La Iliada

Canto IV

Sentados en el áureo pavimento a la vera de Zeus, los dioses celebraban consejo. La venerable Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y contemplaban la ciudad de Troya. Pronto el Cronión intentó zaherir a Hera con mordaces palabras; y hablando fingidamente, dijo:

—Dos son las diosas que protegen a Menelao, Hera argiva y Atenea alalcomenia; pero sentadas a distancia, se contentan con mirarle; mientras que la risueña Afrodita acompaña constantemente al otro y le libra de las Moiras, y ahora le ha salvado cuando él mismo creía perecer. Pero como la victoria quedó por Menelao, caro a Ares, deliberemos sobre sus futuras consecuencias; si conviene promover nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o reconciliar a entrambos. Si a todos pluguiera y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y Menelao se llevaría la argiva Helena.

Así se expresó. Atenea y Hera, que tenían los asientos contiguos y pensaban en causar daño a los teucros, se mordieron los labios. Atenea, aunque airada contra su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera no le cupo la ira en el pecho y exclamó:

—¡Crudelísimo Cronión! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano e ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando reunía el ejército contra Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.

Respondióle muy indignado Zeus, que amontona las nubes:

— ¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que continuamente anheles destruir la bien edificada ciudad de Ilión? Si trasponiendo las puertas de los altos muros, te comieras crudo a Príamo, y a sus hijos y a los demás troyanos, quizá tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la memoria: cuando yo tenga vehemente deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no retardes mi cólera y déjame obrar: ya que ésta te la cedo espontáneamente, aunque contra los impulsos de mi alma. De las ciudades que los hombres terrestres habitan debajo del sol y del cielo estrellado, la sagrada Troya era la preferida de mi corazón, con Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás careció en ella de libaciones y víctimas, que tales son los honores que se nos deben.

Contestó Hera veneranda, la de los grandes ojos:

—Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré siquiera. Y si me opusiere y no te permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Cronos engendróme la más venerable, por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya de ti, que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses nos seguirán. Manda presto a Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los teucros y los aqueos; y procure que los teucros empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.

Tal dijo. No desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y dirigiéndose a Atenea, profirió estas aladas palabras:

—Ve pronto al campo de los teucros y de los aqueos, y procura que los teucros empiecen a ofender contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.

Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba; y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como señal por el hijo del artero Cronos a los navegantes o a los individuos de un gran ejército, despide numerosas chispas; de igual modo Palas Atenea se lanzó a la tierra y cayó en medio del campo. Asombráronse cuantos la vieron, así los teucros, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, y no faltó quien dijera a su vecino:

— O empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o Zeus, árbitro de la guerra humana, pondrá amistad entre ambos pueblos.

De esta manera hablaban algunos de los aqueos y de los teucros. La diosa, transfigurada en varón —parecíase a Laódoco Antenórida, esforzado combatiente—, penetró por el ejército teucro buscando al deiforme Pándaro. Halló por fin al eximio fuerte hijo de Licaón en medio de las filas de hombres valientes, escudados, que con él llegaran de las orillas del Esepo; y deteniéndose a su lado, le dijo estas aladas palabras:

—¿Querrás obedecerme, hijo valeroso de Licaón? ¡Te atrevieras a disparar una veloz flecha contra Menelao! Alcanzarías gloria entre los teucros y te lo agradecerían todos, y particularmente el príncipe Alejandro; éste te haría espléndidos presentes, si viera que al beligero Menelao le subían a la triste pira, muerto por una de tus flechas. Ea, tira una saeta al ínclito Menelao, y vota sacrificar a Apolo Licio, célebre por su arco, una hecatombe perfecta de corderos primogénitos cuando vuelvas a tu patria, la sagrada ciudad de Zelea.

Así dijo Atenea. El insensato se dejó persuadir, y asió en seguida el pulido arco hecho con las astas de un lascivo buco montés, a quien él acechara e hiriera en el pecho cuando saltaba de un peñasco: el animal cayó de espaldas en la roca, y sus cuernos, de dieciséis palmos, fueron ajustados y pulidos por hábil artífice y adornados con anillos de oro. Pándaro tendió el arco, bajándolo e inclinándolo al suelo, y sus valientes amigos le cubrieron con los escudos, para que los belicosos aqueos no arremetieran contra él antes que Menelao, aguerrido hijo de Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una flecha nueva, alada, causadora de acerbos dolores; adaptó a la cuerda del arco la amarga saeta, y votó a Apolo Licio sacrificarle una hecatombe perfecta de corderos primogénitos cuando volviera a su patria, la sagrada ciudad de Zelea. Y cogiendo a la vez las plumas y el bovino nervio, tiró hacia su pecho y acercó la punta de hierro al arco. Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda, y saltó la puntiaguada flecha deseosa de volar sobre la multitud.

