David Copperfield

CAPÍTULO 11

Qué bien recuerdo el tiempo que hacía en aquel día. Veo la niebla que lo envuelve todo. A través de ella percibo la escarcha que cubre los árboles. Siento que mis cabellos húmedos se pegan a mis mejillas. Veo la larga fila de pupitres en la sala de estudios.

Era después del desayuno, y veníamos del recreo, cuando el señor Sharp me llamó, y dijo: "Que Copperfield baje al locutorio". Cuando entré en él, el señor Creakle estaba sentado a la mesa, y desayunaba. La señora Creakle tenía en la mano una carta abierta.

—David —comenzó—; cuando regresó usted de su casa después de las vacaciones, ¿dejó a todos bien de salud? Porque siento decirle que he sabido esta mañana que su mamá estaba muy enferma. Está en gran peligro —añadió.

Yo ya lo sabía todo. Había muerto. Y lancé el grito de desesperación del huérfano. Me sentía solo en el mundo.

La señora Creakle fue muy bondadosa conmigo. Pero yo pensaba en mi hermanito, que, según me había dicho la señora Creakle, languidecía desde hacía tiempo y a quien se suponía próximo a morir también. Pensaba en la tumba de mi padre, en aquel cementerio próximo a mi casa. Debía partir al día siguiente, y lo hice en un coche nocturno destinado a los labradores. Dejé el colegio al día siguiente por la tarde, con la idea de que no volvería más. Sólo a las nueve o diez llegamos a Yarmouth.

Busqué al señor Barkis, pero no lo encontré. Vi en su lugar a un hombrecito gordo y algo asmático, de edad avanzada pero jovial. Vestía de negro. Se acercó a la portezuela del coche, me preguntó si yo era el señor Copperfield y me pidió que lo acompañara. Tomé su mano y llegamos a una tienda situada en una calle estrecha a la puerta de la cual decía: "Omer: pañero, sastre, vendedor de novedades, proveedor de artículos para lutos" . La pieza estaba llena de vestidos de todas clases. Había tres mujeres que trabajaban en lutos. Había un gran fuego en la habitación y un olor asfixiante de crepé chamuscado. Nunca lo olvidaré. Me tomaron las medidas.

—Lo conozco desde hace mucho tiempo, amiguito —dijo el señor Omer—. Desde que nació. Conocí a su padre. Ah, su hermanito. Bueno, está en los brazos de su madre, y el niño ha muerto...

Se oía salir de un taller situado al otro lado del patio un ruido regular y acompasado de martillos.

Todas mis heridas se volvieron a abrir. Dejé sin tocar el desayuno que me ofrecieron. El sonsonete de los martillos se detuvo, y un joven de agradable fisonomía atravesó el patio y entró en la habitación donde estábamos. Tenía un martillo en la mano y su boca estaba llena de clavos que hubo de quitarse para poder hablar. Dijo que todo estaba listo.

—Querido niño —dijo el señor Omer—, ¿le agradaría ver el...?

Nunca había oído la frase, pero esa idea había entrado en mi mente al escuchar el ruido que retumbaba en el taller. Y cuando aquel joven entró, sabía yo muy bien cuál era el trabajo que había concluido.

Pronto llegó el coche. Era una especie de carro, parecido a los que se usan para transportar pianos. El viejo se había sentado en el banco delantero, y guiaba. Los dos jóvenes se habían sentado detrás de él. Estaban muy contentos. Al acercamos a la casa bajé del carro tan ligero como pude. No tuve más que ver la ventana de la habitación de mi madre, y a su lado, la que en mejores tiempos fue la mía.

Me encontré en los brazos de Peggotty antes de llegar a la puerta. Su pena estalló al verme, pero pronto la dominó. No se había acostado hacía mucho tiempo, y aún velaba todas las noches. El señor Murdstone ni siquiera se fijó en mí cuando entré. Estaba sentado cerca del fuego, llorando en silencio. La señorita Murdstone escribía en su pupitre, lleno de cartas y papeles. Me preguntó si había traído las camisas, y le dije que sí. Fue todo el consuelo que me ofreció. Pasó todo el resto del día y los días siguientes delante del pupitre, sin manifestar emoción alguna.

