La historia del travieso Peter Nord

CAPÍTULO I

El recuerdo del pueblo se presenta en mi memoria, acogedor como un hogar. Es tan pequeño que he podido conocer sus  rincones y vueltas y revueltas, y ser amigo hasta de los perros. El transeúnte que desciende calle abajo, sabe hacia qué ventana tiene que dirigir su mirada para ver una linda cara tras los cristales, y el paseante que se airea en el jardín público, no ignora en qué momento ha de tener la suerte de encontrar a la persona cuya presencia desea.
Allí se muestra uno tan orgulloso de las so­berbias rosas del vecino, como si florecieran en  su propia casa. Cualquier hecho que se cometa, sea una ruindad o una simple truhanería, es un motivo de vergüenza para todos, como si hubie­ra pasado en la familia, y de la menor aventu­ra, del más leve incidente, incendio o riña  en los días de feria, se saca partido para la vana­gloria, y todos dicen: "¡Ya ven cómo somos nosotros!" ¿Cómo es posible que estas cosas pasen en otra parte? ¡Qué extraordinario es nuestro pueblo!"...
Nada cambia en este pueblo de mis amores. Si vuelvo allí algún día, sé que encontraré las casas y los negocios que desde tanto tiempo co­nozco; tropezaré en el mismo sitio con una desigualdad del pavimento; las mismas aceras des­truidas, las enredaderas en forma de empaliza­das, las mismas lilas  recortadas en  forma  de bola, atraerán mis ojos encantados. Volveré a ver al viejo alcalde, que gobierna el pueblo, descen­der calle abajo, a paso de elefante; patriarca  y providencia, ¡qué seguridad da saber que sigues en tu sitio! Y el sordo señor Halfvorson estará siempre en el jardín, dispuesto a  remover otra vez la tierra con su azada.
Pero al que ya no volveré a encontrar es al pequeño Petter Nord. ¿No saben quién  es el pequeño Värmlandés, empleado en casa de Halfvorson, a cuyos clientes divertía tanto con  sus invenciones mecánicas y sus ratitas blancas?
Es un tipo que tiene su historia aunque de­bo advertir que en mi querido pueblo hay una historia sobre cada cosa y sobre cada individuo. ¡Es todo tan maravilloso allí!
Este pequeño Petter Nord. pasó sus primeros años en la campiña. Era corto de talla y ancho de cuerpo, y sus ojos castaños y reidores. Sus cabellos eran de un oro más pálido que las hojas de los álamos en otoño; sus mejillas eran sonrosadas y velludas. Había nacido en el Värmland, y al verle se comprendía al punto que no había podido nacer en otra parte. Este bello país le había dotado de cualidades excelentes. Era muy dispuesto para el trabajo y eran sus manos muy hábiles para todo; tenía una lengua muy expedita y la cabeza despejada. Aparte de esto, era un loco, un precipitado, lleno de bondad y arrogancia, buen muchacho y amigo de disputar, curioso y dado el chismorreo. ¡Ah, el loco! El señor alcalde no le infundía más respeto que un mendigo, e igual le ocurría con los demás. Era animoso de corazón, enamoradizo, si bien cambiaba de objeto cada dos días, y toma­ba por confidentes a cuantos vivían en el pueblo.
Este chico, tan ricamente dotado, se entregaba en el almacén a un trabajo abrumador que reali­zaba de una manera sobrenatural: servía a los clientes sin que por ello dejase de dar la comida a sus ratones blancos. Hacía las sumas y daba los vueltos sin interrumpir la tarea de poner rueditas a sus cochecitos  automóviles. Y mientras confiaba al recién llegado su último enamoramiento, no apartaba los ojos de la medida en la que caía lentamente la  melaza negra. Su auditorio gozaba lo indecible al verle saltar de súbito el  mostrador para lanzarse como una flecha hacia ha calle para  trabarse a golpes con cualquier chico; tras esto volvía a la  tienda,  y acababa de atar un paquete; en seguida, guar­daba una pieza de indiana.
¿No es por lo tanto natural que fuese el favorito de todo el pueblo? Todos considerábamos como un deber comprar en casa de Halfvorson desde que Petter Nord entró allí como depen­diente. Hasta el mismo viejo alcalde se mostraba orgulloso y se sentía halagado cuando Petter Nord se dignaba mostrarle, en un rincón muy oculto, las jaulas en las que encerraba sus  ratoncitos. Debía ser peligroso y podía provocar alguna excitación mostrar los ratoncitos, cuando Halfvor­son se lo había prohibido.