No se olvidarán de ti, oh Menelao, los felices e inmortales dioses y especialmente la hija de Zeus, que impera en las batallas; la cual, poniéndose delante, desvió la amarga flecha: apartóla del cuerpo como la madre ahuyenta una mosca de su niño que duerme plácidamente, y la dirigió al lugar donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y la coraza era doble. La amarga saeta atravesó el ajustado cinturón, obra de artífice; se clavó en la magnífica coraza, y rompiendo la chapa que el héroe llevaba para proteger el cuerpo contra las flechas y que le defendió mucho, rasguñó la piel y al momento brotó de la herida la negra sangre.

Como una mujer meonia o caria tiñe en púrpura el marfil que ha de adornar el freno de un caballo, muchos jinetes desean llevarlo y aquella lo guarda en su casa para un rey a fin de que sea ornamento para el caballo y motivo de gloria para el caballero, de la misma manera, oh Menelao, se tiñeron de sangre tus bien formados muslos, las piernas y los hermosos tobillos.

Estremecióse el rey de hombres Agamemnón, al ver la negra sangre que manaba de la herida Estremecióse asimismo Menelao, caro a Ares; mas como advirtiera que quedaban fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo en su pecho. Y el rey Agamemnón, asiendo de la mano a Menelao, dijo entre hondos suspiros mientras los compañeros gemían:

—¡Hermano querido! Para tu muerte celebré el jurado convenio cuando te puse delante de todos a fin de que lucharas por los aqueos, tú solo, con los troyanos. Así te han herido: pisoteando los juramentos de fidelidad. Pero no serán inútiles el pacto, la sangre de los corderos, las libaciones de vino puro y el apretón de manos en que confiábamos. Si el Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde, y pagarán cuanto hicieron con una gran pena: con sus propias cabezas, sus mujeres y sus hijos. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezca la sagrada Ilión. Príamo y su pueblo, armado con lanzas de fresno; el excelso Jove Cronión, que vive en el éter, irritado por este engaño, agitará contra ellos su égida espantosa. Todo esto ha de suceder irremisiblemente. Pero será grande mi pesar oh Menelao, si mueres y llegas al término fatal de tu vida, y he de volver con oprobio a la árida Argos, porque los aqueos se acordarán en seguida de su tierra patria, dejaremos como trofeo en poder de Príamo y de los troyanos a la argiva Helena, y sus huesos se pudrirán en Troya a causa de una empresa no llevada a cumplimiento. Y alguno de los troyanos soberbios exclamará saltando sobre la tumba del glorioso Menelao: Así realice Agamemnón todas sus venganzas como ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó a su patria con las naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao. Y cuando esto diga, ábraseme la anchurosa tierra.

Para tranquilizarle, respondió el rubio Menelao:

—Ten ánimo y no espantes a los aqueos. La aguda flecha no me ha herido mortalmente, pues me protegió por fuera el labrado cinturón y por dentro la faja y la chapa que forjó el broncista.

Contestó el rey Agamemnón:
—¡Ojalá sea así, querido Menelao! Un médico reconocerá la herida y le aplicará drogas que calmen los terribles dolores.

Dijo, y en seguida dio esta orden al divino heraldo Taltibio:

— ¡Taltibio! Llama pronto a Macaón, el hijo del insigne médico Asclepio, para que reconozca al aguerrido Menelao, hijo de Atreo, a quien ha flechado un hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.

Tales fueron sus palabras, y el heraldo al oírle no desobedeció. Fuese por entre los aqueos, de broncíneas corazas, buscó con la vista al héroe Macaón y le halló en medio de las fuertes filas de hombre escudados que le habían seguido desde Trica, criadora de caballos. Y deteniéndose cerca de él, le dirigió estas aladas palabras:

—¡Ven, hijo de Asclepio! Te llama el rey Agamemnón para que reconozcas al aguerrido Menelao, caudillo de los aqueos, a quien ha flechado hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.