Durante los días que precedieron al entierro, apenas vi a Peggotty. Sólo al subir o bajar la escalera solía encontrarla, siempre al lado del cuarto donde reposaba mi madre con su hijo al lado. Y por la noche solía venir al mío, donde permanecía hasta que yo me dormía.

Un día o dos antes de los funerales, Peggotty me condujo a la habitación donde yacía mi madre, y cuando ella quiso levantar el paño blanco que la cubría, grité que no, cogiéndole las manos.

Llegó el día y las campanas comenzaron a tañer. El señor Omer llegó con otro hombre para hacer los últimos preparativos. Cuando salimos, los sepultureros estaban en el jardín con el féretro, y caminaron delante de nosotros, a lo largo del sendero, bajo los olmos. Pasaron la verja y entraron en aquel cementerio donde tantas veces había oído yo cantar a los pájaros durante el verano. Rodeamos la tumba. Reinaba un solemne silencio. Oí la voz del pastor: "Yo soy la resurrección y la vida, ha dicho el Señor". Luego oí sollozar, y vi, distante, entre los curiosos, a Peggotty, a la que yo quería más en el mundo, y a la que estoy convencido de que el Señor dirá un día: "Estoy contento de ti".

La tierra fue arrojada a la fosa, y nosotros tomamos el camino de la casa. En nada había cambiado; pero estaba de tal modo unida a los recuerdos de mi infancia, que mi pena de siempre no fue nada en comparación a la que experimenté a su vista. Subí rápidamente a mi cuarto. Pronto vino Peggotty, y me refirió todo lo que tenía que decirme acerca de lo que acababa de suceder.

—Cuando nació el niño, el estado de ella se hizo más delicado aún. Lloraba con frecuencia, y le gustaba la soledad. Se asustaba fácilmente: una palabra dura era para ella un golpe terrible. La noche, esa noche, estaba muy avanzada, cuando me pidió de beber, y después de hacerlo, me sonrió. El día clareaba y el sol se iba levantando. Me dijo que me acercara y que se sentía muy débil. Hice lo que me mandaba, reclinó su pobre cabeza sobre mi brazo, y murió como un niño se duerme.

La recordé, desde aquel día, como la joven madre de mi infancia; la que ensortijaba sus hermosos bucles alrededor de sus dedos, y bailaba conmigo por la noche en el salón. En su muerte, ella había, a mis ojos, retornado a los tiempos de su apacible juventud. Todo lo demás se había borrado.

CAPÍTULO 12

La señorita Murdstone dijo a Peggotty que debía dejar la casa en el plazo de un mes. En cuanto a mí, no sabía qué porvenir me esperaba. Una noche reuní todo mi valor y pregunté a la señorita Murdstone cuándo debía volver al colegio. Secamente sólo me dijo que le parecía que ya no iba a volver. Otra noche pregunté a Peggotty qué pensaba hacer: había buscado trabajo en Blunderstone y no lo encontró, y por lo tanto, pensaba en ir a Yarmouth.

—Primero iré a casa de mi hermano, a pasar quince días para reponerme, y creo que, como no sienten aquí gran necesidad de usted por ahora, podrían dejarle venir conmigo...

La idea me llenó de alegría. La señorita Murdstone dijo que haría bien en permitirme ir, pues no había que contrariar a su hermano, ni molestarlo en pedirle permiso. Le di las gracias, pero siempre con miedo de que se arrepintiera. Me lanzó una ácida mirada, que parecía contener toda la que contenía un frasco de pepinillos.

El señor Barkis entró en la casa para buscar los cofres de Peggotty, cargó sobre sus hombros la caja más grande para llevársela, y me echó una mirada como queriéndome decir algo. Peggotty estaba algo triste al dejar una casa en donde habitaba desde hacía tantos años. Bien temprano había visitado el cementerio, y cuando subió al coche, se llevó el pañuelo a los ojos. El señor Barkis no dio el más ligero signo de vida; estaba en su sitio de costumbre y en la postura de un maniquí. Lo saludé y le di los buenos días.

—No es del todo malo el día —dijo—. Pero, dígame, ¿Peggotty está ya enteramente repuesta, está completamente bien? —Y cuando Peggotty se echó a reír, preguntó—: ¿Está seguro? ¿De veras, completamente bien? ¿Está seguro de ello?

