El último mohicano

Capítulo I

CABALGATA Y MUJERES EN MEDIO DE LA SELVA

Una amplia frontera de selvas, aparentemente impenetrables, separaba los territorios de las enemigas provincias ocupadas por Francia y por Inglaterra. Con el tiempo, llegó a parecer que no había sitio tan oscuro en la selva, ni lugar secreto tan aislado, que se hallara libre de las incursiones de los que daban su sangre para satisfacer una venganza, o para mantener la egoísta y fría política de los lejanos monarcas europeos.

Las facilidades que allí ofrecía la naturaleza para la marcha de los combatientes eran demasiado claras para no ser utilizadas. La superficie alargada del Champlain se extendía desde las fronteras del Canadá y penetraba bastante en los límites de la vecina provincia de Nueva York, formando un paso natural que reducía a la mitad la distancia que los franceses tenían que recorrer para atacar a sus enemigos.

El sagrado lago Horigan se extendía hasta unas doce leguas más al sur. Con la alta meseta que allí se interpone impidiendo el paso del agua, comienza una zona de otras tantas millas que conduce, a quién quiera aventurarse en ella, hasta las riberas del río Hudson.

Buscando cómo hostigar al enemigo, los franceses intentaron cruzar los distantes y ásperos desfiladeros de los montes Alleghany. Esta zona se convirtió en la sangrienta arena donde se trabaron casi todas las batallas por la posesión de las colonias. Se construyeron fortalezas en los diferentes puntos de acceso, que una y otra vez fueron arrasadas y reconstruidas, según la victoria se inclinaba a uno u otro de los bandos enemigos.

En este escenario de luchas sangrientas fue donde ocurrieron los hechos que vamos a referir, durante el tercer año de la guerra entre Francia e Inglaterra por la posesión de un territorio que ninguno de ambos países estaba destinado a poseer.

Gran Bretaña ya no era temida por sus enemigos, y sus colonos iban perdiendo rápidamente la dignidad, la fe en sí mismos. Habían visto llegar de la madre patria un ejército selecto, comandado por un jefe elegido entre una multitud de expertos guerreros, que sin embargo había sido vergonzosamente derrotado por un puñado de franceses y de indios.

Tan inesperado desastre había dejado abierta una extensa frontera y el carácter aterrador de sus implacables enemigos aumentaba más aún. Todos habían oído las terribles historias de asesinatos perpetrados a medianoche, cuyos autores principales habían sido los indios.

El terror invadió a todos los colonos. Muchos pensaban que las posesiones de Inglaterra en América estaban perdidas. Al saberse en el fuerte que se había visto al general Montcalm subiendo hacia el Champlain con un ejército muy numeroso, nadie puso en duda la veracidad de la noticia.

Al atardecer de un día de verano llegó un mensajero indio con una carta del comandante Munro, que dirigía una obra que se construía a orillas del "lago sagrado". Munro pedía un refuerzo considerable lo antes posible. La distancia entre estos dos puestos era de unas cinco leguas. Los británicos habían dado a una de estas fortalezas de la selva el nombre de William Henry y a la otra, el de fuerte Edward, en honor de dos príncipes de la familia reinante.

Munro comandaba el primero de estos dos fuertes, con un regimiento de soldados de línea y un destacamento de tropas provinciales, fuerzas escasas para hacer frente al formidable ejército de Montcalm. En el fuerte Edward, el general Webb tenía bajo su mando un ejército de cinco mil hombres. Uniendo los destacamentos a su mando, Webb podía casi duplicar las fuerzas del francés, quien se había aventurado lejos de sus bases, con un ejército no tan numeroso.

Luego de la primera sorpresa, se decidió que un destacamento selecto de mil quinientos hombres partiría al amanecer en dirección al fuerte William, situado en el extremo septentrional del paso. Los novatos en el arte militar corrían de un lado a otro. Los veteranos, más prácticos, se preparaban con calma; sus ojos reflejaban el disgusto por la temible guerra de los bosques, con la que no estaban familiarizados. Concluyó el día, llegó la noche, y en todo el campamento reinó un silencio tan profundo como el de la selva que lo rodeaba.

El pesado sueño de la tropa fue interrumpido por el redoble de los tambores. En un instante todo el campamento se puso en movimiento; hasta el último soldado se levantó para presenciar la partida de sus camaradas.

Mientras éstos estuvieron a la vista de sus compañeros, mantuvieron su prestancia, el paso marcial y el orden en las filas. Mas pronto la selva pareció tragarse a aquella tropa que se internaba lentamente en ella.

Frente a una cabaña de troncos se paseaban los centinelas encargados de custodiar al general inglés. A corta distancia había seis caballos ensillados; dos de ellos estaban destinados a ser montados por señoras de alto rango. Otro portaba mochilas y las armas correspondientes a un oficial; los tres restantes eran para la servidumbre. A la distancia se veían grupos de curiosos y entre ellos un individuo llamaba poderosamente la atención.

Su apariencia no podía ser más desagradable: de miembros desproporcionados, cabeza grande, hombros angostos, brazos largos, manos pequeñas y casi delicadas. Una chaqueta celeste de cuello bajo dejaba ver su pescuezo largo y flaco; pantalones estrechos y medias de algodón completaban su vestimenta.

Por la cubierta del enorme bolsillo de su sucio chaleco de seda asomaba un instrumento que había despertado la curiosidad de cuantos habitaban en el campamento. El hombre ostentaba un rostro bondadoso e inexpresivo, al parecer para manifestar la gravedad de alguna elevada y extraordinaria misión.

