Hombrecitos

Capítulo 6

EL "JOVENCITO NUEVO"

En el salón se estaba representando una función de circo. Ned hacía acrobacias, trepando y bajando por una vieja escalera. El número siguiente era una danza ejecutada por Demi. El número de mayor efecto, el último, estaba a cargo de Tommy, y consistía en un salto mortal, cuyos ensayos le habían costado varios golpes. Pero en el público habría un espectador que no daría muestras de mayor entusiasmo. Era un antiguo amigo de Nat, a quien éste había llevado después de sucedido lo que vamos a contar:

La señora Bhaer se encontraba ocupada cuando Nat le pidió permiso para decirle "dos palabras". Como estaba acos­tumbrada a estas interrupciones, le puso atención.

—Señora, ahí tengo un amigo mío —empezó Nat.

—¡Bienvenido! ¿Viene a visitarte?

—Sí..., no..., es decir...

—Habla, hijo mío.

—Se llama Dan. Es pobre y está solo en el mundo. Yo le dije lo bien que se vive aquí y que viniera.

—¿Dónde lo conociste? ¿qué ocupación tiene?

—Lo conocí cuando yo tocaba violín en la calle. Él era vendedor de diarios.

—Pero necesito saber más detalles, hijito.

—Yo creía —dijo Nat apenado— que usted recogía a todos los chicos pobres. ¿Le digo que se vaya?

—No; hazlo pasar. Pero debo conversar con él antes de prometerle algo.

—Aquí está Dan —dijo luego Nat, presentándole un muchachito de mirar esquivo.

—Según tu amigo, quieres vivir con nosotros —le dijo Jo mientras lo observaba.

—Sí —contestó el muchacho.

—¿Tienes padres?

—¡No!

—¿Cuántos años tienes?

—Creo que catorce —contestó indiferente el niño.

—Aquí tendrás que acostumbrarte a pequeños trabajos, estudios y juegos. ¿Te agradaría hacerlo?

—Lo intentaré.

—Llévalo a conocer la casa—le dijo a Nat—. Tal vez podamos hacer la prueba de tenerlo aquí.

Los dos muchachos se dirigieron al salón. Los aplausos inundaban la sala, cuando se escuchó la voz discordante del recién llegado:

—¡Bah! ¡Qué mal salto!

—¿Qué has dicho? —lo increpó Tommy, ofendido.

—Lo que oíste. ¿Quieres pelear conmigo?

—No... —contestó Tommy, desconcertado—. Aquí nadie pelea: está prohibido.

—¡Qué cobardes son todos! —dijo Dan con desprecio.

Nat, deseoso de aconsejar a su amigo sobre las normas de la casa, le dijo:

—Continuaremos nuestro paseo, Dan.

No se supo de qué hablaron pero, a su regreso, Dan se comportó todo lo correcto que pudo, aunque sus modales seguían siendo torpes.

El profesor Bhaer, por su parte, se limitó a decir:

—De seguro que este experimento nos costará más de un dolor de cabeza, pero es nuestra obligación hacerlo.

Entretanto, los muchachos se fueron acercando a Dan, sobre todo por la manera viva con que relataba sus aventuras. Lo seguían, pues, los tres mejores alumnos del colegio. Los esposos Bhaer no dejaban de estar inquietos, pero preferían pensar que los tres buenos chicos harían a Dan semejante a ellos, y no al revés. El nuevo alumno se daba perfectamente cuenta del estado de ánimo de los Bhaer, y por el placer de inquietarlos más, se mostraba huraño y brusco.

En Plumfield, los niños eran educados para que fueran valientes y, aunque el profesor Bhaer desaprobaba las demostraciones de fuerza que los dejaban heridos, Dan hacía constantemente gala de los golpes que daba o recibía.

—Si prometen guardar el secreto, les enseñaré a pelear —les dijo Dan un día. Y, seguido por unos alumnos, les dio una lección. Fue entonces cuando apareció el profesor y les dijo:

—Esto no está permitido: aquí se viene a estudiar. Ahora, ¡vayan a lavarse y a presentarse correctamente! Ya tendrán tiempo para aprender a pelear. Y tú, Dan —añadió con el ceño fruncido—, que has sido el organizador, debes respetar tu palabra: de lo contrario, no podrás seguir en este colegio.

Después de la reprimenda, Dan se mostró cabizbajo durante varios días. Pese a ello, no tenía ningún deseo de obe­decer al señor Bhaer, cosa que demostró una tarde que fueron al río. A ruego de "Gordinflón", a quien no le gusta caminar, llevaron al burro Toby para que cargara unos palos de re­greso.

—Móntalo tú, perezoso —le dijo Dan.