Y a cada pregunta me daba un codazo, se arrimaba a ella hasta que al fin todos estuvimos arrinconados en el rincón izquierdo del coche.

Peggotty llamó la atención a Barkis sobre mi situación. Tuvo la finura de detenerse delante de una posada con el propósito expreso de obsequiarme con cerveza y carnero guisado, y mientras Peggotty bebía, fue acometido de nuevo por uno de sus accesos de galantería.

En Yarmouth nos esperaban el señor Peggotty y Ham. Nos recibieron del modo más afectuoso. Mientras él y Ham cargaban los cofres, Barkis me hizo unas señas misteriosas de que quería hablarme.

—Todo marcha bien gracias a usted. Soy su amigo.

—Y me dio un apretón de manos.

Mientras caminábamos hacia el barco, Peggotty me preguntó qué me parecería si se casara. A lo cual respondí que me parecería bien, siempre que me siguiera queriendo. Entonces me abrazó fuertemente como señal de su inalterable afecto a mi persona.

—Pienso casarme con el señor Barkis —rne dijo—. Seré más independiente y trabajaré de mejor gusto en mi casa. Además estaré cerca de la tumba de mi pobre ama, y podré visitarla cuando quiera, y cuando me muera, me podrán enterrar no lejos de ella.

La casa no había cambiado, pero me pareció, ahora, más pequeña. Y la señora Gummidge estaba de pie junto a la puerta, como si no se hubiera movido desde mi última visita. Pero no hallé a Emilita, y pregunté al señor Peggotty dónde podría encontrarla. Me dijo que estaba en el colegio y que pronto vendría. Como sabía el camino que recorrería, pronto me encontré en la senda por donde habría de venir de regreso. Percibí a lo lejos alguien a quien reconocí bien pronto. Era Emilia. Había crecido, pero no mucho todavía. Cuando se acercó hice como que no la veía y miré a lo lejos.

Emilita me vio muy bien, y echó a correr riéndose, lo cual me obligó a correr detrás de ella; pero como iba tan ligero sólo casi al llegar a casa pude atraparla. No quiso que la besara, dándome a entender que ya no era una niña. La mesa estaba puesta. Pero ahora en lugar de sentarse a mi lado, se fue a colocar cerca de la señora Gummidge.

Después de la cena, ocupé mi antigua camita situada en la popa del barco. El viento silbaba como otras veces, pero yo imaginaba que gemía por los que ya no existían. Recuerdo que cuando el viento y el mar se calmaron algo, pedí a Dios en mi plegaria que me hiciera crecer para casarme con Emilita, y luego me dormí.

Los días transcurrieron, como los días pasados, con poca diferencia. Sólo notaba una: Emilia se paseaba raras veces conmigo por la playa. Siempre tenía lecciones que aprender o trabajo que terminar, y la mayor parte del día estaba ausente. El mejor momento del día era cuando cosía. Yo me sentaba a sus pies y leía para ella alguna cosa. No creo haber visto jamás el sol tan brillante como en aquellos hermosos días de abril, ni haber hallado criatura tan atractiva como aquélla.

Barkis aparecía con regularidad todas las noches. El fin de mi visita se acercaba, cuando nos avisaron que Peggotty y Barkis iban a pasar juntos un día de asueto y que debíamos acompañarlos, Emilia y yo. Peggotty vestía de luto, como de ordinario, pero Barkis resplandecía en su traje azul flamante. Y partimos.

Barkis se detuvo de pronto a la puerta de una iglesia; ató el caballo a los barrotes de una verja, y entró en la iglesia con Peggotty, dejándonos a solas con Emilia en el coche. Pasé mi brazo alrededor de su talle, y me permitió que la abrazara. Le dije, entonces, que no amaría nunca a otra mujer sino a ella. Estuvieron largo tiempo en la iglesia; pero al fin salieron, y tomamos el camino del campo. Una vez en marcha, Barkis se volvió hacia mí, y me dijo con mirada maliciosa:

—¿Qué nombre había escrito yo en el coche?

—Clara Peggotty —contesté.

—¿Y qué nombre se debería escribir ahora?

—Siempre Clara Peggotty.

—¡No! Clara Peggotty Barkis. —Y soltó una carcajada.

