David Copperfield

CAPÍTULO 17

Al día siguiente, después del desayuno, la vida de colegio se abrió de nuevo para mí. El señor Wickfield me llevó hasta un edificio pesado, provisto de un patio inmenso, en donde todo tenía aspecto científico en armonía con los cuervos y las cornejas que bajaban de las torres de la catedral para pasearse con paso magistral sobre el musgo.

Me presentó a mi nuevo maestro, el doctor Strong. Me pareció tan mohoso como la gran verja de hierro que adornaba la fachada de la casa, y tan pesado como los grandes jarrones de piedra colocados simétricamente en lo alto de los pilares. Estaba en su despacho. Su traje se veía mal cepillado; sus cabellos, mal peinados; sus polainas negras, desabotonadas, y sus zapatos parecían las bocas de dos cavernas que se abrían sobre la alfombra delante de la estufa.

Volvió hacia mi sus ojos mortecinos y me dio la mano. Me dijo que se alegraba mucho de conocerme. Cerca de él estaba una joven bonita. La llamaba Ana, y supuse que sería su hija. Me pregunté si no sería la mujer de algún hijo del doctor. Pero mis dudas se disiparon cuando oí lo que dijo el doctor Strong al detenerse en el pasillo y apoyarse en mi hombro:

—¿No ha encontrado colocación conveniente para el primo de mi mujer? —preguntó—. ¿No? Pues desearía que la hallara lo más pronto posible. Jack Maldon es pobre y está ocioso. Dos calamidades que suelen engendrar grandes males.

—¿Le da lo mismo en Inglaterra o en el extranjero? —preguntó el señor Wickfield.

—Igual da —contestó el doctor Strong.

—Eso facilitará las cosas, entonces.

La sonrisa del doctor Strong me produjo gran satisfacción, porque respiraba bondad y dulzura y una gran sencillez en sus maneras cuando rompía el hielo formado por la edad y los largos estudios. Me llevó a la sala de estudios, que era grande y estaba situada en la parte más tranquila de la casa; y me presentó a unos veinticinco alumnos, que se levantaron para darme la bienvenida. Un joven llamado Adams dejó su sitio para saludarme. Hacia tiempo que no me encontraba entre compañeros de aquella especie.

El recuerdo de los días pasados en el colegio del señor Creakle me produjo un gran malestar. Lo poco que había aprendido en otro tiempo se había borrado de mi memoria, y cuando examinaron lo que yo sabía se encontraron con que no sabía nada, y me pusieron en la última clase del colegio. También pensaba en mi vida pasada y temía que mis maneras les revelasen todo lo que yo había hecho en sociedad con los Micawber. Apenas terminada la clase, hui apresuradamente por temor a responder a las señales de amistad de mis compañeros.

Regresé a la casa del señor Wickfield y permanecí estudiando con afán hasta la hora de la comida y bajé hasta el salón. Inés se hallaba allí esperando a su padre. Vino hacia mí con su encantadora sonrisa y me preguntó si me agradaba el colegio. Le dije que aún no estaba acostumbrado, pero que me acostumbraría.

—No sé por qué —dijo— hay personas que abusan de la bondad de mi padre, pero usted no lo hará nunca, Trotwood. Es el hombre de menos malicia que existe. Mamá murió cuando yo nací. No conozco de ella más que el retrato que está allá abajo.

Nos avisaron para comer y bajamos para ocupar en la mesa los sitios de costumbre. Apenas nos habíamos sentado cuando Uriah Heep asomó su cabeza roja y su descarnada mano en la puerta de entrada para anunciar al señor Maldon. Mantuvo la puerta entreabierta, y miró a Inés, a las fuentes, los platos y a todo lo que la habitación contenía. Maldon apartó la cabeza de Uriah para sustituirla por la suya.

—Perdone la indiscreción. Mi prima Ana me dijo que le gustaría tener cerca a sus amigos, y el viejo doctor, perdón, el doctor Strong, parecía ser de la misma opinión. Pero, en cuanto a mí, mientras más pronto me marche, mejor. Ana es una joven encantadora, y el viejo doctor, el doctor Strong, no es precisamente joven. Un matrimonio de ese tipo es justo que tenga sus compensaciones. Para la mujer, desde luego —agregó Maldon—. Dicho lo que tenía que decir, me retiro. Este asunto, claro, debe ser tratado sólo entre usted y mi persona. Voy a comer con mi prima Ana.

