Mujercitas |
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Capítulo XVIII Laurie se encaminó en la tarde siguiente a casa de los March, y al ver a Meg en la ventana pareció poseído de melodramática locura: se tiró del pelo, unió sus manos en actitud de súplica y se arrodilló en la nieve con los ojos en blanco. Meg rió, preguntando qué le pasaba a "ese ganso" y Jo, malhumorada, contestó que estaba imitando "lo que hará tu John cuando venga a verte". —Jo, por favor, no me fastidies. Somos muy amigos y seguiremos siéndolo. Nada más. —Sí, pero te hablará y tú no sabrás qué decirle. No le darás un ¡No! definitivo. —No soy tan tonta ni tan débil como crees. Yo sé lo que tengo que decir. —¿Te molestaría contármelo? —¡Oh, no! Simplemente, con mucha serenidad y firmeza, le diré: "Gracias, señor Brooke, pero estoy de acuerdo con mi padre en que soy muy joven para comprometerme; de manera que le ruego no añadir una palabra más, y sigamos siendo amigos como hasta ahora". Y después, abandonaré la habitación. En eso se sintieron en el vestíbulo unos pasos conocidos y Meg, que se había levantado, volvió atropelladamente a su costura. Jo ahogó la risa ante el repentino cambio, y cuando el señor Brooke, que venía en busca de su paraguas, llamó suavemente a la puerta, abrió con un gesto nada hospitalario. Saludó apenas al visitante y dejó sola a Meg para darle oportunidad de despachar su discurso, pero Meg intentó salir, murmurando: —Mamá querrá verlo; por favor, siéntese que voy a llamarla. —No se vaya. ¿Tiene miedo de mí, Margaret? —y el señor Brooke pareció tan dolorido, que Meg creyó haberse conducido de una manera muy brusca. Enrojeció hasta los ricillos de la frente, porque él nunca la había llamado antes "Margaret" y se sorprendió al ver qué natural y dulce sonaba en sus labios. —¿Cómo voy a tener miedo de usted, que ha sido tan bueno con papá? —respondió, tratando de parecer amigable y despreocupada—. Sólo desearía saber cómo agradecérselo. —¿Puedo decírselo yo? —preguntó el señor Brooke, sosteniendo la manita de Meg entre las suyas y contemplándola con los ojos castaños tan llenos de amor, que Meg sintió que el corazón le saltaba y no supo si deseaba echar a correr o quedarse a escuchar—. No quiero molestarla, sólo deseo saber si se interesa un poquito por mí, Meg, porque... ¡la quiero tanto! —añadió muy tiernamente. Éste era el momento para el discurso sereno y formal; pero Meg no lo dijo, olvidó todas las palabras, agachó la cabeza y respondió: "No lo sé", tan bajito, que John tuvo que inclinarse para oír la respuesta. —Yo esperaré, Meg, hasta que aprenda a quererme. ¿No será una lección muy difícil, verdad, querida? Me gusta enseñar, y esto es más fácil que el alemán... —sonrió John. Su tono era de súplica, pero al mirarlo tímidamente de reojo, Meg vio brillar sus ojos de alegría y advirtió en él una sonrisa de satisfacción, como quien no duda de su éxito. Esto la irritó, y las tontas lecciones de coquetería de Annie Moffat acudieron a su mente. Excitada, y sin saber bien qué hacer, siguió el impulso de su capricho y dijo con petulancia: —Le ruego que se vaya y me deje sola. No vuelva siquiera a pensar en mí. Él quedó pálido y muy serio; se le veía bastante parecido a los héroes de novela que ella admiraba, pero no se golpeó la frente ni se paseó desesperado por la habitación como ellos. Sólo se quedó mirándola de una manera tan pensativa y tan tierna, que ella sintió que a pesar suyo su corazón desfallecía. Qué hubiera pasado si tía March no irrumpe en ese preciso instante, nunca lo sabremos. La vieja dama había sabido por Laurie la llegada del señor March y se fue derecho a verlo. No halló a nadie al entrar, y queriendo darles una sorpresa, se metió en las habitaciones. Por lo menos a dos de ellos les dio una sorpresa. Meg se quedó tiesa, y el señor Brooke desapareció en el escritorio. —¿Qué significa esto? —gritó la anciana, dando un golpe en el suelo con el bastón. —Estábamos conversando. . . El señor Brooke vino a buscar su paraguas... —comenzó a decir Meg, deseando con toda su alma que el señor Brooke y su paraguas estuvieran fuera de la casa. —¿Brooke? ¿El tutor de ese muchacho? ¡Ah! Ya comprendo. ¡Supongo que no lo habrás aceptado, niña! —gritó de pronto, escandalizada—. ¡No pensarás casarte con ese Cook! Porque si lo haces, no heredarás ni un solo centavo de mi fortuna. ¡Recuérdalo! Si la tía March hubiera pedido a Meg que aceptara a John Brooke, probablemente ella hubiera declarado que ni lo