El último mohicano |
Capítulo IV
EL HURÓN PIDE UN PRECIO ALTO
Duncan se dedicó a explorar el pequeño islote con mucha cautela. No veía el más leve indicio de enemigos. Parecía que los maguas habían partido.
—Los hurones no se dejan ver —comentó David Gamut, aún delicado por el shock. Ocultémonos en la caverna y confiemos en Dios. Me gustaría cantar. ¿Puedo?—Sólo dentro de la caverna —replicó Duncan, y empujando suavemente a David al interior, se dedicó a colocar ramas en la entrada, aparte de las mantas que habían dejado sus amigos, para lograr que no se colara nada de luz. De esta manera sólo quedaba con escasa luz el otro lado de la caverna, que provenía de un angosto barranco al frente de su salida.
—"Mientras hay vida, hay esperanza" —sentenció Duncan—: A ti, Cora, no es necesario que te infunda confianza, pero ¿cómo podemos calmar a la pequeña Alicia?
—Ya estoy más tranquila, Duncan —dijo Alicia, levantándose—. Esta caverna está lejos de las miradas y es casi invisible, por otra parte, estoy muy confiada en esos tres valientes amigos.
—¡Ahora sí que pareces la hija de Munro! —dijo alegremente Duncan.
El oficial tomó posesión de la parte central de la caverna y se quedó de guardia con la única pistola que tenía, explorando constantemente la entrada.
La confianza fue adueñándose gradualmente de sus corazones a medida que pasaba el tiempo.
Sólo David no compartía estas emociones y se dedicaba a buscar en su librito algún himno apropiado a la situación en que se encontraban. Finalmente pareció hallarlo, pues dijo sin preámbulos:
—Isla de Wight, y sacó una nota baja de su flauta e inició el preludio. Su voz en medio del ruido de la catarata era muy débil y cuando adquiría mayor emoción y profundidad, se escuchó un grito horrible venido desde lejos. Alicia se lanzó a los brazos de su hermana, mientras el mayor trataba de tranquilizarla.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Heyward—. Ese sonido viene del centro de la isla y ha sido lanzado ante el espectáculo de los maguas muertos. Aún no nos han descubierto.
Un segundo grito siguió al primero y, luego, resonó un tumulto de voces que partían de los extremos del islote. Eran gritos de triunfo, expresiones de una gran alegría de hombres sumidos en la más feroz barbarie. Pronto se notó que aquellos aullidos partían de todas direcciones. En medio de la confusa gritería se oyó un alarido triunfal cerca de la entrada de la gruta. Heyward perdió entonces toda esperanza, creyendo que el grito indicaba que habían sido descubiertos.
Pero esta impresión de disipó al oír hablar a los salvajes cerca del lugar donde el cazador había abandonado su rifle. Hablaban en una lengua desconocida para el oficial. Muchas veces gritaron simultáneamente algunas frases conocidas:
—¡Carabina larga! ¡Carabina larga!
Heyward sabía que éste era el nombre dado por los salvajes al cazador.
—Llegó el momento crítico —les dijo a las dos jóvenes, que temblaban de espanto—. Si no descubren esta caverna, nos habremos salvado, y dentro de dos horas podemos esperar que Webb nos envíe ayuda.
Transcurrieron todavía minutos de tensión. Heyward entendía que los invasores del islote seguían buscando huellas de Ojo de Halcón. Un ángulo de la manta que cubría la entrada fue movido por una rama, y dejó penetrar un poco de luz a la caverna. Cora rodeó a Alicia con sus brazos y Duncan se puso en pie. Un grito anunció que los salvajes habían descubierto la segunda caverna, que no tardó en ser invadida por todo el grupo.
Como los pasajes interiores que unían a las dos grutas estaban tan cerca entre sí, Duncan, convencido de que ya no era posible pasar inadvertidos, se situó delante de las dos hermanas y de David para recibir el primer choque de los asaltantes. Se aproximó a la frágil barrera que estaba a muy poca distancia de éstos, y aun se animó a mirar hacia afuera con la indiferencia que produce la desesperación.
