Jack y Jill |
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Capítulo XIII Vacaciones que reponen la salud —Pero Jack, es imposible meter dentro del baúl todas esas cosas —dijo la señora Pecq con desesperación, viéndolo cargado de juguetes. —No ponga tanta ropa, lo único que nos hará falta será un traje de baño. Le aseguro que todas estas cosas deben ir —replicó Jack, agregando una pistola de agua y artículos de pesca. —¿Así que estas cosas son necesarias y la ropa no? —rió la señora. Lleva también una bicicleta, una carretilla y una imprenta. —Es probable que necesitemos todas esas cosas. Las mamás no comprenden a los hijos y meten en sus baúles un montón de camisas de cuellos duros y pañuelos limpios. Para llevar una vida sencilla, no hacen falta esas cosas. Entonces apareció Frank, con dos enormes libracos, pidiendo: —Meta esto en un rinconcito, los necesitaremos. —¡Pero si tu madre no te permitirá estudiar! —exclamó Jill. —Es para saber un montón de cosas. Con estos dos libros, un microscopio y un telescopio, uno puede viajar por todo el mundo aprendiendo lo que quiera. —¡Cielos! ¡Qué jóvenes tan raros! —exclamó la señora Pecq—. ¿Dónde quieres que meta eso, Frank? El baúl está lleno hasta el tope, tendrás que dejarlo. —Entonces, llevaré uno en cada brazo —contestó Frank. Al día siguiente, los viajeros partieron mientras la señora Pecq los despedía agitando su delantal. La señora Minot llevaba el almuerzo en un canasto; Jack, todos sus tesoros, y Jill, una preciosa maleta de viaje. Frank había conseguido llevar su enciclopedia, envuelta en una manta, y cada vez que alguien preguntaba algo, la sacaba triunfante. El viaje se efectuó en tren y en barco, con gran alegría de Jill; y los muchachos iban de un lado para otro por la cubierta. El hotel, que quedaba sobre la playa, estaba lleno de gente dispuesta a disfrutar lo más posible de las vacaciones. Entre los huéspedes, había muchos niños y por todos lados se oían risas y carreras. Jill estaba tendida sobre su cama, mientras la señora Minot iba y venía, poniendo todo en orden. —¿Cuándo podré salir? —preguntó la niña. —En cuanto refresque. Estoy preparando todo, pero debemos ser prudentes y no hacer demasiado el primer día. —Me portaré bien... Pero, por lo menos, deje que me ponga mi vestido marinero. ¡No estoy cansada y quisiera ser igual a los demás! —dijo Jill, que había mejorado mucho en el último tiempo. La señora Minot le permitió que se pusiera su traje marinero, y cuando la señora terminaba de abrocharle las botitas, Jack llegó golpeando la puerta y gritando sumamente excitado: —¡Mamá, la playa es magnífica! Encontré un lugar muy apropiado para Jill, bastante cerca de aquí. Hay un montón de muchachos en el hotel. Uno tiene una bicicleta y me dijo que me enseñará a andar. Todos saben que hemos llegado; me preguntaron por Jill y una de las niñas ya ha juntado unas conchitas para ella. Pero, ¡vamos, vamos! Yo llevaré todo. Jill encontró muy agradable la corta caminata hasta la playa. Iba apoyada en el brazo de la señora Minot y todos le sonreían. Jack caminaba delante, haciendo los honores, como si el Atlántico le perteneciera. El niño mostró a su madre el lugar que había descubierto para su amiga. Un sauce daba sombra al lugar, que quedaba a pocos metros del mar. A la señora le pareció perfecto y la niña fue instalada entre mantas y almohadones. Luego se acercaron otras niñas para conversar con ella, y Jack le dijo que le haría un acuario en un balde. La señora Minot se puso a conversar con una amiga que encontró allí —la doctora Hammond—. Y la tarde pasó rápidamente para todos. Lo más divertido fue la velada, cuando las personas mayores se reunieron en la sala para jugar a las prendas. Para los niños fue un espectáculo ver a los papás y mamás reír, discutir y bromear con tanta alegría, como niños. Al día siguiente comenzó una vida sana y llena de felicidad. Frank se hizo amigo del muchacho de la bicicleta, y Jack, de un niño llamado Cox. Se divertían pescando y buscando mariscos entre las rocas. Pero la que lo pasaba mejor de todos era Jill, porque día a día aumentaba su fuerza y mejoraba su ánimo. Su mejoría era tan rápida que resultaba difícil creer que fuera la misma niña que cantaba en la "Habitación de los Pájaros". Le escribía largas cartas a su madre, contándole sus paseos en coche y las pequeñas caminatas. Le hablaba de sus nuevas amigas, lo buena que era toda la gente con