Róbinson Crusoe

Capítulo VII

La inagotable inventiva

Ya he expresado que tenía grandes deseos de recorrer la isla y he relatado cómo me interné hasta el nacimiento del arroyo para de allí llegar al paraje donde levanté mi segunda morada. Como desde allí se distinguían claramente el otro extremo de la isla y la costa del mar, quise llegar hasta dicho lugar, para lo cual tomé la escopeta con una buena dotación de pólvora y municiones, un hacha y dos o tres racimos de pasas que deposité en el morral, haciéndome además acompañar por el perro.

Después de recorrer todo el valle a que ya me he referido, divisé el mar hacia el oeste y, como el tiempo estaba despejado, vi claramente la tierra. No podía asegurar si era un continente o si sólo se trataba de una isla, pero sí que la tierra era bastante elevada y se extendía del oeste al sudoeste a una distancia aproxirnada de unas quince millas.

Lo único que podía saber en cuanto a la situación de aquel lugar era que se encontraba en América, y, de acuerdo a mis cálculos, cerca de las colonias españolas. De otro lado, era muy probable que se encontrara poblado de salvajes, los que, si me hubiera aproximado, sin duda alguna que me habrían hecho padecer una suerte aún peor que la que estaba corriendo en la isla, motivo por el que resolví acatar los designios de la Providencia.

Además, reflexionando en el asunto, me decía que si aquella costa formaba parte de las posesiones españolas, necesariamente llegaría a descubrir algún barco de los que las transitan, y, en caso de no descubrirlo, querría decir que la costa era la que separa el Brasil de Nueva Granada, la misma que con toda seguridad estaría habitada por caníbales.

Aquella parte de la isla era más bella que todo el resto de la misma: los valles eran verdes; los bosques, altos y espesos, y las praderas, hermosas y llenas de flores. Había gran número de loros, lo que me hizo pensar en apoderarme de alguno para domesticarlo y enseñarle a hablar. No sin grandes esfuerzos logré por fin derribar uno de un palo, al que luego lo llevé a casa. Tardé bastante en enseñarle a hablar, pero pronto lo hizo muy bien, llamándome por mi nombre de una manera enteramente familiar.

El viaje resultó muy placentero, pues encontré hacia la parte baja muchos animales, tomando a unos por liebres y a otros por zorros, siendo de todos modos muy diferentes a cuantos antes había visto en la isla. Cacé algunos, pero no intenté siquiera probarlos. Hacerlo hubiera sido una gran imprudencia, mucho más disponiendo de abundantes alimentos y de muy buena calidad. Entre éstos tenía cabras, tortugas y palomas. Si añado las uvas, se reconocerá que bien podía desafiar a todos los mercados de Londres a que provean una mesa tan ricamente como lo estaba la mía, sobre todo en relación al número de convidados.

Cuando hube llegado a la costa, aumentó mi admiración por dicha región de la isla, confirmando mi opinión de haberme tocado la peor parte. La playa estaba llena de tortugas, mientras que la costa que yo habitaba sólo me había proporcionado tres de ellas en el transcurso de un año y medio. Abundaban las aves de las más variadas especies, algunas de las cuales me eran conocidas y en su mayoría buenas para comer.

Fácil me hubiera sido matar todas las que deseara, pero como no quería malgastar la pólvora ni las municiones, preferí cazar una cabra, siempre que se me pusiera a tiro, por tener carne abundante. Pese a que había muchas en aquella parte de la costa, resultaba muy difícil aproximarse a ellas, ya que siendo el terreno llano podían verme mejor que cuando yo me trepaba en las rocas, según había comprobado.

Pero, por atractivos que me parecieran aquellos parajes, yo no sentía el menor deseo de trasladarme a ellos, pues estaba tan acostumbrado a mi antigua vivienda y me sentía tan seguro en ella, que mis descubrimientos no dejaban de darme la impresión de lejanía y de encontrarme en país extranjero.

Finalmente emprendí el regreso, pero tomando un camino distinto del que había seguido a la ida, esperando así poder contemplar toda la isla y creyendo encontrar sin mayores dificultades mi antigua morada. Pero me equivoqué en tales propósitos, pues así que me hube internado dos o tres millas en la región, me encontré con un valle rodeado de colinas tan pobladas de árboles, que no tenía modo para adivinar mi camino, a no ser por la posición del sol.

