David Copperfield

CAPÍTULO 40

Cuando recobré mi presencia de ánimo, propuse a Dick que fuéramos a la casa del mercader de velas para que tomara posesión del lecho que había dejado vacante el señor Peggotty. La tienda tenía delante de la puerta un pórtico bajo, compuesto de columnas de madera que imitaban algo que se veía pintado en los primeros barómetros, donde aparecía un hombre con su mujer. Dick se sintió encantado de vivir sobre esas columnas y no puso objeciones al cuarto.

Traté de investigar si el señor Dick sabía las causas de aquel enorme y repentino cambio en el estado de los asuntos de mi tía, y me dijo que no sabía absolutamente nada. Entonces me impacienté y le hice ver que él no sabía el significado de la palabra ruina, la cual entrañaba miseria, necesidad, hambre. Pero pronto me arrepentí. Se le demacró el rostro y lloró. Tenía una fe inquebrantable en mi tía, y el infeliz me consideraba, además, capaz de luchar victoriosamente contra todos los infortunios, menos la muerte.

—¿Qué poder hacer, Trotwood? —preguntó—. Tenemos el manuscrito de la memoria...

—Sí, pero lo que debemos tener es seguridad, señor Dick, y no dejar de ver a mi tía que nos hemos preocupado de sus negocios.

Pero durante la velada mostró su inquietud y no dejó de mirar a mi tía. Durante la comida lo vi contemplar el pan que había en la mesa, y luego de que mi tía le recomendó que lo comiera, guardó en su bolsillo trozos de ese pan y queso. Pero mi tía conservaba su tranquilidad, y nos daba una lección. Ocuparía mi dormitorio y yo me acostaría en el salón para servirla. Insistía mucho en la necesidad de hallarse cerca del río, en caso de incendio.

Salí, acompañado del señor Dick, a comprar cerveza que, en lugar de vino, me había pedido mi tía, y me despedí del pobre hombre en la esquina de la calle: se marchó con su gran volantín a la espalda. Al regresar encontré a mi tía paseándose en mi dormitorio, mientras arreglaba con sus dedos los adornos de su gorro de dormir.

—Querido Trot —dijo después de tomar un sorbo de cerveza—, esto es muchísimo mejor que el vino, y menos bilioso. ¿Sabes una cosa? No me gustan las caras nuevas, pero tu Barkis no me desagrada. ¿Creerás que se puso aquí hace un rato, con las manos juntas, y me suplicó que aceptara una parte de su dinero? Agregó que para ella era demasiado. ¡Qué idiota! —agregó—, qué ridícula. Pero tiene algo bueno adentro, ¡vaya si lo tiene! Conversé largamente con Barkis. Sé todo lo que pasó, y lo que te pasa. Estás enamorado, ¿no? ¿Estás seguro? ¡Pobres jóvenes! Se figuran ustedes que atravesarán una vida llena de dulzuras y de confites, como las dos figuritas de azúcar que decoran la torta de la casada en un día de bodas...

Aquellas palabras no me ofrecían una perspectiva muy alentadora; pero yo me sentía muy contento de la confidencia de mi tía. Y acordándome de que debía sentirse cansada, y después de darle las buenas noches, mi tía y su gorra de dormir tomaron posesión de mi cama.

No pude dormir al pensar qué efecto produciría mi pobreza en el señor Spenlow. Debía hacer saber a Dora mi situación. Me preguntaba qué podía hacer para sostener a mi tía. Dentro de poco llevaría trajes raídos y tendría que renunciar a los lindos caballos grises y a los obsequios que ofrecía a Dora. Mi sueño fue cruzado por penosas pesadillas, motivadas todas por la pobreza. Mi tía tampoco dormía. Oía cómo se paseaba por el dormitorio. Dos o tres veces se apareció en mi habitación como un alma en pena.