Así dijo y Macaón sintió que en el pecho se le conmovió el ánimo. Atravesaron, hendiendo por la gente, el espacioso campamento de los aqueos; y llegando al lugar donde fue herido el rubio Menelao; (éste aparecía como un dios entre los principales caudillos que en torno de él se habían congregado), Macaón arrancó la flecha del ajustado cíngulo; pero al tirar de ella, rompiéronse las plumas, y entonces desató el vistoso cinturón y quitó la faja y la chapa que hiciera el broncista. Tan pronto como vio la herida causada por la cruel saeta, chupó la sangre y aplicó con pericia drogas calmantes, que a su padre había dado Quirón en prueba de amistad.

Mientras se ocupaban en curar a Menelao, valiente en la pelea, llegaron las huestes de los escudados teucros; vistieron aquéllos la armadura, y ya solo en batallar pensaron.

Entonces no hubieras visto que el divino Agamemnón se durmiera, temblara o rehuyera el combate; pues iba presuroso a la lid, donde los varones alcanzan gloria. Dejó los caballos y el carro de broncíneos adornos —Eurimedonte, hijo de Ptolomeo Piraída, se quedó a cierta distancia con los fogosos corceles—, encargó al auriga que no se alejara por si el cansancio se apoderaba de sus miembros mientras ejercía el mando sobre aquella multitud de hombres, y empezó a recorrer a pie las hileras de guerreros. A los dánaos, de ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los animaba diciendo:

—¡Argivos! No desmaye vuestro impetuoso valor. El padre Zeus no protegerá a los pérfidos; como han sido los primeros en faltar a lo jurado, sus tiernas carnes serán pasto de buitres y nosotros nos llevaremos en las naves a sus esposas e hijos cuando tomemos la ciudad.

A los que se veía remisos en marchar al odioso combate, los increpaba con iracundas voces:

—¡Argivos, que sólo con el arco sabéis combatir, hombres vituperables! ¿No os avergonzáis? ¿Por qué os encuentro atónitos como cervatos que, habiendo corrido por espacioso campo, se detienen cuando ningún valor queda en su pecho? Así estáis vosotros: pasmados y sin pelear, ¿Aguardáis acaso que los teucros lleguen a la playa donde tenemos las naves de lindas popas, para ver si el Cronión extiende su mano sobre vosotros?

De tal suerte revistaba, como generalísimo, las filas de guerreros. Andando por entre la muchedumbre, llegó al sitio donde los cretenses vestían las armas con el aguerrido Idomeneo. Este, semejante a un jabalí por su braveza, se hallaba en las primeras filas, y Meriones enardecía a los soldados de las últimas falanges. Al verlos, el rey de hombres Agamemnón se alegró y dijo a Idomeneo con suaves voces:

—¡Idomeneo! Te honro de un modo especial entre los dánaos, de ágiles corceles, así en la guerra u otra empresa, como en el banquete, cuando los próceres argivos beben el negro vino de honor mezclado en las crateras. A los demás aqueos de larga cabellera se les da su ración pero tú tienes siempre la copa llena como yo, y bebes cuanto te place. Corre ahora a la batalla y muestra el denuedo de que te jactas.

Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:
— ¡Atrida! Siempre he de ser tu amigo fiel como te aseguré y prometí que sería. Pero exhorta a los demás aqueos, de larga cabellera, para que cuanto antes peleemos con los teucros, ya que éstos han roto los pactos. La muerte, y toda clase de calamidades les aguardan, por haber sido los primeros en faltar a lo jurado.

Así se expresó, y el Atrida, con el corazón alegre, pasó adelante. Andando por entre la muchedumbre llegó al sitio donde estaban los Ayaces. Estos se armaban, y una nube de infantes les seguía. Como el nubarrón, impelido por el céfiro, avanza sobre el mar y se le ve a lo lejos negro como la pez y preñado de tempestad, y el cabrero se estremece al divisarlo desde una altura, y antecogiendo el ganado, lo conduce a una cueva; de igual modo iban al dañoso combate, con los Ayaces, las densas y oscuras falanges de jóvenes ilustres, erizadas de lanzas y escudos. Al verlos, el rey Agamemnón se regocijó, y dijo estas aladas palabras:

—¡Ayaces, príncipes de los argivos de broncíneas corazas! A vosotros —inoportuno fuera exhortaros— nada os encargo, porque ya instigáis al ejército a que pelee valerosamente. ¡Ojalá, padre Zeus, Atenea, Apolo!, hubiese el mismo ánimo en todos los pechos, pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y destruida por nuestras manos.

