Jack y Jill

Capítulo I

La pendiente peligrosa

Aquella tarde de diciembre los niños del pequeño pueblo La Armonía se lanzaron a la calle para divertirse después de la primera nevada abundante del año. Todos estaban ansiosos por deslizarse en sus trineos. Los senderos elegidos eran tres. Uno de pendiente suave, terminaba en una planicie y generalmente estaba lleno de niños y niñas; otro cruzaba el lago helado y lo preferían los patinadores más temerarios; el tercero bajaba desde el cerro y moría bruscamente, al llegar a la cerca que rodeaba la carretera.

Encaramados o sentados sobre la cerca, varios muchachos y niñas descansaban después de una veloz carrera y se divertían haciendo comentarios de sus compañeros que jugaban sobre la nieve.

—¡Miren a Frank Minot! Es tan formal como un juez —observó un muchacho de mentón enérgico y mirada inteligente.

—¡Y atrás viene Molly Loo, con su hermano Boo! —canturreó otro, al divisar a una niña con el pelo suelto que llegaba con un niño pequeño tras de sí.

—¡Y qué largada la de Gus Burton! —dijo un muchacho alto.

—¡Bravo, Ed Devlin! —exclamaron todos, saludando a un joven de sonrisa agradable, que siempre tenía una palabra amable para cada niña que encontraba.

—¡Y allí vienen Jack y Jill!

"¡Abran paso a Jack, el buenmozo!"

Los muchachos cantaron versos que tenían para casi cada uno de sus compañeros.

En un trineo rojo se acercaban un muchacho de pelo tan rubio que parecía de oro, y una niña de cabellos negros y mejillas rojas. Radiante de alegría, él agitaba una de sus manos.

—Jill sigue siempre a Jack, y él lo acepta —comentó una de las niñas.

—Es el mejor muchacho del mundo, jamás se enoja —repuso otra, recordando que varias veces Jack la había defendido de las bromas de sus amigos.

—No se atreve a enojarse con Jill, porque, si lo hiciera, ella le sacaría un ojo —gruñó Joe Flint, resentido aún, pues Jill no lo había dejado jugar en la pendiente suave, único lugar donde se divertían los niños pequeños.

—¡Jamás lo haría! ¡Es una chica muy buena! —exclamaron las niñas—. Estás envidioso porque es la primera de la clase y más inteligente que tú, Joe.

Joe continuó molesto y Merry Grant cambió de tema preguntando:

—¿Irán todos a la reunión esta noche?

—¡Sí! Frank nos invitó a todos y siempre nos divertimos en su casa —agregó Sue.

—Jack dijo que habría un barril de miel a nuestra disposición; y hasta podemos llevar un poco a nuestras casas —añadió uno de los muchachos, relamiéndose los labios.

—Vale la pena tener una mamá como la señora Minot —comentó Molly, que llegaba en su trineo con Boo. Sabía lo que decía, pues era huérfana y cuidaba a su hermano Boo con cariño y paciencia.

—¡Es tan buena! —exclamó Merry.

—Especialmente cuando organiza una fiesta —dijo Joe, tratando de ser amable y temiendo que no lo invitaran.

Todos rieron, luego entre bromas y risas el grupo se dispersó.

—Jack, llévame por esa bajada. Joe dijo que no me atrevería a ir por ahí y quiero demostrarle lo contrario —pidió Jill, cuando se detuvieron a descansar durante la ascensión del cerro.

—Es demasiado peligrosa. Sube y daremos una vuelta por el lago —propuso Jack indicándole a "Centella", nombre con el que había bautizado a su trineo.

—No puedo permitir que Joe diga que no me atrevo a hacer algo. Si tú tienes miedo, iré sola.

Y antes de que él pudiera contestar, ella subió al trineo y partió velozmente por la pendiente peligrosa. No llegó muy lejos, porque se apuró demasiado en partir y no guió como debía. La niña rodó por la nieve, donde permaneció riendo hasta que Jack vino a ayudarla a ponerse en pie.

—Si insistes en ir, te llevaré. No tengo miedo porque he bajado muchas veces esta pendiente con los muchachos. Pero desistimos de hacerlo porque es corta y mala —replicó Jack con valentía.

—Tienes razón, pero tendré que bajarla varias veces. Si no, Joe dirá que soy miedosa —repuso Jill, frotándose sus manos heladas.

—Toma mis mitones y quédate con ellos, si quieres. Yo no los uso nunca.

—¡Gracias! Son preciosos y me quedan muy bien. A cambio te tejeré algo para Navidad —exclamó Jill, contenta.

Se encaminaron hacia el lugar de donde partían las tres pistas para trineos.

—Y bien, ¿cuál de las tres tomamos? —preguntó el niño, con una mirada de advertencia en sus ojos.

—¡Ésa! ¡Ya te lo dije! —insistió la niña.