Me vestí lo más silenciosamente que pude, y dejando a Peggotty el encargo del cuidado de mi tía, tomé el camino de Hampstead. Pensé, en primer lugar, si podía rescindir el contrato con el señor Spenlow y recobrar la suma convenida. Desayuné en Hampstead, y después emprendí el camino de la Audiencia, a través de sendas húmedas aún por el rocío y aspirando el perfume de las flores que crecían en los jardines de los alrededores o que pasaban en las cestas que llevaban en la cabeza los jardineros.

CAPÍTULO 41

Llegué demasiado temprano al estudio y tuve que pasearme una hora por la plaza, hasta que el viejo Tiffey, que era siempre el primero en llegar a la oficina, apareció con su llave. Entonces me senté en mi rincón, a la sombra, y me puse a contemplar el reflejo del sol en los tubos de la chimenea de la casa que estaba al frente. Pronto llegó el señor Spenlow, fresco y ágil. Me saludó alegremente y entonces le dije que tenía que hablar con él antes de que se marchara al tribunal. Y lo acompañé a su despacho, donde comenzó a ponerse la toga.

—Siento mucho decir a usted —comencé— que he recibido malas noticias de mi tía. No se trata de su salud, señor. Se trata de que ha sufrido grandes pérdidas de dinero, hasta el punto de que se ha quedado sin nada. Su situación ha cambiado completamente y yo quisiera saber, aun sacrificando una parte de la suma pagada para mi admisión aquí, mediante un arreglo..., si no sería posible anular los convenios que hemos acordado entre nosotros...

—Me apena mucho lo que usted me dice, Copperfield; pero no hay costumbre de anular un convenio por razones semejantes. Sería sentar un mal precedente. Si yo tuviera las manos libres, si no tuviera un socio, el señor Jerkins...

—¿Cree usted, señor, que si me dirigiera al señor Jerkins?

—Lo conozco. No es hombre de acoger una proposición tan desacostumbrada. ¡No admite cambio de usos!

—¿No le importaría que yo hablara con él, señor Spenlow?

—No, por supuesto, si cree usted que le puede ser útil.

Subí al despacho del señor Jerkins, y entré en él. Era un hombre grueso, de unos sesenta años, de apariencia dulce y benigna, tan aficionado al tabaco que, según se decía entre nosotros, ésa constituía su principal alimentación, pues no le quedaba en todo su cuerpo ningún sitio para alojar lo que pudiera absorber de otras sustancias alimenticias. Mi conversación con él fue muy breve, y me dio a entender que él no podía hacer nada contra las objeciones del señor Spenlow. Salió rápidamente, pues me dijo que tenía una cita en el banco. Volví al despacho del señor Spenlow y me dijo que no había ningún medio para convencer al señor Jerkins.

Comencé a dudar cuál de los dos socios era realmente la persona de la cual partían las dificultades. Salí del estudio y regresé a mi casa, cuando un coche de alquiler que me seguía se paró cerca de mí, y una blanca mano se tendió por la portezuela. Era Inés. Le dije cuánta alegría me daba verla. Descendió del coche, lo despedimos, y caminamos juntos hasta mi departamento. Mi tía le había escrito unas cuantas líneas, pero la habían acompañado su padre y Uriah Heep. Era socio del señor Wickfield, y se habían instalado a vivir en su casa, junto con su madre. Me contó que seguía teniendo una fuerte influencia sobre su padre. Agregó que Heep ocupaba mi antiguo cuarto.

—Muchas veces —me dijo— me veo obligada a aceptar la compañía de su madre cuando quisiera yo estar sola. Es el único motivo de queja que tengo contra ella. Si me cansa es por los elogios que hace de su hijo. ¡Es un buen hijo, David! Pero no puedo estar a solas con mi padre. Heep está constantemente entre nosotros.

Encontramos a mi tía sola y un poco agotada. Había tenido una violenta discusión con la señora Crupp. Cuando Inés hubo puesto su sombrero en la mesa y se sentó cerca de mi tía, no pude dejar de pensar, contemplando su frente despejada y sus ojos serenos, que estaba allí en su sitio y que siempre debería ocupar el mismo lugar. Mi tía, a pesar de la juventud y de la inexperiencia de Inés, tenía en ella plena confianza.