Al alcance de su brazo estaba la espalda oscura de un indio gigantesco que daba órdenes a sus compañeros. Un guerrero se acercó al jefe con un puñado de ramas y le mostró las manchas de sangre que había dejado David cuando fue herido por las primeras balas de los indios. Las mantas colocadas en el interior empujadas por las ramas que iban amontonando los salvajes por afuera, empezaban a formar un muro más sólido. Heyward respiró más libremente. Y más aún lo hizo cuando advirtió que salían de la cueva.
Los ojos de Alicia habían recobrado su brillo, pero súbitamente su boca se abrió y la palidez de la muerte volvió a cubrir su rostro. Los ojos del oficial siguieron la dirección de los de la joven. Encima de la cornisa, que formaba como un umbral a la abertura de la gruta, vio el rostro malévolo y feroz de Zorro Sutil.
En ese instante el mayor apuntó su pistola y disparó. Los ecos de la detonación produjeron el estrépito de un cataclismo. Disipado el humo de la pólvora, se vio que el indio ya no estaba en la abertura. El guía traidor había desaparecido súbitamente; Heyward corrió a mirar hacia afuera y vio que cruzaba el ángulo que formaba la roca y se ocultaba a su vista.
Los salvajes respondieron con un alarido general. Antes de que Duncan hubiera podido recuperarse de su emoción, la frágil barrera de hojarasca fue esparcida a los vientos y los invasores entraron en tropel. El oficial, las dos hermanas y el músico fueron sacados de su refugio y una vez afuera se vieron rodeados por toda la banda de triunfantes hurones.
Cuando pasó la sorpresa de esta repentina desgracia, Heyward observó la conducta de sus enemigos. Contra su costumbre de abusar de sus venganzas, habían respetado a Cora y Alicia y también al músico, e incluso a él mismo.
El objetivo de los indios no eran ellos, sin duda, sino Carabina Larga. Duncan fingió no comprender su lenguaje. El antiguo guía se conducía de manera muy diferente al resto de los salvajes. Mientras éstos se ocupaban de apoderarse de los efectos pertenecientes al cazador, Zorro Sutil se mantenía a corta distancia de los prisioneros, mostrando una tranquila y profunda satisfacción, como si hubiera logrado cuanto deseaba.
—Un guerrero como Zorro Sutil — le dijo Duncan— no se negará a decirle a un hombre desarmado qué es lo que dicen esos hombres.
—Preguntan dónde está el cazador que conoce todos los senderos de la selva —replicó el magua—. El rifle de ese cazador es bueno y sus ojos están siempre abiertos, pero nada puede contra Zorro Sutil.
El grito de ¡Carabina Larga! se oyó otra vez.
—Los hurones piden la vida del cazador o la de quienes lo tienen oculto —exclamó el magua.
—Se ha escapado y está lejos del alcance de ellos —explicó Duncan—. No ha muerto, ha huido nadando en la corriente cuando los ojos de los hurones estaban detrás de una nube.
—¿Y por qué se quedó el jefe blanco? —preguntó el magua.
—El hombre blanco cree que solamente los cobardes abandonan en el peligro a las mujeres de su raza.
—¿Dónde está Gran Serpiente?
Duncan comprendió entonces que los hurones conocían mucho mejor que él a sus tres amigos ausentes.
—Escapó aprovechando la corriente del río.
—Ciervo Ágil no está aquí —añadió el indio.
— No sé a quién llamas de ese modo —contestó Duncan.
—Uncás —dijo el magua—. Antílope Saltarín llaman los blancos al joven mohicano.
—Si te refieres al hijo del mohicano, huyó con su padre.
Cuando Zorro Sutil explicó a los hurones lo que había sucedido, lanzaron gritos espantosos. Estaban molestos, uno de ellos trató de apoderarse de los hermosos y largos cabellos rubios de Alicia, retorciéndolos con una mano, mientras con la otra blandía un cuchillo y señalaba por dónde trazaría el corte.
