Róbinson Crusoe

Capítulo XII

La gente empieza a llegar

Uno de mis principales propósitos con respecto a la educación de Viernes se encaminó a desviarle sus inclinaciones caníbales y hacerlo gustar de mis viandas. Con tal fin, un día lo llevé al bosque, donde pensaba sacrificar uno de mis cabritos, pero en el trayecto encontré una cabra acompañada de dos crías que descansaban a la sombra de un árbol.

Le hice señas a Viernes para que se quedara quieto, y al mismo tiempo le disparé a uno de los cabritos, que cayó muerto. El espanto se reflejó en el rostro del pobre salvaje, que empezó a temblar como una hoja, mientras se abría la chaqueta para ver si él también estaba herido. Sin duda creyó que quería deshacerme de él, pues se puso de rodillas ante mí y pronunció muchas palabras que yo no entendí, a no ser que me suplicaba que no le matase.

Para tranquilizarlo lo tomé de la mano, señalándole el cabrito muerto para que fuera a recogerlo. Sin embargo, tardó mucho en volver en sí y, de habérselo permitido, de seguro que se habría puesto a adorar la escopeta y a mí. Durante varios días no se atrevió a tocarla, pero le hablaba en voz baja, y, según supe después, lo hacía para suplicarle que no le quitara la vida.

Esa misma tarde preparé con el cabrito un buen estofado, pasándole a Viernes una porción del mismo. Lo comió en cuanto vio que yo también lo hacía, dándome a entender por señas que lo encontraba bueno. Asimismo me dio a entender que la sal era mala, escupiendo unos granos que se llevó a la boca. Me costó bastante tiempo poder acostumbrarlo a comer las cosas condimentadas.

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Al día siguiente le regalé unos trozos de la misma carne, pero asada sobre ascuas, tal como la había visto hacer en Inglaterra. Por sus gestos me dio a entender que la encontraba muy buena y que no volvería a comer carne humana.

Como tenía ya dos bocas que alimentar, resolví ampliar mis plantaciones, para lo que escogí un campo más extenso, cercándolo con la ayuda de Viernes. En estas labores demostró mucha habilidad y diligencia, ayudándome también a batir el trigo, limpiarlo y aventarlo.

Creo que aquél fue el año más agradable que pasé en la isla. Viernes ya conocía los nombres de casi todas las cosas y empezaba a hablar pasablemente el inglés. Mi criado me agradaba no sólo por su conversación, sino porque tenía un carácter excelente y me demostraba gran cariño y reconocimiento.

En cierta ocasión me entró la curiosidad de saber si Viernes echaba de menos a su país, motivo por el que empecé preguntándole si los de su pueblo no triunfaban alguna vez en los combates.

—Sí —me respondió—, nosotros combatir siempre lo mejor.

—Si ustedes combaten mejor, entonces, ¿cómo te hicieron prisionero?

—Ellos ser muchos más. Ellos coger uno, dos, tres y yo. Nosotros derrotar a ellos en otro sitio donde yo no estar. Allí nosotros coger muchos, mil.

—Dime, Viernes, ¿qué hace tu país con los prisioneros; se los come también?

—Sí; mi país también comérselos, y comérselos del todo.

—¿Los trae alguna vez aquí?

—Sí; aquí y a otros muchos lugares.

—¿Has venido aquí con tus hermanos?

—Sí, yo venir aquí —señalando con la mano hacia el noroeste de la isla.

Días después, cuando recorrimos juntos dicha parte de la isla, reconoció el lugar y me contó que en una oportunidad había ayudado a comer a veinte hombres, dos mujeres y un niño. Las cantidades las indicaba colocando piedras en la arena.

En tal oportunidad pude saber muchas cosas que me interesaban, como ser la relativa facilidad de llegar al continente y otras no menos interesantes, referentes a la vida de los pueblos de la costa. Así también me dijo que poco más adentro del mar había todas las mañanas el mismo viento y la misma corriente, los que por las tardes iban en dirección opuesta. Esto me hizo comprender que dicho fenómeno era producido por el río Orinoco, en cuya embocadura estaba situada mi isla, y que la tierra que vi al oeste y al noroeste era la gran isla de la Trinidad.