pensaba siquiera pero al ordenársele autoritariamente que no lo quisiera, decidió de inmediato que sí. —Me casaré con quien me dé la gana, tía March, y puede usted dejar su dinero a quien le parezca —respondió. La tía March se puso los anteojos y miró a la niña, porque no le conocía ese carácter. Tampoco Meg se reconocía, pero se sintió muy decidida, muy independiente y contenta de defender a John y su derecho a amarlo si así lo deseaba. —De manera que intentas casarte con un hombre sin dinero y sin posición; cuando podrías vivir cómodamente si me hicieras caso. Te creí más sensata, Meg. Él sabe que tienes parientes ricos, niña, y sospecho que ése es el motivo de su cariño. —¡Tía March! ¿Cómo se atreve a decir eso? Mi John no se casaría por dinero, como tampoco lo haría yo. No temo ser pobre, porque hasta ahora he sido feliz y sé que lo seré con él, porque me ama y yo... —y sedetuvo de repente, recordando que "su" John podía oírla. La tía March estaba muy enojada. —¡Bien! Yo me lavo las manos en este asunto. He terminado contigo para siempre. Y dando un portazo en las narices de Meg, se fue con terrible enfado. Pareció que con ella se había llevado todo el coraje de la niña, porque en cuanto estuvo sola, se quedó indecisa, no sabiendo si reír o llorar. Antes de que tuviera tiempo de pensarlo, se hallaba Brooke a su lado que le decía: —No pude evitar oírte, Meg. Gracias por defenderme y gracias a tía March por demostrarme que te interesabas un poco en mí... ¿No necesito irme, verdad? ¿Puedo quedarme, y seremos felices, no es así, querida? Aquí se presentó otra buena oportunidad para hacer el grave discurso y la digna retirada; pero Meg no pensó en ninguna de las dos cosas y desacreditándose para siempre a los ojos de Jo al murmurar humildemente: "Sí, John", ocultó el rostro en el chaleco del señor Brooke. Quince minutos después, Jo bajaba sin hacer ruido; se detuvo un instante en la puerta de la salita y al no oír ruido alguno, sonrió, diciéndose: "Lo debe haber echado con cajas destempladas, como me dijo, y todo está terminado. ¡Cómo nos vamos a reír las dos!" Pero la pobre Jo no alcanzó a reírse, sino que se quedó pasmada en el umbral ante el espectáculo que se presentó a sus ojos. Para quien se disponía a regocijarse ante un enemigo vencido y admirar a una hermana altiva, decidida a expulsar a un enamorado indeseable, fue ciertamente un golpe hallarse con el susodicho enemigo, cómodamente sentado en el sofá, y a la altiva hermana que lo miraba con la más abyecta sumisión. Jo abrió la boca, como si le hubiera caído encima un chorro de agua fría, y Meg dio un salto; pero "aquel hombre" se echó a reír y dijo con toda frescura, besando a la recién llegada: —Hermanita Jo, ¡felicítanos! Nadie sabe todo lo que pasó en la salita esa tarde: pero se habló mucho y el suave señor Brooke asombró a sus amigos por la elocuencia y el fervor con que defendió su causa y explicó sus proyectos para casarse dentro de tres años. Jo meneaba la cabeza, y cuando sintió abrirse la puerta de calle, pensó: "Aquí viene Laurie, al fin podré oír a alguien sensato". Pero Jo se equivocaba, porque Laurie entró bailando de alegría, con un precioso ramo de flores para la señora Brooke", y con el aire evidente de quien estaba seguro de que las cosas habían concluido así por obra exclusiva suya. —No me parece usted muy feliz, Madame, ¿qué le pasa? —le preguntó a Jo en un rincón de la salita, mientras todos rodeaban al señor Laurence que acababa de entrar. —No apruebo esta unión, pero me resigno y no diré una sola palabra en contra —respondió ella solemnemente. Laurie le habló con optimismo, haciéndole ver cuánta ventura había para todos en el porvenir. —Debería consolarme, pero nadie sabe lo que pasará en tres años. Me da miedo pensarlo, porque puede ser triste. Y todos son tan felices ahora, que no creo que puedan serlo más —dijo Jo. El padre y la madre estaban sentados juntos, reviviendo el romance que para ellos comenzara hacía veinte años. Amy dibujaba a los enamorados, que estaban sentados aparte, en un mundo propio cuya luz iluminaba sus rostros. Beth hablaba animadamente con su viejo amigo. Jo, repantigada en su silla baja favorita, mantenía su grave apariencia, y Laurie, apoyado en el respaldo de su asiento, el mentón a nivel de la ensortijada melenita, le sonreía amigablemente y le hacía señas a través del gran espejo que tenía enfrente. Y así reunidos, los dejamos mientras el telón cae sobre Meg, Jo, Beth y Amy. Volver al Índice |