David Copperfield

CAPÍTULO 22

Luego de que la criada llamó a mi puerta al día siguiente para anunciarme que el agua caliente para que me afeitara estaba dispuesta, lo cual hizo que me ruborizara, contemplé a través de la ventana la estatua del rey Carlos, que nada tenía de regia, rodeada como estaba de coches de punto, azotada por una espesa lluvia, y envuelta en oscura niebla. El mozo me avisó que Steerforth me esperaba. Lo encontré, no en la sala común, sino en un precioso saloncito con cortinas encarnadas y una alfombra turca. El fuego ardía brillante, y nos esperaba un suculento desayuno en una mesita cubierta por blanco mantel. Steerforth estaba elegante y seguro de sí mismo, y el mozo nos servía con la humildad de un penitente.

Cuando se enteró de que yo no tenía prisa, me invitó a casa de su madre. Escribí a mi tía para enterarla del encuentro, y luego montamos en un coche para ir a ver algunos espectáculos curiosos; dimos una vuelta por el museo. Después de tomar algunos refrescos, subimos a la diligencia y a primera hora de la noche se detuvo a la puerta de una morada construida de ladrillo sobre la cima de la montaña de Highgate.

Una señora entrada en años, pero no vieja, de aspecto distinguido y bella fisonomía, estaba a la puerta cuando llegamos. Llamó a Steerforth "mi querido Jaime", y le estrechó entre sus brazos. Me presentó a aquella señora, diciéndome que era su madre, y ella me acogió con gracia majestuosa.

La casa era antigua, pero elegante y bien cuidada. Desde las ventanas de mi habitación se divisaba, en la lejanía, Londres, rodeado de brumas, con algunas luces que aparecían acá y allá. Apenas pude, mientras me vestía, dirigí una ojeada sobre los macizos muebles, los paisajes a la aguada colgados en la pared que eran, según creo, cuadros pintados por la madre de Steerforth en su juventud.

Había en el comedor otra señora, pequeña y delgada. No era simpática, aunque las líneas de su cara fuesen finas y regulares. Tenía los ojos y el cabello negros; su mirada era inquieta; mostraba en el labio superior una antigua cicatriz. Tendría unos treinta años. Me fue presentada con el nombre de la señorita Dartle, pero Steerforth y su madre la llamaban Rosa. Supe que vivía hacía ya mucho tiempo en casa de la señora Steerforth, en calidad de dama de compañía. Me pareció que nunca decía con franqueza lo que pretendía expresar y que se contentaba con insinuarlo.

Supe que cuando Steerforth era niño, un día ella lo había encolerizado y éste le lanzó un martillo a la cabeza. Ese golpe le provocó la cicatriz. No pude, entonces, dejar de mirarla. Noté, cuando entré en el salón para tomar té, que cuando ella palidecía aquella cicatriz cambiaba también de color y se convertía en un surco gris plomizo que se extendía como una línea de tinta simpática expuesta al calor.

Hacia el final de la velada, y cuando trajeron una bandeja llena de vasos y botellas, sentado Steerforth al lado del fuego me prometió ocuparse seriamente de acompañarme en mi viaje. Dijo que teníamos tiempo de sobra para pensar. La señorita Dartle se marchó a acostar allá arriba, y la señora Steerforth se retiró también. Poco después subimos juntos la escalera. La habitación de Steerforth estaba inmediata a la mía, y le eché una ojeada.

Sillones, cojines, taburetes bordados por su madre, nada faltaba allí de todo lo que podía contribuir a hacerla agradable. Encontré un alegre fuego encendido en mi cuarto. Las cortinas de la cama y de las ventanas estaban corridas. Me instalé cómodamente en un gran sillón, cerca del fuego. Pronto descubrí un retrato de la señorita Dartle, colocado sobre la chimenea, del cual se destacaban sus ojos ardientes. El parecido era notable. Me desnudé, apagué la vela, y me acosté.

CAPÍTULO 23

Había en la casa un criado que, por lo que supe, acompañaba a Steerforth durante la estancia de éste en la Universidad. Parecía un modelo de prudencia. Era callado, tranquilo, respetuoso; siempre estaba dispuesto cuando se le necesitaba. Nadie conocía su nombre de bautismo, pero era conocido bajo el nombre de Littimer.