Pero he aquí que a fines del mes de febrero, cuando la luz aumenta, sobrevinieron algunos días grises de bruma y de deshielo. Petter Nord transformó su carácter, mostrándose grave y taciturno. Sus ratoncitos mordían en vano las rejas de sus jaulas: Petter los tenía completamente abandonados. Hacía su trabajo de una manera irreprochable. Ya no se peleaba con los chicos de ha calle. ¿Acaso añoraba el invierno que finali­zaba?
No, no era por esto. Petter Nord había en­contrado un billete de cincuenta coronas sobre uno de los estantes. En un principio creyó que este billete se habría deslizado entre los  plie­gues de una pieza de tela, y, subrepticiamente, lo puso bajo un fardo de percal rayado que ya había pasado de moda y que nadie movería jamás del sitio en que estaba.
El muchacho abrigaba en tal momento grandes motivos de rabia contra Halfvorson. Este había matado toda una familia de ratoncitos, y estaba dispuesto a vengar aquella crueldad. Tenía siem­pre en su imaginación el recuerdo de la pobre ratita, tan blanca, en medio de sus pequeñuelos indefensos. Ni siquiera había tratado de huir: inmóvil, animada de un heroísmo inquebranta­ble, se quedó allí, cubriendo con su cuerpo a sus hijitos, fijos sus ojos encendidos y brillantes en el cruel asesino. ¿No merecía  éste, por lo menos, que experimentara un poco de inquietud? Petter Nord quería verle salir de su  despacho, pálido y desencajado, en busca  de su billete. Quería ver en sus ojos, de color de agua,  un reflejo de la angustia que había visto  en  los ojos de rubí de la ratita. Halfvorson buscaría el billete y Petter Nord  le dejaría revolver una  y otra vez el almacén entero, antes de  permitir que hallase sus cincuenta coronas.
Sin embargo, el billete quedó oculto todo el día, sin que nadie lo reclamase. Era nuevo, multicolor y brillante, y en sus cuatro ángulos lleva­ba la cifra 50. Cuando Petter Nord se quedaba solo en el almacén, apoyaba una escalera de mano contra la estantería, ascendía, sacaba el billete que tenía oculto bajo la pieza de percal, lo desplegaba y lo contemplaba admirado.
A veces, en lo más fuerte  de  la  venta,  se apoderaba de él  una  viva inquietud.  Con  el pretexto de buscar algo en ha estantería, subía rápidamente por la escalera y hundía sus manos bajo la pieza de percal,  hasta  que sus  dedos tropezaban con el papel duro y liso.
Este billete apresuraba sus  movimientos de una manera maravillosa. ¿No habría en él algo viviente, alguna fuerza misteriosa? Las cuatro cifras 50, ampliamente encuadradas, parecían tener ojos que le atraían de un modo irresistible. El pobre muchacho lo besaba, murmurando: "¡Yo quisiera tener muchos, muchos como tú!"
Y comenzaba a forjarse todo género de ideas acerca del billete. Cuando Halfvorson no lo bus­caba, es porque tal vez no le perteneciera. ¿Des­de  cuándo  estaría  en  el  almacén?  ¿Tendría acaso propietario?
Sus ideas parecían ser contagiosas. Por la noche, durante la cena, Halfvorson hablaba siempre de dinero y de los hombres de dinero. Le refe­ría a Petter Nord historias de pobres muchachos que habían hecho fortuna. Comenzaba por Whit­tington y acababa por los Astor y los  Gould. Halfvorson sabía cuánto habían luchado y penado, lo que habían inventado y los riesgos que ha­bían corrido. Este tema le hacía elocuente. Sentía sus sufrimientos y sus privaciones. participaba de sus buenos éxitos y lanzaba  exclamaciones de júbilo ante su victoria. Petter Nord le escuchaba como si estuviera embrujado.
Halfvorson era completamente sordo pero es­to no le impedía sostener una conversación, porque leía en los labios de su interlocutor cuanto éste dijera. Contrariamente, ignoraba el  sonido de su propia voz,  que emitía con una monotonía extraña, como el lejano rumor de una caída de agua. Esta singular manera de hablar hacía que sus palabras se imprimieran en los oídos de un modo indeleble; se le oía aún durante varios días después. ¡Pobrecito Petter Nord!