Pero lo que no pude conseguir fue que me dijera los nombres de los distintos pueblos vecinos, pues no me contestaba sino corbs, de lo que deduje que se trataba de los caribes. También me dijo que en la parte oeste de su país había hombres blancos y barbudos como yo, que habían matado muchos hombres, refiriéndose a los españoles.

Después le pregunté cómo podría arreglármelas para ir hacia aquel lugar, contestándome que lo podía hacer con dos canoas. Su respuesta me confundió en un comienzo, pero luego comprendí que entendía por ello una canoa que tuviese dos veces el tamaño de la mía.

En cuanto Viernes empezó a entenderme regularmente, le relaté mis aventuras, descubriéndole el secreto de la pólvora y enseñándole a manejar las armas. También le regalé un cuchillo, lo que le agradó muchísimo. Cuando vio la chalupa que habíamos perdido en el naufragio, se quedó muy serio y pensativo, para luego decirme:

—Yo ver también esa piragua en mi país.

En un comienzo no comprendí claramente lo que quería decirme, pero luego completó su información, añadiendo:

—Nosotros salvar todos los hombres blancos de ahogarse.

—Entonces, ¿había hombres en la chalupa? —le pregunté.

—Sí —respondió—, la piragua estar llena de hombres blancos.

Luego me dio a entender, contando con los dedos, que eran diecisiete, y que desde hacía cuatro años vivían con ellos. Al preguntarle por qué no se los habían comido, me respondió que su país sólo mataba a los enemigos que caían prisioneros.

Después de bastante tiempo, sucedió que estando en la cima de la colina, hacia la parte del este, distinguimos con claridad el continente americano. Entonces Viernes rompió a dar saltos y a hacer piruetas. Al preguntarle por la causa de tales transportes, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Qué alegría! ¡Allí estar mis hermanos, allí mi país!

El excesivo entusiasmo demostrado por Viernes no dejó de preocuparme, pensando que si se le presentaba la ocasión de regresar a su país, pronto echaría al olvido todo cuanto yo le había enseñado, volviendo a sus antiguas costumbres, y hasta imaginé que traería a sus compañeros para regalarles con mi carne. Esto me hizo ser menos comedido con él y durante algunas semanas lo traté fríamente.

Sin embargo, el tiempo se encargó de convencerme de mi engaño con respecto a la conducta de aquel sano muchacho, cosa que no dejó de mortificarme. Un día, mientras paseábamos, le pregunté si al regresar a su país volvería a sus antiguas costumbres de comer carne humana. La pregunta pareció disgustarle, pues meneando la cabeza me replicó que más bien les enseñaría todo lo que de mí había aprendido. Luego añadió que ya practicaban muchas costumbres de los hombres blancos y barbudos. Asimismo me dijo que sólo iría si yo lo acompañaba, contándome para mi tranquilidad todas las bondades que habían tenido para con dichos náufragos.

A partir de ese momento decidí realizar la travesía, con el propósito de reunirme con aquellos blancos, a quienes suponía ser españoles o portugueses. Para tal fin le dije a Viernes que deberíamos construir una canoa tan grande como aquella que muchos años atrás labré, sin conseguir botarla al agua. Luego le manifesté mi intención de que volviera solo a su país, lo que lo desesperó tanto que, entregándome una de las hachas que solía portar, me dijo:

—Tú matar Viernes, pero no enviar Viernes solo a mi país.

Pronunció dichas palabras con los ojos llenos de lágrimas y en un tono tan conmovedor, que me convencí plenamente del gran cariño que me tenía, prometiéndole entonces no deshacerme de él en contra de su voluntad.

Después de dedicarnos a buscar un árbol apropiado para la construcción de la canoa y que estuviera lo bastante próximo a la playa, Vierne s descubrió uno cuya madera me era desconocida. Trabajamos durante un mes en ahuecarlo y luego le dimos forma de chalupa. Para echarla al agua nos valimos de unos rodillos de madera, demorando en ello quince días. Todavía resolví añadirle un palo y una vela. En cuanto al palo, Vierne s taló un cedro joven y recto. En lo que se refiere a la vela, tuve que trabajar con gran empeño para fabricarla con dos tiras de lona. Aun hube de labrar un timón para ajustarlo a popa, con lo cual la embarcación quedó concluida.

