El último mohicano

Capítulo IX

LAS CAUTIVAS ESTÁN CERCA

No es costumbre india tener guardia de hombres armados en torno a sus campamentos. Por eso se encontraron entre la turba de niños jugando. Cuando éstos los vieron, desaparecieron inmediatamente. Pero al observar Duncan con más detención, a pesar de la penumbra, distinguió numerosos ojos vivaces y brillantes que los espiaban. Una docena de guerreros habían aparecido a la puerta de sus chozas.

David, que estaba algo familiarizado con semejantes escenas, entró tranquilamente en la choza principal sin vacilación alguna. Era la choza más espaciosa. A Duncan le era difícil aparentar indiferencia al pasar entre los salvajes reunidos delante de la puerta; pero imitó a su compañero, entró y tomó asiento, guardando silencio como David.

Una antorcha ardía en la habitación y reflejaba su luz sobre los rostros de los indios. Al fin un indio cuyos cabellos comenzaban a encanecer se levantó y habló en la lengua de los hurones; su discurso fue inentendible para Duncan, aunque por sus gestos parecía expresar cortesía más que irritación. Luego lo interrogó en francés, al típico estilo del que se habla en el Canadá:

—¿Los hombres sabios del Canadá se pintan la piel? Hemos oído decir que se enorgullecen de tener las caras pálidas.

—Cuando un jefe indio visita a sus padres blancos, se quita la túnica de búfalo para ponerse la camisa que le es ofrecida. Mis hermanos me dieron pintura y yo la uso —repuso Duncan.

Un murmullo de aprobación recibió este cumplido hecho a la tribu. El jefe de más edad hizo un gesto amistoso que fue repetido por casi todos sus compañeros. Duncan respiró profundamente.

Otro guerrero se levantó y se ponía en actitud de orador, cuando salió del bosque un ruido espantoso, que fue seguido por un grito agudo y penetrante.

Duncan se puso en pie, asustado.

Todos los guerreros salieron en masa; el oficial los siguió y se encontró con los indios y sus familias dando gritos de alegría. Del bosque salía una larga fila de guerreros. El que iba delante llevaba un palo, y de éste pendían varias cabelleras.

Un grupo de guerreros regresaba de una expedición. Los guerreros sacaron sus cuchillos y se colocaron en dos filas, una enfrente de otra. Las mujeres se apoderaron de hachas, palos, o lo que tuvieran a mano, para tomar parte en la diversión que se preparaba. Ni los niños querían privarse de ella.

A pocos pasos de la choza, había dos hombres. Uno de ellos tenía el aspecto fiero, el cuerpo derecho, y parecía dispuesto a sufrir su suerte con el valor de un héroe. El otro tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, como abrumado por la vergüenza y parecía estar paralizado de terror. Iban a obligarlos a correr entre las dos filas de guerreros furiosos. Resonó, entonces, un grito que era la señal para iniciar la carrera.

Uno de los prisioneros quedó inmóvil y el otro partió en seguida con la ligereza de un ciervo. Apenas entró entre las filas saltó por encima de la cabeza de dos niños y se alejó de los hurones. Las filas se rompieron y todos corrieron tras él.

El prisionero saltó sobre una hoguera y no tardó en llegar al otro lado del bosque, donde otros hurones lo esperaban. Entonces corrió al lado más oscuro. Duncan alcanzaba a distinguir su cuerpo de gran agilidad que daba saltos increíbles.

Luego el mayor lo buscó con la vista y de improviso lo vio junto a la puerta de la cabaña principal. En ese instante el prisionero había pasado un brazo alrededor del poste salvador que lo protegía; estaba muy fatigado y casi no podía respirar. Una costumbre inmemorial y sagrada protegía entonces su persona por el hecho de tomar ese poste, hasta que el consejo deliberase sobre su suerte. Silencioso, no manifestaba ni temor ni cólera, lo que molestaba a las mujeres. Una india se puso frente a él y comenzó a insultarlo.

