Róbinson Crusoe

Capítulo V

Un "diario" humano y otro divino

El veintisiete de diciembre maté un cabrito, hiriendo a otro, al que después de atrapar lo llevé a mi cabaña. Le vendé la pata y lo cuidé tan bien, que pronto estuvo sano, pudiendo correr como antes. Se acostumbró tanto a estar conmigo que se paseaba por el cercado y pacía sin intentar escaparse. Esto hizo nacer en mí la idea de criar animales y domesticarlos, a fin de procurarme alimento seguro cuando las municiones se me hubiesen agotado.

El primero de enero de 1660 hizo mucho calor, pero salí con la escopeta por la mañana y al atardecer. En la segunda salida, habiéndome internado en los valles que se extienden hacia el centro de la isla, encontré grandes rebaños de cabras, pero tan salvajes y hurañas que me resultó muy difícil acercarme a ellas.

Dos días después, o sea el tres, empecé a construir mis murallas, cuidando de que la obra fuera muy sólida, pues siempre temía ser atacado. Como ya he descrito dicha muralla, omito lo que al respecto dice el Diario . Tan sólo indicaré que su construcción me llevó desde el tres de enero hasta el catorce de abril, meses éstos en que me vi contrariado por las lluvias. Pese a ello, salía a diario a los bosques en busca de mi acostumbrada caza, salvo cuando la lluvia me lo impedía.

Un día de aquellos, mientras registraba entre los muebles, encontré un saco que contenía granos para alimentar las aves del barco. Como el trigo que quedaba no valía nada por estar roído por las ratas, fui a sacudirlo junto a la empalizada a fin de ocuparlo en algún menester. Esto pasó antes del período de lluvias de que acabo de hablar, y un mes después yo no recordaba nada de lo que había echado en aquel paraje. Grande, pues, fue mi sorpresa cuando una mañana vi que asomaban en la superficie de la tierra unos pequeños tallos, los que primero tomé por plantas silvestres. Mi admiración llegó a su colmo al ver que al cabo de algún tiempo aparecían diez o doce espigas de trigo maduro, tan bueno como el que crece en Europa y aun en la misma Inglaterra.

Es fácil imaginar que en la estación propicia recogí dicho trigo para volverlo luego a sembrar. Pero el grano de dicha primera cosecha se perdió casi todo por haberlo sembrado en la estación seca. Tuve que esperar cuatro años para poderme servir de él, y aun así lo usé con prudencia, como explicaré más adelante.

Además del trigo coseché también unas treinta espigas de arroz, las que conservé y empleé en igual forma, con la diferencia de que este último me pudo servir tanto para hacer pan como para guisar.

El catorce de abril, como ya llevo dicho, concluí de edificar la muralla, y el dieciséis terminé la escala con la que cruzaba la empalizada a falta de puerta de acceso. En esta forma nadie podía penetrar en el recinto a no ser pasando por encima de dicha empalizada.

Al siguiente día de haber concluido tales obras, poco faltó para que las viera desplomarse y haber quedado yo mismo sepultado bajo ellas. La cosa sucedió cuando me encontraba detrás de mi choza y empezó a derrumbarse la tierra desde lo alto de la bóveda y de la piedra que quedaba sobre mi cabeza. Esto me hizo sobresaltar, pues además los pilares que había plantado en la caverna crujieron horriblemente.

El terror me hizo pasar por encima de la muralla y seguir corriendo a fin de escapar de los fragmentos de roca que a cada momento esperaba se desplomaran sobre mí. En realidad lo que estaba ocurriendo era nada menos que un horrible terremoto. Tres veces se sacudió con violencia la tierra bajo mis pies, con intervalos de ocho minutos aproximadamente. Una gran mole de piedra se desplomó a media milla del lugar donde yo estaba, provocando su caída un ruido tan espantoso como el del trueno. El mar parecía sacudirse aún con mayor violencia que la isla.

Las sacudidas de la tierra me provocaron náuseas, tal como si me encontrase en un barco agitado por una fuerte tempestad. Pero el estrépito producido por el desprendimiento de la montaña me arrancó de mi estupor para llenarme de pánico y espanto. Creí ver desprenderse peñascos que sepultarían mi cabaña y con ella todas mis riquezas. Sin embargo, durante todo ese tiempo no afloró a mi espíritu ningún sentimiento religioso. Sólo de cuando en cuando balbuceaba de labios afuera estas palabras: "Señor, apiádate de mí". Y aun aquella sombra de religión duró apenas los momentos de mayor peligro, para luego desaparecer.