Cuando así hubo hablado los dejó y fue hacia otros. Halló a Néstor, elocuente orador de los pilios, ordenando a los suyos y animándolos a pelear, junto con el gran Pelagonte, Alástor, Cromio, el poderoso Hemón y Biante, pastor de hombres. Ponía delante con los respectivos carros y corceles, a los que desde aquéllos combatían; detrás, a gran copia de valientes peones, que en la batalla formaban como un muro, y en medio, a los cobardes para que mal de su grado tuviesen que combatir. Y dando instrucciones a los primeros, les encargaba que sujetaran los caballos y no promoviesen confusión entre la muchedumbre:

—Que nadie, confiando en su pericia ecuestre o en su valor, quiera luchar solo y fuera de las filas con los teucros; que asimismo nadie retroceda, pues con mayor facilidad seríais vencidos. El que caiga del carro y suba al de otro, pelee con la lanza, que es lo mejor. Con tal prudencia y ánimo en el pecho, destruyeron los antiguos muchas ciudades y murallas.

De tal suerte el anciano, diestro desde antiguo en la guerra, les arengaba. Al verle, el rey Agamemnón se alegró, y le dijo estas aladas palabras:

—¡Oh anciano! ¡Así como conservas el ánimo en tu pecho, tuvieras ágiles las rodillas y sin menoscabo las fuerzas! Pero te abruma la vejez, que a nadie respeta. Ojalá que otro cargase con ella y tú fueras contado en el número de los jóvenes.

Respondióle Néstor, caballero gerenio:

— ¡Atrida! También yo quisiera ser como cuando maté al divino Ereutalión. Pero jamás las deidades lo dieron todo y a un mismo tiempo a los hombres: si entonces era joven, ya para mí llegó la senectud. Esto no obstante, acompañaré a los que combaten en carros para exhortarles con consejos y palabras, que tal es la misión de los ancianos. Las lanzas las blandirán los jóvenes, que son mas vigorosos y pueden confiar en sus fuerzas.

Así habló, y el Atrida, con el corazón alegre, pasó adelante. Halló al excelente jinete Menesteo, hijo de Peteo, de pie entre los atenienses ejercitados en la guerra. Estaba cerca de ellos el ingenioso Odiseo, y a poca distancia las huestes de los fuertes cefalenios, los cuales, no habiendo oído el grito de guerra —pues así las falanges de los teucros, domadores de caballos, como las de los aqueos, se ponían entonces en movimiento—, aguardaban que otra columna aquiva cerrara con los troyanos y diera principio la batalla. Al verlos, el rey Agamemnón los increpó con estas aladas palabras:

—¡Hijo del rey Peteo, alumno de Zeus; y tú, perito en malas artes, astuto! ¿Por qué, medrosos, os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva? Debierais estar entre los delanteros y correr a la ardiente pelea, ya que os invito antes que a nadie cuando los aqueos dan un banquete a sus próceres. Entonces os gusta comer carne asada y beber sin tasa copas de dulce vino, y ahora veríais con placer que diez columnas aqueas lidiaran delante de vosotros con el cruel bronce.

Encarándole la torva vista, exclamó el ingenioso Odiseo:

— ¡Atrida! ¡Qué palabras se escaparon de tus labios! ¿Por qué dices que somos remisos en ir al combate? Cuando los aqueos excitemos al feroz Ares contra el enemigo, verás, si quieres y te importa, como el padre amado de Telémaco penetra por las primeras filas de los teucros, domadores de caballos. Vano y sin fundamento es tu lenguaje.

Cuando el rey Agamemnón comprendió que el héroe se irritaba sonrióse, y retractándose dijo:

—¡Laertíada, descendiente de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en recursos! No ha sido mi propósito ni reprenderte en demasía ni darte órdenes.Conozco los benévolos sentimientos del corazón que tienes en el pecho, pues tu modo de pensar coincide con el mío. Pero ve, y si te dije algo ofensivo, luego arreglaremos este asunto. Hagan los dioses que todo se lo lleve el viento.