Durante tres o cuatro días hizo un tiempo nubloso, lo que me impidió ver el sol, motivo por el cual me vi obligado a volver a la orilla del mar y emprender el camino de regreso que ya había recorrido. En esa forma volví a la caverna, soportando un calor excesivo, así como el peso de la escopeta, el hacha y el saco de provisiones, lo que no me permitió hacer jornadas largas.

Durante el regreso mi perro se apoderó de un cabrito, dándome el tiempo suficiente para librar al animal de los voraces dientes del can y conservarlo vivo. Como ya antes dije que era mi deseo poder formar un rebaño de cabras a fin de asegurar mi subsistencia por si algún día se me agotaban las municiones, resolví intentar llevármelo a casa. Para este fin confeccioné una especie de collar y, amarrándole una cuerda, logré que el animalito me siguiera hasta la cabaña de verano. Allí lo encerré tras la empalizada para proseguir el viaje de regreso, pues tenía prisa en llegar a mi domicilio después de una ausencia de un mes.

La satisfacción que tuve a la vista de mi antigua morada fue muy grande, y sólo entonces pude descansar de las fatigas de tan prolongada excursión. Tendido en la hamaca me imaginaba ser amo en un dominio en el que nada faltaba. Todo cuanto había en mi contorno me encantaba, resolviendo no volver a alejarme por tan largo tiempo, mientras el destino me retuviera en la isla.

Durante una semana permanecí sin apenas salir de mi morada, saboreando las delicias del reposo y mientras me reponía de tan largo viaje. Entretanto me preocupaban seriamente dos cosas: la necesidad urgente de construir una jaula para el loro, y la de ir por el cabrito que había quedado encerrado en mi segunda residencia. Me encaminé hacia allí y, una vez que le hube dado de comer, lo amarré con una cuerda para traérmelo fácilmente. El hambre lo había dominado y amansado al extremo de que me seguía como un perro. Después, a fuerza de cuidados y de acariciarlo todos los días y darle de comer, se volvió tan dócil como el mejor de los animales domésticos.

El treinta de septiembre, con las primeras lluvias de otoño, cumplí el segundo aniversario de mi destierro, teniendo tan pocas esperanzas de salir de él como el día en que desembarqué. Fue celebrado este segundo aniversario con la misma solemnidad y devoción que el año anterior, habiéndome pasado el día dando gracias a Dios por los beneficios que me brindaba a manos llenas. Ayuné y oré con la mayor devoción y humildad.

Aunque no deseo fatigar al lector con una relación minuciosa de mis actividades durante este otro año, como la hecha sobre los dos anteriores, deseo señalar que muy rara vez permanecía inactivo, pues el tiempo lo tenía distribuido en tantas partes como funciones debía realizar. Así, en primer lugar, me ocupaba regularmente del servicio de Dios y de la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras; en segundo lugar, las excursiones que hacía para procurarme alimentos con la caza, las que no duraban menos de tres horas cuando hacía buen tiempo; y, en tercer lugar, las ocupaciones para preparar y cocinar lo que había cazado o para conservarlo entre mis provisiones.

En esta forma me quedaba muy poco tiempo disponible para dedicarlo al trabajo, a lo que hay que añadir lo penoso y difícil que me resultaba por la carencia de herramientas especiales. Citaré como prueba de ello los cuarenta y dos días que me demoré en construir una tabla que precisaba para determinado uso, cuando disponiendo de un serrucho la hubiera logrado en un solo día.

Indicaré cómo me las arreglaba en tales casos. Primero iba al bosque a fin de elegir un árbol corpulento, pues la tabla había de ser ancha. Luego demoraba tres días en derribar el árbol por la base y dos más para quitarle las ramas, procediendo luego a rebanarlo hasta que sólo tuviera tres pulgadas de espesor. En esta forma demoraba una enormidad y, además de significar un ejercicio demasiado rudo para mi cuerpo, no obtenía sino una sola tabla de cada árbol. He dado este ejemplo con el único fin de que se comprenda por qué motivo me atrasaba a veces tanto tiempo en cosas tan pequeñas, y el esfuerzo que me costó rodearme de las relativas comodidades de que pude disfrutar.

Llegado el mes de noviembre, esperaba ansioso la cosecha del trigo y el arroz que había sembrado. Aunque el terreno que había preparado era pequeño, pues, como se recordará, la semilla de que dispuse para la segunda siembra sólo alcanzaba a medio picotín de cada especie, aguardaba una buena cosecha porque la estación había sido bastante húmeda. Pero de pronto descubrí que corría el peligro de perderlo todo, pues enemigos de varias clases trataban de arrebatarme mi sembradío. Los primeros fueron las cabras y después aquellos animales semejantes a liebres, los que atraídos por el sabor del trigo en hierba lo trozaban hasta muy cerca de la raíz, impidiendo así que creciera.