Mientras el grupo se mantenía a distancia de la cabaña de Webb, el individuo se adelantó hasta colocarse entre los sirvientes, expresando sus críticas o sus elogios respecto de los caballos.

Cuando terminó de hablar, levantó los ojos y se encontró con el mensajero indio que había traído al campamento las ingratas noticias de la tarde anterior.

Había en éste una hosca fiereza mezclada con la serenidad del salvaje, que debía llamar la atención de quien lo observase. El indígena llevaba su hacha de piedra llamada tomahawk y el cuchillo de su tribu, pero su aspecto no era el de un guerrero. Solamente sus ojos conservaban la expresión hosca, natural en él. Pero un solo instante su mirada penetrante y desconfiada se encontró con los ojos asombrados del otro y, al punto, cambiando de dirección, en parte por astucia y en parte por desdén, permaneció como clavada en la lejanía.

El movimiento entre la servidumbre anunció la llegada de quienes eran esperados para poner en movimiento la cabalgata.

Un joven con uniforme de oficial condujo hacia los caballos a dos mujeres. Ambas eran jóvenes. La menor lucía hermosa tez, cabellos rubios y brillantes ojos azules. La otra dama, a la que el militar hacía objeto de sus atenciones, parecía un poco mayor y su cuerpo era bastante mas róbusto que el de su compañera. Apenas montaron ellas sus caballos, el oficial saltó al suyo, saludando los tres a Webb, quien permaneció a la puerta de su cabaña hasta que se marcharon.

Mientras avanzaban, el oficial, que se llamaba Duncan Heyward, explicó a las jóvenes quién era el indio que los acompañaba.

—Ese indio es un "corredor" del ejército —dijo—. Se ha ofrecido voluntariamente a guiarnos hasta el lago, siguiendo un sendero desconocido que nos llevará en menos tiempo.

—Me es antipático —replicó la menor de las jóvenes—. Sin duda lo conoce bien, Duncan, para así fiarse de él.

—Lo conozco, Alicia —contestó el militar—. Si así no fuera, no le tendría confianza. He oído decir que fue traído a nuestro campamento a raíz de un extraño accidente que tuvo su padre con él. El indio fue castigado por orden de... Pero no recuerdo bien esa historia.

—Si ha sido enemigo de mi padre —contestó Alicia, asustada—, no debemos confiar en él.

El indio se había detenido señalando hacia la enramada un sendero tan angosto que apenas podrían recorrer marchando uno tras otro.

—Éste es nuestro camino —dijo el oficial.

—¿No estaríamos más seguros si siguiéramos el camino de la tropa? — preguntó Alicia.

—La ruta que sigue el destacamento es conocida, mientras que la nuestra será un secreto —contestó el militar.

—¿Desconfiar de ese hombre por la sola razón de que sus maneras no son como las nuestras? —preguntó Cora con frialdad.

El joven la miró con admiración y hasta dejó avanzar sola a Alicia para abrirle paso a la hermosa morena. Tan pronto como el guía notó que las damas manejaban fácilmente sus cabalgaduras, avanzó con rapidez.

El oficial se había vuelto para hablar con Cora, pero se detuvo al escuchar el lejano rumor de la marcha de varios caballos.

Poco después se vio avanzar un potrillo y al cabo de un instante apareció el extraño y desgarbado sujeto. La escuálida yegua que montaba iba a toda la velocidad que le era posible, debido a su mísero aspecto. La actitud y los movimientos del jinete eran tan notables como los del animal que montaba.

A cada cambio en las evoluciones de la yegua, el hombre se erguía sobre los estribos en toda su elevada estatura, produciendo de esta manera, a causa de la exagerada longitud de sus piernas, tan repentinos aumentos y disminuciones de estatura que era imposible adivinar cuáles eran sus reales dimensiones. Alicia no hizo ningún esfuerzo para contener la risa, y hasta los ojos negros de Cora chispearon, risueños.

—¿Busca a alguien aquí? — preguntó Heyward al desconocido.

—Así es —dijo el hombre—. Me enteré de que ustedes se dirigen al fuerte William Henry, y me pareció que un compañero de viaje sería bueno para todos.

—Si se dirige hacia el lago —replicó el oficial—, ha equivocado su camino

—Así es —replicó el desconocido—. Pero creo que puedo hacerle el camino más grato con una conversacion amistosa, no reclamo más méritos que el de poseer el don de cantar.

—Me alegro de que nos hayamos encontrado, amigo —dijo Alicia, invitándolo con un ademán a viajar con ellos—. Me gustaría que animara nuestra jornada con un poco de música.

—¿Sabe cantar? —preguntó el desconocido al oficial.

—Sí —contestó Alicia—, pero creo que es más aficionado a las canciones profanas. La vida militar no es apropiada para desarrollar canciones del género serio.

—Óigame, usted —dijo, tomando el extraño instrumento que portaba; se lo llevó a la boca y lanzó un sonido fuerte y agudo, que fue seguido por su voz suave y melodiosa.

El oficial y los demás viajeros, que avanzaban a corta distancia, oyeron el canto del desconocido en medio del silencio del bosque. El indio se acercó al militar y le susurró algo al oído. El oficial se dirigió de inmediato al cantor y le dijo:

—Aunque no corremos peligro, me preocupa la seguridad de todos, de modo que es mejor que recorramos estas soledades en silencio.

El mayor Heyward no se equivocaba, ya que en aquel momento creyó avistar a un indio en medio de la espesura; pero se tranquilizó al ver que el guía no se detuvo. Pasados los viajeros, surgió entre el boscaje un hombre de aspecto salvaje: sus ojos brillaron al observar las huellas de sus futuras víctimas, que seguían confiadamente su camino.

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