—Ahora, Trot e Inés, miremos de frente la situación. Betsy Trotwood tenía una mediana fortuna. Poco importa su cuantía. Tenía para vivir. Betsy colocó su fortuna en rentas durante algún tiempo. Después, por consejo de su agente de negocios, lo empleó en hipotecas. Las hipotecas fueron pagadas, y Betsy recobró su dinero y se vio obligada a buscar colocación para su dinero. Se figuró que sería más hábil que su antiguo agente de negocios, y se le puso en la cabeza la idea de negociar por su cuenta. Perdí en ciertas minas, luego en pesquerías, más adelante en acciones de un banco que estaba situado en el otro lado del mundo y que se desvaneció en el espacio. ¡Pero no volvamos a hablar de ello! La historia ha concluido. ¿Qué debemos hacer? Mi casa podrá dar en un año setenta libras esterlinas. Podemos contar con esa cantidad, sin duda. Es todo lo que tenemos. Hay que contar, además, con Dick. Tiene mil libras esterlinas por año, pero esta suma debe guardarse para sus gastos personales. ¿Y cómo haremos, Trot y yo, para vivir con nuestros recursos? Creo que lo mejor es pasar aquí hasta que se cumpla el contrato de arriendo, y alquilar cerca un cuarto para Dick.

—Estaba pensando, Trotwood —dijo Inés vacilando—, que si usted dispusiera de tiempo, no le desagradaría desempeñar un empleo de secretario —agregó aproximándose a mí y hablándome en voz baja—. El doctor Strong se ha retirado y vino a establecerse en Londres. Preguntó a papá si podría recomendarle un secretario. ¿No cree usted que le sería agradable tener cerca de él a su discípulo favorito?

—Inés querida, ¿qué sería yo sin ti? Ya te lo decía: eres mi ángel bueno...

Me senté para escribir una carta al doctor, en la cual le expresaba mi deseo y le pedía permiso para presentarme a él al día siguiente, a las diez de la mañana. Dirigí la carta a Highgate, porque vivía en ese sitio, tan lleno de recuerdos para mí, y yo mismo fui a poner la carta en el correo.

Cuando regresé, mi tía hablaba con mucha gracia del Támesis, pero conservaba un odio implacable para el humo de Londres, que todo lo invadía, según ella. En eso estábamos cuando llamaron a la puerta. Inés, que se puso pálida, dijo que creía que era su padre. Abrí la puerta y vi entrar al señor Wickfield acompañado de Uriah Heep.

Quedé sorprendido dolorosamente cuando lo vi, y no porque hubiera envejecido o cambiado sus modales, su escrupulosa corrección y distinción ni la belleza de su porte. Lo que me llamó la atención era que, a pesar de todo eso, sufriera la dominación desvergonzada de Uriah Heep. Tenía conciencia de su situación. Cuando entró llevaba la cabeza baja. Nos saludó cordialmente, y durante un momento vi una sonrisa de malignidad en los labios de Uriah Heep. Luego nos saludó, dijo con sonrisa meliflua que no era el dinero lo que hace al hombre, y nos dio un apretón de manos, luego de colocarse a algunos pasos de distancia de nosotros, como si tuviera miedo. Hizo un movimiento convulsivo y se retorció.

—¿Qué diablos le pasa? —dijo mi tía—. Domínese. Déjenos en paz y cállese. No se enrosque como una serpiente o un sacacorchos.

—Uriah Heep —dijo el señor Wickfield con voz monotona y forzada— es muy activo para los negocios. Siento por él un gran cariño. Lo que Heep dice queda por mí aprobado totalmente. Es un gran auxiliar para mí.

—Usted no se marchará, papá —dijo Inés con voz suplicante—. ¿No quiere venir a pie con Trotwood y conmigo?

—Tengo una cita de negocios —explicó Heep—. Me alegraría quedarme con ustedes. Pero dejo a mi socio para que represente a la casa. Buenas noches, señor Copperfield, y presento mis más humildes respetos a la señorita Betsy Trotwood...