Como después de dichas tres sacudidas no se repitió ninguna otra, empecé a recobrar el ánimo, mientras el tiempo se volvía tempestuoso y el cielo se cargaba de nubes. Luego se desencadenó un viento violento que arrancó los árboles, mientras que el mar se llenó de espumas y la playa fue invadida por las aguas.

El huracán duró cerca de tres horas, para luego ir disminuyendo, mientras caía una copiosa lluvia. Esto me convenció de que el terremoto había terminado, regresando a mi morada para refugiarme dentro de la caverna, pues temía que la choza pudiera ser destruida por la violencia de la lluvia. Luego me vi obligado a construir, a través de la empalizada, una especie de canal para desaguar el recinto y por temor de que la caverna se inundara. Una vez que me sentí seguro bebí un largo trago de ron, pues mi ánimo harto lo necesitaba.

Como siguió lloviendo toda la noche y parte del día siguiente, me vi obligado a permanecer dentro de la caverna, aunque ya con el espíritu mucho más sosegado. Pensando en que la isla estaba sujeta a terremotos, empecé a planear la necesidad de construirme otra vivienda en un lugar descubierto, donde en igual forma me amurallaría tras una fuerte empalizada para ponerme al resguardo de las fieras y los hombres.

El veintidós de abril, desde temprano, me puse a pensar en la mejor manera de ejecutar mi proyecto, aunque carecía de buenas herramientas. Pese a que tenía tres azuelas y muchas hachas, éstas estaban con el filo mellado, debido a haberlas empleado en cortar maderas sumamente duras. Entonces me dediqué a la tarea de fabricarme una máquina afiladora, ya que poseía una piedra de afilar que había sacado del barco. Como nunca había observado con detención una máquina de éstas, me vi en serias dificultades para imaginármela. Pero, después de muchos tanteos, y valiéndome de una rueda y un cordón, logré construirla de modo que podía manejarla con el pie quedándome ambas manos libres.

Los días veintiocho y veintinueve de abril los dediqué a afilar las herramientas, pues la máquina que había inventado funcionaba admirablemente.

Día primero de mayo. Al mirar temprano al mar, divisé un objeto algo grande en la costa, semejante a un tonel. Aproximándome pude observar que el huracán había arrojado a tierra un barril pequeño, así como algunos restos del buque. Este último sobresalía del agua mucho más que antes. El barril contenía pólvora, pero estaba tan mojada que parecia piedra. De todos modos lo hice rodar hacia la arena para alejarlo del agua, acercándome luego al barco lo más que pude a fin de examinar el casco.

La posición del buque había variado de un modo extraño, pues el castillo de proa, que antes estaba enterrado, ahora se elevaba seis pies, mientras que la popa se había destrozado y separado del resto por la tormenta. Pronto comprendí que tal cambio había sido provocado por el terremoto, el que abrió el buque mucho más de lo que estaba antes, arrojando a tierra una gran cantidad de objetos.

Desde aquel momento se encaminó todo mi pensamiento a idear los medios para penetrar en el barco, cosa nada fácil, porque la arena lo había cubierto hasta los bordes. Pese a ello, resolví hacer pedazos todo cuanto pudiera de los restos de la embarcación, seguro de que cuanto obtuviera siempre me sería de alguna utilidad.

A partir del tres de mayo, empecé a trabajar con el mayor empeño en el barco destruido, valiéndome de la sierra, dos hachas y una palanca de hierro. Dicho trabajo me mantuvo ocupado hasta el quince de junio, habiendo logrado reunir tablas y hierro en cantidad suficiente para construir una lancha si hubiera sido capaz de hacerla. Todas las demás cosas que logré sacar del barco, como ser un barril lleno de carne de cerdo, se encontraban estropeadas por la acción del agua y la arena.

El dieciséis de junio bajé a la playa y encontré una gran tortuga, la primera que había visto en la isla; sin embargo, ello se debió más a mi mala suerte que a la escasez de dichas especies, pues me hubiera bastado con ir al otro lado de la isla para encontrarlas por centenas todos los días.

El diecisiete de junio lo destiné íntegramente a preparar la tortuga, dentro de la cual encontré una gran cantidad de huevos. Su carne me pareció el más sabroso y delicado manjar que jamás haya probado, pues desde mi llegada a aquel remoto lugar me había visto reducido a la de ave y de cabra.

El dieciocho permanecí sin salir, pues llovió todo el día. La lluvia me parecía fría y yo también sentía frío, cosa frecuente en aquella latitud.

Desde el diecinueve hasta el veintiuno estuve enfermo, sin poder descansar ni dormir de noche, pues me acometió una fiebre intensa acompañada de un fuerte dolor de cabeza. El tercer día me desesperé tanto al verme enfermo y abandonado de todo auxilio humano, que empecé a rezar a Dios, aunque no sabía lo que decía, ya que mis ideas estaban muy confusas.

