Róbinson Crusoe

Capítulo XI

Un naufragio, el festín de los caníbales y "Viernes"

Cierta mañana de diciembre salí de mi morada muy de madrugada, sorprendiéndome distinguir una luz en la orilla del mar, aproximadamente a media legua de distancia. El miedo de ser descubierto me hizo volver de prisa a la gruta, en la que aún no me sentía seguro por cuanto el grano estaba a medio segar, cosa que si descubrían los salvajes me comprometería terriblemente.

Una vez que hube subido, retiré la escala y me apresté a la defensa, cargando todas mis armas y resuelto a batirme hasta el final. Después de esperar durante dos horas a los salvajes, resolví avizorar desde lo alto de la roca, para lo cual trepé a ella valiéndome de las dos escalas y provisto del catalejo. Desde allí pude observar que había nueve salvajes, sentados en círculo alrededor de una hoguera, y al parecer dispuestos a servirse alguno de sus truculentos banquetes.

Los caníbales traían consigo dos canoas que habían dejado en la playa, y como era la hora del flujo, parecía que esperaban el reflujo para regresar, cosa que me alivió enormemente. Al parecer se encontraban todos desnudos y se entretenían ejecutando unas danzas exóticas y por de más bruscas.

En cuanto la marea empezó a descender, los salvajes saltaron sobre sus canoas y pronto se alejaron de la costa. Tomando mis armas, me encaminé hacia la playa y nuevamente pude ver las huellas de su horrible festín. Tal fue mi indignación, que resolví lanzarme sobre el primer grupo que encontrara, cualquiera que fuera su número.

Sin embargo, tuve que esperar muchos meses hasta volver a encontrarlos, pues las visitas que hacían a la isla eran poco frecuentes. Durante todo ese tiempo me asaltaron sí los más vivos temores sobre mi seguridad y los pensamientos homicidas volvieron a atormentarme. Continuamente formaba planes de ataque para ponerlos en ejecución en la primera oportunidad, lo que me quitaba muchas horas del día que pude haberlas destinado a mejor fin.

Promediaba mayo, según marcaba el poste que me servía de calendario, cuando se desencadenó una violenta tempestad en el mar, acompañada de truenos y relámpagos. La noche siguiente no fue menos espantosa, y mientras me encontraba leyendo y meditando con la Biblia, me sorprendió un ruido semejante al de un cañonazo.

Tal impresión era muy distinta de todas cuantas había sufrido en la isla. Me levanté precipitadamente y en un instante estuve encaramado en la roca, valiéndome de las dos escalas. Al momento una luz viva me anunció un segundo cañonazo, el que escuché medio minuto después y cuya detonación parecía proceder del lugar hacia donde había sido arrastrado en mi canoa por la corriente. Entonces encendí una fogata en lo alto de la colina, la que sin duda fue distinguida, pues oí un tercer cañonazo, seguido de otros varios que provenían de la misma dirección.

Durante toda la noche mantuve el fuego, y cuando el horizonte se hubo aclarado al amanecer, divisé hacia el este y a gran distancia un objeto extraño. Como el objeto permanecía en el mismo lugar, pensé que se trataba de un barco anclado, encaminándome entonces hacia la parte meridional de la isla para satisfacer mi curiosidad.

Una vez que llegué al lugar en que en otro tiempo me habían llevado las corrientes, trepé a la más elevada de todas las rocas, y como el tiempo estaba despejado, distinguí con gran pena el casco de un barco que se había estrellado contra unas rocas ocultas que formaban la contramarea que en dicha oportunidad me había salvado de una muerte segura.

El deseo que tenía de que se hubiese salvado por lo menos uno de aquellos hombres, para que me sirviese de compañero, es inexpresable. Jamás suspiré tanto por ello ni sentí tan vivamente la desgracia de verme privado de toda compañía. A cada momento me repetía: "¡Dios quiera que se haya salvado siquiera uno solo!" Y al pronunciar tales palabras se unían mis manos con gran fuerza y mis dientes se apretaban nerviosamente.

Hasta el último día de mi permanencia en la isla ignoré si se había salvado alguno de aquel naufragio. A los pocos días de la catástrofe descubrí en la playa el cuerpo de un grumete ahogado. En los bolsillos sólo tenía unas monedas de plata y una pipa, mucho más preciosa para mí que cualquier tesoro. Las escasas ropas que llevaba puestas no me permitieron adivinar la nacionalidad a que pertenecía.