Se retiró en el acto. Mi tía no quiso acompañarnos al domicilio de Inés y de su padre, pero insistió para que yo fuese con ellos, y obedecí. Cenamos juntos. Después de comer, Inés se sentó cerca de su padre y le sirvió vino, como en los antiguos tiempos. Y permanecimos los tres cerca de la ventana, mientras fue de día. El señor Wickfield se recostó en un sofá; Inés arregló los cojines y se inclinó cerca de él durante algunos momentos. Algunas lágrimas brillaban en sus ojos.

CAPÍTULO 42

Empecé la jornada del día siguiente con el ánimo de no dejarme abatir. El trabajo iba a ser grande, pero la recompensa no tenía precio. Dora era la recompensa. Tomé, en consecuencia, el camino de Highgate, y cuando me acerqué a la residencia del doctor, algo vetusta, lo vi paseándose por el jardín, con sus polainas, como si no hubiese dejado de pasear desde que fui su discípulo. No faltaban los grandes árboles a su alrededor y sobre el césped había dos o tres cuervos que lo miraban atentamente. Abrí la barrera para ir a su encuentro. Al comienzo no me reconoció, pero luego se dibujó en su plácida fisonomía una grata satisfacción, y me cogió de ambas manos. Me dijo que se alegraba muchísimo al verme. Le pedí noticias suyas y de su señora. Me dijo que estaban muy bien. Me contó que el señor Maldon había regresado de India porque no había podido soportar aquel clima, y que la señora Marckleham también había regresado. Luego preguntó si me convenían setenta libras al año.

—Eso dobla nuestra renta, doctor Strong —le dije.

—¿De veras? Muy bien. Quién lo hubiera querido. Bueno. Mis papeles están algo desordenados, merced al señor Jack Maldon, que me servía de secretario.

Estaba encantado por tenerme de colaborador de su obra famosa, y convinimos en comenzar desde el día siguiente, a las siete. Debíamos trabajar todas las mañanas, y dos o tres horas por la noche, excepto los sábados y, por supuesto, los domingos. Me condujo a la casa y me presentó a su señora. Habían retardado el desayuno para esperarme. Nos sentamos a la mesa. En ese momento un señor a caballo llegó a la verja, lo hizo entrar en el pequeño patio, lo ató a una argolla y entró en el comedor con el látigo en la mano. Era Maldon. El doctor me presentó. Me estrechó la mano con aire de protección. La languidez de sus maneras era notable, excepto cuando hablaba con su prima Ana.

En esa época de mi vida tenía mucho que hacer. Me levantaba a las cinco de la mañana y no regresaba a casa hasta las nueve o las diez. Entretanto, yo había reducido mucho mi consumo de pomada de oso, había renunciado en absoluto al jabón perfumado y el agua de lavanda, y vendido con pérdida enorme tres chalecos que consideré demasiado elegantes para una vida austera como la mía.

Ocho días duraba ya mi nueva vida, y estaba dispuesto más que nunca a llevar a cabo todo lo que me había propuesto. Hasta entonces Dora ignoraba mis esfuerzos desesperados. Pero llegó el sábado, y con él la noche en que debía visitar a la señorita Mills, y yo, a mi vez, ir a tomar té, cuando el señor Mills se hubiese marchado al círculo a jugar a los naipes. Mi tía había conseguido una señalada victoria sobre la señora Crupp, y la confirmó arrojando por la ventana el primer cántaro que halló emboscado en la escalera, y protegiendo con su persona la llegada y salida de una criada que había tomado. Aquellas medidas de rigor causaron tal impresión sobre la señora Crupp, que se retiró a su cocina creyendo que mi tía estaba hidrófoba.

Mi tía introdujo tantas mejoras en nuestros arreglos interiores, que se hubiera dicho que habíamos heredado en vez de haber perdido nuestro dinero. Me compró una cama de madera, que por el día hacía el efecto de una biblioteca. Yo era objeto de solicitud, y ni mi pobre madre me hubiera podido amar más. Llegó el tiempo en que Peggotty tuvo que regresar a su casa para cumplir, al lado de Ham, los deberes de su misión. La acompañé a la diligencia.