El veintidós mejoré bastante, aunque los temores provocados por la enfermedad me trastornaban. Durante los días subsiguientes, la enfermedad me acometió en forma intermitente, mejorando un día para empeorar el otro. Así permanecí hasta el veintisiete, que fue el día en que la fiebre me acometió más violentamente. La sed me devoraba, pero no podía levantarme para ir por agua puesto que la debilidad era extrema. De nuevo recurrí a Dios, y estuve repitiendo durante dos o tres horas estas palabras:

—¡Señor, apiádate de mí! ¡Ten piedad, Señor!

Finalmente desapareció la fiebre y me dormí hasta bien entrada la noche. Cuando desperté me sentí mejorado, aunque la sed continuaba. Como no tenía agua en mi cabaña, hube de resolverme a permanecer acostado hasta la mañana siguiente. Muy luego volví a dormirme y entonces tuve un horrible sueño, que ahora voy a relatar.

Me imaginé sentado en el suelo, más o menos en el mismo lugar donde me hallaba cuando se produjo el huracán que siguió al terremoto, y que de una nube negra y densa descendía a tierra un hombre envuelto en un torbellino de fuego. Brillaba en tal forma toda su persona, que mis ojos no podían tolerar su vista sin encandilarse. Su semblante me aterrorizó en una forma espantosa. Cuando puso los pies en tierra, ésta se estremeció, mientras que el aire se enardecía como una hoguera. Inmediatamente se acercó a mí para matarme, armado con una inmensa lanza, profiriendo con voz terrible estas palabras: "Por no haberte arrepentido al ver tantas señales, morirás". Dicho lo cual se abalanzó para herirme, alzando su temible lanza...

Las angustias en que quedé sumido después de semejante visión son indescriptibles. Lo peor de todo es que luego de haber despertado y pese a las luces de la mañana y de la razón, continuaba mi alma obsesionada con tan impresionante recuerdo.

Ni siquiera podía apelar a la religión, pues la verdad es que apenas conservaba algún conocimiento de ella. Las enseñanzas de mi padre y la buena educación que me había dado habíanse borrado a lo largo de ocho años de convivir entre marineros rudos y embrutecidos. Poseía la dureza propia de éstos y no conservaba ningún sentimiento de temor hacia Dios en los momentos de peligro ni de gratitud cuando me había salvado de ellos.

Pero ahora que me había visto gravemente enfermo y que la imagen de la muerte se me presentaba en forma dramática, mi conciencia adormecida por tan largo tiempo pareció sacudirse y despertar. Me arrepentí sinceramente de mi vida pasada, desesperándome al ver que tenía que luchar contra desgracias muy superiores a mis débiles fuerzas, sin tener consuelo ni socorro divinos. Entonces exclamé angustiado:

—¡Dios mío, amparadme, que soy tan desgraciado!

El veintiocho de junio me levanté ya más aliviado, pues había dormido bien y la fiebre había desaparecido. Pensando sí que el acceso podría repetirse en la noche, coloqué junto a mi cama una gran botella con agua, a la que añadí un poco de ron. Asé un trozo de carne de cabrito para comer, pero apenas pude probar bocado. Salí luego a dar un corto paseo, y por la noche sólo me serví tres huevos de tortuga pasados por agua.

Me disponía a acostarme, pero sentía gran desasosiego y preferí quedarme sentado en la silla. Estaba pensando, no sin inquietud, en que la fiebre podría repetirse, cuando de pronto recordé que los brasileños no tomaban otra clase de remedio que tabaco para toda clase de enfermedades. Y sabiendo que en una de las arcas conservaba un rollo de hojas, casi todas maduras, me dirigí a buscarlas

Como guiado por el Cielo me encaminé hacia el arca que contenía la curación de mi cuerpo y de mi espíritu. En ella encontré en primer lugar el tabaco, tomando luego una de las Biblias que había salvado del barco y que hasta entonces no había abierto una sola vez.

Como no conocía la forma de emplear el tabaco, lo probé de diversas maneras a fin de lograr buen resultado. Primero me puse un pedazo de hoja en la boca y la mastiqué, pero como era demasiado fuerte y no estaba acostumbrado a su uso, me aturdió muchísimo. Después empapé algunas hojas en ron para dejarlo macerar durante dos horas y beber una dosis al tiempo de acostarme. Finalmente tosté las hojas entre brasas, absorbiendo el humo todo el tiempo que pude y hasta que estuve a punto de asfixiarme.

Mientras se maceraban las hojas, abrí la Biblia y empece a leer. Pero las exhalaciones del tabaco me habían embotado la mente y no pude hacerlo. De todos modos, al fijar la mirada en el libro abierto me encontré con las siguientes palabras:

"Invócame el día de tu aflicción y yo te libertaré y tú me glorificarás."