Entró en mi cuarto al día siguiente, antes de que me levantara, y se puso a arreglar y limpiar mi ropa. Le di los buenos días, y me dijo que Steerforth preguntaba cómo me encontraba. Luego salió cerrando la puerta tan despacio como si yo hubiera caído en un ligero sueño. Todas las mañanas se repetía esta conversación.

El nos procuró caballos, y Steerforth, que sabía de todo, me dio algunas lecciones de equitación. También nos proporcionó floretes, y comenzó a enseñarme a manejar las armas. Nos proveyó de guantes, y yo hice algunos progresos en el arte del boxeo. Decidióse por fin a venir al campo conmigo, y pronto llegó el día de nuestra marcha. Nos despedimos de la señora Steerforth y de la señorita Dartle. Me preocupaba el efecto que en Steerforth produciría Yarmouth, y me alegró mucho oírle, al atravesar las sombrías calles que conducían al hotel del Correo, que era un bonito rincón.

Nos fuimos a acostar cuando llegamos, y desayunamos muy tarde al día siguiente. Steerforth se había paseado por la playa antes de que me despertara y había trabado amistad con los pescadores del lugar.

Cuando me dijo que deseaba ver a Peggotty, le di las señas detalladas de la vivienda del señor Barkis, y una vez de acuerdo, me marché solo.

El aire vivo, el pavimento seco, el mar transparente, el sol derramaba oleadas de luz, y todo el mundo parecía animado y alegre. Me sentía feliz de encontrarme en Yarmouth.

Llegué a la tienda del señor Omer. Pregunté por él. Cuando me reconoció, se alegró muchísimo al verme, y me presentó a Minnie con sus hijos. Me dijo que tenían de aprendiz a una joven pariente del señor Peggotty, y que se llamaba Emilia. Me señaló con un movimiento de cabeza la puerta de la trastienda. Miré a través del vidrio. Allí se hallaba Emilia, ocupada en su labor. Estaba encantadora, pequeña, con aquellos grandes ojos azules que en otro tiempo penetraban en mi corazón, y se reía al mirar a otro niño de Minnie que jugaba a su lado. No quise verla.

Me contenté con preguntar a qué hora regresaba a su casa por la noche. Me despedí del señor Omer, y me encaminé a la casa de Peggotty. Cuando llamé a la puerta, la abrió y me preguntó lo que deseaba. Yo no había cesado de escribirle, pero hacía lo menos siete años que no me había visto. Le pregunté por el señor Barkis, y me dijo que estaba en cama, enfermo de reuma. Cuando le pregunté si iba todavía a Blunderstone, noté un movimiento convulsivo en sus manos. Retrocedió un paso y adelantó las manos con un movimiento de espanto.

—¡Peggotty! —exclamé.

—¡Hijo querido! —gritó al reconocerme. Y nos confundimos en un abrazo.

No tengo ánimos para expresar todas las extravagancias a que Peggotty se entregó, las lágrimas y carcajadas que se sucedían. Me dijo que Barkis se alegraría mucho de verme, y me recibió con verdadero entusiasmo en su habitación. Su reuma no le permitía moverse, ni siquiera tenderme la mano. Recordé aquel tiempo en que había escrito el nombre de Peggotty en la calesa. Sacó con gran trabajo su mano derecha de la cama; logró con dificultad coger un bastón; dio unos golpecitos con él y al fin pegó en una caja.

— Algunos peniques debo tener por ahí, querida —dijo a Peggotty—. Llévate al señor David mientras echo un sueñecito.

Salimos de la habitación, y Peggotty me explicó que Barkis se había hecho más avaro que nunca, y que cada vez que tenía que sacar alguna moneda del cofre recurría a aquella estratagema. Pronto le oímos lanzar gemidos ahogados; sin duda se aventuraba, arrastrándose, fuera del lecho, para sacar el dinero de la caja. Nos llamó entonces, simulando que se despertaba después de un buen sueño, y sacó una guinea que había puesto debajo de la almohada.

