David Copperfield

CAPÍTULO 14

Una vez apelado el asunto del señor Micawber, y oída su reclamación, fue ordenada su libertad en virtud de la ley sobre deudores insolventes. Sus acreedores no se mostraban implacables. Yo veía claramente que, tarde o temprano, iban a dejar Londres, y que nuestra separación era inminente. La perspectiva de lanzarme a buscar otra vivienda me parecía que era como lanzarme otra vez a la deriva en aquella vida que me era muy conocida.

Ellos alquilaron un pequeño departamento para la semana, en la casa que yo habitaba, pues debían marchar en seguida a Plymouth. El último domingo me invitaron a cenar. A medida que el momento de nuestra separación se acercaba, aumentaba nuestra amistad.

Estaban muy agradecidos porque, según ellos, yo me había comportado de la manera más amistosa y delicada.

A la mañana siguiente me reuní con toda la familia en la oficina de la diligencia, y les vi con tristeza ocupar sus asientos en la imperial.

—Señor Copperfield —dijo la señora Micawber—, ¡que Dios le bendiga! Nunca podré olvidar lo que ha sido usted para nosotros.

La huérfana y yo quedamos en el camino mirándonos tristemente, y después de un apretón de manos, ella dirigió sus pasos al hospital de Saint–Luc, y yo a comenzar mi jornada en el almacén de los señores Murdstone y Grimby.

Pero yo estaba decidido a huir. A ir, de un modo u otro, a buscar el único pariente que tenía en el mundo. A contar mi historia a la señorita Betsy.

No sabía donde vivía ella. Escribí una larga carta a Peggotty, y le pregunté, de una manera incidental, dónde residía. La respuesta llegó en seguida. Me enviaba media guinea (¡Dios sabe el trabajo que le costaría hacerla salir del cofre de Barkis, donde guardaba su dinero!). Como no quería manchar mi reputación en la casa Murdstone y Grimby, y como me veía obligado a estar hasta el sábado por la noche, por haber recibido el importe adelantado de una semana al entrar en la casa, había decidido no presentarme a cobrar a la hora del pago.

Me despedí de Mick Walker, dije adiós a "Fécula de Papa", y partí. Hice un alto en el camino de Kent, a orillas de una terraza que estaba adornada con un estanque en cuyo centro se elevaba una estatua que soplaba en una concha vacía. Allí me senté, agotado. Anochecía. Sentí dar las diez en los relojes, pero estábamos en verano y hacía calor. Cuando recobré el aliento, tomé el camino de Greenwich. Sólo tenía tres sueldos en mis bolsillos.

Pasé al lado de un puestecito que ostentaba un letrero donde se anunciaba que allí se compraban trajes de hombres y mujeres, y que pagaban a buen precio los huesos y los trajes viejos. El amo de la tienda estaba sentado a la puerta, en mangas de camisa y con la pipa en la boca. Pendían del techo gran número de trajes y pantalones. Me metí en una callejuela, y quitándome el chaleco, lo doblé cuidadosamente bajo mi brazo, y me presenté a la puerta de la tienda. Se lo ofrecí por cuarenta sueldos, pero sólo obtuve de él la mitad. Le di las buenas noches, y salí de la tienda. Yo preveía que la chaqueta iba a llevar el mismo camino que el chaleco, y que sería muy dichoso si al llegar a Douvres conservaba el pantalón y la camisa.

Estaba muy cansado cuando llegué por fin al alto de Blackheath. Después de asegurarme de que reinaban el silencio y la oscuridad, me acosté sobre unos haces de heno, y me dormí. No olvidaré la sensación de soledad que experimenté al tenderme así, sin un techo que cobijara mi cabeza.

Pero pronto desperté, y me puse en marcha. Las estrellas palidecían y un débil resplandor anunciaba la llegada del día. No sabía si Steerforth y Traddles estaban allí, pero no tenía seguridad de ello. Me alejé y torné el largo y polvoriento camino que se me había indicado como itinerario para ir a Douvres.