La jaula aún no estaba en la ventana, señal, como habíamos convenido con Dora, de que aún no salía a jugar su partida. Por fin lo hizo, pues vi a Dora colgar la jaula. Vino a recibirme a la puerta del salón. Jip llegó, como siempre, gruñendo. Le pregunté, una vez que nos habíamos sentado, si estaba dispuesta a amar a un mendigo. Me miró toda azorada y con enorme extrañeza. Me miró con aire de turbación, y rompió a llorar. Aquello era terrible.

—¡Que venga Julia Mills, y usted —me dijo— váyase de aquí, se lo ruego!

A fuerza de ruegos y protestas conseguí que se calmara. Le dije que la amaba como siempre, pero que tenía que romper nuestro compromiso porque me encontraba en la pobreza. Me dijo que siempre sería mía, pero que no la asustara de ese modo. Le agregué que pensara que era la prometida de un hombre pobre. Me dijo que era demasiado espantoso.

—De ningún modo. Pero debes ocuparte de los menesteres de la casa de tu papá para que te vayas acostumbrando. ¡De las cuentas, por ejemplo! Prométeme leer un librito de cocina que yo te enviaré. El camino nuestro es, por el momento, duro y escabroso. Necesitamos tener valor...

Entonces se desmayó. Le eché agua a la cara. Me acusé de ser una bestia. Le pedí perdón. Le supliqué que abriera los ojos. Revolvía el costurero de la señorita Mills buscando un frasco de sales, cuando ésta entró en la habitación.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué le han hecho a Dora?

—¡Yo soy el culpable, sólo yo! —respondí.

Julia se hizo cargo de la situación rápidamente, y acabó de restablecer la paz entre nosotros. Cuando todo estuvo en orden, Dora subió a lavarse los ojos en agua de rosas, y la señorita Mills pidió el té. Le conté todo lo que le había dicho a Dora, y me contestó que mi proposición no se avenía con la condición de Dora, pues ella era una niña mimada.

Reapareció Dora, y tan hermosa estaba que me pregunté si sería posible que se ocupara en tan vulgares menesteres. Después del té, cogió su guitarra y cantó sus antiguas canciones francesas. Cometí el error, más tarde, al retirarme, de decir que estaba obligado a trabajar y que me levantaba a las cinco de la mañana.

—No trabaje usted. ¿Para qué hace falta? —preguntó Dora.

—¿Y cómo podríamos vivir sin eso? —dije.

—¿Cómo? ¡Qué importa cómo! —respondió.

Le repetí mis argumentos y pareció convencerse. Entonces me besó espontáneamente. Luego me despedí y regresé a mi departamento.

CAPÍTULO 43

Me apresuré a poner de inmediato en ejecución el plan que me había formado respecto a los debates del Parlamento. Compré un célebre tratado del arte de la taquigrafía, y me metí en un océano de dificultades. Nunca he visto nada tan difícil. Nunca olvidé el día de mi estreno. El vocinglero elegido se había sentado cuando apenas yo había comenzado, y dejé el torpe lápiz. Recurrí a Traddles para que me aconsejara, y éste me propuso dictarme él mismo muy despacio los discursos para facilitar el trabajo. Acepté, y tuvimos en Buckingham Street una especie de Parlamento privado, a la hora en que yo volvía de casa del doctor. Mi tía y el señor Dick representaban al gobierno o a la oposición, según los casos. A menudo continuábamos nuestros debates hasta que el reloj daba las doce y las velas se consumían del todo.

Un día cuando iba a la Cámara de los Comunes como de ordinario, me encontré en el umbral al señor Spenlow. Me invitó fríamente a seguirle a cierto café, cerca del cementerio de san Pablo. Al subir a una pieza del primer piso encontré en ella a la señorita Murdstone. Me tendió sus heladas uñas y se volvió a sentar con aire severo. El señor Spenlow le dijo que mostrara lo que contenía un bolso que ella tenía. Tocó el resorte y sacó mi última carta a Dora. Después sacó un paquete de cartas atadas con una preciosa cintita azul y me lo pasó.