Anuncié a Peggotty la llegada de Steerforth, y pronto apareció. Se quedó a comer. Steerforth dijo que permanecería en el hotel. Peggotty me habló de mi cuarto, y dijo que estaba dispuesto.

A las ocho nos encaminamos al barco de Peggotty. El encanto de las maneras de Steerforth parecía aumentar a medida que corrían las horas, y yo pensaba, entonces, como pienso ahora, que el deseo de agradar le inspiraba una delicadeza más refinada. El viento gemía a nuestro alrededor. Cesamos de hablar al acercarnos a la luz. Busqué la puerta, puse la mano en el picaporte, y haciendo seña a Steerforth para que me siguiese, entré.

Oímos ruidos de voces, y no era la señora Gummidge la única persona que parecía estar en aquel grado de excitación. El señor Peggotty reía con todas sus fuerzas y abría sus enormes brazos para recibir a Emilia. Ham tenía cogida a Emilia de la mano, y la pequeña Emilia, confusa y encarnada, iba a desasirse de Ham para refugiarse en los brazos del señor Peggotty. Todo aquel cuadro se esfumó en el momento de nuestra entrada, cuando Ham exclamó:

—¡Es el señor David! ¡Es el señor David!

En un momento se efectuó un inaudito cambio de apretones de mano. Todo el mundo hablaba a la vez. Unos a otros se pedían noticias. El señor Peggotty estaba tan contento que no sabía cómo expresarlo. Acarició a Emilia y después la soltó, y ella corrió a refugiarse en el cuartito donde yo dormí en otro tiempo.

—¡Dos señores como ustedes! ¡Y señores de nacimiento! —exclamó—. Si este día no es el más hermoso de mi vida —continuó— merezco ser un cangrejo, y un cangrejo cocido. Señora Gummidge, ¿quiere ver qué ha sido de Emilia?

La señora Gummidge desapareció.

—Nuestra pequeña Emilia —dijo el señor Peggotty— ha sido para nosotros como una hija, y ahora está prometida a Ham...

Yo estaba emocionado al ver aquel robusto y vigoroso muchacho temblar de amor por Emilia, y lo felicité, cosa que también hizo Steerforth. El señor Peggotty fue a mi antiguo cuarto a buscarla, y como se resistía a venir, Ham desapareció para intervenir en el asunto. Al fin la trajeron al lado de la chimenea. Estaba muy confusa. Pero pronto se repuso al notar las maneras suaves y respetuosas de Steerforth, la destreza con que evitaba todo lo que podía molestarla, la comunicativa alegría del señor Peggotty. Emilia apenas habló en toda la velada. Sólo escuchaba y miraba.

Eran cerca de las doce cuando nos despedimos de ellos. Nos habían dado de cenar pescado en conserva y galletas de mar, y Steerforth había sacado, por su parte, del bolsillo, un frasco de ginebra de Holanda, que bebimos los hombres. Nos separamos alegremente.

—¡Qué muchacha encantadora! —dijo Steerforth—. ¿No es algo tosco Ham para casarse con ella, verdad?

Un momento después cantaba la canción del señor Peggotty, en tanto que medíamos a paso largo el camino de Yarmouth.

CAPÍTULO 24

Steerforth pasó más de quince días conmigo en Yarmouth. Inútil es decir que la mayor parte del tiempo estábamos juntos. Sin embargo, a veces sucedía que nos separábamos durante algunas horas. Era bastante buen marino; yo apenas lo era; y cuando se iba a pescar con el señor Peggotty, entretenimiento que era su diversión favorita, yo me quedaba por lo general en tierra. Por dormir en el hotel era dueño de sus acciones, y hacía algunos convites a los pescadores en una taberna.

Visité Blunderstone. Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos de antaño habían sido abandonados por los cuervos; los árboles, cortados y podados; el jardín se hallaba en mal estado, y la mitad de las ventanas de la casa encontrábanse cerradas. Estaba habitada por un pobre loco y las personas que le cuidaban.