Esto dicho, los dejó allí, y se fue hacia otros. Halló al animoso Diomedes, hijo de Tideo, de pie entre los corceles y los só1idos carros; y a su lado a Esténelo, hijo de Capaneo. En viendo a aquél, el rey Agamemnón le reprendió, profiriendo estas aladas palabras:

—¡Ay hijo del aguerrido Tideo, domador de caballos! ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué miras azorado el espacio que de los enemigos nos separa? No solía Tideo temblar de este modo, sino que, adelantándose a sus compañeros, peleaba con el enemigo. Así lo refieren quienes le vieron combatir, pues yo no lo presencié ni lo vi, y dicen que a todos superaba. Estuvo en Micenas, no para guerrear, sino como huésped junto con el divino Polinice, cuando ambos reclutaban tropas para atacar los sagrados muros de Tebas. Mucho nos rogaron que les diéramos auxiliares ilustres, y los ciudadanos querían concedérselos y prestaban asenso a lo que se les pedía; pero Zeus, con funestas señales, les hizo variar de opinión. Volviéronse aquéllos; después de andar mucho, llegaron al Asopo, cuyas orillas pueblan juncales y prados, y los aqueos nombraron embajador a Tideo para que fuera a Tebas. En el palacio del fuerte Eteocles encontrábanse muchos cadmeos reunidos en banquete; pero ni allí siendo huésped y solo entre tantos, se turbó el eximio jinete Tideo: los desafiaba y vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal suerte le protegía Atenea! Cuando se fue, irritados los cadmeos, aguijadores de caballos, pusieron en emboscada a cincuenta jóvenes al mando de dos jefes: Meón Hemónida, que parecía un inmortal, y Polifonte, intrépido hijo de Autófono. A todos les dio Tideo ignominiosa muerte menos a uno, a Meón, a quien permitió, acatando divinales indicaciones, que volviera a la ciudad. Tal fue Tideo etolo, y el hijo que engendró le es inferior en el combate y superior en las juntas.

Así dijo. El fuerte Diomedes oyó con respeto la increpación del venerable rey y guardó silencio, pero el hijo del glorioso Capaneo hubo de replicarle:

—¡Atrida! No mientas, pudiendo decir la verdad. Nos gloriamos de ser más valientes que nuestros padres, pues hemos tomado a Tebas, la de las siete puertas, con un ejército menos numeroso, que, confiando en divinales indicaciones y en el auxilio de Zeus, reunimos al pie de su muralla, consagrada a Ares, mientras que aquéllos perecieron por sus locuras. No nos consideres, pues, a nuestros padres y a nosotros dignos de igual estimación.

Mirándole con torva faz, le contestó el fuerte Diomedes:

— Calla amigo: obedece mi consejo. Yo no me enfado porque Agamemnón, pastor de hombres, anime a los aqueos, de hermosas grebas, antes del combate. Suya será la gloria, si los aqueos rinden a los teucros y toman la sagrada Ilión; suyo el gran pesar, si los aqueos son vencidos. Ea, pensemos tan solo en mostrar nuestro impetuoso valor.

Dijo, saltó del carro al suelo sin dejar las armas y tan terrible fue el resonar del bronce sobre su pecho, que hubiera sentido pavor hasta un hombre muy esforzado.

Como las olas impelidas por el Céfiro se suceden en la ribera sonora, y primero se levantan en alta mar, braman después al romperse en la playa y en los promontorios, suben combándose a lo alto y escupen la espuma; así las falanges de los dánaos marchaban sucesivamente y sin interrupción al combate. Los capitanes daban órdenes a los suyos respectivos, y éstos avanzaban callados (no hubieras dicho que les siguieran a aquéllos tantos hombres con voz en el pecho) y temerosos de sus jefes. En todos relucían las labradas armas de que iban revestidos. — Los teucros avanzaban también, y como muchas ovejas balan sin cesar en el establo de un hombre opulento, cuando al ser ordeñadas oyen la voz de los corderos; de la misma manera elevábase un confuso vocerío en el ejército de aquellos. No era igual el sonido ni el modo de hablar de todos y las lenguas se mezclaban, porque los guerreros procedían de diferentes países.— A los unos los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de los brillantes ojos, y a entrambos pueblos, el Terror, la Fobo y la Discordia, insaciable en sus furores y hermana y compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego toca con la cabeza el cielo mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la muchedumbre, arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y acreció el afán de los guerreros.

Cuando los ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las lanzas y el valor de los hombres armados de broncíneas corazas, y al aproximarse las abollonadas rodelas se produjo un gran tumulto. Allí se oían simultáneamente los lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba sangre. Como dos torrentes nacidos en grandes manantiales se despeñan por los montes, reúnen las fervientes aguas en hondo barranco abierto en el valle y produce un estruendo que oye desde lejos el pastor en la montaña; así eran la gritería y el trabajo de los que vinieron a las manos.