Entretanto el mar se había calmado y me entraron deseos de visitar el buque, no tanto por las cosas útiles que en él pudiera encontrar, sino por la esperanza de que alguna criatura viva pudiera ser salvada. A tal fin tomé una buena ración de pan, arroz, quesos, una docena de bollos, un cesto con pasas, una botella de licor y dos jarras, una con leche de cabra y otra con agua fresca. Puse todas estas provisiones en la canoa, asi como el quitasol y mis armas, y, luego que me hube encomendado a Dios, bogué hacia la punta nordeste de la isla, apegado siempre a la costa.

Una vez que hube llegado al extremo de la isla, saqué la canoa de un pequeño recodo y trepé a una colina elevada para observar el rumbo de las corrientes que en otro tiempo estuvieron a punto de perderme. Desde allí pude ver claramente que así como la corriente del reflujo salía de la parte meridional de la isla, la del flujo entraba por la parte norte, pudiendo por lo tanto conducirme de regreso.

Con dichas observaciones resolví partir hacia el barco encallado, al día siguiente, y así lo hice después de pasar la noche en mi pequeña canoa. Al cabo de dos horas de navegar a favor de la corriente, llegué al barco y presencié un espectáculo muy triste. Éste se encontraba como clavado entre dos peñascos, con la popa y parte del cuerpo destrozadas por las aguas. Como la proa había chocado con gran violencia contra las peñas, el palo mayor y el de mesana se habían roto, aunque el bauprés permanecía en pie.

Cuando me encontraba cerca del barco, apareció un perro sobre cubierta, que empezó a proferir aullidos en cuanto me vio. Lo llamé y saltó al mar, ayudándole a subir a la canoa. Le di un pedazo de pan que devoró con gran avidez, y luego le di de beber agua fresca. Fuera del perro, no había otro ser viviente en el barco.

Dos hombres abrazados se habían ahogado en la cámara de proa, donde seguramente el agua entró con gran violencia y no les dio tiempo para escapar. Encontré algunos barriles que parecían estar llenos de aguardiente o de vino, pero eran tan grandes que no pude moverlos. También descubrí varios cofres, de los que metí dos en la barca, sin siquiera abrirlos. Por lo que en ellos después encontré, supuse que el buque debía llevar rica carga, y a juzgar por la ruta que seguía, era probable que fuera con dirección a La Habana y luego a España.

Además encontré un barril que podía contener unas veinte pintas y lo trasladé con gran trabajo a mi canoa. En uno de los camarotes vi un cuerno de pólvora que contenía unas cuatro libras, del que me apropié. Así también tomé una pala, unas tenazas y algunos útiles de cocina. Al ver venir la marea que debía volverme a la isla, me embarqué con toda esa carga y el perro que había salvado. Esa misma tarde llegué a la costa, aunque sumamente rendido por la expedición.

Al día siguiente resolví trasladar aquellas cosas a la nueva caverna que había descubierto, aunque primero resolví examinarlas. El barril contenía ron, aunque de inferior calidad que el brasileño. En los cofres encontré muchos objetos de escaso valor, algunas camisas, corbatas y media docena de buenos pañuelos. En el fondo de uno de ellos había tres grandes sacos de monedas de plata, además de un paquete que contenía algunas joyas y seis doblones, el que pesaría poco más de una libra.

Pese a que el dinero no me servía gran cosa, lo llevé también a la gruta, donde tenía el que había salvado de nuestro propio barco. Sólo lamenté no haber podido penetrar al fondo del buque destrozado, pues de seguro que hubiera encontrado suficientes cosas como para cargar nuevamente la canoa.

Una vez que puse en lugar seguro todas mis adquisiciones, dejé la barca en su rada ordinaria y regresé a mi refugio. Seguí viviendo como de costumbre durante dos años, regularmente feliz, aunque siempre imaginando mil proyectos para salir de la isla. Una noche me agitaron con tanta fuerza tales pensamientos, que mi sangre parecía hervir como si tuviera fiebre. Por último, rendido por la fatiga de mis nervios, me dormí profundamente.

Esa noche soñé que, al salir una mañana de mi refugio, veía en la costa dos canoas de las que saltaron once caníbales que llevaban a un prisionero para sacrificarlo. El infeliz, en el momento en que lo iban a matar, echó a correr hacia mí con el propósito de esconderse en el bosquecillo que cubría mi trinchera. Cuando estuvo fuera del alcance de sus perseguidores, me descubrió, a lo que yo, mirándole risueñamente, le ayudé a trepar por mi escala para luego llevármelo a mi morada y servirme de él como de un esclavo.

