El último mohicano |
Capítulo VI
LA ENTREGA DE LA FORTALEZA
Pasaron algunos días entre las privaciones, el tumulto y los peligros de una plaza sitiada. Munro carecía de medios suficientes de resistencia. Webb, con su ejército ocioso a orillas del Hudson, parecía haber olvidado por completo la situación crítica en que se encontraban sus compatriotas. El francés Montcalm había llenado los bosques con sus indios, cuyos alaridos y gritos de guerra resonaban en el campamento británico.
Al quinto día de sitio, el mayor Heyward, del 60, salió a uno de los baluartes para respirar el aire fresco del lago.
Las montañas lucían verdes, frescas, hermosas y ligeramente veladas por una tenue neblina. Ondeaban al viento dos pequeñas banderas blancas. Una, en el ángulo del fuerte más próximo al lago; otra, sobre una batería avanzada del campamento de Montcalm, emblema de la momentánea suspensión de hostilidades.
Duncan vio llegar a Ojo de Halcón custodiado por un oficial francés. El cazador se veía cansado y preocupado. Humillado por haber caído en poder de sus enemigos. El joven oficial se apresuró a reunirse con ellos. Algunos instantes más tarde estaba delante del comandante Munro, quien recorría a grandes pasos el angosto recinto con una expresión de inquietud y preocupación.
—Lo esperaba. Se anticipó a mis deseos, mayor Heyward —dijo Munro—. Iba a pedirle un favor. Montcalm ha hecho prisionero a su amigo Ojo de Halcón y me lo ha enviado con el triste mensaje de que "sabiendo cuánto estimo a ese individuo no podría pensar en retenerlo". Un modo hipócrita de hacer sentir sus desgracias a quien está en situación difícil.
—Las murallas se derrumban sobre nosotros y comienzan a escasear las provisiones —dijo Heyward —. La tropa está dando señales de descontento y de alarma.
—Lo sé —contestó Munro—. Pero mientras haya una esperanza de socorro, defenderé la fortaleza aunque sea con los pedregullos de la costa del lago. El marqués de Montcalm me ha invitado a celebrar una entrevista entre nuestras trincheras y su campamento con el objetivo de darme un informe complementario. Ahora bien; no creo que convenga mostrar un indebido deseo de verlo, así es que irás tú en mi reemplazo.
Duncan se prestó de buena gana a reemplazar al veterano en la entrevista. Con redobles de tambor y bajo los pliegues de un bandera blanca, salió Heyward por la surtida diez minutos después de haber recibido sus últimas instrucciones. Fue recibido por el oficial francés que salió a su encuentro con las formalidades usuales de esta situación, siendo conducido a la tienda del general enemigo. Éste estaba rodeado de sus oficiales y de los jefes de las diferentes tribus de indios que lo habían acompañado en esta guerra.
Duncan reconoció, entre ellos, el rostro maligno del magua Zorro Sutil, se volvió entonces hacia Montcalm, quien se encontraba en la flor de la vida y era atento y afable. Se distinguía tanto por la amable corrección de sus modales como por su valor. Tomando al oficial del brazo, lo condujo hasta el extremo de la tienda de campaña, donde podían hablar sin que los oyeran, luego de que Heyward le dijera que hablaba un poco de francés y de informarle la razón de que no hubiera venido el comandante Munro.
—No creo que puedan resistir más tiempo nuestros ataques —dijo Montcalm—. Sabemos que las hijas del comandante entraron en el fuerte después del sitio. La verdad es que sentiría que la prolongación de la defensa llegara a exasperar a mis amigos indios. Incluso ahora me es difícil conseguir que se respeten las leyes de la guerra de naciones civilizadas. ¡Y bien, señor! ¿Tratemos las condiciones de la rendición? —terminó Montcalm.
—Temo que su excelencia esté equivocado con respecto a la fuerza del William Henry y los recursos de su guarnición.
— No me demoré frente a Quebec, fortaleza de tierra defendida por dos mil trescientos hombres. Somos cerca de veinte mil, y la ayuda que podría proporcionar el general Webb no pasa de ocho mil hombres. Pero sé que el general Webb cree más prudente guardarlos que traerlos a campaña.
Se separaron y Duncan volvió al puesto avanzado de los franceses, acompañado como antes. De allí, se encaminó directamente al fuerte.
Ya en éste, cuando Heyward entró en la habitación de Munro, éste se encontraba con sus hijas. Alicia estaba sentada sobre sus rodillas. Cora, cerca de ellos, los miraba y sonreía. Alicia, apenas vio al mayor se incorporó sonrojándose y exclamó:
—¡Mayor Heyward!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ansioso Munro—. Muchachas, déjennos solos.
Entonces el mayor informó detalladamente a Munro sobre la entrevista que había sostenido con Montcalm.
—¡Al diablo, el francés y su ejército! —exclamó el veterano—. Aún no es dueño del William Henry, ni lo será nunca con tal de que Webb cumpla como hombre con su deber.
