y con amor, y con lágrimas.

Araño en la ruin memoria;

me desgarro y no te encuentro,

¡y nunca fui más mendiga

que ahora sin tu recuerdo!

No tengo un palmo de tierra,

no tengo un árbol florido...

Pero tener tu semblante

era cual tenerte un hijo.

Era como una fragancia

exhalando de mis huesos.

¡Qué noche, mientras dormía,

qué noche, me la bebieron!

¿Qué día me la robaron,

mientras por sembrar mi trigo,

la dejé como brazada

de salvias junto al camino?

¡Si Dios quisiera volvérteme

por un instante tan sólo!

¡Si de mirarme tan pobre

me devolviera tu rostro!

··································

Tal vez lo que yo he perdido

no es tu imagen, es mi alma,

mi alma en la que yo cavé

tu rostro como una llaga.

Cuando la vida me hiera,

¿a dónde buscar tu cara,

si ahora ya tienes polvo

hasta dentro de mi alma?

Serenidad

Y después de tener perdida

lo mismo que un pomar la vida,

-hecho ceniza, sin cuajar-,

me han dado esta montaña mágica,

y un río y unas tardes trágicas

como Cristo, con que sangrar.

Los niños cubren mis rodillas;

mirándoles a las mejillas;

ahora no rompo a sollozar,

que en mi sueño más deleitoso

yo doy el pecho a un hijo hermoso

sin dudar...

Estoy como el que fuera dueño

de toda tierra y todo en sueño

y toda miel;

¡y en estas dos manos mendigas

no he oprimido ni las amigas

sienes de él!

De sol a sol voy por las rutas,

y en el regazo olor a frutas

se me acomoda el recental:

tanto trascienden mis abiertas

entrañas a grutas, y a huertas,

y a cuenco tibio de panal!

Soy la ladera y soy la viña

y la salvias, y el agua niña:

¡todo el azul, todo el candor!

Porque en sus hierbas me apaciento

mi Dios me guarda de sus vientos

como a los linos en la flor.

Vendrá la nieve cualquier día;

me entregaré a su joya fría,

(fuera otra cosa rebelión).

Y en un silencio de amor sumo,

oprimiendo su duro grumo

me irá vaciando el corazón!

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