Fue Antíloco quien primeramente mató a un teucro, a Equepolo Talisíada, que peleaba valerosamente en la vanguardia: hirióle en la cimera del penachudo casco, y la broncínea lanza, clavándose en la frente, atravesó el hueso, las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero y éste cayó como una torre en el duro combate. Al punto asióle de un pie el rey Elefenor Calcodontíada, caudillo de los bravos abantes, y lo arrastraba para ponerlo fuera del alcance de los dardos y quitarle la armadura. Poco duró su intento. Le vio el magnánimo Agenor e hiriéndole con la broncínea lanza en el costado, que al bajarse quedara en descubierto junto al escudo, dejóle sin vigor los miembros. De este modo perdió Elefenor la vida y sobre su cuerpo trabaron enconada pelea teucros y aqueos: como lobos se acometían y unos a otros se mataban.

Ayante Telamonio tiróle un bote de lanza a Simoísio, hijo de Antemión, que se hallaba en la flor de la juventud. Su madre habíale parido a orillas del Símois, cuando con los padres bajó del Ida para ver las ovejas: por eso le llamaron Simoísio. Mas no pudo pagar a sus progenitores la crianza ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante: acometía el teucro cuando Ayante le hirió en el pecho junto a la tetilla derecha, y la broncínea punta salió por la espalda. Cayó el guerrero en el polvo como el terso álamo nacido en la orilla de una espaciosa laguna y coronado de ramas que corta el carretero con el hierro reluciente para hacer las pinas de un hermoso carro, dejando que el tronco se seque en la ribera; de igual modo, Ayante, del linaje de Zeus, despojó a Simoísio Antémida. Antifo Priámida, que de labrada coraza iba revestido, lanzó a través de la muchedumbre su agudo dardo contra Ayante y no le tocó; pero hirió en la ingle a Leuco, compañero valiente de Odiseo, mientras arrastraba un cadáver: desprendióse éste y el guerrero cayó junto al mismo. Odiseo, muy irritado por tal muerte, atravesó las primeras filas cubierto de fulgente bronce, detúvose cerca del matador, y revolviendo el rostro a todas partes arrojó la reluciente lanza. Al verle, huyeron los teucros. No fue vano el tiro, pues la broncínea lanza perforó las sienes a Democoonte, hijo bastardo de Príamo, que había venido de Abido, país de corredoras yeguas: la oscuridad veló los ojos del guerrero, cayó éste con estrépito y sus armas resonaron. Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces, retiraron los muertos y avanzaron un buen trecho. Mas Apolo, que desde Pérgamo lo presenciaba, se indignó y con recios gritos exhortó a los teucros:

—¡Acometed, teucros domadores de caballos! No cedáis en la batalla a los argivos, porque sus cuerpos no son de piedra ni de hierro para que puedan resistir si los herís, el tajante bronce; ni pelea Aquileo, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, que se quedó en las naves y allí rumia la dolorosa cólera.

Así hablaba el terrible dios desde la ciudadela. A su vez, la hija de Zeus, la gloriosísima Tritogenea, recorría el ejército aqueo y animaba a los remisos.

Fue entonces cuando el hado echó los lazos de la muerte a Diores Amarincida. Herido en el tobillo derecho por puntiaguda piedra que le tiró Piroo Imbrásida, caudillo de los tracios, que había llegado de Eno —la insolente piedra rompióle ambos tendones y el hueso—, cayó de espaldas en el polvo, expirante tendía los brazos a sus camaradas cuando el mismo Piroo acudió presuroso y le envasó la lanza en el ombligo: derramáronse los intestinos y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.

Mientras Piroo arremetía, Toante el etolo alancéole en el pecho, por cima de una tetilla, y el bronce atravesó el pulmón. Acercósele Toante, le arrancó del pecho la ingente lanza, y hundiéndole la aguda espada en medio del vientre, le quitó la vida. Mas no pudo despojarle de la armadura porque se vio rodeado por los compañeros del muerto, los tracios, que dejan crecer la cabellera en lo más alto de la cabeza, quienes le asestaban sus largas picas; y aunque era corpulento, vigoroso e ilustre, fue rechazado y hubo de retroceder. Así cayeron y se juntaron en el polvo el caudillo de los tracios y el de los epeos, de broncíneas corazas, y a su alrededor murieron otros muchos.

Y quien, sin estar herido por flecha o lanza, hubiera recorrido el campo llevado de la mano y protegido de las saetas por Palas Atenea, no habría reprochado los hechos de armas; pues aquel día gran número de teucros y de aqueos dieron, unos junto a otros, de bruces en el polvo.

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