El último mohicano

Capítulo X

LA LIBERACIÓN DE UNA NIÑA Y DEL MOHICANO

El jefe hurón se acercó a su hija moribunda e hizo una señal para que las mujeres se retiraran. Señalando a la enferma le dijo a Duncan:

—Ahora mi hermano puede mostrar su poder.

Heyward se dispuso a imitar a los charlatanes indios para encubrir su ignorancia, pero lo interrumpió el oso con un feroz gruñido.

—Los astutos espíritus están celosos —dijo el hurón—. Me voy. hermano, esta enferma es la mujer de uno de mis jóvenes más valerosos. Trátala bien.

Se fue, dejando a Duncan solo con la mujer moribunda y el oso, que parecía estar enfurecido. Cuando el hurón salió, el oso se adelantó con lentitud hacia el falso médico, se levantó sobre sus patas traseras y quedó en la misma posición en que podría estar un hombre. Heyward trató de huir. Pero el oso se llevó las manos a la cabeza y una máscara que la cubría cayó a sus pies, y en su lugar apareció el cazador.

—¡Silencio! —dijo el guía—. Los hurones no están lejos. Cuando me separé de usted, llevé al comandante y a Chingachgook a una antigua choza de castores. Después Uncás y yo avanzamos hacia el otro campamento, como estaba convenido. ¿Has visto al muchacho?

— Uncás está prisionero y está condenado a morir.

—Sospeché que ése sería su destino —replicó el cazador—. Y por eso me encuentro aquí. Marchábamos hacia el campo cuando encontramos una banda de salvajes. Uncás se puso a perseguir a un hurón que huía y cayó en una emboscada. Perseguí a los hurones. Tuve dos escaramuzas con ellos. La fortuna me llevó al lugar donde un brujo se estaba vistiendo con este disfraz. Un buen golpe en la cabeza lo dejó fuera de combate y me transformé en oso. Pero dígame, ¿dónde está la linda niña? ¿No oyó lo que le dijo el cantor? Ella está aquí. Voy a mirar por encima del tabique.

El oso se encaramó rápidamente y cuando llegó a lo alto hizo un gesto, imponiendo silencio, y se deslizó al suelo.

—¡Está aquí! —murmuró—. Pasando por esa puerta podrá verla. Si desea sacarse un poco de pintura de su cara, ahí hay un poco de agua, y cuando vuelva, yo lo pintaré nuevamente.

Preparado para la entrevista con su amada, se despidió de su compañero y desapareció por el tabique indicado. Duncan se dejó guiar por un resplandor que lo llevó al compartimento destinado exclusivamente para la hija del comandante del William Henry.

—¡Duncan! —exclamó la joven, asustada.

—¡Alicia! —dijo Heyward y, saltando por encima de unas cajas de armas, se encontró junto a su amada.

Duncan la tranquilizó, y le refirió todos los principales acontecimientos. Lo interrumpió un leve golpe en un hombro. Al volverse se encontró con el magua. El mayor estaba desarmado. El indio los miró amenazante. En ese momento apareció el oso, y se acercó al magua.

— ¡Tonto! —exclamó el hurón, refiriéndose al oso—. Vete a jugar con los niños.

Y avanzó unos pasos. Pero el oso, es decir, Ojo de Halcón , extendió los brazos y rodeó con ellos el cuerpo del indio y lo apretó fuertemente. Heyward soltó a Alicia, tomó una correa y se apresuró a atar los brazos de su enemigo. En un instante el magua tuvo fuertemente atados los brazos.

—Saldremos por otra puerta —dijo el cazador—. Tome esos trapos indios y envuelva a la niña con ellos. Ocúltela bien, sobre todo sus pies. Tómela en brazos y sigame.

Duncan obedeció al cazador y salieron. Al hacerlo se encontraron con el jefe hurón. El mayor le dijo que se llevaba a la enferma al bosque para que el mal quedara encerrado en las rocas y para evitar que volviera a atacarla.

Alicia sintió que revivía al aire libre. Cuando estuvieron a considerable distancia de los hurones, el cazador les dijo:

—Este sendero los llevará al arroyo, sigan su curso hasta que lleguen a una catarata; allí, en la cima de la colina de la derecha, encontrarán las fogatas de otra tribu. Pidan protección allí. Si son auténticos delawares, los ayudarán. Huir más lejos con esa niña es imposible.

—¿Y usted? —preguntó Heyward, sorprendido—. Supongo que no vamos a separarnos aquí.

—Deseo salvar la vida del último de los mohicanos, que es el orgullo de los delawares.

El cazador tomó el camino que conducía al poblado de los hurones. Alicia y Heyward, felices pero inquietos por la suerte de su amigo y de Uncás, se encaminaron hacia la lejana aldea de los delawares.

Ojo de Halcón, en tanto, siempre cubierto por su disfraz de oso, retornó al poblado. Al acercarse a las chozas, el paso del cazador se hizo más cauteloso y redobló las precauciones. Imitando siempre al oso, se arrastró hasta una pequeña abertura desde donde podía ver el interior de la choza. Era la habitación de David Gamut. El cazador se decidió a entrar en silencio y se sentó en tierra frente al músico. David se puso en pie y sacó una flauta.

