El picapedrero

(Cuento popular chino)
(Anónimo)

Sabía distinguir cada piedra.

Había una vez un hombre que trabajaba como picapedrero. Cada día iba a una vasta zona rocosa en la ladera de una gran montaña y cortaba trozos de piedra para fabricar tumbas o casas. Conocía bien los distintos tipos de piedras y sabía distinguir las que servían para cada diferente propósito. Como era trabajador y cuidadoso, tenía muchos clientes.

Durante mucho tiempo se sintió conforme y feliz y no pretendía otra cosa distinta a la que tenía.

En la montaña vivía un espíritu que de tanto en tanto se les aparecía a los hombres y de diversas maneras los ayudaba a enriquecerse y prosperar. El picapedrero nunca lo había visto y cuando alguien le hablaba del espíritu, sacudía la cabeza con aire de incredulidad. No obstante, llegaría un momento en que cambiaría de opinión.

Cierto día un hombre rico le encargó una piedra específica. Cuando fue a entregarla a la casa de ese hombre, vio allí todo tipo de objetos bellos. Vio cosas que jamás había soñado que existieran. Y desde ese momento, su tarea cotidiana comenzó a transformarse en una pesada carga.

Un día, mientras picaba la dura piedra de la montaña, pensó: “Oh, si tan sólo fuera un hombre rico y pudiera dormir en una cama acolchonada con sábanas de seda, ¡qué feliz sería!”.

Al instante escuchó una voz que le decía: “Tu deseo ha sido escuchado, ¡un hombre rico serás!”. Miró a su alrededor pero no había nadie, así que pensó que había sido una fantasía y recogió sus herramientas para regresar a casa, ya que no se sentía inclinado a seguir trabajando ese día. Pero al acercarse a su casa se detuvo asombrado porque, en lugar de la humilde cabaña de madera donde solía pasar sus solitarios días, se erguía un bello palacio amoblado espléndidamente. Lo más espléndido era la cama, muy parecida a aquella que había envidiado. Se sintió pleno de alegría.

Su deseo lo convirtió en un hombre rico.

Sin embargo, al cabo de un tiempo se acostumbró a la nueva vida y olvidó por completo su antigua condición. Había comenzado el verano y cada día el sol ardía con mayor potencia. Una mañana el calor era tan agobiante que casi no se podía respirar.

El hombre estaba muy aburrido porque nunca había aprendido a entretenerse. Se sentó junto a la ventana para ver qué sucedía en la calle y vio pasar un carruaje conducido por hombres en uniforme azul y dorado. En el carruaje iba un príncipe y un siervo sostenía sobre su cabeza una sombrilla dorada que lo protegía de los rayos del sol.

“¡Oh, si yo fuera un príncipe!”, pensó el picapedrero mientras el carruaje desaparecía en la distancia. “¡Oh, si tan sólo fuera un príncipe y pudiera andar en un carruaje protegido de los rayos del sol por una sombrilla dorada, qué feliz sería!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, príncipe serás”.

Y al momento era un príncipe. Y estaba en un carruaje conducido por hombres con uniformes violeta y dorado. La envidiada sombrilla dorada era sostenida sobre su cabeza por un siervo también uniformado. Todo lo que su corazón había ansiado era suyo.

Sin embargo, no fue suficiente. Un día vio que el agua que volcaba sobre el pasto se evaporaba al instante bajo los ardientes rayos del sol y que al pesar de la sombrilla dorada su rostro se tostaba cada día más. Entonces, gritó enojado: “El sol es más poderoso que yo; ¡oh, si tan sólo yo fuera el sol!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, sol serás”.

Y era sol, y se sintió orgulloso de su poder. Arrojaba su ardor en todas las direcciones como rayos, quemaba la vegetación de los campos y tostaba los rostros de príncipes y trabajadores por igual. Pero al poco tiempo comenzó a cansarse de su poder, porque no había nada nuevo para hacer. El descontento volvió a ensombrecer su corazón y cuando una nube cubrió su rostro impidiéndole ver más allá de sus narices gritó enojado: “¿Es que una nube puede anular el poder de mi ardor? ¡Una nube es más poderosa que yo! ¡Ojalá fuera yo nube, la más poderosa de todas las nubes!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, nube serás”.

La frágil nube se impone sobre el poderoso sol.

Y nube fue, entre el sol y la tierra. Ocultó los rayos del sol y la vegetación volvió a verdecer y floreció. Durante días dejó caer agua sobre la tierra hasta que los ríos desbordaron y las plantaciones se inundaron. Pueblos enteros fueron destruidos por las tormentas y arrasados por el agua. Sólo la gran roca en la ladera de la montaña permanecía intacta. La nube quedó asombrada por la majestad de la roca y exclamó: “¿Será la roca más poderosa que yo? ¡Si tan sólo yo fuera roca, qué fuerte sería!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, roca serás”.