ella y todas las cosas bonitas que estaba aprendiendo a hacer con conchitas y algas. A medida que mejoraba le resultaba más difícil aceptar que tenía que permanecer inmóvil, y si la señora Minot no se hubiera encontrado a su lado, más de una vez habría escapado a jugar. Un día, la tentación pudo más que su sentido común y, aprovechando una salida de la buena señora, pidió a Jack, a Frank y al muchacho de la bicicleta que la llevaran a dar una vuelta en bote. Partieron los cuatro, riendo y cantando hasta que llegaron a Punta Goodwin, donde vieron a un grupo de personas que parecían muy interesadas observando algo. Era un fotógrafo que atraía a los turistas. Atracado el bote, los dos muchachos mayores saltaron sobre las rocas y desaparecieron entre la gente. Pasaron quince minutos sin que regresaran. Jill pidió a Jack que fuera a buscarlos y el muchacho desapareció a su vez. Jill, cansada, se recostó y comenzó a leer. La marea empezó a bajar y a llevarse el bote, que no estaba amarrado, mar adentro. La niña vencida por el cansancio y lo aburrido del libro se quedó dormida y no oía las voces que la llamaban desde la playa. Cuando despertó, se asustó al encontrarse sola tan lejos de la costa. Frank le gritaba desesperado: —¡Regresa! ¡Regresa, Jill! En medio de su desesperación le resultaba cómico, ya que no tenía remos. "Me pregunto si alguien llorará mi muerte —pensaba—. ¡No quiero morir así! ¿Por qué no habré obedecido a la señora Minot? Cuando la gente se encuentra en peligro, pide a Dios que la salve", pensó la niña con lágrimas en los ojos. Y poniéndose de rodillas comenzó a rezar con toda su alma. Al sentirse más calmada, se enjugó las lágrimas y empezó a mirar a su alrededor. A pocos metros de ella un pescador echaba las redes. Ocupado en su trabajo, no la había visto y tuvo que gritar llamando su atención. —¡Señor, por favor! ¡Ayúdeme! ¡Estoy perdida y no tengo remos! El pescador, después de recomendarle que no se moviera, enganchó la embarcación a la suya y la trasbordó a su bote. Cuando llegaron a la playa, la niña estaba tan pálida que Jack creyó que iba a desmayarse, mientras Frank le daba un fuerte coscorrón al muchacho de la bicicleta, quien le preguntaba sonriendo cómo le había ido en el viaje. Frank y Jack la llevaron en seguida a su habitación, donde la señora Hammond le dio un calmante y le dirigía palabras cariñosas. Los demás, ocupados en sus placeres, se olvidaron del asunto al día siguiente, pero Jill recordó aquella trágica hora durante largo tiempo: cómo había implorado la ayuda divina en el momento en que se encontraba más desalentada y cómo aquella ayuda había venido al instante. * —¡Dios mío! Sólo falta una semana para que regresemos. ¿No te parece espantoso? —preguntó Jack esa mañana mientras acompañaba a Jill en su habitual paseo por la playa. —Sí. Pero ahora estoy mucho mejor, y no tendré que estar encerrada, aunque no pueda ir aún al colegio. Cómo me gustaría ver a Merry y a Molly —contestó Jill, caminando con seguridad. —¡Qué agradable hubiera sido si hoy estuvieran con nosotros! —dijo Jack, porque ese día era el aniversario del hotel. —Me hubiera gustado tener a Molly aquí, pero mamá me recomendó que no pidiera nada. Tu madre ha tenido ya tantas atenciones conmigo. Me siento como si fuera hermana tuya, Jack. —Me alegro de que así sea —contestó el niño—. Ahora quédate un rato en tu rinconcito y no te muevas. Porque te necesitaré dentro de unos minutos. —A mí se me acabaron las escapadas, ya lo sabes. Me quedaré aquí hasta que vuelvas y terminaré la cajita que estoy haciendo para Molly, que está de cumpleaños esta semana. Jack miró para otro lado, temiendo traicionarse, mientras ayudaba a acomodarse a Jill en los almohadones. Luego, dando un grito de alegría, salió corriendo por la playa. Jill estaba tan ocupada con su trabajo, que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba, y el barco de pasajeros llegó en el preciso momento en que colocaba la última conchita rosada en la caja. Todos iban a ocupar habitaciones en el hotel y le divertía observar la carrera de los niños apenas pisaban tierra. "¡Ese muchachito regordete se parece mucho a Boo!", pensó Jill. El niño miraba curiosamente a su alrededor, prendido a la falda de una niña que estaba de espaldas. Sin embargo, Jill encontró algo familiar en su modo de vestir, lo mismo en aquella larga trenza y en la sombrilla japonesa. En el momento en que la niña se