Cierta mañana, mientras arreglaba los últimos detalles de la ambicionada travesía, mandé a Viernes a la playa para que cogiera alguna tortuga. Apenas hacía un rato que había salido, cuando le vi volver a toda carrera, y sin darme tiempo para preguntarle nada exclamó:

—¡Amo, amo! ¡Oh, pena! ¡Oh, maldad!

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Allá abajo haber una, dos, tres canoas —respondió—; una, dos, tres..

—¡Ánimo, Viernes! —le dije—. Yo corro el mismo riesgo que tú. ¿Sabes pelear, hijo mío?

—Yo tirar —contestó—; pero allá venir muchos.

—¿Qué importa? —le dije—; nuestras escopetas asustarán a los que no queden muertos.

Luego de que nos pertrechamos con todas nuestras armas, trepé a la colina provisto del catalejo para ver lo que sucedía en la playa. Inmediatamente pude distinguir a nuestros enemigos, que eran veintiuno, con tres prisioneros. Habían venido en tres canoas y desembarcado en un lugar mucho más próximo del que se había escapado Viernes. Allí la costa era baja y el bosque se extendía casi hasta el mar, descubrimiento que me dio nuevos ánimos. Buscando hacia la derecha un camino para cruzar la bahía, le ordené a mi esclavo que me siguiera y que no hiciera ningún movimiento sin que yo se lo mandase.

Entré en el bosque con la mayor precaución y silencio posibles, mientras Viernes me seguía. Avanzando hasta un lugar en que ya no quedaba sino una pequeña punta de bosque entre los salvajes y nosotros, le ordené a Viernes que trepara en un árbol muy alto para que les observara todos sus movimientos.

Al momento me informó que los salvajes estaban sentados alrededor de la hoguera, regalándose con la carne de una de sus víctimas. Asimismo, me dijo que uno de los prisioneros estaba tendido en la arena, esperando su turno, y que no era de los de su país, sino de los hombres blancos de que me había hablado. Este último detalle hizo que mi furor aumentara, pero supe controlar mi indignación a fin de aproximarme, deslizándome por entre unas malezas, hasta un árbol que se encontraba a escasa distancia de los salvajes.

Una vez que me hube arrastrado hasta el pie del árbol, vi que no había que perder un solo momento, pues diecinueve de aquellos bárbaros estaban sentados en el suelo, apretujados entre sí, habiendo mandado a dos de ellos para que sin duda sacrificaran al pobre cristiano. Ya le estaban desatando los pies, cuando me volví a Viernes y le dije:

—Ahora haz exactamente lo que me veas hacer, sin faltar en nada.

Acto seguido dejé en tierra uno de los mosquetes y una de las escopetas de caza, lo que también hizo Viernes . Luego, con el otro mosquete apunté a los salvajes, ordenándole que hiciera igual cosa.

—¿Estás listo? —le pregunté.

—Sí —respondió.

—Pues, ¡fuego sobre ellos! —y disparamos los dos.

Viernes hizo la puntería mucho mejor que yo, pues mató a dos e hirió a tres, mientras que por mi parte sólo maté a uno y herí a dos. Es difícil describir el terror que se apoderó de los salvajes. Todos los que no fueron heridos se levantaron precipitadamente, pero sin saber hacia dónde huir, pues no sabían de qué lado les llegaba la muerte. Inmediatamente después de mi primera descarga dejé el mosquete para tomar la escopeta, mientras que Viernes me imitaba en todo.

—¿Estás pronto? —volví a preguntarle.

—Sí —respondió.

—Pues, ¡fuego en nombre de Dios! —y disparamos al mismo tiempo sobre la espantada cuadrilla.

Como las escopetas sólo estaban cargadas con municiones gruesas, no cayeron más que dos; pero herimos a tantos, que los vimos correr de un lado a otro, cubiertos de sangre y profiriendo alaridos, para luego desplomarse, medio muertos, tres de ellos. En el acto me lancé fuera del bosque, esgrimiendo el segundo mosquete y seguido a pocos pasos por Viernes .