Y roca fue y se enorgulleció de su poder. Ni el calor del sol ni la fuerza de la lluvia podían conmoverla. “Esto es lo mejor del mundo”, pensó. Pero un día oyó un ruido extraño y cuando se asomó para ver de dónde provenía vio a sus pies a un picapedrero empuñando afiladas herramientas. Un temblor recorrió todo su cuerpo y un gran bloque se desprendió de él y cayó al suelo. Entonces gritó enardecido: “¿Una despreciable criatura de la tierra es más poderosa que una roca? ¡Oh, si tan sólo yo fuera un hombre!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, un hombre nuevamente serás”.

Y un hombre fue, un picapedrero. Y con el sudor de su frente nuevamente realizó las tareas cotidianas. Su cama era dura y el alimento escaso, pero había aprendido a quedar satisfecho, a no desear ser otro que el que era y a no desear otra cosa que la que tenía. Y como no deseaba lo que no poseía ni quería ser más poderoso de lo que era, finalmente fue feliz, y nunca volvió a escuchar la voz del espíritu de la montaña.

Otra versión para El picapedrero

Durante la época en que se construía la Gran Muralla, vivió un pobre diablo que trabajaba como picapedrero. Chen Ting-Hua, éste era su nombre, pasaba los días renegando de su existencia, con enormes pesares y amarguras. No había noche que antes de dormirse no pidiese a los dioses el poder cambiar su suerte.
Cierta noche, cuando apenas se había quedado dormido, una gran luz inundó la estancia y una imagen gigantesca se le apareció.

La fuerte roca, amenazada por el picapedrero.

— ¿Eres tú Chen Ting-Hua? –preguntó la aparición.

— Yo soy, humilde siervo y picapedrero –respondió Chen.

— He oído tus pensamientos –dijo la imagen-, ¿de qué te quejas?

— Señor… ¡de mi adversa suerte! –contestó-. No soy feliz, con mi pobre sueldo apenas puedo tener una choza donde malvivir y apenas puedo permitirme el lujo de tomar una taza de té. Mientras que otros…

— ¿Y qué deseas ser… dime? –dijo la aparición.

— Un gran Mandarín –contestó Chen-, ellos viven bien y tienen cuanto desean… Pero, perdonad mi osadía gran señor… ¿quién sois vos y cómo podéis ayudarme?

— Soy el dios de la ambición –respondió-, y he venido hasta aquí para resolver tus problemas. Quedarás pues convertido en un gran Mandarín. Al instante, Chen se vio rodeado y atendido por gráciles y bellas doncellas y fornidos eunucos. Vestía hermosos ropajes de seda y poseía un gran palacio.

Al día siguiente, Chen salió a dar un paseo por los jardines de su fastuoso palacio. La mañana era maravillosa y el sol lucía en todo su esplendor. Al ver el Sol, Chen pensó: ¡Cómo molesta el Sol!, ¡me abrasa y nada puedo hacer!, ¡quién fuese como él! De pronto se oyó una voz que dijo:

— Ya que ese es tu deseo… ¡conviértete en Sol!

Y así, Chen se convirtió en el Astro Rey del día. Vagaba por el cielo dominándolo con su luz radiante, esplendoroso… Pero una tarde, una densa y plomiza nube se interpuso en su camino, impidiendo que los rayos del sol pasasen a través de ella. Esto irritó enormemente al antiguo picapedrero que pensó: ¿Cómo una indigna nubecilla osa ponerse en mi camino? ¡Quién fuera nube! Y en menos tiempo del que se tarda en decirlo, Chen se transformó en una enorme y negra nube, la cual con un tremendo trueno se descargó en forma de lluvia torrencial cayendo con enorme violencia sobre la tierra y estrellándose contra las rocas. Chen se asustó tanto al chocar que deseó ser como las rocas. Y al instante se convirtió en una de ellas.

Aquello era otra cosa –pensó- ahora se sentía duro y fuerte, podía resistir la lluvia, el viento, la fuerza de los elementos… Mas, de pronto, sintió unos terribles golpes y vio a un hombre que con un pico estaba picando piedras. Un grito surgió de su garganta:

— ¡¡Quiero ser picapedrero!! –y al abrir los ojos vio que todo había sido un sueño.

Desde aquel día Chen Ting-Hua no volvió jamás a quejarse de su suerte, ni a desear ser como los otros.

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