Llegué con trabajo a Chatham, que presentaba un aspecto fantástico con sus calzadas, puentes levadizos y barcos desarbolados. Luego de acostarme cerca de un cañón, me dormí profundamente hasta la madrugada. Cuando me desperté mis miembros estaban entumecidos y rígidos y mis pies tan doloridos, que apenas podía moverme. Media hora más tarde bajé por una larga y estrecha calle decidido a vender mi chaqueta. Me la quité para aprender a pasarme sin ella y me dirigí a las tiendas de ropavejeros. Todos esperaban a la puerta a los parroquianos. Entré en una pequeña tienda, apenas alumbrada por una estrecha ventana. El ropavejero, un espantoso viejo de barba gris, vestido con un chaleco de sucia franela que olía a ron de un modo terrible, salió precipitadamente y después de mucho regatear se la vendí. por cuatro peniques.

Caminé quince kilómetros durante la noche, y hallé abrigo bajo otro haz de heno, y allí me dormí profundamente. Cuando me puse en camino al día siguiente, vi cómo se extendían por todas partes juncales y campos de lúpulo. Los árboles estaban cubiertos de manzanas maduras. Entre la gente que vagaba por los caminos iban algunos miserables que me miraron con aire feroz y cuando eché a correr me arrojaron piedras. Pregunté a los barqueros si alguno conocía a mi tía y recibí respuestas contradictorias y burlescas. Los cocheros de punto, a los cuales me dirigí después, no fueron menos bromistas ni más respetuosos.

Estaba yo sentado en los escalones de una tienda desalquilada, cerca del Mercado, cuando un cochero de plaza que pasaba por allí con su coche dejó caer una manta de caballo. La recogí, y mientras se la devolvía, le pregunté si sabía la dirección de la señorita Trotwood. Me dijo que sí la conocía, que caminara hasta las casas que daban sobre el mar y que allí, seguramente, me darían noticias de ella. Me dio un penique, que acepté agradecido, y entré en una tiendecita a preguntar si tendrían la bondad de decirme en dónde vivía la señorita Trotwood. Una joven, que allí estaba, me preguntó que para qué quería ver a su ama. Me guió hasta la casa y luego se metió precipitadamente en ella, como para declinar toda responsabilidad por la visita, dejándome solo junto a la verja del jardín, mirando tristemente por la ventana que daba al salón.

Mis zapatos estaban en un estado lamentable: las suelas partidas en pequeños fragmentos; mi sombrero abollado y aplastado; mi pantalón y mi camisa manchados por el sudor, el rocío, la yerba y la tierra; mis cabellos, hirsutos; mi cara, mi cuello y mis manos, completamente tostados por el sol. Estaba cubierto de polvo de pies a cabeza, y casi tan blanco como si saliera de un horno de cal. Pensé en la impresión que causaría mi aspecto a mi tía.

Estaba a punto de marcharme cuando salió de la casa una señora con un pañuelo anudado encima de un gorro, guantes de jardinería, un delantal con un enorme bolsillo y un gran cuchillo en la mano. Era la señorita Betsy.

—¡Váyase de aquí! No quiero ver muchachos...

Me acerqué y, tocándola en el hombro, le dije:

—Si usted me permitiera, tía...

—¿Qué? —preguntó, asombrada.

—Soy su sobrino. David Copperfield, de Blunderstone, en el condado de Suffolk. Allí estuvo usted la noche en que yo nací para ver a mi mamá... Soy muy desgraciado desde que murió. Me han abandonado y vine a buscarla. He caminado sin acostarme desde mi partida...

Sin decir una palabra me cogió del cuello de la camisa, me llevó hasta el salón. Abrió un gran armario y me dio a beber de varias botellas que cogió al azar; estoy seguro de haber paladeado, por turno, anís, salsa de anchoas y una preparación para ensalada. Luego me tendió en un diván, con un chal sobre la cabeza. Cada cierto tiempo, como un cañón, exclamaba: "¡Misericordia!" Llamó en seguida a la criada y le ordenó que saludara al señor Dick y que le dijera que viniera de inmediato.

—Señor Dick —le dijo mi tía, cuando entró—. ¿Ha oído hablar de David Copperfield? ¿Sí? Pues bien, dígame, ¿qué debo hacer con él?

—Primero haría que se lavara —dijo.

El señor Dick tenía los cabellos grises y fresca la epidermis. Su cabeza estaba singularmente inclinada, y no por la edad; su actitud me recordaba la de los discípulos del señor Creakle cuando iba a pegarles. Me sugirió la idea de que era algo alocado, por el extraño brillo de sus ojos. Vestía pantalón blanco y chaqueta gris; llevaba un gran reloj y dinero en los bolsillos que hacía sonar a menudo. Juanita era una bonita muchacha de diecinueve años. Después supe que formaba parte de una serie de protegidas de mi tía, que tomaba a su servicio con el propósito de educarlas en un santo horror al matrimonio, lo cual daba generalmente por resultado el que ellas se casaran con cualquier mozo de taberna.