volvió, pensó: "¡Qué parecida a Molly!" —Pero... ¡si es ella! —exclamó. La recién llegada lanzó un grito de alegría al verla y corrió con los brazos abiertos hacia ella, perdiendo en el camino su sombrero y la sombrilla, mientras el pequeño Boo, agarrado de su falda, tropezaba y caía al suelo, gritando a más no poder. —¡Molly! ¿De dónde vienes —exclamó Jill. —La señora Minot nos invitó a pasar una semana con ustedes. ¡Qué bien estás, Jill; no puedo creer lo que ven mis ojos! —contestó Molly. —¿Una semana? ¡Qué maravilla! ¡Tengo tantas cosas que contarte y mostrarte! Ven en seguida a mi lugar preferido —dijo Jill. —¡Espléndido! pero debo ir a buscar a Boo y mi sombrilla y sombrero —contestó riendo Molly, mirando hacia atrás. Pero la señora Minot ya había consolado a Boo y recogido los objetos perdidos por la niña. Por lo que las amigas se tomaron del brazo y siguieron conversando con entusiasmo. Molly se mostró encantada de estar allí y Jill le regaló la cajita que acababa de confeccionar para ella. Ambas tenían tantas cosas que decirse que se hubieran quedado conversando infinitamente, si no hubiera llegado la hora del baño. Molly nadaba como un pez y arrancó aplausos al zambullirse desde el alto trampolín. Jack se entretuvo enseñando a nadar a Boo, quien resultó un alumno aventajado, porque como era gordito no podía hundirse, aunque quisiera. Jill se apuró en bañarse y se tendió al sol esperando que los demás salieran del agua. Cuando sonó la campana del almuerzo, todos regresaron al hotel, donde, para Molly, habían preparado una cama al lado de su amiga. Por la tarde hubo carrera de botes a remo, que las niñas presenciaron desde su rincón predilecto. Jill se alegró cuando supo que Frank había sido uno de los ganadores. Luego le tocó participar a Jack en una de las carreras por la orilla de la playa. Se había inscrito contra la voluntad de su madre, que tenía miedo de que su pierna enferma se resintiera. Molly y Jill no pudieron permanecer sentadas durante esta carrera, que fue muy estrecha, pero cuando llegaban a la meta, Jack, que estaba entre los primeros, sintió un fuerte dolor en la rodilla, y debió abandonar la competencia. Luego siguieron otras pruebas, pero Molly y Jill regresaron al hotel para descansar y vestirse para la cena. Jill tenía un precioso vestido blanco adornado con cintas de color rubí, que le quedaba muy bien. —No podré bailar aún, pero Molly debe divertirse. Espero que ustedes se preocupen de ella, muchachos —pidió Jill. Frank y Jack se lo prometieron, y mantuvieron su palabra, porque entre ellos y los demás muchachos no dieron un momento de descanso a la simpática Molly. La señora Minot debió recordar varias veces a las amigas que se estaba haciendo muy tarde, pero ellas estaban fascinadas con los fuegos artificiales. Finalmente, debieron ir a acostarse, pero Molly y Jill se consolaron conversando en la cama, porque era imposible dormir con tanta música y bullicio. Como en esa semana terminaban para muchos las vacaciones, las excursiones, reuniones y diversiones se multiplicaban durante el día, y por la noche, en la gran sala, los bailes y juegos eran interminables. Todos hacían proyectos para el próximo verano, y se prometían eterna amistad. Y llegó el día de la partida. Los Minot, con Jill, Boo y Molly debían tomar el barco junto con la doctora Hammond. Cuando todos estaban listos para emprender el camino hacia el embarcadero, se dieron cuenta de que Boo y el pequeño Harry Hammond habían desaparecido. Molly y la niñera de Harry empezaron a buscarlos por todas partes, hasta que de pronto oyeron carcajadas que provenían de la playa y los vieron aparecer arrastrando un carrito en el que llevaban un pejesapo muerto. —Nosotros lo pescamos —exclamaron los niños, llenos de satisfacción. —Siempre quise pescar una ballena... ¿Verdad que es bonita? —preguntó Boo. —¿Y que piensan hacer con ella? —inquirió la señora Hammond. —La envolveremos y la llevaremos a casa para jugar —contestó Harry. Hubo que explicarles que eso era imposible y ambos empezaron a llorar cuando los muchachos arrojaron lejos aquel juguete tan codiciado. Como se hacía tarde, debieron embarcar a los niños a la fuerza porque los marineros comenzaban a impacientarse. Boo fue el primero en calmarse. Y ahogando su último sollozo, consoló a su compañero sacando de su bolsillo varios cangrejos, parte de una estrella de mar y una colección de piedras. Ir a Capítulo XIV |