—Bien. Agárrate fuerte.

Se deslizaron a toda velocidad y se detuvieron bruscamente en el cerco de la barranca.

—No me pareció tan arriesgado. Subamos para repetirlo. Joe nos está mirando y me gustaría demostrarle que no le tenemos miedo a nada —dijo Jill.

—Parece que lo que quieres es partirte la cabeza —contestó Jack, mientras subían la colina.

—No; quiero probarles a los muchachos que las niñas somos valientes, fuertes y capaces de desafiar el peligro. Nos deslizaremos tres veces. Mi caída anterior no vale; así es que me tendrás que llevar otras dos veces.

Jill se sentó y miró a Jack con cara tan suplicante que el muchacho accedió de inmediato, lanzándose cuesta abajo.

—¡Es maravilloso! ¡Una vez más! —exclamó Jill, entusiasmada por los gritos de un grupo de patinadores que pasaba cerca de ellos.

Estaban tan orgullosos que iniciaron el descenso distraídamente. Jill olvidó aferrarse a su compañero y éste de guiar su trineo con cuidado.

Nadie supo cómo ocurrió, pero trineo y ocupantes cayeron en medio de la carretera. Se oyeron dos gritos y luego silencio...

—¡Sabía que terminarían así! —exclamó Joe. Y moviendo desesperadamente sus brazos, gritó—: ¡Accidente, muchachos! ¡Accidente!

El grupo corrió a socorrerlos. Jack tenía una herida en la frente, que sangraba, y trataba de sentarse para ver dónde estaba Jill.

El grupo que lo rodeaba se apartó para dejarlo ver a su amiga tirada sobre la nieve. No se le veían heridas, y cuando le preguntaron si estaba muerta, contestó:

—Creo que no... Y Jack, ¿está herido?

—Se rompió la cabeza —contestó Joe por él.

Jill cerró los ojos, y con voz muy débil dijo:

—No se preocupen por mí... Vayan a cuidarlo a él.

—¡No! ¡Estoy bien! —repuso Jack tratando de levantarse; pero, al apoyar su pierna izquierda, lanzó un grito de dolor y cayó nuevamente al suelo.

—¿Qué te pasa, Jack? —preguntó Frank, alarmado.

—Caí de cabeza, pero parece que me rompí la pierna. No le cuentes a mamá —pidió Jack, apretando el brazo de su hermano.

—Levántale la cabeza, Frank. Le ataré mi pañuelo para detener la sangre —dijo Ed Devlin, mientras colocaba un puñado de nieve sobre la herida.

—Será mejor llevarlo a su casa —aconsejó Gus.

—Lleven también a Jill; parece que se rompió la espalda. No puede moverse —añadió Molly Loo.

—¡Fue por mi culpa! —gimió Jack—. No debí haberla llevado por esa pendiente.

—No, la culpa fue mía. Si me hubiera roto todos los huesos, me lo tendría merecido. ¡No, no me ayuden, deberían dejarme morir de hambre y frío aquí! exclamó Jill, con angustia.

—Pero nosotros queremos ayudarte —murmuró Merry—. Ya veremos quién es el culpable.

—Allí viene un auto. Iré a decirle que se acerque —anunció Gus y salió corriendo.

Cuando se acercó el vehículo, los niños se tranquilizaron porque lo manejaba el señor Grant, padre de Merry.

—¿Tuvieron un accidente? Recuerdo que, cuando joven, aquí mismo me rompí la nariz —dijo, riendo.

—Levantemos primero a Jill, señor —pidió Ed, siempre tan galante con las niñas, mientras extendía su capa sobre el auto.

—Bien, niña. Quédate quieta y trataré de no lastimarte.

Por más cuidado que puso el señor Grant al levantarla, el dolor que Jill sintió fue tan agudo que hubiera gritado, pero se mordió los labios. Apenas estuvo instalada en el asiento ocultó su cara en la capa y dejó correr sus lágrimas. Luego colocaron a Jack a su lado.

Se pusieron en marcha y todos los niños caminaron junto al vehículo para acompañar a sus amigos. Sólo Joe permaneció en el lugar contemplando los restos de "Centella" que señalaban el lugar de la catástrofe.

*

Ni Jack ni Jill hablaron mucho acerca del accidente. Fue una dolorosa prueba para ambos. Cuando el médico puso los huesos de Jack en su lugar, le hizo dar varios gritos. Frank, que hacía de ayudante, se puso pálido al ver el sufrimiento de su hermano. El doctor Whiting le dio tan poca importancia a la fractura, que el niño, inocentemente, preguntó si estaría bien en una semana.

—¡Hum!... Eso no. Vas a tener que esperar por lo menos veintiún días para que se suelden los huesos.

—¡Tres semanas en cama! —se quejó con desesperación el paciente.