El baño me hizo muy bien. Después del baño, mi tía y Juanita me pusieron una camisa y un pantalón del señor Dick y me envolvieron además en dos o tres grandes chales. Me sentía muy débil y amodorrado y me tendí de nuevo en el sofá, donde me dormí bien pronto. Apenas me desperté me sirvieron un pudding y un pollo asado. Yo estaba sentado a la mesa con las piernas algo levantadas hacia mi estómago. Quitado el mantel, trajeron vino de Jerez y mi tía me dio un vaso. Después hizo llamar al señor Dick, que acudió en el acto y tomó el aire más grave cuando mi tía le rogó que escuchara mi historia, que sólo interrumpí cuando ella se refirió de manera descomedida a Peggotty, a la cual llamó "esa mujer de salvaje nombre". Le dije, entonces, que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la sirvienta más fiel, la más adicta y la más constante que se podía hallar. Su recuerdo y el de mi madre terminó por hacerme llorar. Les dije que la casa de Peggotty estaba abierta para mí, y que yo había venido a su casa para no crearle complicaciones.

Después de comida, nos situamos cerca de la ventana y cuando anocheció Juanita trajo velas y corrió las cortinas, después de poner en la mesa un tablero de ajedrez.

—Y ahora, señor Dick —dijo tía Betsy—, ¿qué haría usted con él?

—¿Yo? Pues haría que se acostara.

—¡Juanita! —llamó tía Betsy—. El señor Dick siempre tiene razón. Vamos a acostarle...

Mi cuarto era bonito. Estaba situado en la parte superior de la casa y con vista al mar. Después de rezar y apagada la vela, permanecí en la ventana mirando los rayos de la luna cabrillear en las aguas. Recuerdo el placer con que me tendí entre las sábanas blancas como la nieve, y pensé en todos los sitios solitarios donde había dormido.

CAPÍTULO 15

Al bajar, a la mañana siguiente, encontré a mi tía sumida en tales meditaciones que el agua desbordaba en la tetera y amenazaba con inundar el mantel. Cuando acabó de comer, se recostó, cruzó los brazos en el respaldo de la silla y me contempló a su gusto, con una fijeza y una atención que me molestaron mucho. Por findijo:

— Le he escrito a su padrastro...

Temblé ante la posibilidad de que me pusiera en sus rnanos y me sentí descorazonado. Mi tía se puso a hacer el aseo, a ordenar algunas cosas del comedor y luego me pidió que subiera a saludar al señor Dick y le preguntara si su trabajo avanzaba. Me agregó que se llamaba Richard Babley, que ése era su verdadero nombre. Me dijo, además, que no lo llamara de otra manera. Prometí hacerlo y subí a llevarle el mensaje.

Lo encontré absorto en su memoria, en la cual trabajaba desde largo tiempo atrás. Tenía una larga pluma en la mano y la cabeza casi pegada contra el papel. Tuve tiempo para fijarme que tenía un enorme volantín que estaba en un rincón. Le di el recado.

—Usted, que de seguro ha estado en un colegio, ¿recuerda la fecha de la muerte del rey Carlos I?

Le dije que creía que había muerto en 1649.

—Sí, sí —dijo, rascándose la oreja con la pluma—, eso es lo que dicen los libros. Pero yo no lo creo. Dígale, por otra parte, a la señorita Trotwood que le presento mis respetos y que voy por muy buen camino. Y, a propósito —agregó, cuando me marchaba—, ¿qué le parece ese volantín? Uno de estos días iremos los dos a elevarlo. Tengo mucho bramante, y si sube muy alto, llevará, como es natural, lo escrito. Es mi manera de publicarlo...

Me preguntó mi tía que cómo estaba el señor Dick, y yo le dije que muy bien.