Duncan sintió gran alivio cuando vio que el jefe reunía en consejo a los guerreros. La deliberación fue breve, y a juzgar por el silencio que siguió, las opiniones fueron unánimes. El mayor observó la prudencia con que los hurones habían realizado todos sus actos; el desembarco perfecto realizado una vez que habían cesado las hostilidades, el traslado de sus armas en canoas.
Como era imposible resistirse, Heyward dio el ejemplo de sumisión, siendo el primero en embarcarse junto a las hermanas y David, que no salía de su estupor.
Los indios volvieron a reunirse y algunos de ellos fueron a buscar los caballos, cuyos relinchos habían contribuido probablemente al descubrimiento del escondite de sus dueños. El grupo de indios se dividió. El jefe montó el caballo de Heyward y tomó el camino directo a través del río, seguido por la mayor parte de su gente.
En pocos momentos desaparecieron en la selva y los prisioneros con seis indios quedaron a cargo de Zorro Sutil. Duncan observaba todo esto con inquietud, pensando que los entregarían como prisioneros a Montcalm. Se volvió de nuevo hacia Zorro Sutil y le dijo que deseaba decirle algo a solas. El indio habló con sus compañeros, que estaban ocupados en ensillar torpemente los caballos que montarían Cora y Alicia. Después se apartó unos pasos y le indicó al oficial que lo siguiera.
—Zorro Sutil es merecedor del nombre que le pusieron sus padres en Canadá —comenzó Duncan—. ¿Acaso Zorro Sutil ha dejado de ser nuestro amigo?
—Basta. Zorro Sutil es un jefe sabio. Ya se verá lo que él hace. Cuando el magua hable será el momento de contestar.
Heyward notó que las miradas del indio estaban fijas en el grupo de sus compañeros y retrocedió de inmediato para evitar la sospecha de alguna conspiración con su jefe. El magua se acercó a los caballos e indicó al oficial que ayudara a las dos hermanas a montar. El magua dio la señal de partida y se puso a la cabeza del grupo. Lo seguían el músico, más atrás Cora y Alicia, acompañadas por Duncan, y finalmente los indios.
En este orden avanzaron en profundo silencio, dirigiéndose por una ruta opuesta al camino del William Henry. Recorrieron milla tras milla a aquella selva que parecía no tener límites. Durante todo el camino el indio guardó silencio y ni siquiera se volvió a mirar a los que lo seguían. Sin más guía que el sol, marchaba a paso firme, insensible al cansancio.
Después de cruzar un valle surcado por un arroyo tortuoso, llegaron a la ladera de una colina tan alta y empinada que Cora y Alicia tuvieron que desmontarse. Ya en la cumbre, se encontraron en una meseta escasamente arbolada. El magua se tendió bajo un árbol, para darse el descanso de que todos los viajeros parecían estar necesitados.
La meseta elegida por el magua como sitio de descanso no presentaba otra ventaja que su elevación y su forma, favorables a su defensa y que hacía imposible toda tentativa de sorpresa. Heyward, sin esperar ya socorro alguno, se dedicó a consolar a las dos hermanas.
Zorro Sutil, que permanecía aislado, aparentemente sumido en honda meditación, llamó de pronto al oficial y le pidió que le trajera a la joven de cabellos negros, pues el magua deseaba hablar con ella. Duncan fue a buscarla. Cuando volvió con Cora el indio le hizo una seña para que se retirara.
—Cuando un hurón habla a las mujeres —le dijo sonriendo—, su tribu se tapa los oídos.
Cora esperó hasta que Duncan se retirara, y volviéndose al indio le preguntó qué deseaba de la hija de Munro.