Dichas palabras me impresionaron enormemente, tal vez por acomodarse al estado espiritual en que me encontraba, motivo por el que después, y con bastante frecuencia, las hice tema de mis meditaciones.

Como precaución dejé encendida la lamparilla y fui a acostarme, no sin antes haberme arrodillado e implorado a Dios para que cumpliera su promesa de libertarme si le invocaba el día de mi aflicción. Después de terminado el rezo, imperfecto si se quiere, bebí la poción que había preparado, aunque era tan fuerte que me costó mucho poder ingerirla. La pócima se me subió a la cabeza, y como las inhalaciones que antes había hecho con el humo me habían producido gran pesadez, me dormí tan profundamente que cuando desperté eran alrededor de las tres de la tarde. Algo más: hasta ahora no he podido saber si sólo dormí ese tiempo, o si recién desperté al día subsiguiente, pues de otro modo no comprendo cómo pudo faltarme un día en mi calendario, cosa que comprobé algunos años más tarde.

Cuando desperté al día siguiente, presumiblemente el veintinueve de junio, me encontré muy aliviado, sintiéndome animoso y alegre. Al levantarme, tenía más fuerzas que antes de haberme acostado y me volvió el apetito. La fiebre había desaparecido por completo y la mejoría era franca.

El treinta de junio salí de caza, pero sin alejarme mucho. Con mi escopeta maté dos aves marinas, muy semejantes a los patos silvestres, y las llevé a mi tienda. Sin embargo, no intenté comerlas, contentándome con algunos huevos de tortuga, que eran muy sanos. Antes de acostarme repetí la medicina, que suponía yo me había curado, aunque lo hice con moderación: no mastiqué el tabaco ni inhalé el humo. Al siguiente día no me encontraba, sin embargo, tan bien como esperaba y tuve algunos escalofríos.

El dos de julio volví a tomar la medicina de las tres maneras. Tal como me había sucedido la primera vez, se me subió a la cabeza y dormí muchas horas.

El día tres desapareció la fiebre de manera definitiva, aunque tardé varias semanas en recuperar totalmente las fuerzas.

Entretanto meditaba seriamente sobre el sentido de estas palabras: "Yo te libertaré", reflexiones que penetraban en mi corazón. Puesto de rodillas, di gracias a Dios por mi mejoría.

El cuatro de julio por la mañana tomé la Biblia y empece a leer el Nuevo Testamento. Mañana y noche me dedicaba a ello, sin señalar cierto número de pasajes, sino de acuerdo con el estado de ánimo en que me encontraba. A poco de haberme acostumbrado a dichos ejercicios espirituales, sentí en mi corazón un profundo pesar por mis pasados pecados, volviendo la impresión del horrible sueño que me traía a la memoria las conmovedoras palabras: "Al ver tantas señales, no te has arrepentido".

Un día pedía yo a Dios ese arrepentimiento, cuando, por un acto de su providencia, hizo que al abrir las Sagradas Escrituras diera con este pasaje: "Él es príncipe y salvador, y ha sido creado para dar arrepentimiento y remisión." No bien hube terminado la lectura del versículo, alcé los brazos al cielo en un transporte de alegría infinita, para exclamar con el corazón:

—Jesús, hijo de David, tú que fuiste creado para dar el arrepentimiento, dádmelo a mí.

Desde aquel día el pasaje "Invócame y yo te libertaré" se llenó de un sentido que antes no lo tuvo para mí. Porque cuando pensaba en la liberación, ya no lo hacía apuntando a una liberación física, vale decir a la liberación del cautiverio que significaba la isla, por amplia que fuese, sino que aprendí a interpretar su sentido bajo una nueva luz. Repasando con espanto mi vida pecaminosa, pedí a Dios que liberara mi alma del enorme peso bajo el cual agonizaba. Respecto a mi vida solitaria, ya no me preocupó en lo más mínimo. Ni siquiera pedí a Dios que me arrancara de ella. El mal de mis pecados era el único que me atormentaba, haciéndome padecer.

Pese a que mi situación continuaba siendo la misma de antes, materialmente hablando, sin embargo, se había enriquecido una enormidad, tornándose más soportable y grata. Las regulares lecturas de la Biblia y el acostumbramiento a los rezos me aproximaban a Dios. Todo esto hizo nacer en mi espíritu esperanzas y consuelos que hasta entonces me eran desconocidos. Y como de otro lado volvían a mí la salud y las fuerzas que había perdido, pude de nuevo ordenar mi manera de vivir en forma completamente satisfactoria.

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