A la mañana siguiente sentí una gran pena porque el sueño no hubiera sido realidad, y muchas veces lo consideré como un auténtico bien que lo hubiese perdido. Esto me hizo comprender que el único medio para salir de la isla era coger algún salvaje, y mejor aún si lo libraba de la desgracia, a fin de que estuviera agradecido conmigo. Con tal intención todas las mañanas iba a uno u otro extremo de la isla, pero nada descubrí en dieciocho meses consecutivos.

La oportunidad tan ansiada pareció presentarse al fin.

Una rnadrugada distinguí en la costa cinco canoas. Los salvajes ya habían desembarcado y se hallaban aparentemente fuera del alcance de mi vista. Luego de escuchar con atención por si percibía algún ruido, dejé las dos escopetas al pie de la escala y me trepé a la roca, colocándome de modo que no sobresaliera mi cabeza. Ayudado por el catalejo pude ver que los salvajes eran por lo menos treinta, y que danzaban frenéticamente alrededor de una hoguera que habían encendido para preparar su festín.

Después de un momento, les vi sacar de una chalupa a dos desgraciados para descuartizarlos. Uno de ellos cayó en tierra; derribado por un mazazo y muerto al parecer. Inmediatamente se arrojaron sobre él algunos de los caníbales, abriéndole el cuerpo y despedazándolo en un santiamén, para luego repartirse los trozos de su carne. El otro desgraciado, que se hallaba a su lado en espera de que le llegara el turno, alentado por alguna esperanza de salvarse, echó a correr, con una rapidez extraordinaria, en dirección al sitio en que yo me encontraba.

Declaro que me asusté muchísimo al verlo tomar dicho camino, sobre todo porque pensé que lo perseguiría todo el grupo. Pero pronto hube de tranquilizarme al ver que sólo tres hombres lo seguían, y que les había ganado tanto terreno que sin duda alguna llegaría a escapar si lograba sostener aquella carrera durante media hora.

Entre el fugitivo y mi castillo había una pequeña bahía, y aunque la marea estaba muy alta, se tiró al agua y la cruzó en no más de treinta brazadas. Después continuó corriendo con igual celeridad que antes.

Sus perseguidores eran sin duda inferiores, pues sólo dos de ellos la cruzaron, empleando el doble del tiempo que el fugitivo, mientras que el otro se detuvo en la orilla por no saber nadar, para luego regresar hacia el lugar del festín. Súbitamente pensé entonces que ésa era la ocasión propicia para conseguir un compañero, y que el Cielo me asignaba la misión de salvar la vida de aquel infeliz. Convencido de ello, bajé rápidamente de la roca para tomar las escopetas y me encaminé al mar.

El camino era corto y pronto me interpuse entre los perseguidores y el fugitivo, dándole a entender mediante gritos y señas que se detuviera, aunque creo que en un comienzo me tenía tanto miedo como a aquellos de quienes escapaba.

Una vez que estuve cerca de los caníbales, me arrojé súbitamente sobre el primero, derribándolo de un culatazo, pues preferí valerme de dicho medio antes que disparar, por temor de llamar la atención de los demás. El otro se paró en seco como espantado, pero al abalanzarme hacia él vi que ajustaba una flecha en el arco que llevaba, lo que me obligó a despacharlo del primer disparo.

El atemorizado fugitivo, por más que vio a sus perseguidores fuera de combate, se encontraba tan aterrado por el fuego y la detonación, que se quedó como clavado en el suelo, reflejando en su semblante mayores deseos de escapar que de aproximarse a mí.

Nuevamente volví a hacerle señas para que se acercase, pero sólo dio unos pasos y se detuvo, como si tuviera miedo de volver a caer prisionero. Hube de llamarlo por una tercera vez, valiéndome de las señas más amistosas posibles, hasta que se resolvió a aproximarse, arrodillándose a cada diez o doce pasos, para demostrarme su reconocimiento. Entretanto yo trataba de sonreírle de la manera más cariñosa, hasta que llegó a mi lado, postrándose de rodillas y besando repetidas veces el suelo. Luego me tomó un pie y se lo colocó sobre la cabeza, sin duda para darme a entender que me juraba fidelidad de esclavo.

Cuando lo levanté y acaricié para darle ánimos, descubrí que el salvaje al que había derribado de un culatazo no estaba muerto, sino sólo aturdido. Entonces mi esclavo pronunció unas palabras que no pude entender, pero por las señas que hacía me di cuenta de que deseaba que le prestara el sable.