El señor Wickfield, sin levantarse, lo siguió con la vista y quedó pensativo. El señor Maldon era, a mi juicio, un joven alocado. Después subimos al salón y allí pasamos una velada muy agradable, al término de la cual me preguntó si me gustaría quedarme en su casa, y cuando le dije que sí, se alegró mucho. Me dijo que cuando quisiera leer para distraerme por la noche, podía bajar a su despacho. Le di las gracias, y como no estaba cansado fui al gabinete donde trabajaba Uriah Heep.

—Trabaja usted esta noche, Uriah —le dije, y tomé asiento sobre un taburete, frente a él.

—No trabajo para la oficina, señor Copperfield. Trato de adelantar en la ciencia del derecho. Soy, hasta ahora, sólo un aficionado. Mi madre es muy humilde y vivimos en una humilde habitación, pero hemos sido muy afortunados. El oficio de mi padre fue muy humilde: era sepulturero. Murió. Hace cuatro años que estoy en la casa del señor Wickfield, quien me permite hacer estudios gratuitamente. Es un hombre excelente. Ah, quería decirle que su tía de usted es una señora muy amable, sí que lo es, y quiere mucho a Inés. Mi madre debe estar esperándome —agregó, sacando un reloj—, y espero que algún día, señor Copperfield, vaya usted a vernos...

Me dijo si le permitía apagar la vela y ante mi respuesta afirmativa, lo hizo, me dio la mano, entreabrió la puerta de la calle, se deslizó fuera y la volvió a cerrar dejándome a oscuras y en trance de buscar a tientas mi camino. Después, antes de entregarme al sueño, soñé con él y lo que soñé no fue algo muy divertido.

CAPÍTULO 18

Durante el día siguiente, poco a poco, fui venciendo mi timidez en el colegio. Y en los sucesivos mi confusión se disipó gradualmente, hasta que al cabo de quince días me hallé familiarizado con mis nuevos camaradas y me sentí muy feliz entre ellos.

La casa–pensión del doctor Strong era excelente, y tan poco parecida a la del señor Creakle, como se puede parecer lo bueno a lo malo. Estaba dirigida con gran orden y seriedad y siguiendo un excelente sistema. Para todo se apelaba al honor y la buena fe de los muchachos, y esta confianza producía los mejores resultados. Todos nos considerábamos parte del establecimiento y esta solidaridad nos obligaba a mantener su reputación y su honor. Estudiábamos con ahínco para honrar al doctor.

Algunos de los discípulos de más edad estaban internos en el colegio y por ellos me enteré de algunos detalles referentes a quienes lo habitaban. No hacía un año que el doctor se había casado con la joven que yo había visto en el gabinete. Había sido un matrimonio de amor: la joven no tenía un solo centavo, pero en cambio sí tenía un sinnúmero de parientes pobres, siempre dispuestos a invadir la casa del marido. Se atribuían las distracciones del doctor a las investigaciones a que se entregaba respecto a las raíces griegas; yo, en mi ingenuidad, pensaba que se trataba de una especie de locura botánica. Adams, que era el más adelantado de la clase, me dijo que para terminar esa investigación el doctor necesitaría mil seiscientos cuarenta y nueve años, a contar del último aniversario del doctor, que había cumplido sesenta y dos.

El doctor Strong era el ídolo de todos los alumnos, y no podía ser de otro modo: era el mejor de los hombres y tan lleno de fe y generosidad que hubiera arrastrado con ella hasta los jarrones de piedra que había colocado en la tapia del jardín. Cuando paseaba por el patio, cerca de la verja, bajo las miradas de los cuervos y las cornejas, éstos encogían sus cabezas con aire de piedad. Muchas veces los maestros y los alumnos saltaban por la ventana para expulsar del patio a los mendigos antes de que el doctor notara su presencia. Un frío día de invierno se había despojado de sus polainas para dárselas a una mendiga. Una vez fuera de sus dominios y desprovisto de protección era como una oveja extraviada, presa del primer desalmado que quisiera esquilar su lana.