Estaban casados. Peggotty había decidido que todo se hiciera en silencio. Nos detuvimos en una casa de comidas, y el día se pasó muy bien. Peggotty actuó con la mayor naturalidad. Fue un día de bodas muy inocente y poco conforme con las costumbres usuales.

Regresamos sin novedades al barco. Una vez allí, el señor y la señora Barkis nos dijeron "adiós", y tomaron el camino de su casa. Entonces sentí por primera vez la pérdida de Peggotty. El señor Peggotty y Ham sintieron muy bien lo que me pasaba, y me esperaban a cenar con semblante afectuoso. Emilia vino a sentarse sobre la caja que nos servía de silla.

Después del desayuno, Peggotty me llevó a su casa. Era muy bonita.

—Joven o vieja —me dijo ella—, en tanto esté viva y este techo esté sobre mi cabeza, mi querido David, le guardaré este cuartito como si fuera a llegar de un momento a otro.

Esa misma mañana me dejaron, apenados, a la puerta del jardín de mi casa, y vi con honda tristeza cómo se alejaba el cochecito que se llevaba a Peggotty, dejándome allí, solo, bajo los viejos olmos, y a la vista de una casa donde ya no vivían personas a quienes amar.

Yo no estaba ahora mal tratado. No se me castigaba. No se me negaba el alimento; pero no cesaban los malos tratamientos que se usaban conmigo. Los días seguían a los días; las semanas y los meses pasaban. Rara vez se me permitía ver a mi antigua niñera. Pero ella me visitaba todas las semanas y me traía siempre un regalito.

Una mañana me encontré frente a frente con el señor Murdstone. Paseaba con un señor. Iba a pasar sin decir palabra, cuando el recién venido exclamó: "¡Ah, Brooks!"

—No, señor: soy David Copperfield.

—Vamos, vamos. Usted es Brooks. Brooks de Sheffield.

Era el señor Quinion, a quien el señor Murdstone me había llevado a ver en Lowestoff...

—Está en casa por ahora —interrumpió el señor Murdstone—. Su educación está suspendida, y no sé qué hacer de él. Es difícil de manejar.

Cuando entré en el jardín, luego de abandonarlos, vi al señor Murdstone conversando con Quinion, que se hospedó en casa aquella noche.

Al día siguiente, después del desayuno, me llamó el señor Murdstone. Se sentó delante de una mesa; cerca de él se colocó su hermana. Quinion, con las manos en los bolsilíos, se asomó a la ventana, y yo permanecí en pie mirando a todos.

—David —comenzó el señor Murdstone—. Cuando se es joven, es preciso trabajar en este mundo en vez de soñar y vagar. Usted sabe que no soy rico. Usted ha venido recibiendo una educación dispendiosa. Las pensiones son caras. ¿Ha oído hablar de la casa de comercio? Sí, la casa Murdstone y Grimby, negociantes en vinos. El señor Quinion dirige esos asuntos. Hay varios jóvenes empleados en la casa, y no veo por qué no habría usted de tener ocupación en iguales condiciones. Usted ganará su alimento y algún dinero para el bolsillo. Yo pagaré su alojamiento y me encargaré de su ropa blanca. También le daré los vestidos. Irá usted a Londres con el señor Quinion para que comience a valerse por sí mismo.

—En una palabra —dijo su hermana—. Ahora trate usted de cumplir con sus deberes.

Comprendí muy bien que el objetivo de todo era desprenderse de mí. El señor Quinion se marchaba al día siguiente. Cuando partí llevaba yo un viejo sombrerito gris con una casaca, una chaqueta negra y un pantalón de cuero. Subimos a la diligencia que nos llevaría a Londres. La casa y la iglesia desaparecieron a lo lejos. Ya no vería más la tumba bajo el árbol. Ya no distinguía el campanario.

El cielo estaba vacío.

CAPÍTULO 13

El almacén de Murdstone y Grimby estaba situado en Blackfriards, a la orilla del Támesis. Era una casa vieja, con un pequeño patio que confinaba con el río, cuando la marea era alta, y con el barro cuando la marea se retiraba. Pululaban las ratas. Las habitaciones estaban revestidas de maderas descoloridas por el humo y el polvo de más de un siglo de existencia; los pisos y la escalera, casi destruidos. El orín y la suciedad se extendían por todas partes.