—¡Oye, delaware! —le dijo burlona—. Tu nación es una raza de mujeres. Sus madres son mujeres de ciervos.

El prisionero se mostraba superior a toda esta mofa, lo que molestó aún más a la vieja india. En ese punto el muchacho volvió el rostro y Duncan lo reconoció: era Uncás, el joven mohicano. Heyward desvió inmediatamente la mirada.

Un guerrero se abrió paso entre la turba enfurecida; con un gesto apartó a las mujeres y a los niños, asió un brazo de Uncás y lo condujo hacia la entrada de la sala del consejo, adonde lo siguieron los guerreros más importantes. Heyward se mezcló entre ellos. Los hurones ocuparon sus puestos según sus rangos.

Uncás permanecía sereno, altivo y silencioso. No ocurría lo mismo con el otro prisionero. Él mismo había entrado en la choza, sin que nadie lo obligara a hacerlo. Heyward, miró de frente al cautivo pero no lo conocía, era un guerrero hurón.

El jefe del cabello cano dirigió la palabra a Uncás:

—Aunque perteneces a un pueblo de mujeres, has demostrado que eres hombre. Con gusto te daría algo de comer. Pero el que come con un hurón debe ser su amigo. Descansa hasta el sol de mañana y entonces oirás las palabras del consejo. Dos de mis jóvenes andan persiguiendo a tu compañero.

—Los hurones parecen sordos —exclamó con desdén Uncás—. He oído dos veces el tiro de un arma que conozco. Sus jóvenes no regresarán nunca.

Una pausa breve siguió a continuación.

—¿Cómo se encuentra aquí un guerrero hábil y valiente? —preguntó el jefe.

—Porque siguió pasos de un cobarde que huía, y cayó en una trampa—. Y señaló con el dedo al hurón solitario.

Todos se volvieron hacia el individuo señalado. El anciano jefe se levantó, pasó junto a Uncás y se quedó en pie delante del hurón. Duncan lo miró, pero apartó los ojos con horror al ver que su cuerpo se retorcía por el miedo.

—Junco doblado— le dijo al joven hurón—. El Gran Espíritu te ha dado un buen físico, pero más te hubiera valido no haber nacido. Hablas mucho en la aldea, pero callas en la batalla. Tres veces te hemos llamado a combate y no has contestado. Tu nombre jamás volverá a ser pronunciado en tu tribu, será olvidado.

El joven levantó la cabeza, con vergüenza, horror y orgullo. Se puso de pie, se descubrió el pecho y miró sin temblar el cuchillo que levantaba el jefe inexorablemente. El cuchillo se clavó con lentitud en su corazón, hasta que cayó a los pies de Uncás. La india lanzó un grito y apagó la antorcha que iluminaba la choza y los guerreros se precipitaron fuera.

Duncan y la víctima del sacrificio parecieron quedar solos en la choza.

Pero un instante bastó a Duncan para darse cuenta de que no era así. Una mano se apoyó sobre su brazo, mientras Uncás murmuraba a su oído:

—Los hurones son unos perros. Cabeza Gris y Chingachgook están a salvo, y el rifle de Ojo de Halcón no duerme. Vete.

Heyward se alejó y se mezcló con la multitud. Un grupo de hurones llevó el cadáver del indio al bosque. Duncan anduvo vagando entre las chozas. Trataba de descubrir algún indicio del paradero de Alicia.

Interrumpió la infructuosa pesquisa y volvió a la sala del consejo en busca de David, que era quien podía disipar sus dudas. Tomó asiento y observó que Uncás aún estaba allí, pero no David. Al joven mohicano le habían quitado las ataduras, pero era celosamente vigilado. Su inmovilidad le daba la apariencia de una hermosa estatua más que de un ser animado.

A pesar de que Duncan se había propuesto guardar cauteloso silencio, los indios no le permitieron permanecer callado. A poco de haberse sentado, uno de los guerreros mayores le dijo:

—Un mal espíritu ha penetrado en el cuerpo de la mujer de uno de los jóvenes guerreros. ¿Podría el sabio extranjero liberarla de él? Mi hermano es un gran médico —añadió el astuto indio—. ¿Quiere intentar?