Cuando estaban de vuelta, Demi dijo en broma:

—Pareces un picador en una corrida de toros.

Entonces Dan, excitado ante la idea, propuso:

—Hagámosla, Tommy. Allá en el prado está Mariposa: ¡vamos!

—No, Dan —insinuó inquieto Demi.

—Siempre cobarde. ¿Acaso prohibió el profesor que jugáramos a las corridas de toros? —preguntó Dan, desafiante.

—Bueno..., a eso no —respondió Demi.

—Pues vamos —y entregando a Tommy un trapo rojo, se preparó para molestar a la vaca. Todos los muchachos miraban con interés y de a poco se fueron involucrando en el juego.

Mariposa echó a correr, pero los jovencitos la acosaban. Acorralada, repentinamente se volvió, atacando al burro, el que cayó. La vaca huyó, aunque, finalmente, lograron agarrarla, llevándola amarrada de una soga. El animal cojea­ba de una pata.

Enterado el profesor Bhaer, lo primero que hizo fue curar al animal; luego envió a los jóvenes a sus cuartos hasta la hora de la cena.

Dan estaba arrepentido y silbaba para disimular su preocupación. De pronto apareció el señor Bhaer.

—Lo sé todo —le dijo—. El reglamento de Plumfield nos obliga a respetar a los animales y a las plantas... Pero la señora Bhaer me pide que te perdone, aunque nos has defraudado, pues creíamos que te gustaban los animales y las plantas. ¿Nos ayudarás a darte otra oportunidad? —añadió.

—Señor, se lo suplico —respondió Dan respetuoso y sin atreverse a levantar la vista.

—Bien, doblemos la hoja. Mañana cuidarás a Mariposa en vez de ir a pasear.

—La cuidaré, señor —respondió el muchacho.

Pese a su promesa, sus malos hábitos volvieron a ponerse de manifiesto. Una noche en que el señor Bhaer había salido y los menores dormían, Dan sacó de debajo de su cama una botella de cerveza, una baraja de naipes y un cigarrillo, y dijo a Nat:

—Pasaremos un momento agradable; nadie lo sabrá.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Nat sorprendido.

—Se la debo al viejo de la estación; tú la pagarás.

—Tengo miedo...

—¡Bah! La señora Bhaer está con Teddy, que está en­fermo. El profesor ha salido... ¿Invitamos a Demi?

—¡No!, ése no sirve. Trae sólo a Tommy.

—Yo les enseñaré cómo juegan los hombres —dijo Dan, una vez que estuvieron todos reunidos—. Primero, beber; luego, fumar. Tercero, jugaremos al póker; yo les enseñaré.

La botella y el cigarro pasaron de boca en boca. Dan estaba encantado, aunque a los chicos no les gustaba el sabor amargo de ambos. Pero lo disimulaban para no parecer "poco hombres".

La reunión no estaba animada, pues a Nat le dolía la cabeza y Tommy sentía sueño. De pronto Dan ocultó la lin­terna con que se iluminaban preguntando:

—¿Quién está ahí?

—Yo —respondió Demi—; Tommy no está en su cama.

—No puede ser —le contestó Dan y empujó a Tommy para que saliera escondido.

Ya en su cama, Tommy sintió que algo le quemaba una mano. Era el cigarrillo, que al huir había llevado consigo. Lo estrujó, arrojándolo debajo de la cama. Pero el cigarrillo, mal apagado, encendió la estera del piso, propagándose a la colcha de su cama. De no ser por Franz, el fuego habría alcanzado a los dos niños que allí dormían. Rápidamente los despertó y, con su ayuda, trató de apagar el fuego que se propagaba por las cortinas y los tapices hasta que las llamas se extinguieron.

Nat y Tommy confesaron; Dan calló.

A la mañana siguiente, cuando regresó el profesor, en­contró las señales de la catástrofe. Algunos niños, entre ellos Tommy, habían sufrido quemaduras. Entonces procedió a arreglar cuentas con el culpable. Resolvió enviarlo al campo, a casa de un excelente señor llamado Page. Allí permanecería hasta que su conducta acreditara que podía volver a Plumfield.

—Si no me gusta, huiré —había dicho Dan al saber de la determinación del profesor.

Cuando el coche partió, los ojos de Nat y de Jo estaban llenos de lágrimas. Pero el dolor de la separación fue aliviado por una carta del señor Page, que informaba del buen com­portamiento del chico. Poco duró esta alegría: a la siguiente semana, una segunda carta trajo la noticia de la fuga de Dan.

—Considero un deber ofrecerle otra oportunidad de en­mienda —dijo el señor Bhaer.

—Dan no está perdido —añadió la tía Jo—. El corazón me dice que nuestro esfuerzo no será inútil.

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