Los negocios de Murdstone y Grimby abrazaban ramas de muy diversos asuntos; pero el comercio de vino y licores con ciertas compañías de barcos a vapor era de los más importantes. Había en el almacén una gran cantidad de botellas vacías. 'Hombres y nitios se ocupaban en examinarlas: ponían a un lado las que estaban rotas, enjuagaban y lavaban las otras. Cuando faltaban botellas vacías, había etiquetas que poner en las llenas, tapones que recortar, lacrar, y cajas que llenar de botellas. A ese trabajo fui destinado, en unión de otros niños empleados en él.

Éramos tres o cuatro, contándome yo. Se me había colocado en un rincón del almacén, desde el cual Quinion podía verme, y por ser el primer día me presentó al mayor de mis compañeros para que me enseñara lo que debía hacer. Se llamaba Mick Walker, y me dijo que su padre era barquero. Agregó que teníamos por compañero a un muchacho que era conocido por el nombre de "Fécula de Papa". Su padre era aguador, y a esta distinción unía la de ser bombero de uno de los grandes teatros de Londres, en el cual una hermana de "Fécula" hacía de enana en las pantomimas.

Cuando a las doce y media todos se preparaban para almorzar, Quinion me llamó para presentarme a un hombre de edad madura, algo grueso, que vestía una levita oscura y un pantalón negro, y sin más cabellos en la cabeza que los que puede tener un huevo. Tenía la cara rechoncha; su traje estaba raído; llevaba un bastón adornado con dos bellotas secas, y un lente pendía por fuera de su levita.

—He recibido —dijo— una carta del señor Murdstone. En ella me dice que desearía que yo pudiese recibirlo en una habitación situada detrás de mi casa. Me llamo Micawber. Mis señas son Windsor Terrace, camino de la City. Tendré mucho gusto en venir esta noche a buscarle para que aprenda el camino más corto. A eso de las ocho —agregó—. Señor Quinion, le deseo un día feliz, y no quiero molestarlo por más tiempo.

Y luego de colocarse el sombrero y ponerse el bastón bajo el brazo, con aire majestuoso salió cantando a media voz.

A la hora convenida, reapareció Micawber. Se tomó el trabajo, durante el camino, de hacerme notar el nombre de las calles y las fachadas de los edificios, a fin de que pudiese volver sin extraviarme a la mañana siguiente. Llegamos a Windsor Terrace. Era una casa de mezquina apariencia, como su amo, pero que tenía pretensiones de elegante. Me presentó a su señora. Era delgada y pálida, y su juventud había pasado hacía ya largo tiempo. La hallé sentada en el comedor y en posición de amamantar a un niño. Aquella criatura tenía un hermano gemelo. Tenían otros dos hijos: un varón de cuatro años de edad y una niña de tres. Una joven muy morena completaba el establecimiento. Me dijo que era huérfana.

Mi cuarto estaba situado en la parte trasera del piso más alto de la casa. Era pequeño, tapizado con un papel que representaba una multitud de obleas azules.

—La situación de mi marido —me dijo la señora Micawber— es muy apurada por el momento. Los acreedores no quieren darle tiempo.

Los únicos que se presentaban en la casa —pese a que la señora Micawber había colocado en la puerta una gran plancha que decía: "Pensión para jóvenes"— eran los acreedores. Venían a toda hora del día. Algunos eran feroces.

Había un zapatero de cara mugrienta que entraba en el pasillo a las siete de la mañana, y gritaba desde el pie de la escalera: "¡Págueme, usted! ¡Cobarde! ¡Sinvergüenza! ¡Pague, pero en seguida!" Y luego, como no tenía éxito, lanzaba palabras como "rateros" y "ladrones", que igualmente quedaban sin contestación.

Yo pasaba con esta familia todo mi tiempo libre. Me procuraba el almuerzo, que se componía de un panecito y una copa de leche. Otro panecito y un pedazo de queso me esperaban en la alacena, en una mesa destinada para mí. Con aquellas viandas cenaba a mi vuelta de la fábrica. Este gasto abría una gran brecha en mis seis u ocho chelines. Pasaba el día en el almacén, y mi salario debía bastar para las necesidades de la semana. Desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche, no recibía aviso, ni consejo, ni advertencia, ni consuelo, ni socorro de ninguna clase, por parte de nadie.