Era conmovedor ver cómo el doctor trataba a su joven esposa. Por otra parte, la madre de la señora Strong me agradaba bastante. Se llamaba Marklehan, pero en la casa–colegio la conocían bajo el nombre de "El Veterano". Aludían a la táctica que empleaba con el numeroso ejército de parientes que ponía en campaña contra el doctor. Era una mujer de pequeña estatura y ojos penetrantes.

El doctor recibía aquella noche a varias personas con motivo de la partida del señor Maldon a India, donde iba a entrar como cadete en un regimiento. Ese día, casualmente el cumpleaños del doctor, nos habían dado licencia y le habíamos hecho nuestro regalo por la mañana. Maldon ya estaba allí, y la señora Strong tocaba el piano en el momento de nuestra llegada. Me pareció más pálida que de costumbre, pero muy bonita.

Llegaron otras personas: entre ellas, los dos pasantes del colegio acompañados de Adams, y la conversación giró en torno al viaje del señor Maldon. Se marchaba aquella noche, después de la cena, y por varios años. Recuerdo que dijeron que India era un país calumniado, donde sólo eran de temer los tigres y algún exceso de calor al mediodía. Yo contemplaba a Maldon como una especie de Simbad, el Marino.

La cena no fue muy alegre. Todos comprendían que una separación así era algo embarazosa, y a medida que la hora de la despedida se aproximaba la intranquilidad fue mayor. Maldon se esforzaba por mantener la conversación, pero no estaba para ello, y empeoraba la cosa. "El Veterano" aumentaba el malestar general refiriendo sin cesar episodios de la niñez de Maldon. Todos bebieron a la salud de Maldon; él se apresuró a despedirse, y se lanzó a la puerta.

Al subir al coche fue recibido por una salva de aplausos.

Se hablaba del viaje de Maldon, cuando la señora Marklehan preguntó dónde estaba Ana, y la encontraron tendida en el vestíbulo; pero vimos, luego, que sólo estaba desmayada. El doctor la atendió de inmediato. Cuando ella abrió los ojos, se levantó con alguna ayuda, y volviendo la cabeza la apoyó en el hombro del doctor para ocultar no sé qué. Entramos todos en el salón para dejarla sola con el doctor y con su madre.

Caminamos con lentitud hacia la casa, el señor Wickfield, Inés y yo. Él apenas levantaba los ojos. Inés advirtió entonces que había olvidado su bolsa de labor, y emprendí el camino para ir a buscarla.

Entré en el comedor donde Inés la había olvidado: estaba oscuro. La puerta que daba al gabinete del doctor estaba abierta y alumbrada, y entré para decir lo que venía a buscar y pedir una vela.

El doctor estaba sentado junto al fuego, en su gran sillón y su joven esposa a sus pies, en un taburete. Su mirada era melancólica y fija, y estaba muy pálida. Su aspecto denunciaba un extravío de sonámbula, un espanto de pesadilla, un horror profundo de no sé qué. Sus ojos estaban inmensamente abiertos. Mi presencia y el objetivo que allí me llevaba le hicieron salir de su ensueño, y cuando volví a entrar para dejar la vela que había tomado de la mesa, el doctor acariciaba los cabellos de su mujer con aire paternal.

CAPÍTULO 19

Desde el momento en que me establecí en Douvres había escrito a Peggotty; y en una segunda carta, más larga que la primera, le referí todos los detalles de mis aventuras.

Contestó a todas mis cartas. Páginas de frases incoherentes, salpicadas de interjecciones y sin más punto ni coma que las manchas echadas en el papel, que probaban que había llorado. No se fiaba mucho de mi tía, pero agregaba que no debíamos prejuzgar a las personas. Me dijo que se habían vendido los muebles de nuestra casa, que estaba cerrada y puesta en venta o en alquiler.

La veía abandonada, el jardín invadido por las hierbas silvestres y los paseos cubiertos de hojas secas. Me imaginaba al viento que silbaba y la rodeaba, y el helado aguacero que rebotaba contra las ventanas. La casa vacía. Y ella traía a mi memoria aquella tumba que estaba bajo el árbol en el cementerio, y me dije que la casa había muerto también y que todo lo que tuvo relación con mi madre se desvanecía.