–La  cosa  indispensable  para  enriquecerse –decía Halfvorson– es poseer una pequeña can­tidad de esas cosas que traen buena suerte, y que, por lo regular, no suelen ser producto del trabajo. Es de observar que todos la encontraron en la calle, en los forros de un  traje viejo o envuelta en la tela de un gabán comprado en la tienda de un cambalachero; otros la ganaron en el juego o la recibieron de una dama carita­tiva como limosna. Una vez hallada esta peque­ña suma, todo está conseguido. El río de oro corre entonces corno una fuente. Lo primero que se necesita, Petter Nord, es el dinero de la bue­na suerte.
La voz de Halfvorson resonaba cada vez mas sordamente. El joven Petter Nord se quedaba como fascinado: sólo veía dinero, dinero y dinero. Sobre el mantel de la mesa veía  cómo se apilaban los ducados, el suelo se cubría de una ola blanca de dinero, y el abigarrado dibujo del sucio papel que cubría las paredes se le aparecía como billetes de banco, anchos como pañuelos. Y en el aire flotaban muchas cifras 50 en gran­des cuadros que le atraían como si  fuesen  los ojos más bellos. "¿Quién sabe –le preguntaban, sonrientes,  estos bellos ojos–, quién sabe si estas cincuenta coronas que guardas en el estante, no son esa cantidad que ha de traerte la buena suerte?"

–Todavía he de hacerte observar –prosiguió Halfvorson– que además de esa pequeña suma son necesarias otras dos cosas para llegar a la cumbre; una es el trabajo, el trabajo encarnizado, Petter Nord;  la otra, son los sacrificios. Sacrifi­cios en los juegos y en el amor, en las conver­saciones y las risas, en el sueño de la mañana y en los paseos a la hora  del crepúsculo.  Te repito que, verdaderamente  son  necesarias  dos cosas. Una se llama trabajo; la otra,  sacrificio.

Petter  Nord  parecía  tener  ganas  de  llorar. Ciertamente, deseaba ser rico: en verdad   aspiraba a ser feliz; pero la fortuna y la  felicidad no debían exigir de él tanto sobresalto ni conquistarse tan duramente. La fortuna debía venir por sí sola. Uno de esos días en que se peleaba  con los muchachos esta hermosa  hada  debería detener su carroza ante la puerta del almacén e invitar al jovencito Värmlandés a tomar asiento a su lado. Pero esto ya no sucedía.  La voz de Halfvorson retumbaba siempre en sus oídos. Su cerebro parecía estallar. El trabajo y los sacrificios eran la vida y la finalidad de la vida. El pequeño Petter Nord ya no pedía otra cosa, ni se atrevía a creer que  jamás  hubiera  deseado otra cosa.
Al día siguiente ya no se atrevió a besar su billete, ni siquiera a contemplarlo. Se mostraba abatido y taciturno, ordenado y asiduo en el trabajo. Se entregaba a sus ocupaciones de una manera tan irreprochable que todo el mundo com­prendió que le sucedía algo anormal. El viejo al­calde estaba inquieto e hizo todo lo posible para reanimarle.
–Petter Nord, hoy es el jueves lardero. ¿No piensas asistir esta noche al baile? –le preguntó el buen viejo–. ¿No? Pues entonces te invito yo. Y no trates de rehusar mi invitación, porque en este caso le diré a Halfvorson en  qué sitio tienes los ratoncitos.
Petter Nord, entre suspiros, le prometió ir al baile.
El baile del jueves ¡lardero! ¡Petter Nord en el baile del jueves lardero! Petter Nord iba a ver a todas las damas hermosas del pueblo, ele­gantes, vestidas de blanco, adornadas con flores. Pero él, Petter Nord, no bailaría con  ninguna, naturalmente. Tanto mejor. Así como así,  no estaba de humor para bailar.
Ya en el baile, permaneció arrimado a una puerta, limitándose a contemplar el espectáculo. Algunos de los allí congregados, que tenían confianza con él, habían tratado de arrastrarle al interior, para que tomara parte en la danza; pero se resistió con obstinación: él no conocía tales bailes. Además, aquellas damas estaban muy por encima de él, y no se atrevía a invitarlas.