Para librarme de los intrusos no encontré otra solución que rodear las plantaciones de un seto, trabajo en el que me demoré lo menos que pude, puesto que era urgente terminarlo. Felizmente, la tierra labrada era de poca extensión, y, por consiguiente, después de algunos esfuerzos, vi terminado el cercado. A más de ello, me dediqué a dar caza a los merodeadores, habiendo matado a algunos de ellos. Por las noches dejaba amarrado el perro a la entrada del cercado, desde donde ladraba a los animales que se aproximaban. En esta forma los peligrosos enemigos se vieron obligados a retirarse, y el trigo no tardó en crecer y echar espigas.

Pero cuando éstas empezaron a madurar aparecieron otros enemigos no menos temibles que los primeros y que amenazaron con la ruina total del cultivo. Un día que me aproximé al seto para ver cómo seguía el trigo, vi el paraje rodeado de una multitud de pájaros de las más diversas clases que parecían esperar que yo me retirara para merodear tranquilamente. Les hice una descarga con la escopeta, levantándose de pronto una densa nube de pájaros desconocidos para mí y que se encontraban escondidos entre el trigo.

El espectáculo me fue sumamente triste, pues significaba nada menos que la pérdida total de mi cosecha, y, lo que es peor, que no hallaba la manera de evitar la pérdida prevista. Pese a ello, resolví no escatimar esfuerzos para salvar lo que aún se pudiera, estando dispuesto a permanecer de centinela noche y día si ello era preciso.

Lo primero que hice fue aproximarme para observar los daños. Si bien los pájaros habían causado destrozos de consideración, éstos no eran tan serios como yo temía. Las espigas inmaduras habían refrenado su voracidad, y si lograba salvar lo que quedaba en buen estado, me aseguraba una cosecha abundante y buena.

Después de cargar nuevamente la escopeta, me retiré un poco, pudiendo divisar a los ladrones escondidos en el follaje de los árboles, como si sólo esperaran mi partida para irrumpir de nuevo en el trigal. Mis sospechas se vieron confirmadas al momento, pues una vez que empecé a alejarme y tan luego hube desaparecido, bajaron uno tras otro al sembradío.

La indignación no me permitió esperar que se reunieran en mayor número, y aproximándome todo lo que pude al cercado, hice un segundo disparo con bastante suerte, pues quedaron muertos tres de dichos pájaros. Procedí con ellos tal como lo hacen en Inglaterra con los grandes ladrones, condenándolos a permanecer en el patíbulo después de la ejecución para infundir miedo a los demás. El efecto obtenido por dicho sistema no pudo ser más eficaz, pues no sólo no volvieron al trigal, sino que abandonaron totalmente dicho sector de la isla. Hacia fines de diciembre todos los granos estaban maduros y procedí entonces a hacer la recolección.

Todavía antes de empezar dicha tarea me vi en la necesidad de construirme una hoz, pues era indispensable para segar el trigo. Con gran maña pude arreglármelas, sirviéndome de los sables y cuchillos que había sacado del barco.

Una vez terminada la recolección, calculé que el medio picotín de trigo me había producido aproximadamente dos celemines y medio. Esto me animó mucho, pues era una prueba clara de que la Divina Providencia no permitiría que me faltara jamás pan. Sin embargo, las dificultades no terminaron ahí, pues no tenía en qué moler ni cómo cocer dicho pan, una vez que consiguiera amasarlo. Como a esto se agregaba el deseo que tenía de reunir una buena y segura provisión de granos, para así asegurarme tan indispensable alimento en el futuro, resolví no mermar aquella cosecha y destinarla íntegra a la siembra en la estación próxima.

Algo sorprendente, y creo que en ello muchas personas no reflexionan, son los preparativos que se requieren, los esfuerzos múltiples y las distintas formas de trabajo que se necesita desplegar para producir lo que se llama un pedazo de pan o un mendrugo.

Como se recordará, yo no disponía de arado alguno para abrir la tierra ni azada para cavarla, pero subsané esto fabricándome una pala de madera, la que me resultaba difícil manejar, además de que en el trabajo se notaba su imperfección.

Soporté, sin embargo, las dificultades que ello importaba y el escaso éxito obtenido, para muy luego confrontar un segundo inconveniente. Una vez sembrado el trigo, necesité un rastrillo, pero como tampoco lo tenía, me vi obligado a arrastrar por sobre el terreno una enorme rama, con la cual, más que rastrillar, arañaba la tierra.