Nuestros antiguos vecinos, el señor y la señora Grayper, se habían marchado a América del Sur. El señor Chillip se había vuelto a casar. Vagué por mi pueblo natal, con una mezcla de tristeza y alegría, y en la tarde regresé.

Una noche, luego de hacer otra visita a Blunderstone, cuando nos disponíamos a regresar a nuestras casas, encontré solo a Steerforth en la casa del señor Peggotty. Estaba sentado junto al fuego. Tan absorto estaba en sus meditaciones, que no advirtió mi presencia. Me puse a su lado, coloqué mi mano sobre su hombro, y se estremeció con tanta violencia que me asusté. Le pregunté qué le ocurría.

—No es nada, David, no es nada. Tuve una pesadilla, y seguramente un mal sueño. Pero te aseguro que sería una dicha para mí y para otros, que yo tuviera mejor cabeza y mejor juicio para conducirme. No sé dónde se han ido todos, pero me vine aquí para hacer tiempo y encontré la casa desierta...

La señora Gummidge, que llegó con un cesto bajo el brazo, nos explicó por qué la casa estaba vacía. Había salido precipitadamente para comprar algo que necesitaba, antes de que viniese el señor Peggotty, que debía regresar con la marea, y había dejado la puerta abierta. Steerforth me cogió del brazo, se despidió de la señora Gummidge, y me llevó con él.

—Bien. De modo que mañana nos marchamos —dijo—, y nuestros asientos en la diligencia están ya reservados. Este lugar me agrada. ¿Sabes? Compré un barco que estaba en venta. Es un barco de cabotaje, según dice el señor Peggotty, y él se encargará de su gobierno durante mi ausencia...

—Ahora lo comprendo —interrumpí—. Simulaste comprar ese barco pero en realidad es para el señor Peggotty. Eres muy generoso. ¿Y cómo se llamará?

—"La Pequeña Emilia" —contestó—. Pero, mira quien viene. La pequeña Emilia en persona. Y el mozo que viene con ella, nunca la deja. ¡Es un fiel caballero!

Ham era, en ese entonces, constructor de barcos, y se había hecho un obrero muy hábil. Emilia soltó el brazo de su prometido, y se sonrojó al darnos la mano. Después de cambiar con nosotros algunas palabras, siguieron su marcha, y ya no volvió a cogerse del brazo de Ham. De repente pasó a nuestro lado una joven que sin duda los seguía. Su rostro era demacrado, y me pareció vagamente recordarlo. Su aspecto tenía una mezcla de vanidad y miseria. Sólo parecía preocupada por un solo deseo: alcanzarlos. Todos desaparecieron de nuestra vista y no distinguimos ya otra cosa que el mar y las nubes.

— Es un fantasma bien sombrío el que los persigue —dijo Steerforth en voz baja y con un acento que me pareció extraño—. En fin, ya desapareció. ¡Que la desgracia se vaya con ella! —exclamó.

Regresamos a casa, y cuando terminábamos de comer, Littimer dijo a su amo:

—Perdone, señor, la señorita Mowcher está aquí. Me ha dicho que todos los años hace una gira por estos lugares en el ejercicio de su profesión. La encontré en la calle esta mañana, y me dijo que quería que la recibiera.

—La va usted a conocer —dijo Steerforth—. Es una de las siete maravillas del mundo. Cuando venga, hágala usted entrar.

Estábamos al lado del fuego con una botella de vino cerca de nosotros, cuando la puerta se abrió, y con su calma habitual anunció Littimer:

—¡La señorita Mowcher!

Miré a la puerta, pero no vi a nadie, cuando surgió, al lado de un sofá colocado entre la puerta y mi persona, una enana de cuarenta a cuarenta y cinco años. Tenía una enorme cabeza, ojos grises muy malignos, y los brazos tan cortos, que para poner un dedo sobre su chata nariz, al mirar a Steerforth, tuvo necesidad de inclinar la cabeza. Su doble barbilla era tan abultada, que las cintas de su sombrero se hundían en ella. Carecía de cuello, de talle y hasta de piernas, a decir verdad, puesto que, siendo del tamaño ordinario desde la cabeza hasta el sitio donde el talle debía encontrarse, aunque tenía pies como todo el mundo, era tan pequeña que en el asiento de una silla, como si fuera una mesa, colocó la bolsa que llevaba.