Apenas lo hubo tomado, se precipitó sobre su enemigo y de un solo golpe le cortó la cabeza, tan diestramente como lo hubiera hecho el más hábil verdugo alemán. Realizada dicha operación volvió a mí, celebrando el triunfo con saltos y carcajadas, mientras ponía a mis pies el sable y la cabeza del salvaje decapitado.

Luego resolví irme, ordenándole que me siguiera y dándole a entender mi temor de que los salvajes nos dieran caza. Pero mi esclavo me hizo señas de que iba a enterrar a los que habíamos matado, por miedo de que nos descubriesen, cosa que le permití y realizó en un momento.

Tomadas dichas precauciones, me lo llevé a la gruta del bosque, donde le di pan, un racimo de pasas y agua fresca, pues estaba extenuado por la dura tarea que había realizado. Después le di a entender que se fuera a descansar, enseñándole un montón de paja de arroz y una manta para cubrirse.

Mi nuevo compañero era un mozo bien formado, de unos veinticinco años. Sin ser grueso, sus miembros eran fuertes y ágiles, y su rostro viril no presentaba ningún aspecto de ferocidad. Al contrario, sus facciones revelaban esa dulzura peculiar de los europeos, sobre todo cuando sonreía. Sus cabellos eran largos y negros, la frente despejada y los ojos brillantes. En fin, tenía la cara redonda y de un color aceitunado, boca pequeña, nariz bien formada y dientes perfectamente alineados y muy blancos.

Al cabo de una media hora se despertó y vino a buscarme, encontrándome en el cercado ordeñando las cabras. Se postró a mis pies y volvió a repetir la ceremonia por la que me juraba fidelidad, demostrando verdadero agradecimiento. A mi vez le di a entender que me encontraba muy contento con él.

Al poco rato empecé a hablarle y le enseñé que se llamaría Viernes, nombre que elegí por el día en que lo había conseguido. Asimismo, lo acostumbré a llamarme "amo" y a decir "sí" o "no" oportunamente. Luego bebí leche con pan remojado, pasándole después la vasija. Bebió igualmente y me dio a entender por señas que la encontraba buena.

Al día siguiente le hice comprender que me siguiera, pues le daría vestidos, cosa que pareció alegrarle. Cuando pasamos junto al lugar en que había enterrado a los salvajes, me dio a entender que deseaba desenterrarlos y comérselos. Simulé encolerizarme y le expresé el horror que ello me causaba, haciendo como si fuera a vomitar y ordenándole que se apartara de los cadáveres.

Luego lo llevé a lo alto de la colina para ver si se habían marchado los enemigos de la costa, cosa que comprobé con ayuda del catalejo. De todos modos, y para mayor seguridad, me encaminé al lugar del festín, en compañía de mi esclavo y llevando nuestras respectivas armas. Al llegar allí, presencié un espectáculo horrible e impresionante: todo el campo estaba sembrado de huesos y carne humana semidevorada; por el suelo vi tres cráneos y otros miembros dispersos. Viernes me explicó por señas que habían llevado a cuatro cautivos, resultado de una batalla librada entre ellos y la tribu a la que él pertenecía, y que por ambas partes se habían hecho muchos prisioneros que sufrieron la misma suerte.

Le ordené que recogiera aquellos despojos y que los redujera a cenizas en una hoguera.

Así lo hizo, pero advertí que deseaba con avidez aquella carne, pues seguía siendo un auténtico antropófago. Sin embargo, le demostré tanta repugnancia que no se atrevió a manifestarlo por temor de que lo matara. Luego regresamos al castillo, donde empecé a arreglar los vestidos para Viernes.

Al día siguiente me preocupé de darle un alojamiento cómodo y que al mismo tiempo no significara un peligro para mí en caso de que proyectara algún atentado contra mi vida. Para tal fin construí una choza entre las dos trincheras y tomé la precaución de llevarme a mi lado todas sus armas por las noches. Afortunadamente, tales precauciones resultaron innecesarias, pues nunca se ha visto un servidor más fiel y amante de su amo como Viernes.

En poco tiempo pude enseñarle a hablar mi lengua, pues encontré en él al mejor alumno del mundo. Se alegraba tanto cuando me entendía o cuando podía darse a entender, que me trasmitía su alegría y me hacía sentir un vivo placer en nuestras conversaciones. Desde entonces mi vida fue mucho más agradable, y de no haber temido por la presencia de los caníbales, me hubiera gustado terminar mi existencia en la isla al lado de Viernes.

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