Mi tía sacudió sus vestidos y balanceó la cabeza, como si con estos dos movimientos desafiara al mundo entero. Me contó luego que el señor Dick tenía una hermana que había sido muy desgraciada en el matrimonio y que el efecto que causó esta desgracia en el señor Dick fue de tal naturaleza que su pena, combinada con el temor que le inspiraba el marido, le causaron una fiebre cerebral. Eso del rey Carlos I es una alegoría que combinaba en su espíritu cuando se hallaba turbado por una gran agitación. Escribía una memoria sobre sus asuntos, dirigida al lord Canciller o al lord Cualquiercosa.

Yo descubrí más tarde que el señor Dick, durante más de diez años, trataba de impedir que el rey Carlos I apareciera en su memoria, sin conseguir nunca que dejara de asomar su cabeza.

—Nadie conoce como yo el talento de ese hombre —dijo mi tía—. ¿Y qué importa que le guste elevar volantines? Eso lo hacía Franklin también y nadie se sorprendía.

Llegó, por fin, la respuesta del señor Murdstone y mi tía me informó, con gran terror mío, que vendría a visitarla al día siguiente.

Y así ocurrió. Mi tía estaba sentada trabajando cerca de la ventana, y yo a su lado, cuando lanzó un grito de alarma ante la vista de un burro. Vi, entonces, a la señorita Murdstone montada en el pollino atravesar a paso ligero el prado sagrado y detenerse frente a la casa. Mi tía le enseñó los puños desde la ventana.

—¡Siga usted su camino! ¡Aquí no tiene usted nada que hacer! ¡Lárguese! ¡Fuera de aquí!

Mi tía estaba de tal modo irritada que parecía haber quedado paralizada. Aproveché, entonces, para decirle que se trataba de la señorita Murdstone.

—¡Juanita, échala! —exclamó mi tía.

Yo, oculto detrás de mi tía, presencié una especie de combate: el borrico, con las cuatro patas clavadas en la tierra, resistía a todo el mundo. Juanita tiraba del ronzal; el señor Murdstone trataba de hacerlo avanzar; la señorita Murdstone pegaba con la sombrilla a Juanita, y varios muchachos, atraídos por el escándalo, gritaban a su vez con todas sus fuerzas. La señorita Murdstone y su hermano esperaban ahora al pie de la escalinata. Entraron en el salón.

—No sabía yo a quién reprendía hace un momento. Pero no permito que nadie pase con un asno por ese prado. No hago excepción alguna. No se lo tolero a nadie, ¿entiende? ¿Es usted el señor Murdstone, que se casó con la viuda del difunto David Copperfield, de Blunderstone la Rookery? ¿Sí? Bien. Creo que mejor hubiese dejado tranquila a aquella pobre criatura. ¡Juanita! —dijo, llamando—: salude usted al señor Dick, y dígale que baje.

Cuando bajó, mi tía los presentó y miraba a la pared en silencio, con las cejas fruncidas y más tiesa que nunca.

—Señorita Trotwood —dijo el señor Murdstone—. Recibí su carta y vengo a responder personalmente. Ese desgraciado niño, señorita Trotwood, tiene un carácter sombrío y terco y se rebela contra toda autoridad. Hemos probado, mi hermana y yo, corregirlo, pero ha sido imposible...

—No creo que entre todos los niños del mundo haya uno peor que éste —dijo la señorita Murdstone.

—Coloqué a ese niño en un comercio honorable, lo cual no le ha gustado. Huyó. Vagó por los caminos y ha venido aquí lleno de harapos.

—¿La pensión de ese niño —dijo mi tía— se extinguió con su madre?

—Se extinguió —contestó el señor Murdstone—, y su pequeña propiedad, su casa y jardín no fueron asignados a su hijo. Su primer marido le había dejado sus bienes sin condiciones.

—¡Dios mío! ¡Ya sé cómo era David Copperfield!

—Señorita Trotwood. Estoy dispuesto a llevarme a David, pero sin condiciones, para hacer de él lo que me dé la gana y obrar como me agrade. No he venido a prometer nada...

—¿Y usted, señorita, tiene algo que añadir?

—Todo lo que yo podría decir ya lo dijo mi hermano —dijo la señorita Murdstone.

—¿Y qué dice el niño? —preguntó mi tía.

Respondí que no, y le rogué que no permitiera que me llevaran. Dije que el señor y la señorita Murdstone no me habían querido nunca y que habían hecho muy desgraciada a mi madre. Mi tía preguntó al señor Dick qué debía hacer conmigo, y éste le respondió que debían inmediatamente tomarme las medidas para un traje completo, lo cual pareció a mi tía cosa de gran sentido común.

