La bruja de la nariz de hierro

(Cuento popular japonés)

Había una vez un leñador viudo que tenía muchísimos hijos, como los agujeros de una criba. Era tan pobre, tan pobre, que no tenía con qué alimentarles. Sentía una gran congoja cuando pensaba que sus queridos hijos morirían de hambre si no encontraba rápidamente una solución a su miseria. Pasaba las noches en vela meditando en la forma de poner fin al hambre que les acuciaba.

Las brujas, también en Japón.

Una mañana se levantó muy temprano, cogió el hacha y se fue al bosque.

Estaba absolutamente decidido a no volver a casa hasta haber encontrado alimento suficiente para todos.

Pronto la desesperación se apoderó de él. Los árboles, inmóviles y silenciosos, no podían escuchar su lamento y tendría que volver, una vez más, con las manos vacías.

Vagó mucho tiempo por el bosque sin saber qué hacer, cabizbajo y pensativo.

Después, cansado, se sentó junto a un arroyo. De repente, algo llamó su atención. Alzó la vista y a lo lejos distinguió una débil luz entre el follaje.

¿Qué podía ser? Conocía el bosque perfectamente y jamás había visto nada semejante. Hacia allí se dirigió, lleno de curiosidad.

En un claro, había una casita de madera con el tejado morado, rodeada por un precioso jardín cuajado de flores. Se acercó, miró por todas partes pero no vio a nadie y, como la puerta estaba abierta, entró. Lo primero que descubrió fue una mesa abarrotada de deliciosos manjares y excelentes vinos, aunque ni rastro de seres humanos. Durante unos instantes, miró la mesa con asombro, pero, como tenía mucha hambre, se sentó y comió hasta hartarse.

Luego sacó la pipa del bolsillo, la cargó, la encendió y se puso a fumar diciendo para sí:

-Rápidamente voy a emprender el camino de vuelta a casa para llevar a mis hijos estos ricos manjares. Seguro que están impacientes por mi tardanza.

Pero en el momento en que se disponía a poner en práctica su proyecto, los manjares, el pan y el vino desaparecieron y un horrible gato negro surgió sentado en el centro de la mesa.

El leñador se quedó paralizado sin poder dar crédito a sus ojos. Cuando, después de un rato, logró reaccionar, exclamó en voz alta:

-¡Esto es cosa de brujería! Tengo la impresión de haber caído en una guarida de diablos.
Entonces oyó una voz tras él que dijo:

En un claro, una casita de madera.

-Lo has adivinado.

Se volvió y ante él había una vieja espantosamente fea y cuya nariz de hierro era tan larga que se clavaba en el suelo y lo hacía retumbar cada vez que lo tocaba. La bruja le miraba fijamente, con la misma mirada inmóvil y huraña del gato negro.

-Soy la madre del rey de los diablos – dijo-. Mi hijo está a punto de llegar y te llevará al infierno.

Presa del terror, el pobre hombre se arrodilló delante de ella.

-Perdóname la vida, suplicó.

-Imposible. Has entrado en mi casa, has comido mi comida y tengo que castigarte.

-¿Qué va a ser de mis hijos? Las pobres criaturas morirán de hambre.

La vieja siguió mirándole fijamente y se sumió en profunda reflexión. Al fin dijo:

-¿Así que tienes muchos hijos?

-Muchos, sí.

-Está bien. Te perdonaré la vida si te casas conmigo. Te prometo que seré una segunda madre para tus hijos. No dejaré que les falte nada.

Al oír aquellas palabras, el pobre hombre se quedó de una pieza. ¿Cómo iba a casarse con una bruja que tenía la nariz de hierro?

Por otra parte, si no aceptaba, le mataría y su hijo, el rey de los diablos, le llevaría al infierno. ¿Qué sería entonces de sus pobres hijos si no volvía a casa nunca más?

Como no había otra solución, consintió en que la bruja le acompañara.

Empezaron los preparativos para el viaje. Cogieron dos sacos; uno lo llenaron de pan, de vino y de carne, el otro de oro y plata y se pusieron en marcha.

Al llegar a lo más intrincado del bosque, se detuvieron a descansar un poco y a comer un bocado. La vieja bruja estaba muy contenta porque había encontrado un marido. Reía a carcajadas y de cuando en cuando guiñaba un ojo al pobre y atemorizado leñador. La bruja comió con asombroso apetito y, tras beberse varios tragos de vino, se durmió.

Una mesa repleta de manjares.

Había que aprovechar la ocasión.

El pobre hombre esperó, conteniendo la respiración, hasta estar seguro de que la bruja dormía profundamente y, sin hacer ruido, se levantó y se acercó a ella. Entonces cogió el hacha y le cortó la nariz. Y como toda la fuerza de la vieja estaba en su nariz, se quedó allí tendida, sin poder moverse.

¿Qué iba a pasar ahora? La bruja se había quedado sin su larguísima nariz de hierro y, al parecer, ya no había peligro, pero antes de expirar, lanzó un último grito que retumbó en todo el bosque.

Los pájaros, asustados, emprendieron el vuelo, y los animales la huida. Luego se hizo el silencio.

Entonces el pobre hombre cogió los dos sacos y echó a correr lo más deprisa que sus piernas le permitieron. Corrió y corrió sin detenerse, en dirección a su casa.

Pero el rey de los diablos había oído el grito de su madre y acudió en su auxilio. Cuando llegó junto a ella y la vio muerta, enloqueció de furia y se puso a perseguir al leñador. Avanzaba muy deprisa y en seguida le divisó a lo lejos. Furibundo, le gritó:

-¡Leñador! ¡Leñador! ¡Mira detrás de ti!

El pobre hombre oyó aquella voz que parecía venir de ultratumba y que sonaba como el trueno en el silencio del bosque, pero no se detuvo, ni miró hacia atrás y siguió corriendo a toda velocidad. Todavía le faltaba un buen trecho para llegar a su casa y cada vez oía más cerca el jadeo del diablo, pero no desfalleció.

Pronto divisó entre los árboles el tejado de su casa. Pensó detenerse a tomar aliento, pero sabía que el peligro aún no había pasado. Las zancadas del diablo eran enormes.

Ya había llegado el leñador a la puerta cuando el diablo le alcanzó, se le pegó como una lapa y le gritó:

-¡Ya te tengo, malvado! Morirás de una muerte terrible.

En los cuentos, las brujas siempre vigilantes.

Atraídos por los gritos, acudieron los niños y, creyendo que su padre les había traído al diablo para que se lo comieran, armaron gran alboroto. Se pusieron a gritar todos a la vez:

-¡Padre! ¡Padre! ¡Qué alegría! -decía uno.

-¡El diablo, para mí! -decía otro.

-¡No, para mí!

-¡Tengo mucha hambre!

-¡Y yo también!

-Pues el diablo para todos –concluyó el hermano mayor sensatamente.

Al ver tantas bocas hambrientas, el diablo emprendió la fuga y no volvió jamás.

El leñador entregó a sus hijos el saco de comida y, gracias al otro, lleno de oro, no volvió a preocuparse por el porvenir y todos vivieron felices durante mucho, muchísimo tiempo.

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