De repente brilló en sus ojos una pequeña llama. Sintió que una oleada de alegría le corría por las venas y que inundaba todo su cuerpo. Era la atracción de la música, el perfume de las flores, el encanto de tanta cara bonita a su al­rededor. Tras un breve momento se mostró tan contento, que si la alegría hubiera sido  fuego, hubiese aparecido rodeado de llamas. Siempre había estado enamorado de alguna joven del pue­blo, pero hasta aquel instante lo había  estado de una sola a la vez. Ahora, al  ver  a  tantas lindas muchachas allí reunidas, ya no fue una llama solitaria lo que hizo estragos en su cora­zón: era como el crepitar de un bosque inmenso. Varias veces miró sus botas, que no eran preci­samente unos zapatitos propios  para el baile. ¡Pero cómo iba a serle posible seguir el compás de la música con sus anchos tacones y  hacer piruetas sobre sus grandes suelas! Algo había en su interior que le arrastraba, le zamarreaba.  le empujaba hacia adelante, como un peón al que se le azota. Y resistía, resistía, aunque el impulso era cada vez más fuerte, más irresistible, a me­dida que avanzaba la noche. El calor de la juventud y los ardores de la vida le trastornaban la cabeza. Ya no era el pobrecito Petter Nord. Era el turbión impetuoso que arrastra la nube.
La charanga dejó oír una polca. El campesino que llevaba en su interior se reveló como poseído de un vértigo enloquecedor. Aquello le recordaba la polca que se baila en el Värmland.
Y Petter Nord, de un salto, se puso en medio de la sala. En él ya no quedaba ningún vestigio del hombre educado y respetuoso de la ciudad. Ya no estaba en el baile de la alcaldía, sino en su tierra, a pleno aire, en una noche de San Juan. Avanzó como si las rodillas se le doblega­sen, con la cabeza hundida en los hombros. Sin invitarla siquiera, enlazó entre sus brazos a una de las muchachas, y la arrastró consigo. En seguida comenzó a bailar la  verdadera  polca  del Värmland.

La joven le seguía algo contrariada, como si la obligaran a bailar a viva fuerza  Jamás había llevado tal compás ni sabía qué danza podía ser aquélla; pero, de repente, comenzó a bailar con verdadera maestría. El secreto de la danza se le acababa de revelar.
La  polca  la  levantaba,  la llevaba como pluma al viento, le ponía alas en los pies y se sentía ligera como el aire Volaba.
La  polca de Värmland es la más maravillosa de las danzas. Hace ingrávidos a los seres y transforma a los pesados hijos de la tierra. Sin ruido dan vueltas y revueltas con sus gruesos zapatones sobre el suelo áspero de la campiña. Danzan como un torbellino, ligeros como hojas llevadas por el tempestuoso viento del otoño. Es flexible, rápida, silenciosa y ligera.
En torno de la sala de baile se habían deteni­do los bailadores para ver cómo bailaba Petter Nord  la danza de su país. Al principio todos se reían; después, todo el mundo comprendió que era aquélla la verdadera danza. Aquel revolotear en círculos y torbellinos iguales y rápidos era la verdadera danza.
A pesar del vértigo que se había apoderado de él, Petter Nord observó que a su alrededor reinaba una calma extraña. Se detuvo súbitamen­te, y se pasó la mano por la frente. En la rea­lidad que le envolvía no vio la campiña de tierra negra, ni un muro de verdura, ni una noche estrellada con un cielo azul pálido, ni una cam­pesina sonriente. Tuvo vergüenza de cuanto le acababa de suceder, y trató de huir.
Pero todos le rodearon Las muchachas se empujaban por llegar hasta el pequeño dependiente de Halfvorson, y todas le decían con voz suplicante: "Ven a bailar conmigo, conmigo, conmi­go".
Todas querían aprender la polca del Värmland.
El programa señalado para el baile cambió por completo: se hubiese dicho que era aquello un concurso de baile. Y Petter Nord fue un gran hombre durante toda la noche.
Tuvo que danzar con todas las bellas y distinguidas damas allí congregadas, y todas se le mostraban sumamente amables y atentas. ¡Era un joven tan alegre y divertido! Todas le mimaban y distinguían.