En cuanto los caníbales nos vieron proferí un grito terrible, imitado por mi esclavo, y corrí todo lo rápido que pude hacia el lugar en que yacía la pobre víctima, tendida en la arena. Entretanto los dos carniceros que iban a sacrificarlo lo habían abandonado al oír nuestra primera descarga, corriendo hacia sus canoas en la orilla.

Mientras Viernes hacía fuego sobre ellos con buena suerte, saqué mi cuchillo para cortar las ligaduras que sujetaban de pies y manos a la víctima, sentándola luego y preguntándole en portugués quién era. Me contestó en latín: Christianus; mas se encontraba tan débil que le costaba trabajo sostenerse y hablar. Saqué luego la botella, haciéndole señas para que bebiese, cosa que realizó; también comió un pedazo de pan que le ofrecí.

Una vez que se hubo recobrado un poco, me dio a entender su agradecimiento y que era español. Valiéndome entonces de todo lo que sabía de ese idioma, le expresé:

—Señor, ya hablaremos más adelante. Si aún os quedan algunas fuerzas, combatid con nosotros —mientras le entregaba una pistola y un sable.

Parece que la posesión de aquellas armas le devolvió las energías, pues en un instante cayó sobre los salvajes, derribando a dos a sablazos. Cierto es que éstos apenas se defendían, aterrados como estaban por el ruido de nuestras armas.

Entretanto Viernes, que se hallaba bastante lejos para recibir mis órdenes, perseguía a los salvajes esgrimiendo el hacha, rematando primero a tres de los que habían sido heridos por nuestras descargas y luego a los que consiguió dar alcance. El español, por su parte, tomó una de las escopetas que yo había cargado, con la que logró herir a dos salvajes, los que huyeron hacia el bosque. Viernes dio alcance a uno de ellos, matándolo, pero como el segundo era demasiado ágil, consiguió escapar hacia el mar y tirarse al agua, llegando a nado hasta la canoa en la que se habían embarcado tres de sus compañeros, uno de ellos herido. Esos cuatro caníbales fueron los únicos que se salvaron de la muerte.

Como los de la canoa se habían puesto fuera del alcance de nuestras armas, Viernes me pidió que los siguiéramos en otra de las piraguas, ya que si lograban llegar a sus costas era muy probable que regresaran en algunas centenares de canoaa para destruirnos irremediablemente.

Asentí a su pedido por encontrarlo muy razonable, penetrando en una de las piraguas, seguido por Viernes. Grande fue mi sorpresa al descubrir en el fondo de la embarcación a otro prisionero, igualmente amarrado y muerto de espanto, pues no sabía lo que había sucedido fuera. De imediato procedí a cortar las cuerdas que lo sujetaban e intenté incorporarlo, pero apenas le quedaban fuerzas para proferir gritos lastimeros, creyendo sin duda que había llegado su fin.

Cuando Viernes se acercó, le ordené que le diera un trago de ron y que le comunicara su libertad, cosas ambas que lo reanimaron al extremo de que logró sentarse en la canoa. Pero lo interesante fue que Viernes, en cuanto lo oyó hablar y pudo observarlo con más cuidado, empezó a abrazarlo con tal efusión que hubiera sido imposible contener las lágrimas. Después se puso a cantar y bailar, retorciéndose los brazos, riendo y llorando al mismo tiempo.

Volvió a repetir los mismos bailes y cantos, golpeándose la cara y la cabeza con ambas manos, entrando y saliendo de la canoa como hombre que ha perdido la razón. Al poco rato se calmó un tanto y pudo hablar, para explicarme que aquel salvaje... ¡era su padre!

El feliz incidente hizo que nos olvidáramos de perseguir a los de la canoa, lo que fue una gran suerte para nosotros, pues dos horas después se desató un fuerte viento que nos hubiera sorprendido en alta mar. Durante toda la noche sopló del noroeste, o sea que les fue contrario a los salvajes, los que sin duda alguna naufragaron en su frágil embarcación.

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