Duncan asintió con un gesto y el hurón pareció satisfecho con la respuesta. Pasaron largos minutos, y cuando se disponía a salir, entró un guerrero de gran estatura que se sentó junto a los demás indios. Era el magua. Heyward se estremeció. El anciano dijo entonces al magua:

—Los delawares han andado rondando la aldea. Pero ¿quién ha sorprendido a un hurón dormido? Uno de ellos ha venido aquí.

—¿Mis jóvenes le quitaron la cabellera?— preguntó el magua.

—No —respondió el anciano mostrándole a Uncás—, tiene buenas piernas, aunque parece no manejar bien el hacha.

El magua no mostró curiosidad por ver al cautivo, siguió fumando tranquilamente. Uncás parecía estar entregado a sus pensamientos. Pero durante unos dos minutos los dos hombres altivos quedaron con los ojos fijos el uno en el otro. Hasta que el magua exclamó:

—¡Ciervo Ágil!

Todos los guerreros se pusieron en pie al oír el conocido apodo, fue un momento de sorpresa general. Todos volvieron a sentarse, como avergonzados de su precipitación. La actitud de ellos era un triunfo para Uncás.

—Nadie resucitará a los hurones muertos —contestó Uncás.

El magua se levantó y les habló a los suyos:

—Ante todo, no debemos olvidar a nuestros muertos. ¿Dónde reposan los huesos de nuestros guerreros? Nadie lo sabe. Partieron sin llevar alimentos, rifles, ni cuchillos. Vamos a cargar la espalda de este mohicano hasta que se tambalee bajo el peso de nuestros dones y lo vamos a mandar en busca de nuestros jóvenes.

—¡Que muera este delaware! El sol tiene que brillar sobre su vergüenza. Las mujeres tienen que ver cómo tiemblan sus carnes.

Los jóvenes que vigilaban al cautivo, lo ataron y lo sacaron de la choza. Al llegar a la salida, sus ojos se encontraron con los de Heyward y éste creyó entender que todavía quedaba alguna esperanza, y se sintió consolado.

Al poco rato salió el magua. Heyward se sintió aliviado al ver que se alejaba un enemigo tan peligroso.

El jefe guerrero que había solicitado la ayuda del falso médico se levantó y se aprestó a partir, haciendo una seña a Duncan. Salieron y se encaminaron hacia la base de una montaña vecina, cubierta de bosques, que dominaba el campo de los hurones. Llegaron frente a una enorme roca y entraron en una especie de pasadizo, formado en la espesura por el paso continuo de los ciervos.

El jefe guerrero abrió una puerta de corteza que cerraba la entrada de la caverna. Esta contaba con varias habitaciones separadas con sencillas e ingeniosas combinaciones de piedra, madera y cortezas. Las aberturas de la parte superior permitían el paso del aire y de la luz del sol durante el día, y por las noches se alumbraban con antorchas. A este sitio traían los hurones casi todo lo que poseían de valor. La mujer, tendida sobre una cama de hojas secas, estaba rodeada de mujeres, en medio de las cuales se encontraba David.

Una mirada bastó para que Heyward comprendiera que la enferma estaba fuera del alcance de todo auxilio. Duncan iba a dar comienzo a sus operaciones médicas, cuando se le anticipó el músico. Quería ensayar el poder curativo de la música y empezó a cantar con tal entusiasmo que podía ser capaz de hacer un milagro. Nadie lo interrumpió. Duncan miró en torno suyo y vio en un rincón a un oso sentado sobre las patas traseras, que imitaba con gruñidos sordos los ecos de la melodía del cantor.

Es imposible imaginar el efecto que produjo en David aquel eco tan inesperado. Sus ojos se abrieron como si dudara de la realidad, y calló, enmudecido de asombro. Salió huyendo de la caverna y sólo alcanzó a decirle a Duncan en voz alta:

—Ella lo espera, y está cerca.

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