Petter Nord comprendió que aquel gran pla­cer que estaba saboreando era la felicidad. Ser el favorito de las damas, atreverse a hablarlas, hallarse en plena luz, en medio de aquella multitud, ser agasajado, obsequiado por todas, sin excepción, era la felicidad, ciertamente.
El baile terminó sin que por ello experimentase ninguna pena, de tan embriagado que estaba. Experimentaba, sí, la necesidad de volver a su casa para revivir en el silencio y la soledad cuanto le había acontecido.
Halfvorson era soltero; pero con él vivía una sobrina suya que le ayudaba en el trabajo del despacho. A pesar de ser pobre y de vivir a expensas de su tío, la joven vivía en un plano bastante superior al de su tío y, no hay que decirlo, al de Petter Nord. Se la invitaba a reuniones y tertulias en las que su tío no podía tener acceso, por tratarse de la gente más distinguida del pueblo. Aquella noche ella y Petter Nord regresaron juntos del baile.
–¿Sabe usted, Nord –le preguntó–, si mi tío va a comparecer en el Juzgado por haber vendido alcohol? Tal vez usted pueda explicar lo que haya de verdad en el asunto, aunque con toda reserva.
–Es una lástima que haga usted caso de las habladurías  –respondió, evasivamente, Petter Nord.
Edith Halfvorson suspiró.
–En todo esto debe haber algo de cierto. Temo que sobrevengan averiguaciones, denuncias, multas y una de vergüenzas y de enojos sin fin. Quisiera saber la verdad.
–Lo mejor es no saber nada –repuso Petter Nord.
–Es que yo quiero formar mis planes, mis proyectos, Nord –replicó Edith–, porque quisiera darle ánimos y salvar a mi tío. Cuando trato de hablarle, rehúye la conversación. Y es­toy temiendo que cualquier día le suceda algo que nos deje a los dos en medio de la calle. En su conducta he podido ver que está preparando alguna intriga. Usted debe saberlo todo.
–No sé nada –exclamó Petter Nord secamente.
El joven no añadió ni una palabra más. ¡Qué ocurrencia la de hablarle de semejantes histo­rias, en el momento en que regresaba tan dichoso de su primer baile!
Detrás de la tienda había un cuartito destinado a los trastos viejos, donde dormía el dependiente. El pequeño Petter Nord de aquella noche hizo comparecer al Petter Nord de la víspera, y comenzó a interrogarle, como si le instruyera un proceso. ¡Qué aspecto el de este canalla, pálido y cobarde! ¿Qué era él, en definitiva? Un ladrón y un avaro. ¿Cómo había podido olvidar el sép­timo mandamiento? En justicia, se había hecho acreedor a la pena de veinte azotes. ¡Dios sólo merecía alabanzas por haberle enviado al baile para cambiar el estado de su espíritu! ¡Cómo si la riqueza valiera la pena de sacrificar la tran­quilidad de la conciencia y la paz del alma! Esa misma riqueza no valía lo que el más insignificante ratoncillo albino, si no había de permi­tirle vivir contento y feliz. Y se restregaba las manos ante el placer de sentirse libre, libre, libre. Ya no sentía el menor deseo de apoderarse del billete de cincuenta coronas. ¡Qué bueno es sentirse feliz!
Apenas se metió en la cama, abrigó el propó­sito de mostrarle el billete a Halfvorson a la mañana siguiente, antes que nada. Pero pronto le asaltó la más viva inquietud ante el temor de que el comerciante descubriese solo el escondite del billete. Entonces podría creer, muy fundadamente, que él, Petter Nord, lo había ocultado con la intención de guardárselo. Este pensamien­to le atenazaba como una obsesión. Trató de borrar esta idea: pero todo fue en vano.
Cansado de luchar con sus pensamientos, se levantó, deslizóse hasta la tienda y se apoderó del billete. Tras esto, ya más tranquilo, se durmió, con el billete debajo de la almohada.

Pero una hora más tarde fue despertado bruscamente. Una luz fuerte deslumbró sus ojos, sintió que una mano rebuscaba a tientas en la cabecera de su lecho y oyó una voz retumbante y sorda que juraba y blasfemaba.

Antes de que Petter Nord se hallase comple­tamente despierto, Halfvorson levantaba con su mano el billete, mostrándolo a dos mujeres que contemplaban la escena desde el umbral de la puerta.