—Para un adulto serían cuarenta días de recuperación, jovencito. Es mejor que trates de soportar la prueba con valentía. Buenas noches; mañana te sentirás mejor. Y recuerda: nada de movimientos...

Cualquiera hubiera pensado que el daño sufrido por Jack era mayor, pero el médico parecía más preocupado por la espalda de Jill que por los huesos rotos del muchacho. La niña soportó un horrible cuarto de hora, mientras el doctor la examinaba.

—Manténgala inmóvil y el tiempo dirá cuál es la gravedad de su columna vertebral —fue lo que expresó ante la niña; pero si Jill hubiera oído lo que dijo a la señora Pecq, no se habría sorprendido al ver llorar a su madre mientras le arreglaba las almohadas.

—¡No me mimes tanto, mamá! Yo tuve la culpa de todo; Jack ha sufrido muchísimo. ¡Todos deberían odiarme! —sollozó Jill.

—No hables, hija, y trata de dormir. Toma un poco del vino que la señora Minot acaba de mandarte.

—No puedo dormir. No comprendo cómo la madre de Jack puede mandarme cosas después de que casi he matado a su hijo. Si algún día logro salir de esta cama, seré la mejor niña del mundo.

—Sería bueno que comenzaras de inmediato, porque me temo que no podrás levantarte por mucho tiempo —suspiró su madre.

—¿Estoy muy mal, mamá?

—El doctor cree que sí.

—Me alegro, es justo que sufra más que Jack. Lo soportaré bien, verás, mamá. Y ahora, ¿quieres cantarme algo? Trataré de dormir.

Jill cerró los ojos, y antes de que su madre terminara una antigua canción, la niña estaba profundamente dormida, sosteniendo un mitón rojo en su mano.

La señora Pecq era inglesa; después de la muerte de su marido, había comprado una pequeña casa, vecina a la gran mansión de la señora Minot. Se ganaba la vida vendiendo pan, trabajando en una fábrica o en cualquier tarea que le ofrecieran. Ahora se encontraba sentada junto a la cama de la niña, y sentía un gran pesar, porque sabía que su hija estaría muchos meses sin poder moverse. Una de las mayores ambiciones de la madre era ver el nombre de Janey Pecq en el cuadro de honor del colegio, como primera alumna.

Entretanto, la otra madre, sentada también al lado de la cama de su hijo, sentía la misma ansiedad, pero con más esperanza.

Jack tenía las mejillas enrojecidas por la fiebre y parecía dolerle su pierna. La gente entraba y salía de la casa. La noticia del accidente había corrido con mucha rapidez. Frank colocó un cartel en la puerta que decía: "Se ruega entrar por la puerta trasera", con el fin de que el ruido de los visitantes no molestara a su hermano herido.

—¿Te sientes mejor, hijo? —preguntó la señora Minot.

—No mucho, mamá. Pero me olvido del dolor oyendo la música que toca Ed. Supongo que está preocupado por mí.

—Todos lo están. Joe trajo los restos de tu trineo, porque pensó que a lo mejor te gustaría conservarlos.

Jack trató de reír, pero no pudo, aunque consiguió decir alegremente:

—Qué bueno es. No quise prestarle a "Centella" por temor de que me lo rompiera... Creo que no necesitaré de sus restos para recordar la caída. ¡Ojalá nos hubieras visto, mamá! Debió haber sido algo emocionante... para mirar.

—No, gracias. Ni siquiera quiero imaginármelo —repuso la señora—. Nada de travesuras por un tiempo.

—Lo sé. ¡Fui un tonto al bajar esa pendiente!

—A veces algunas diversiones cuestan caras, hijo. Otra vez mantente firme ante los deseos de Jill.

—Lo recordaré, mamá. ¿Está muy mal Jill?

—Mañana lo sabremos, esperemos que el daño no sea grande.

—Me gustaría saber que tiene un lindo dormitorio... Debe ser triste vivir en esos cuartos tan pequeños —dijo Jack, mirando su habitación llena de comodidades.

—Me ocuparé de que no le falte nada, y ahora trata de dormir, que te hará bien —repuso su madre.

Jack cerró los ojos, obediente, y luego de unos minutos el niño yacía tan inmóvil que su madre creyó que dormía, pero de pronto vio que una lágrima se deslizaba por su mejilla.

—¡Hijo! ¡Qué tienes! —exclamó, angustiada, la madre.

—Todos son tan buenos conmigo que no puedo dejar de portarme un poco tonto.

—¡Un poco tonto! —repitió la madre, preocupada—. El dolor nos enseña muchas cosas, y algunas de ellas son el cariño y la bondad que hay en el mundo. No lo olvides nunca, hijo mío.

—No lo olvidaré, mamá. Dame un beso y te prometo portarme bien.

Apoyando la cabeza sobre el brazo de su madre, Jack permaneció quieto hasta que se quedó dormido.

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