—¡Oscuro y misterioso monstruo! —dijo—, no sé lo que te propones, pero escucha y arrepiéntete.

El oso se sacudió y con una voz muy conocida replicó graciosamente:

—Guarde ese instrumento de soplar. Soy un hombre como usted —y se despojó de su cabeza de oso para tranquilizar al cantor—. La joven y el mayor se encuentran libres de los hurones. Pero, ¿sabe usted dónde tienen a Uncás?

—Está en cautiverio, y me temo que su muerte ya esté decretada. Creo que podré llevarlo adonde se encuentra.

La cabaña que ocupaba Uncás estaba situada en el centro de la aldea y era muy difícil acercarse a ella sin ser visto. Pero el cazador contaba con su disfraz, y cuando vieron que David se acercaba con el oso, supusieron que éste sería uno de los brujos y los dejaron pasar sin dificultad. El cazador le había pedido que hablara con los hurones, ya que él no lo podía hacer.

—Retírense un poco. El hechicero teme que su soplo llegue hasta sus hermanos.

Los hurones, temerosos, se alejaron, pero sin perder de vista la entrada de la choza. Uncás estaba sentado en un rincón, apoyado en un muro y con las manos y los pies amarrados. El cazador se acercó al indio y silbó como una serpiente. Uncás al verlo exclamó en voz muy baja:

—¡Ojo de Halcón!

—Corte sus ataduras —dijo el oso a David, que en ese momento se acercaba a ellos.

El músico obedeció. Ojo de Halcón se quitó la cabeza de oso, desató las correas con que sujetaba la piel, e hizo que Uncás se pusiera el disfraz. Luego le pasó un cuchillo de larga y brillante hoja.

—Ahora, amigo David —dijo el cazador—, un cambio de ropas nos convendrá mucho. Tome mi blusa de cazadory mi gorra, y déme su manta y su sombrero. También los anteojos y la flauta.

Cuando se hizo el cambio, el cazador podría ser confundido fácilmente con David en la oscuridad.

—El principal peligro lo tendrá usted cuando ellos descubran que han sido engañados —repuso el cazador. Permanezca en la oscuridad, en el fondo de la choza, y hágase pasar por Uncás hasta que los hurones lo descubran. Y guarde silencio mientras pueda.

—Yo soy humilde —dijo David— y pacífico. No me gusta la venganza. Así es que, si yo muero, no busquen a mis asesinos.

El cazador estrechó la mano del músico y salió de la choza en compañía del falso oso.

Al salir, uno de los hurones se acercó al oso. Pero éste gruñó de tal manera que el indio retrocedió, tratando de cerciorarse de que el animal no era un oso verdadero sino el hechicero cubierto con una piel de dicho animal. En ese instante, Ojo de Halcón interrumpió con una canción. Cuando se encontraban a cierta distancia de la aldea, oyeron un grito hacia el lugar en que habían dejado a David. El mohicano se sobresaltó y se detuvo para sacarse su disfraz. Ojo de Halcón le pasó uno de los rifles que había ocultado entre un matorral.

—¡Qué estos demonios nos sigan la pista! —dijo cl cazador—. Dos, por lo menos, pagarán con su vida el haber encontrado nuestras huellas.

Uncás y el cazador, se lanzaron hacia el interior de la tenebrosa selva, desapareciendo en ella.

Atrás, en tanto, la impaciencia de los salvajes que se paseaban en torno de la cárcel de Uncás fue más poderosa que el miedo que les inspiraba el soplo del hechicero.

Al principio los hurones creyeron que el delaware había sido deformado por las artes del hechicero. Pero David levantó casualmente la cabeza, y reconocieron su error. Entraron atropelladamente en la choza y sacudieron al cantor sin miramientos y lanzaron el primer grito que atrajo la atención de los fugitivos.

David creyó llegada su última hora. Entonando un ferviente y sonoro himno, trató de suavizar su paso al otro mundo. Los indios se acordaron a tiempo de que se trataba de un demente y salieron para dar la alarma a todo el campamento. Pronto se reunieron cien hombres. Al advertir la ausencia del magua, lo buscaron y lo encontraron amordazado y maniatado.

Una vez liberado, el magua se levantó furioso. Rápidamente les informó de lo ocurrido y ordenó que salieran a buscar a los fugitivos.

En vez de tomar la senda que llevaba directamente al campamento de los delawares, el magua condujo a su pequeña tropa por el borde del lago de los castores.

El día clareaba, Zorro Sutil al pasar por el lago creyó observar un castor de cabeza muy grande y que antes no había visto por aquel sector. El castor se retiró rápidamente. El magua reanudó la marcha y, mientras los indios continuaban su camino, volvió a asomarse el mismo castor. Si algún hurón lo hubiera podido ver, habría notado que el animal vigilaba los movimientos de los indios con el interés de un ser humano. Pero cuando la columna penetró en la selva, el castor salió de su choza de palos, y despojándose de la oscura piel se mostró tal cual era: el grave y digno Chingachgook.

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