–Ya ven ustedes que yo tenía razón –decía–. Ya comprenderán que valía la pena de hacerlas levantar para que fuesen testigos de lo que acabo de descubrir. ¡Ya ven que no les engañaba cuando les decía que era un ladrón!
–¡No, no, no! –gritó empavorecido el pobre muchacho–. Yo no he querido robarle. Sólo he tratado de ocultar el billete.
Ya sabemos que Halfvorson era sordo. Las dos mujeres volvieron la espalda, como resueltas a no ver nada, a no oír nada más.
Petter Nord, sentado en la cama, adquirió en un momento un aspecto miserable que inspiraba compasión. Sus lágrimas corrían como arroyos. Y se lamentaba en alta voz, delirante.
–¡Tío! –exclamó Edith–. ¡Petter esta llorando!
–Déjale que llore –respondió Halfvorson.
Éste, aproximándose a Petter Nord, le miró de una manera terrible.
–¡Sé muy bien por qué lloras! –continuó–  pero tus lamentaciones no conducen a nada.
–¡Oh, oh! –sollozaba el pobre muchacho-. Yo no soy un ladrón... He ocultado el billete para ... para... para hacerle enfadar. Con ello quería vengarme por haber matado mis ratonci­tos. No soy un ladrón... ¡Nadie quiere escu­charme! ¡No soy un ladrón!
–Tío –añadió Edith–, ¿no le has atormen­tado ya bastante? ¿Por qué no vamos a acostarnos?
–Bien quisiera creer que llora de arrepenti­miento  -gruñó Halfvorson–; pero no me es posible hacer nada por él.
El comerciante parecía contento y hasta jovial.
–Desde hace tiempo tenía fijos en ti mis ojos –prosiguió, volviéndose hacia el muchacho–cada vez que entraba alguien en la casa te veías obligado a disimular. Esta vez has sido sorprendido. Tengo testigos y ahora me voy en busca del jefe de policía.
Petter Nord lanzó un grito estridente.
–¿Nadie quiere ayudarme? ¿Nadie quiere ve­nir en mi socorro? –preguntaba sollozando.
Pero Halfvorson había partido, y la buena mujer que hacia las faenas en casa del comerciante se aproximó a él.
–Vístase de prisa, Petter –le dijo–. Half­vorson está en casa del jefe de policía. Mientras regresa, tiene usted tiempo para huir. La señori­ta Edith ha ido a buscar algo que comer y que usted se podrá llevar... Ya me encargaré yo de arreglar sus ropas.
Los terribles sollozos cesaron de súbito como por encanto. Petter Nord se arregló en breves minutos. Después de besar la mano a las dos mujeres, echó a correr.
Las mujeres permanecieron un momento en el quicio de la puerta, viéndole huir. Cuando desapareció al final de la calle, las dos lanzaron un suspiro de satisfacción, como si se quitaran un gran peso de encima.
–¿Qué dirá mi tío? –preguntó por último Edith.
–Se pondrá contento cuando lo sepa –respondió la vieja mujer–. No me causaría ningún asombro saber que él  mismo había dejado el billete sobre el mostrador, como una trampa. Tal vez quería deshacerse del chico de este modo.
–Pero ¿por qué, si ha sido el mejor dependiente que hemos tenido en mucho tiempo?
–Tal vez no quisiera que fuese testigo del asunto del alcohol y...
Edith quedó muda, con la respiración fatigosa.
–Esto sería vergonzoso, vergonzoso... –murmuraba la joven.
Y blandió el puño mirando hacia la mesita escritorio y hacia la mirilla de la puerta, por la que debía haber espiado Halfvorson. También ella hubiese querido huir para librarse de tanta vileza.
En esto oyó un ruidito en el fondo del almacén. Prestó atención, y, guiándose por las correrías que producía este rumor, descubrió, tras unas cajas de arenques salados, los ratoncitos de Pet­ter Nord.
Levantó la caja, y, depositándola sobre el mostrador, abrió la puerta. Los ratoncitos salieron uno tras otro, y así fueron desapareciendo tras los toneles y las cajas.
–Márchense; a crecer y multiplicarse –mur­muró-. ¡Y a roer cuanto puedan, para vengar así a vuestro pequeño dueño!

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