—Me quedo con el niño —dijo mi tía—. ¿Cree usted, señor Murdstone, que ignoro la vida que ha dado a aquella niña mal aconsejada? ¿Cree que no me doy cuenta de su juego? Usted tiranizó a aquella inocente criatura. ¡Buenos días, y adiós! Y en cuanto a usted, señorita, como la vuelva a ver pasear un asno sobre mi prado, le arrancaré el sombrero y lo pisotearé. Y ahora, ¡lárguense!

La señorita Murdstone se cogió del brazo de su hermano y salieron majestuosamente de la habitación. Mi tía fue a la ventana para asegurarse de que se alejaban.

Di las gracias a mi tía y la abracé, pasando mi brazo alrededor de su cuello. Y también le di un apretón de manos al señor Dick.

—Considérese usted —dijo mi tía —como tutor de este niño, a medias conmigo.

—Tendré mucho gusto en hacerlo —dijo.

—¿No le podría llamar Trotwood? —preguntó mi tía.

—Cierto, cierto. Llámelo usted Trotwood.

—Trotwood Copperfield. Así se llamará.

Mi tía marcó con tinta indeleble y con las iniciales correspondientes las camisas que me había comprado y quedó decidido que el resto de mi equipaje llevara la misma marca.

Así comenzó una nueva etapa para mí, con un nombre también nuevo. La vida que pasé en Blunderstone se alejaba cada vez más y parecía flotar en una nebulosa. El recuerdo de aquella existencia va acompañado en mi espíritu de tal dolor, de tanto martirio moral, que no he querido jamás recordar el tiempo que duró ese suplicio. ¿Fue un año? ¿Dos? ¿Menos? No lo sé. Pero "eso" fue, y ya no es.

CAPÍTULO 16

El señor Dick y yo nos hicimos pronto los mejores amigos del mundo, y cuando terminaba su trabajo diario salíamos a menudo para encumbrar el gran volantín. Trabajaba todos los dias en su memoria, la cual no hacía el menor progreso, pues el rey Carlos venía siempre a meterse en ella, al principio o al final. Y, entonces, como es natural, había que comenzar de nuevo.

Era conmovedor verlo con su volantín cuando estaba Elevado a gran altura. Una vez en el campo, ya no pensaba en su abortada memoria, sino en mirar cómo se elevaba el volantín y en desenrollar el ovillo de bramante. Así progresaba en su amistad, y mi tía llegó a cobrarme bastante afecto.

Al cabo de algunas semanas me llamaba Trot. Y una noche me preguntó si me agradaría ir como interno a un colegio de Canterbury, pues era necesario que yo continuara recibiendo educación. Le respondí que me agradaría, sobre todo por estar cerca de ella.

—Bien —dijo—. ¿Quiere usted ir mañana? ¿Sí? Bien. Juanita —llamó, y cuando ella llegó ordenó—: pida usted el caballo gris y el cochecito para mañana a las diez y embale esta noche el equipaje del señor Trotwood.

Mi corazón brincaba de alegría, pero vi que el señor Dick quedó muy abatido con la perspectiva de perder a su compañero de juegos. Después, cuando supo que yo vendría a la casa los sábados, se animó. Al día siguiente nos separamos en la puerta del jardín. Mi tía conducía con mano maestra el caballo gris a través de Douvres. Muy erguida, como un cochero de palacio, me dijo que pasaríamos, primero, a la casa del señor Wickfield.

Cuando llegamos a Canterbury era día de mercado y costó no poco trabajo a mi tía hacer circular el coche. Nos detuvimos, al fin, delante de una casa vieja, pero muy bien cuidada. Los escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de frotar con lienzo blanco y todo lucía limpio como la nieve de las montañas. La puerta se abrió y apareció una cara pálida, aunque algo subida de color por las pecas que suelen tener las personas de cabello rojo. Tendría unos quince años, pero se le veía avejentado. Vestía de negro, gastaba corbata blanca y llevaba levita abotonada hasta el cuello. Cuando mi tía le preguntó por el señor Wickfield, Uriah Heep nos hizo entrar. Así lo llamó mi tía.