Heyward comprendió que su jefe sentía desprecio por el mensaje de Montcalm. El joven oficial, sabiendo que ese estado de ánimo no duraría, le dijo con toda serenidad:
—¿Recuerda que le pedí tener el honor de ser su yerno?
—Sí, muchacho. ¿Pero, has hablado claramente con ella?
—No, señor —dijo el joven—. Creí pertinente hablar con usted primero.
—Su criterio es el de un caballero, mayor Heyward, pero Cora Munro es una dama demasiado discreta y de espíritu demasiado noble para necesitar mi tutela.
—¡Cora!
—Sí, Cora. ¿No hablamos de sus pretensiones a la mano de mi hija mayor?
—Yo..., yo..., no creo haberla nombrado —tartamudeó Duncan.
—¿Para casarse con quien, entonces, pedía mi consentimiento?
—Tiene otra hija igualmente encantadora, señor
—¡Alicia! —exclamó Munro.
—Alicia. Era a ella a quien yo me refería, señor.
—Heyward, mi familia es antigua y respetada, pero no poseía las riquezas correspondientes a su rango. Di palabra de casamiento a Alicia Graham, hija de un vecino mío, pero su padre me rechazó. Le devolví su palabra a Alicia, entré al servicio del rey y abandoné el país. Había recorrido muchos países antes de que el deber me llamara a las Indias Occidentales. Aquí conocí a la que luego fue mi esposa y me hizo padre de Cora. Mi esposa era la hija de un caballero de estas islas, pero su madre tenía la desgracia de descender, aunque en grado lejano, de una familia de esclavos. Cuando la muerte me privó de mi esposa, regresé a Escocia. Enriquecido con este casamiento, encontré otra vez a Alicia Graham. No se había casado, a pesar de los veinte años que no nos veíamos. Me perdonó el pasado, nos casamos y luego nació la pequeña Alicia. El nacimiento de mi hija le dio, por desgracia, la muerte —se detuvo y agregó—: Vivió conmigo un año. Nuestra felicidad duró muy poco.
Munro dio algunos pasos por la estancia y se acercó otra vez al mayor.
—Veré al francés, y sin miedo ni demora. Con buena voluntad, como corresponde a un servidor del rey. Mayor, envíe un mensajero anunciándome.
Luego de recibir esta orden, el joven abandonó la sala. Anochecía. Se apresuró a tomar las medidas necesarias; en pocos minutos se despachó a un ordenanza con bandera blanca, para anunciar que se aproximaba el comandante del fuerte.
A pocos metros del fuerte y del campamento se encontraron los dos jefes enemigos.
—He solicitado esta entrevista para hacerle ver que todo intento de lucha será un suicidio de su parte. ¿Desearía el señor visitar mi campamento y ver por sí mismo cuántos somos y la imposibilidad de resistir con éxito por más tiempo? —comenzó diciendo Montcalm.
—Yo sé que el rey de Francia está muy bien servido —replicó el escocés, tan pronto como Duncan hubo traducido—. Pero mi señor rey tiene tropas igualmente numerosas y fieles.
—Pero no están a mano, afortunadamente para nosotros —dijo Montcalm, sin esperar la traducción del intérprete.
Munro preguntó si sus catalejos habían visto el río Hudson y presenciado los preparativos de marcha de Webb.
—Que el general Webb sea su propio intérprete —dijo Montcalm, tendiendo hacia Munro una carta abierta—. Allí verá, señor, que no es probable que ese ejército moleste al mío.
El veterano tomó el papel y a medida que sus ojos recorrían rápidamente las palabras, en su rostro, una profunda pena reemplazó a la expresión de altivez. El papel se deslizó de entre sus dedos, y bajó la cabeza como quien acaba de recibir un golpe que disipa toda esperanza.
Duncan levantó la carta, y sin pedir permiso leyó de una ojeada el cruel contenido; el general Webb lejos de estimularlos a resistir, aconsejaba que se rindieran y aducía que le era imposible mandar un solo hombre.
—¡Ese hombre me ha traicionado! —dijo Munro.
—¡No diga eso! —replicó Duncan—. Aún somos dueños de la fortaleza y de nuestro honor.
—Es imposible retener el fuerte —dijo el generoso enemigo—. Para los intereses de mi rey, es necesario que sea destruido; en cuanto a ustedes y a sus valientes compañeros, no les será negado ningún privilegio de los que aprecian los buenos soldados. Sus banderas pueden conservar las armas, todo será efectuado de la manera más honrosa para ustedes.
Duncan se volvió para comunicar estas condiciones a su jefe. Éste las oyó con asombro, y dijo:
—Duncan, vaya con el marqués Montcalm a su tienda, y arréglelo todo. He vivido para ver en mi vejez lo que nunca esperé ver: un inglés temeroso de apoyar a un amigo, y un francés demasiado honrado para aprovecharse de una ventaja.
Dichas estas palabras, Munro regresó al fuerte mostrando a la ansiosa guarnición que traía malas noticias. Luego se hizo pública la suspensión de hostilidades. El fuerte debía ser entregado al amanecer, la guarnición conservaría sus armas, sus banderas y su equipo y, por consiguiente, según el concepto militar, conservaba también su honor.