Hombrecitos

Capítulo 14

EL VIEJO SAUCE

Este era un viejo sauce que vio y escuchó muchas cosas por haber sido elegido por los chicos para sus conversaciones. Les gustaba por su sombra y porque sus ramas semejaban brazos abiertos que los esperaban para ofrecerles horas de tranquilidad.

Un lindo pajarito que tenía su nido en el viejo sauce nos contó lo que cierto sábado ocurrió.

Daisy y Nan habían sido las primeras en llegar, trayen­do las ropitas de sus muñecas y jabón para bañarlas en las aguas del arroyuelo cercano.

La primera de las niñitas separó ordenadamente para hacerlo: primero la ropa blanca, y luego la de color. Después que lavó las ropitas, las tendió con mucha delicadeza para que se secaran al sol. Luego Nan realizó su tarea, pero colocó toda la ropa junta, sin preocuparse de los colores. El resultado fue que una gorrita verde se destiñó y manchó toda la de­más ropa.

—Debes colocar la ropa al sol; así se blanqueará —dijo Daisy, que se consideraba más experta que Nan.

—Muy bien —contestó ella—; y desde este árbol, al que treparemos, podremos ver si se vuelan. ¿De acuerdo?

Una vez instaladas en una de las ramas del viejo árbol, empezaron a charlar, tal como acostumbran las señoras des­pués de terminar sus quehaceres domésticos.

—Haré un colchón de plumas para esta almohada —di­jo Nan, entretenida en dicho trabajo.

—No estoy de acuerdo —le respondió Daisy—; los col­chones de pluma no son saludables. Así dice tía Jo.

—A mí me da lo mismo; "mis niños" duermen hasta en el suelo.

Daisy, mirando las manchadas ropitas, dijo:

—Creo que primero perderán su color antes que las manchas —y lo dijo sólo para cambiar de tema, como acostumbraba hacerlo cuando no estaba de acuerdo con su amiga.

—Pues... no te preocupes —contestó—. Creo que me ocuparé de mi granja, cosa que prefiero a ser "ama de casa".

—No hables así; Dios te castigará —replicó Daisy—. Los hijos no viven si les falta la madre.

—¡Pues, que no vivan! Yo ya estoy harta de ellos... —protestó Nan.

—Mi mayor satisfacción será tener una casa bien cui­dada —dijo Daisy, adoptando un aire de madre.

—Pues yo me conformaré con tener las medicinas ne­cesarias y un buen coche para poder visitar a mis enfermos. ¡Ya verás cómo me entretendré! —expresó Nan.

—¿Y te atreverías a cortar piernas, a extraer muelas y a aplicar sanguijuelas? —preguntó Daisy horrorizada.

—¡Claro que sí! Mira, mi abuelito era médico. En una oportunidad me llamó para que le ayudara a curar a un hom­bre que tenía una gran herida en la mejilla. ¡Y lo hice muy bien! Ni me asusté.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Daisy intrigada.

—Sostener la esponja mientras duró la operación.

Desde abajo, una voz las interrumpió:

—¡Nan! ¿Dónde estás?

—¡Aquí estamos! —respondieron las niñas a Emilio, quien apareció agarrándose fuertemente una mano y dando muestras de dolor.

Daisy le preguntó:

—¿Qué te ha pasado?

—Me he incrustado una astilla en el pulgar y no pue­do sacármela. ¿Puedes tú, Nan?

La pequeña traviesa examinó al "paciente", el que lue­go se prestó valientemente a la "operación". Daisy se cubrió los ojos mientras Nan, con mano segura, pinchó y exploró la piel del dedo lastimado. El paciente daba indicaciones con expresiones de dolor.

En cosa de minutos, la astilla estaba extraída.

Después de darle la indicaciones para el cuidado de la herida, Nan bajó, seguida de Daisy y Emilio, para luego recoger las ropas lavadas y dirigirse a la cocina nueva para plancharlas.

El viejo árbol movió sus hojas al soplo de la suave bri­sa, como si riera de la escena que había presenciado. Pero luego dejó de estar solitario, ya que una nueva pareja lo animó.

—Se trata de un secreto —dijo Tommy con aire de im­portancia.

—Te escucho —le contestó distraídamente Nat.

—En nuestra última reunión acordamos que debemos limpiar la mala imagen que creamos de Dan con nuestras sospechas. Para eso, he propuesto que le hagamos un regalo; algo práctico y lindo.

—Creo que le gustaría mucho un cazamariposas —dijo Nat más atento.

—Encuentro mejor uno de esos aparatos..., ¡un microscopio!

—Por supuesto que sí; pero... debe costar muchísimo.

—Ya lo creo, pero todos colaborarán. Yo empecé la lista, anotándome con cinco dólares.

—¡Pero eso es todo tu dinero! —exclamó Nat.

—Escucha; te confesaré algo —susurró Tom—. Por ese maldito dinero he pasado muy malos ratos, así es que no es­toy dispuesto a seguir ahorrando. Todo lo que reúna lo gasta­ré bien. Primero seré bueno con Dan.

—Por mi parte, seguiré tu ejemplo —respondió Nat—. En vez de ahorrar para comprarme un violín, le regalaré a Dan el cazamariposas que tanto desea.

—Me parece muy buena idea —dijo Tommy, y agregó—: El lunes iremos a la ciudad con Emilio y Franz para comprar las cosas. Pídele permiso al profesor para acompa­ñarnos.