—¡Ah, mi hermoso don Juan! ¿Alguna travesura? ¿Qué ha venido a hacer aquí? —dijo—. ¡Qué mal tipo es usted, Steerforth! Yo estoy en todas partes. ¿Cómo se llama su amigo?

—El señor Copperfield.

—¡Mejillas de durazno! —exclamó alzándose para llegar a la altura de mi cara—. ¡Es tentador!

Después se acercó a la silla, y metiendo la mano en el bolso extrajo varios frasquitos. Steerforth se acercó de espaldas a la mesa, y entregó su cabeza al examen de la enana, que vertió el contenido de uno de los frasquitos y comenzó a frotar con él la cabeza de Steerforth con gran ligereza y hablando sin cesar de sus clientes, entre los cuales estaba un príncipe ruso al cual le cortaba las uñas de los pies, cosa que, según ella, le daba gran prestigio. Se había subido con nuestra ayuda a la mesa.

—No he visto ninguna mujer hermosa por aquí —dijo, frotando sin cesar la cabeza de Steerforth—. La verdad.

—Podría mostrarle la esencia de lo fino —dijo Steerforth—. ¿No es verdad, Copperfield?

—Seguramente —respondí.

—¡Ah, ah! ¿Es su hermana, señor Copperfield?

—Nada de eso —dijo Steerforth—. David ha estado enamorado de ella, o mucho me engaño.

—Así es —contesté—. Se llama Emilia. Es honesta y bonita, y va a casarse con un hombre de su clase...

Y Steerforth informó a la enana acerca de dónde trabajaba, qué hacía, el nombre de su novio y su apellido.

Luego de terminada su operación, y después de soltar algunas cuantas bromas a Steerforth, con el bolso colgado del brazo, y parloteando siempre, avanzó contoneándose a la puerta, se detuvo de pronto y preguntó si queríamos un rizo de sus cabellos. Luego desapareció con el dedo apoyado en la nariz.

Me sorprendió mucho, cuando fui a casa del señor Barkis, encontrarme con Ham, que se paseaba de arriba abajo; y más me sorprendió todavía el saber que la pequeña Emilia estaba allí. Ham me dijo que tenía que hablar con una joven a quien Emilia conoció anteriormente, y a la cual no debía tratar. Agregó que era una pobre mujer. Le dije que una mujer los había seguido, lo cual le sorprendió.

La puerta se abrió, por fin, y apareció Peggotty, la cual hizo seña a Ham para que entrara. Yo hubiera querido quedarme afuera, pero ella volvió para rogarme que entrara también. De modo que entré, y vi que una joven estaba sentada cerca del fuego, en el suelo, con la cabeza y el brazo apoyados en una silla. Era la joven que había seguido a Ham y Emilia. Apenas pude ver su cara, porque sus cabellos estaban esparcidos como si ella los hubiera desordenado. Peggotty había llorado, y también la pequeña Emilia. Emilia habló primero:

—Marta quiere ir a Londres —dijo a Ham.

—Mejor estaré allí que aquí. Allí nadie me conoce, y aquí todo el mundo.

—Marta procurará portarse bien —dijo Emilia—. Ustedes no saben todo lo que nos ha dicho. ¿No es verdad, tía, que no pueden saberlo?

—Si ustedes me ayudan para que me marche. ¡Quiero no ver nunca más estas calles!

Y se retiró, luego de que Emilia le diera dinero. Cuando la puerta se cerró, Emilia arrojó sobre nosotros una mirada rápida, y escondiendo la cabeza entre las manos, se puso a sollozar. Todos tratamos de calmarla.

—¡Ayúdeme, tía! —exclamó Emilia—. ¡Ham, trate de ayudarme! ¡Y usted, señor David, ayúdeme también! ¡Quiero ser mejor de lo que soy!

Poco a poco se fue calmando. Cuando se fueron Emilia y Ham, los vi caminar a la claridad de la luna; se agarraba a su brazo con las dos manos y se estrechaba contra él como para no dejarlo nunca.

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