Agregaba en sus cartas que Barkis era muy buen marido, aunque algo tacaño. El señor Peggotty gozaba de buena salud, y también Ham. La señora Gummidge, más o menos, y la pequeña Emilia había encargado a su tía que me saludara en su nombre, si quería. Comuniqué todas estas noticias a mi tía, si bien callando algunas cosas, como es natural. Mi tía venía los sábados a verme, y el señor Dick, los miércoles a mediodía.

—Trotwood —me dijo el señor Dick un día misteriosamente—. ¿Quién es ese hombre que se esconde cerca de nuestra casa? Para darle miedo a tu tía se acercó a ella por detrás y le habló al oído. Entonces ella se sintió indispuesta. Me detuve para mirar al hombre, pero se había marchado. Debió esconderse debajo de la tierra o no sé dónde. Volvió a reaparecer ayer por la noche. Dábamos un paseo cuando se acercó nuevamente. Tu tía se puso a temblar y rompió a llorar. ¿Por qué le daría dinero a la luz de la luna?

Todo me pareció muy extraño, y al comienzo supuse que la historia era una creación de su mente. Pero después pensé si no se trataba de una tentativa de alejar al señor Dick de la protección de mi tía.

El señor Dick se hizo muy amigo del doctor Strong y además trabó amistad con todos mis compañeros, que lo querían mucho. Sabía mondar naranjas de cien modos diferentes; tallaba peones de ajedrez con los huesos de las chuletas; formaba carrozas con naipes usados; construía ruedas con los carretes de hilo, y jaulas de pájaros con trozos usados de alambre. Pero era inimitable cuando ejercía sus talentos con el bramante y la paja.

Su fama se extendió con rapidez. Inés se hizo bien pronto amiga del señor Dick, y como éste fue con frecuencia a casa, conoció también a Uriah. Nuestra amistad crecía día a día.

Un jueves por la mañana, cuando iba a acompañar al señor Dick a la oficina de la diligencia para ir en seguida al colegio, me encontré con Uriah, el cual me recordó la promesa de que visitara su casa. Aquella noche, a las seis, como el estudio se cerró temprano, le dije a Uriah que estaba dispuesto a acompañarlo, y así lo hice.

Entramos en un cuarto bajo decorado a lo antiguo y nos encontramos con la señora Heep, que era el verdadero retrato de Uriah, con la única diferencia de que era más pequeña. La habitación tenía un aspecto decente; sólo se notaba allí la falta de algo que la hiciera alegre. Había una cómoda con un pupitre encima, donde Uriah leía o escribía durante la noche. Allí estaba su bolsa azul, toda llena de papeles. Había también un aparador en un lado de la habitación, con la vajilla indispensable. La señora Heep no había abandonado su traje de luto. Me dijo que ese día seria memorable para ellos.

Me ofrecieron los trozos más selectos y delicados de su mesa y luego comenzaron a preguntarme por mi vida, y consiguieron de mí, debido a mi ingenuidad, cosas de las que yo no quería hablar. Yo empezaba a sentirme molesto, y pensaba poner término a la visita, cuando una persona que venía calle abajo pasó cerca de la puerta, que estaba abierta para ventilar la habitación, y volviéndose de pronto, me miró y entró exclamando:

—¡Copperfield! ¿Es posible?

Era el señor Micawber. Con su lente, su bastón, su cuello de camisa, su aire elegante y su tono condescendiente.

—He aquí un encuentro, señor Copperfield —dijo— que imprime en el espíritu el sentimiento profundo de la inestabilidad e incertidumbre de las cosas humanas.

Le estreché la mano con efusión y le pedí noticias de la señora Micawber.

—Está casi repuesta. Los mellizos ya no sacan su aliento de las fuentes de la naturaleza. Tendrá un gran placer en verlo.

Se lo presenté a Uriah y su madre, y dijo:

—Todo el que sea amigo del señor Copperfield, es amigo mío.

Le propuse que fuéramos a ver a la señora Micawber, y luego de despedirme de Uriah y su madre salimos rumbo a la posada donde se hospedaba. La señora Micawber se alegró mucho de verme, y mientras su esposo leía el periódico en busca de un anuncio de trabajo, ella me contó que habían tenido que regresar de Plymouth, pues su marido no había encontrado trabajo. Su familia no lo había recibido bien. Ni a él, ni al pequeño Wilkins, ni a los gemelos.