—El magua había nacido jefe y guerrero entre los hurones de los lagos. Después vinieron a la selva los blancos del Canadá y le enseñaron a beber aguardiente, que lo convirtió en un bribón. Los hurones lo arrojaron del lugar de los sepulcros de sus padres como si fuera un búfalo. ¿Es culpable Zorro Sutil de que su cabeza no fuera de piedra? ¿Quién le dio el aguardiente? ¿Quién lo convirtió en un bribón? Fueron los caras pálidas, la gente de tu color. Los caras pálidas han expulsado a los pieles rojas de sus campos de caza, y ahora, cuando combaten, es bajo las órdenes de un jefe blanco. El anciano jefe de Horican, tu padre, era el gran capitán de nuestra tropa. Hizo una ley para castigar al indio que, después de beber aguardiente, entraba al campamento de sus guerreros. El magua tontamente abrió la boca y el aguardiente lo llevó a la cabaña de Munro. ¿Qué hizo el de cabellos blancos?... Que lo diga su hija.
—Hizo justicia —dijo la intrépida Cora.
—¡Justicia! —repitió el indio—. ¡Mira! Aquí hay cicatrices de heridas de cuchillos y balas.
—Si mi padre ha sido injusto contigo, muéstrale que un indio sabe perdonar una ofensa y devuélvele sus hijas.
—Todo hurón devuelve bien por bien y mal por mal. Los brazos de los caras pálidas son largos, y filosos sus cuchillos. La joven de los ojos claros puede volver al Horican y decirle al anciano jefe lo que ha sucedido, si la mujer de cabellos negros jura por el Gran Espíritu de sus padres que no mentirá.
—¿Qué debo prometer? —preguntó Cora.
—Cuando el magua dejó su pueblo, su mujer fue dada a otro jefe. Ahora que él ha hecho nueva amistad con los hurones, volverá adonde están los sepulcros de su tribu, en las costas del gran lago. Que la hija del jefe inglés lo siga y habite para siempre en su tienda. Cuando los azotes surcaron la espalda del hurón, él supo dónde encontraría una mujer que sufriera esos golpes. La hija de Munro irá a buscarle el agua, le molerá el maíz y le cocinará el venado. El cuerpo del viejo dormirá entre seis cañones, pero su corazón estará al alcance del cuchillo del Zorro.
—¡Monstruo! —exclamó Cora, a lo que el indio contestó a este audaz desafío con una sonrisa irónica que revelaba su firme propósito de ejercer la venganza proyectada, y despidió a Cora con un ademán.
Heyward corrió a reunirse con su amiga, pero ésta eludió una respuesta clara. Abrazó a su hermana y le dijo:
—Alicia, el hurón nos ofrece la vida a ti y a mí; devolverá a nuestro valioso amigo Duncan, junto contigo, a nuestro padre, y libertará a nuestros amigos con una condición: que yo renuncie a mi orgullo y consienta...
—Continúa —suplicó Alicia—: ¿Qué te pide, Cora?
—Quiere —añadió bajando la voz— que lo siga al desierto, que habite entre los hurones y que sea su mujer.
—¡No, no! ¡Es mejor que muramos juntas, como hemos vivido!
—¡Muere, entonces! —gritó el magua, y arrojó con toda fuerza su hacha que, cortando el aire frente al rostro de Heyward, y algunos rizos de Alicia, quedó clavada en el árbol, sobre su cabeza.
Duncan, fuera de sí, rompió las ligaduras que le sujetaban sus manos y se arrojó sobre otro salvaje que se preparaba a repetir el golpe, dando gritos y calculando la distancia de la víctima. Lucharon y juntos cayeron al suelo. El cuerpo desnudo del indio hacía difícil el combate para Heyward, de modo que pronto el indio puso una rodilla sobre el pecho y levantó el cuchillo para hundírselo en el corazón. Duncan veía la hoja del cuchillo centelleando en el aire, cuando algo pasó silbando junto a él, acompañado del estampido de un rifle. Sintió su pecho aliviado del peso que lo oprimía, mientras el hurón, convertida su expresión en la imagen del espanto, caía muerto sobre las hojas.