Cuando las espigas maduraron, hube también de necesitar muchas cosas para segarlas, aventarlas, ahecharlas y guardarlas a fin de defenderlas de los animales. Después me hicieron falta un molino para moler los granos, un cedazo para cerner la harina, levadura para hacerla fermentar, un horno para cocer el pan.

El trabajo que me esperaba era intenso, pero yo no desesperaba por ello, pues, en la forma en que había dividido el tiempo, disponía de una parte del día para esa clase de actividades. Además, como había resuelto no destinar ninguna porción de trigo para elaborar pan, hasta que tuviera una mayor provisión de aquél, me quedaban seis meses para procurarme todos los útiles y artefactos apropiados para sacar el mejor provecho posible de los granos de que disponía.

Como contaba con semilla suficiente para sembrar más de media fanega, me dediqué a preparar una extensión mayor de tierra, eligiendo las mejores y más próximas a mi casa que pude encontrar. Pero como no podía iniciar dicho trabajo sin disponer de un azadón, empecé, pues, por construirlo, habiendo tardado más de una semana hasta verlo terminado.

Crusoe005

Pese a que la herramienta resultó bastante tosca, me valí sólo de ella para sembrar las dos parcelas, las que luego rodeé de un buen seto. Éste lo construí con ramas de la misma especie que las que rodeaban mis dos residencias, pues sabía que pronto crecerían para antes de un año formar un seto vivo. Dicha obra me llevó tres meses ocupado, pues como parte de aquel tiempo correspondía a la estación lluviosa, tuve que quedarme encerrado durante varios días.

Mientras duró mi confinamiento en la caverna, me dediqué a realizar provechosos trabajos que luego detallaré; pero, al mismo tiempo, no dejaba de entretenerme hablándole al loro, hasta que a su vez aprendió a hacerlo, pronunciando su nombre y su apodo, que eran "Lorito monín" , primeras palabras que escuché en la isla por otra voz que no fuese la mía.

Hacía mucho tiempo que deseaba fabricarme algunas vasijas de barro, pues las precisaba mucho, además de que conocía el modo de hacerlas. Y como el calor del sol en aquella región era muy intenso, pensaba que era suficiente descubrir la arcilla apropiada para modelar un cacharro, que luego secado bajo la acción del calor resultara lo bastante consistente como para poder guardar en él determinados productos secos.

Por tal motivo, y ante la perspectiva de tener una abundante provisión de trigo, harina y arroz, que era preciso conservar en debida forma, resolví modelar algunas vasijas, lo más grandes que fuera posible, para que en ellas pudieran caber dichos productos.

El lector seguramente se burlaría de mí si le relatara las muchas y extravagantes maneras de que me valí en mis primeros ensayos de alfarería. Algunas vasijas se cayeron a pedazos porque la arcilla no era lo bastante compacta como para sostener su propio peso; otras se agrietaron por haberlas expuesto demasiado a la violenta acción del sol; y, por último, algunas se rompieron al querer trasladarlas de lugar antes de que estuvieran lo bastante secas.

En esta forma, y después de haberme dado tanto trabajo en preparar la arcilla y modelar los cacharros, sólo conseguí dos vasijas muy toscas y feas, a las que no me atrevería a llamar jarras, y que me costaron cerca de dos meses de empeño.

De todos modos, como dichas vasijas se cocieron muy bien, quedando bastante duras y firmes, las levanté con gran cuidado y las coloqué dentro de dos cestos que para el efecto había construido con ramitas a fin de que no se rompieran. El espacio hueco que quedó entre la vasija y el cesto lo rellené con paja de arroz, asegurándome así que siempre permanecerían secas y que en ellas podría guardar primero el trigo y el arroz y más tarde tal vez la misma harina.

Si bien la fabricación de vasijas grandes no me había dado buen resultado, éste lo conseguí en la de cacharros pequeños, llegando a fabricar una gran variedad de tachos, pucheros, cántaros y fuentes. Pese a que el sol les daba una gran dureza, no conseguía que ninguno de éstos se prestara para el fin que yo me había propuesto, cual era el de conseguir una olla de barro en la que pudiera cocer mis alimentos. Después de algún tiempo, y como yo disponía de un magnífico fuego en el que preparaba mis viandas, encontré en el hogar un pedazo de uno de los cacharros de barro, perfectamente cocido y de un color muy encarnado. Esto me sorprendió y agradó sobremanera, pues inmediatamente pensé en que así como se había cocido dicho pedazo de cacharro, bien se podría cocer estando entero.