—La opinión de mis parientes es que debe dedicarse al negocio del carbón, y que esperaban dinero que les enviarían desde Londres para saldar la cuenta de la posada.

Cuando me despedí de ellos, me instaron los dos para que fuera a cenar con ellos, y la comida fue soberbia: un gran plato de pescado; un buen trozo de ternera asada con riñones; salchichas; una perdiz y un pudding. Hubo vino, cerveza, y después de la comida la señora Micawber preparó un jarro de ponche.

El señor Micawber estaba muy alegre y su cara brillaba como si hubiera sido barnizada. A medida que el ponche disminuía, se ponía cada vez más alegre. Su mujer se puso a cantar. Nunca vi gente más alegre.

Me despedí de ellos afectuosamente, sin que nada me revelara la carta que recibiría al día siguiente, fechada la noche anterior, es decir, un cuarto de hora después de separarnos. Decía: "Mi querido y joven amigo, la suerte está echada. Todo se acabó. Oculté bajo una máscara lo que realmente nos ocurría. No espero ningún dinero de Londres. He liquidado mi cuenta en esta posada mediante un pagaré. Pero no lo podré pagar, y el rayo caerá sobre nosotros. Esta es la última comunicación que usted recibirá ya en el mundo del desgraciado, Wilkins Micawber".

Me encaminé a la posada para tratar de calmarlo. Pero en ese momento me encontré con la diligencia de Londres y vi a los señores Micawber que iban en la imperial. Él tenía un aire muy tranquilo y sonreía a su mujer mientras comía nueces que sacaba de una bolsa de papel. Del bolsillo de su gabán sobresalía el cuello de una botella. No me vieron. Me dirigí, pues, al colegio y me sentí bastante satisfecho con su partida.

CAPÍTULO 20

Mi tiempo de colegial. Me veo, primero, en la catedral, a la cual vamos todos los domingos por la mañana. El olor terroso, el aire frío, el sentimiento de la ausencia del mundo, el sonido del órgano que resuena bajo las blancas arcadas y en las naves de la iglesia. Ya no soy el último de la clase. En pocos meses he adelantado a varios alumnos. Pero Adams me parece siempre una criatura excepcional. Inés me dice que no; pero yo le digo que sí, y le repito que desconoce los tesoros de ciencia que posee aquel ser maravilloso. Amo a la señorita Shepperd, que está interna en el colegio de la señorita Nettingal. Es pequeña, rubia. Las alumnas de la señorita Nettingal van a la catedral, y cuando canta el coro yo sólo oigo la voz de ella. Si ella es la preocupación y el sueño de toda mi vida, ¿por qué he roto con ella? No lo sé. La frialdad se desliza entre los dos. Prefiere a Jones, un muchacho sin ningún mérito. Todo terminó allí.

Obtuve un lugar más adelantado en mi clase, y nadie turbó mi reposo. Adelanté mucho en los versos latinos. El doctor Strong decía públicamente que yo era un joven de grandes esperanzas. El señor Dick estaba loco conmigo, y mi tía me envió dinero por el correo siguiente.

El tiempo ha corrido sin que me diera cuenta de ello. Adams hace ya muchos meses que dejó el colegio. Va a entrar en la abogacía, y se pondrá peluca. He crecido, las líneas de mi cuerpo se han reformado; he recibido alguna instrucción en los años transcurridos. Llevo reloj de oro con cadena, una sortija en el dedo meñique, un traje de faldones y abuso de la pomada de oso. Me he vuelto a enamorar. Esta vez de la señorita Larkins, pero tiene treinta años. Me ha dejado por un capitán de apellido Bailey. Estuve abatido quince días. Ya no me puse la sortija. Comencé a usar otra vez mis trajes más gastados; renuncié a la pomada de oso, y suspiré por mi fracasado amor.