Y tomados del brazo, se alejaron felices, conversando sobre sus nobles planes.

Después de un buen paseo por el bosque, Dan y Demi se detuvieron ante el sauce amigo, trepando a él.

—Dime, Dan —preguntó Demi—, ¿por qué las hojas del abedul se mueven tanto?

—Observa la unión del brote con la hoja, y verás que está doblada. En otros, las hojas nacen rectas y no pueden moverse tan fácilmente.

Luego Dan le contó sobre otras hojas.

—Yo sé que las hadas usan como sábanas las hojas del gordolobo —dijo Demi.

—¿Todavía crees en fantasías? Si tuviéramos un mi­croscopio te haría ver cosas más interesantes que las que se ven en el mundo de las hadas —expresó Dan, contándole luego a Demi—: Había una anciana que cosía las hojas del gordolobo para fabricarse gorros de dormir, pues le evitaban la ja­queca.

—¿Quién era? —preguntó curioso el pequeño.

—Era una viejecita que vivía pobremente con la com­pañía de diecinueve gatitos. Algunos la creían bruja, pero no era mala.

Demi se quedó pensativo, y, dirigiendo su vista al cielo, dijo, imaginando lo que más le gustaba:

—Es difícil encaminar nuestros pensamientos, ¿no?

—¡Caramba si lo es! —y en su rostro se reflejo el desaliento.

—Pues mira; te voy a relatar mi juego. Me imagino a mi alma como a un niño alado, encerrado en un cuarto que es mi entendimiento. Las paredes de este cuarto tienen repisas y cajones donde almaceno mis pensamientos. Los buenos los coloco a la vista: los otros los encierro con llave. Cada sema­na los ordeno. Es un bonito juego. Tú, Dan, deberías proce­der como yo.

—Mis defectos, como son muchos, son imposibles de guardar. Además, mi almacén está muy desordenado.

—¡Pero yo he visto el mayor orden en los cajones de tu armario! Si te propones, con los otros pasará igual —le alentó Demi.

—Si tú me enseñas, creo que podré —respondió Dan.

—Sí, te ayudaré con mucho agrado —le aseguró Demi.

Y siguieron conversando hasta que Dan divisó a Jo, quien caminaba lentamente, leyendo un libro, seguida por Teddy.

—Esperemos a que nos descubran —susurró Demi.

—Mami, ¿mamos a pescá? —se escuchó la vocecita del niño, y al mismo tiempo una rama de sauce cayó a sus pies, como en los cuentos de hadas. Jo levantó la vista, mientras Teddy gritaba que quería subir al viejo árbol.

—Ven —le dijo Demi—. Yo voy a buscar a Daisy.

—Suba usted también, señora Jo. Aquí hay un lindo lugar para usted —la invitó Dan, riendo—. Yo la ayudaré —añadió.

—Allá voy... —dijo Jo y se dispuso a trepar el árbol. Luego preguntó—: ¿Qué hacen aquí?

—Hemos estado hablando sobre cosas interesantes —le respondió Dan.

—¿Así es que le enseñaste a Demi algo sobre hojas y bichos? Eso me agrada. Él necesita de tus lecciones; deberías salir a pasear más seguido con él.

—Bien lo quisiera, pero... ¿me confiaría usted a Demi?

—¿Y por qué no?

—Pensé que no le agradaría, por ser yo un chico malo...

—¿Quién te ha dicho eso? Tú haces bastante por corre­girte. ¿No ves cuánto mejor estás ahora?

—¿Eso cree? —inquirió Dan, sumamente halagado.

—Claro que sí; te he observado, y estoy convencida de que eres muy bueno, Dan. No sólo te confiaré a Demi, sino también a mi hijo. Tú serás su maestro.

—Pero ¿serviré para ello? —preguntó asustado Dan.

—Ya lo creo. Demi te necesita, porque no ha convivido con niños de su edad; además, te admira por tu valentía y por lo mucho que sabes sobre pájaros, insectos y plantas. Una amistad sincera los beneficiará a los dos.

A la caída de la tarde, Jo, Teddy y Dan bajaron del ár­bol. Éste quedó solo durante una hora, viendo alargarse las sombras que proyectaba el sol al despedirse. Pero en ese momento, un chiquillo cruzaba la pradera. Billy estaba en el arroyo. El recién llegado, acercándose cuidadoso, le dijo:

—Llama al profesor en secreto —y mientras Billy corría diligente, el pequeño se trepo al viejo árbol.

—Bien venido, Jack —se escuchó la voz del profesor, que se aproximaba—. ¿Por qué no has pasado?

—Antes deseaba hablar con usted. El tío me ha vuelto a enviar, y temo no ser bien mirado por los chicos.

Tras el buen castigo dado, el tío le había ordenado regresar al colegio. El se había resistido, pero el señor Ford no cedió.

—Aunque bien mirado, te lo mereces —le dijo el profesor—. Pero no creo que los muchachos te traten mal. De todos modos, tu deber es pedir perdón a tus tres compañeros. Por lo demás, yo te ayudaré a que vuelvan a apreciarte como antes.

—Lo haré, señor —dijo Jack humildemente.

La acogida que le hicieron no fue nada de cordial, pero la actitud del arrepentido les hizo pasar el enojo y, poco a poco, el ambiente fue volviéndose más favorable. Los chicos comprendieron que Jack estaba verdaderamente arrepentido y que estaba dispuesto a empezar de nuevo, aprovechando otra oportunidad que, por suerte, le daba Plumfield.

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