Desde ese momento empecé a meditar sobre la manera de arreglármelas para disponer del fuego en que pudiera cocer las ollas, ya que no conocía la clase de hornos que emplean los alfareros para tal fin. De todos modos, coloqué tres grandes cántaros, en los cuales puse tres cacharros, formando una pila, con un montón de cenizas por debajo. Alrededor prendí fuego de leña seca, cuyas llamas envolvieron las vasijas por todas partes, poniéndose al poco tiempo muy rojas y sin ninguna grieta.

Las dejé a dicha temperatura unas cinco o seis horas para luego ir disminuyendo la hoguera hasta que los cacharros empezaron a perder su color rojizo, cuidándome de permanecer a su lado toda la noche para vigilar que el fuego no se apagase bruscamente. Al amanecer me encontré con tres buenos cántaros e igual número de cacharros, perfectamente cocidos, y uno de los cuales estaba barnizado por la fundición de la grava que le había mezclado a la arcilla.

De más está decir que después de dicha prueba nunca me faltaron vasijas de barro. La alegría que sentí al verme dueño de cacharros que resistirían la acción del fuego fue inmensa, y apenas tuve paciencia para esperar a que éstos se enfriaran antes de usarlos. En uno de ellos puse un trozo de cabrito que me produjo una sopa excelente, pese a que me faltaban muchos ingredientes para que saliera todo lo buena que yo hubiera deseado.

Después de los cacharros, la cosa que mayormente deseaba tener era una piedra adecuada para moler el trigo, pues siendo el molino una máquina demasiado complicada, ni siquiera intenté construirla. Durante largos días anduve buscando una piedra lo bastante grande y de diámetro suficiente como para poder ahuecarla y convertirla en mortero.

No pude sí conseguirla en toda la isla, pues las piedras que encontraba eran poco compactas y no hubieran podido resistir los golpes dados con una mano de mortero pesada, sin que el trigo se mezclara con la grava. En esta forma, y después de perder mucho tiempo en buscar una piedra adecuada, desistí de ello, resolviendo más bien construirme un mortero de madera. Para esto elegí un tronco grueso de madera muy resistente, lo redondeé con el hacha y luego lo ahuequé aplicándole fuego, siguiendo el sistema que emplean los salvajes en la fabricación de sus piraguas. Después labré una pesada mano de mortero de una madera muy dura que llaman palo de hierro.

Vencida dicha dificultad, luego se me presentó la de fabricar un cedazo para cerner la harina, sin lo cual era imposible llegar a obtener pan. La cosa era difícil porque me faltaba un buen cañamazo o alguna otra tela poco tupida por la que pudiera pasar la harina. Después de mucho pensar, recordé que entre las ropas de los marineros había algunas corbatas de algodón, las que aproveché para construir tres pequeños cedazos, bastante aptos para el uso a que los había destinado.

Llegó finalmente la tarea concreta de la elaboración del pan, relativa a preparar la masa y luego a cocerla en un horno. Desde luego que desistí de procurarme levadura o algo semejante, pues no tenía la menor idea de cómo prepararla.

Con respecto al horno, después de mucho pensar, ideé un invento que consistía en lo siguiente: hice algunos recipientes de barro de más o menos dos pies de diámetro por unas nueve pulgadas de profundidad, los que cocí perfectamente. Una vez que los tuve listos, hice fuego en mi horno, el que estaba revestido con ladrillos, esperando que la leña se convirtiera en carbón y calentara perfectamente a aquél. Luego retiraba los carbones y cenizas con gran cuidado, limpiando el horno y colocando en él la masa, para después cubrirla con dichos recipientes a cuyo alrededor acumulaba los carbones y cenizas para concentrar así todo el calor. En esta forma cocía los panes como en el mejor horno, elaborando también bollos de arroz y pastelillos que cocía de igual manera.

Como la cantidad de los granos aumentaba, tuve necesidad de agrandar la troje para almacenarlos, pues la semilla me había producido tanto en la última cosecha, que ascendió a veinte celemines de trigo y casi otro tanto de arroz. En esta forma pude comer pan a discreción y sin temor de que el trigo se me agotara.

Calculando mi consumo anual, aprecié éste en cuarenta celemines de trigo, y así resolví sembrar cada año la misma cantidad, a fin de que no me faltara y tampoco tuviera excedentes.

Materias