CAPÍTULO 21

Llegó el momento de dejar al doctor Strong. Había sido muy feliz en su casa, y sentía verdadero afecto hacia él. Mi tía y yo deliberamos juntos acerca de la profesión que yo debía seguir. El señor Dick asistía a nuestras deliberaciones con aire reflexivo y grave. En cierta ocasión propuso que yo fuera calderero. Tan mal fue recibida esa proposición, que no se atrevió a emitir otra. Al fin, mi tía me dijo que me haría bien, antes de tomar una decisión, hacer un pequeño viaje de exploración y que aprendiera más cosas de este mundo.

De tal manera que poco después fui provisto de una bolsa bien repleta y de una maleta, y ella me dio tiernamente su permiso para mi viaje, aparte de muchos consejos y algunos besos. Me dejaba en libertad de hacer lo que quisiera durante tres semanas o un mes, sin más obligación que reflexionar sobre lo que viera y la promesa de escribirle tres veces por semana.

Primero fui a Canterbury para decir adiós a Inés, al señor Wickfield y al bueno del doctor. Me separé de Inés y de su padre; hice vanos esfuerzos para soportar virilmente mi pena, y subí a mi asiento de la diligencia de Londres.

Nos detuvimos en Charing Cross, en el hotel de la Cruz de Oro. Un mozo me introdujo en la sala común, y una criada me mostró un pequeño dormitorio que olía a coche de alquiler y estaba herméticamente cerrado como tumba de familia. Le ordené que me trajera una chuleta de ternera con patatas y que preguntara en la oficina si había alguna carta para Trotwood Copperfield.

De sobra sabía yo que no había ninguna ni podía haberla. Volvió diciendo que no había nada, de lo cual me mostré muy sorprendido. Comenzó después a poner la mesa, me preguntó si quería beber, y cuando le dije que media botella de sherry, llenó la medida del licor pedido con los posos que quedaban en varias botellas. Cuando me sirvieron el vino, me pareció algo descompuesto; contenía, además, migas de pan. Tuve la debilidad de bebérmelo sin decir nada.

Después resolví marcharme al teatro, y escogí el de Covent Garden, y allí, desde un palco, asistí a la representación de "Julio César" y de una nueva pantomima. Salí por una puerta distinta a aquella por donde había entrado, y permanecí estático durante algunos momentos en la calle. Pero pronto tomé el camino del hotel.

Estaba tan absorto en el recuerdo del teatro, que no advertí la presencia de un simpático joven, bien conformado y vestido con cierta elegante negligencia, que se encontraba en el comedor del hotel, al cual yo había regresado. Me levanté para entrar en mi cuarto y, al avanzar hacia la puerta, pasé cerca del joven que acababa de entrar, y lo vi claramente. Era "él".

—¡Steerforth! ¿No me conoce?

Me miró, pero no pareció reconocerme. Al fin exclamó:

—¡Por Dios, si es el pequeño Copperfield!

Lo cogí de las manos, y no podía decidirme a soltarlas.

—¡Qué alegría tengo de verlo, Steerforth!

—Y yo también —dijo—. ¿Y cómo se encuentra aquí?

—Llegué hoy en la diligencia de Canterbury. Me adoptó una tía que vive en aquellos contornos, y acabo de terminar mi educación. ¿Y usted, Steerforth, cómo se encuentra aquí?

—¡Bah! Soy lo que se llama un estudiante de Oxford, y ahora regreso a casa de mi madre.

El mozo, que había observado con gran atención desde lejos nuestro reconocimiento, se acercó con aire respetuoso.

—¿Dónde alojó a mi amigo Copperfield? —preguntó Steerforth.

—El número de su cuarto es el 44.

—¿Cómo ha puesto al señor Copperfield en una buhardilla que está encima de la cuadra? Déle el número 73, que está al lado de mi cuarto, ¡y que sea rápido!

El mozo desapareció para efectuar el traslado. Steerforth me golpeó el hombro riendo, y me invitó a que desayunáramos al día siguiente, a las diez de la mañana, lo cual acepté orgulloso. Tomamos nuestras palmatorias para subir por la escalera y lo dejé a la puerta de su cuarto, después de darnos las buenas noches amistosamente. Mi nueva habitación era mucho mejor que la primera; no olía a humedad; en el centro de ella se alzaba una inmensa cama de cuatro columnas. Me dormí entre sus numerosas almohadas.

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