En ese momento entró un señor que se veía más viejo que su retrato que colgaba de un muro y nos hizo pasar a un gabinete que estaba amueblado como suelen estarlo los de los hombres de negocios: papeles, libros, cajas de estaño. Había una caja de hierro en la pared.

—No vengo por asuntos de justicia, señor Wickfield —dijo mi tía—. Se trata de mi sobrino o, dicho de otro modo, de mi resobrino. Quiero hacer feliz a este niño, y lo traigo aquí para ponerlo interno en un colegio donde le enseñen y le cuiden bien. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Sé de uno, el mejor de todos. Pero su sobrino sólo podría ser admitido como externo y podría vivir, mientras tanto, aquí. ¿Tendría usted —me preguntó— reparo en acompañarnos? Y creo que sería mejor que se quedara usted aquí.

Para facilitar las cosas dije que estaba dispuesto a esperarlos, entré en el gabinete y me senté en una silla. La silla estaba colocada frente a un pasillo estrecho que terminaba en el cuartito interior, frente a una ventana. Vi a Uriah Heep. Se había puesto a escribir en un pupitre y copiaba un papel. Al mirarlo con mayor atención noté la mirada de sus ojos penetrantes como dos soles inflamados. Me miraban furtivarnente. Me enfrasqué en la lectura del periódico del condado, pero sus ojos me atraían siempre. Después de un largo rato reaparecieron mi tía y el señor Wickfield. Las ventajas del colegio eran incontestables, pero mi tía no estaba contenta con las casas en que podía alojarme.

—Voy a decirle, señorita Trotwood, lo que podría usted hacer. Deje a su sobrino por ahora. No molestará. Es un niño juicioso. Y como no quiero forzarla a recibir favores, pagará usted su pupilaje, si gusta. Pagará lo que quiera pagar. ¿Está bien? Bueno, entonces vamos a ver —continuó— a mi amita de gobierno.

Subimos por una vetusta escalera de encina, cuyo pasamanos era tan ancho que se habría podido caminar sobre él, y entramos en un viejo salón, algo sombrío a pesar de las ventanas que yo había visto desde la calle. Estaba lindamente amoblado. Había flores en tiestos y por todas partes rincones y escondrijos provistos cada uno de su mesita. Toda la habitación llevaba el sello del reposo. El señor Wickfield llamó a una puerta vidriera artesonada y una niña de mi edad salió en el acto y le abrazó. Su expresión era serena y dulce, alegre y feliz.

—Ésta es —dijo el señor Wickfield— mi ama de gobierno: mi hija Inés.

Comprendí, por el tono de su voz, que aquella niña era el único ideal de su vida. Con un cestito minúsculo, donde guardaba un manojo de llaves colgado a la cintura, tenía todo el aire de un ama de casa. Escuchó con interés lo que le decía su padre y propuso a mi tía que subiera con ella para que viera la que iba a ser mi habitación. Fuimos allá. Era una vasta y magnífica pieza, con viguetas de roble viejo, cristales biselados y la hermosa balaustrada de la escalera que hasta allí subía.

Bajamos todos al salón. No quiso mi tía quedarse a comer. Me dijo que todo lo concerniente a mi persona sería arreglado por el señor Wickfield y que nada me faltaría.

—Trot —me dijo—, ¡haga usted honor a sí mismo, a mí y a Dick, y que Dios lo acompañe!

Me abrazó y salió precipitadamente de la habitación. Creí haberla desagradado; pero al mirar por la ventana la vi subir al coche con aire abatido y alejarse sin levantar los ojos.

Se cenaba a las cinco. No había puestos más que dos cubiertos. Sin embargo, Inés, que había esperado a su padre en el salón, bajó con él y se sentó frente a él a la mesa. Yo no podía creer que él comiese sin ella. Subimos al salón después de la comida. Inés colocó una botella de Oporto y un vaso para su padre, y allí pasó dos horas bebiendo vino en gran cantidad, en tanto Inés tocaba el piano.

Luego de tomar té, subimos a acostarnos. Durante la velada había yo salido un momento a la calle para contemplar las vetustas casas y la hermosa catedral. A mi regreso vi a Uriah Heep que cerraba el estudio y le dirigí algunas frases amables. Al despedirme de él le tendí la mano: ¡pero qué mano más húmeda y fría la que cogió la mía! Me froté las manos para calentar lo que habían rozado las suyas.

Aquella sensación me persiguió hasta mi habitación.

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