—Debo confesar —dijo la señorita Murdstone— que desde hace algún tiempo tenía yo algunas sospechas de que la señorita Spenlow tenía, bueno...

—Limítese a referir los hechos —interrumpió el señor Spenlow.

—Cuando regresé de Norwood, después del casamiento de mi hermano, noté que la conducta de la señorita Spenlow, siempre que volvía de visitar a su amiga Mills, era sospechosa. Y la vigilé de cerca. Pero sólo ayer obtuve una prueba positiva. Acabábamos anoche de tomar el té, cuando noté que el perrito corría y mordisqueaba alguna cosa. Le dije a la señorita Spenlow: "Dora, ¿qué papel es ése que lleva el perro en el hocico?" Se sobresaltó y corrió hacia Jip. Le detuve. Tuve que levantar al animal en el aire para que soltara el precioso documento, y así conseguí apoderarme de él. Le advertí a la señorita Spenlow que debía poseer otras cartas, y por fin conseguí el paquete que tiene en su mano el señor Copperfield...

—Ya la ha oído —dijo el señor Spenlow—. Deseo saber si tiene algo que contestar, señor Copperfield.

—Nada. Sólo yo soy digno de censura —dije.

—¡Ha cometido usted una acción fraudulenta! ¡Yo recibo en mi casa a un caballero, y él abusa de esa confianza! ¡Comete una acción deshonrosa!

—Señor Spenlow —dije lentamente—, amo a la señorita Spenlow... ¿Cómo podré defender mi conducta si no es así? No he desconocido mi propia posición en el mundo. Estamos comprometidos el uno con el otro...

—¡Ruego a usted que no pronuncie esa palabra en mi presencia!

La inmóvil señorita Murdstone dejó oír una risa seca y desdeñosa.

—¡Coja usted esas cartas y arrójelas al fuego! Devuélvame las cartas de mi hija, y haré con ellas lo mismo. Convengamos en no mencionar lo sucedido. Para nada. Sea usted juicioso. Pienso que es lo único que podemos hacer.

Le hice comprender que amaba profundamente a Dora y estaba decidido a arrostrar las consecuencias.

—Usaré mi influencia respecto de mi hija.

Puse el paquete de cartas sobre la mesa.

—¿Rehúsa usted tomar esas cartas?

—Sí, rehúso —contesté—. Me es imposible recibir esas cartas de manos de la señorita Murdstone. Y tampoco de las suyas, señor Spenlow.

Hubo un momento de silencio.

—Usted no ignora, señor Copperfield, que no estoy desprovisto de bienes, y que mi hija más querida es mi más próxima pariente. ¿Sabe usted si yo poseo alguna fortuna que pueda legar a mi hija? ¿No cree que yo haya tomado mis disposiciones? No soportaré que las disposiciones que yo haya podido tomar con relación a mi hija sean en nada modificadas por una locura juvenil. Le doy, pues, ocho días para reflexionar. Tómese una semana, señor Copperfield. Usted podrá obligarme en su locura a separarme de mi hija, pero dentro de esos días usted será razonable. Le he recomendado a la señorita Murdstone que no se ocupe más del asunto. Ojalá usted olvide todo esto...

Cuando llegué a mi oficina, me senté en mi rincón, delante de mi pupitre, y sin mirar al viejo Tiffey, escribí una carta a la señorita Mills, la envié, y por la noche me dirigí hacia la calle donde vivía. Una criada vino a advertirme a hurtadillas que la siguiese por un camino desusado. Una vez en la parte trasera de la cocina, me sentí desesperado. La señorita Mills me dijo que había recibido una esquela de Dora, en la cual le decía que todo se había descubierto. Le pedía que fuera a verla, cosa que no había hecho la señorita Mills. Ella no quiso alimentar ilusorias esperanzas, y cuando me despidió iba yo más desconsolado que a la llegada a su casa, pero quedé agradecido porque era una buena amiga. Iría, al día siguiente, a verla, y le comunicaría mi afecto. Luego nos separamos.

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