Y sin embargo yo estaba bajo especiales condiciones en la casa Murdstone y Grimby. Quinion me trataba con mayor miramiento que a mis compañeros. Yo no había contado a nadie el secreto de mi situación, y por lo tanto nadie conocía mis penas. Pronto fui tan activo y tan hábil como mis compañeros. Me llamaban generalmente "el señorito", y sólo dos de ellos me decían David. "Fécula de Papa" protestó un día por la consideración que se me guardaba, pero Walker le hizo entrar en razón.

Los sábados por la noche eran días de gran fiesta para mí: primero porque llegaba el momento de poseer seis o siete chelines, y después porque volvía más temprano a casa. La señora Micawber me hacía, en general, las confidencias más desgarradoras. Un día me anunció que la crisis de los asuntos del señor Micawber se aproximaba, y que, excepto un trozo de queso de Holanda, no había una miga de alimento en la despensa, por darle un nombre. Yo tenía dos o tres chelines, saqué mi dinero y le rogué a la señora Micawber que los aceptara. Me abrazó y me dijo que guardara las monedas. Me pidió, en cambio, un favor: que llevara algunas cosas a empeñar, pues ella no podía hacerlo, debido a los gemelos, y su marido y las ideas de su marido le impedían llevarlas. Me puse a su disposición y esa misma noche comencé a preparar los objetos.

Empecé con algunos libros. Los llevé uno tras otro a casa de un revendedor en el camino de la City. Empezaban a conocerme muy bien, poco después, en la casa de préstamos. Pero por fin sobrevino la crisis. El señor Micawber fue detenido cierta mañana y conducido a la cárcel. Fui a verlo y comí con él. La señora Micawber me esperaba en la puerta. Estábamos sentados delante de un pequeño fuego, cuando entró otro deudor que compartía la habitación con el señor Micawber. Traía un trozo de carnero que debía formar parte de nuestra comida.

Me enviaron a un cuarto situado en el piso alto, donde habitaba el capitán Hopkins. Me dijeron que lo saludara de parte del señor Micawber y le dijera que iba a pedirle el favor de que nos prestase un tenedor y un cuchillo. El capitán me prestó ambas cosas. En aquel cuartito había una señora muy desaseada y dos jóvenes pálidas con los cabellos en desorden. El capitán se hallaba en el estado más deplorable. Vestía un viejísimo abrigo sin forro y lucía unas enormes patillas. Los colchones estaban doblados en un rincón. No crucé el umbral, ni permanecí más de dos minutos, y bajé, con mi cuchillo y mi tenedor. Una vez terminada la comida, los devolví.

Más tarde se vendieron los muebles. Todo fue vendido y llevado en un carro, excepto las camas, algunas sillas y la mesa de la cocina. Acampamos, valga la palabra, en las dos piezas del piso bajo, y allí habitamos la señora Micawber, los niños, la criada huérfana y yo.

Por fin la señora Micawber decidió establecerse en la cárcel, en la habitación particular que tenía su marido, y yo fui el encargado de llevar la llave de la casa al propietario de ella. Alquilaron para mí un cuartito en los alrededores, con una buhardilla para la huérfana. Mi habitación daba a un gran almacén de maderas: me creía en el paraíso cuando tomé posesión de ella, al pensar de que la crisis de los asuntos del señor Micawber había pasado por fin.

Yo seguía trabajando en la casa Murdstone y Grimby. Seguí haciendo la vida triste y solitaria de siempre. La señora Micawber me informó que su familia había persuadido a su marido para que presentase un escrito con el objetivo de pedir su libertad con arreglo a la ley de los deudores insolventes, y que podía estar libre al cabo de seis semanas. Redactaron una petición a la Cámara de los Comunes en la cual pedían que se modificase la ley que reglamentaba la prisión por deudas. El propio Micawber redactó la petición, la copió en una inmensa hoja, y pidió a los habitantes de la cárcel que pusieran su firma en aquel documento.

No quería perderme el espectáculo, y pedí permiso de una hora en la casa Murdstone y Grimby. Me situé en un rincón para gozar del espectáculo. La puerta se abrió, y "el pueblo" empezó a entrar. Unos esperaban; otros firmaban la petición y desfilaban en seguida.

Micawber contemplaba, entretanto, con aire de vanidad satisfecha, los barrotes de las ventanas de enfrente.

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