Juan de la Rosa |
Capítulo XXVII
DE CÓMO FUI Y LLEGUÉ A DONDE QUERÍA
Reinaba un silencio de muerte en toda la ciudad. Luz viva, intermitente, alumbraba a momentos las calles desiertas y las casas herméticamente cerradas. Verifícase aquella noche un fenómeno que se observaba con frecuencia desde los hermosos valles de mi querida tierra. Una nube pardusca se extiende sobre la cordillera del norte, y otras más tenues y rizadas encapotan el cielo, de modo que es posible descubrir al través de su nacarado velo las estrellas de primera magnitud. Aquélla despide silenciosamente relámpagos, haces luminosos, que toman figura arborescente, alumbrando los menores objetos, con luz que parece más la del día a los ojos mal dispuestos a recibirla en medio de las tinieblas.
He oído muchas explicaciones, a cuál más absurda del fenómeno. Para mí debe ser únicamente el efecto de las furiosas tempestades que se desencadenan sobre las inmensas selvas, al otro lado de la cordillera.
Iba ya por la acera de la Matriz, cuando oí la voz de alerta de un centinela en media plaza. Dirigí mis ojos de ese lado, y vi, a la luz de un relámpago, una cabeza humana clavada sobre una pica, cerca de la fuente, en el borde de cuyo estanque circular se había sentado el soldado, con el fusil entre las piernas. Otro relámpago me permitió distinguir en seguida la calva frente del gobernador Atezana, y una sombra extraña, que se arrastraba, que se arrastraba como una culebra sobre el suelo, aproximándose a la pica.
— ¡Alto! ¿quién vive? —gritó el soldado, poniéndose de pie y preparando el fusil; porque yo oí distintamente los dos sonidos secos, que el arma produce en ese momento.
Nadie respondió. Un tercer relámpago, más vivo que los anteriores, debió haber permitido al soldado ver un hombre que ya se abalanzaba de la pica, tal como yo lo noté perfectamente. Partió el tiro; un grito inarticulado, como de fiera herida, resonó en medio del silencio de la noche y aquel hombre extraño echó a correr por la calle de los Ricos. Por el grito reconocí a Paulito. Era él, en efecto. Supe después que volvió en otra noche más oscura y propicia para su intento, y que consiguió llevarse la cabeza de su amo, y darle sepultura en el cementerio de San Francisco. Personas respetables, que dicen haberlo visto por sus propios ojos, me aseguraron, también, que al día siguiente encontraron muerto a Paulito sobre el sepulcro, como perro fiel que no pudo vivir privado de la vista de su dueño.
Yo eché a correr como un gamo en contraria dirección, calle de Santa Domingo abajo, y me detuve más que al llegar al fin de ella, cerca a la barranca del Rocha, no por mi gusto, sino porque vi, también, clavada allí otra cabeza, la del patriota Agustín Azcui, sin duda. Lo mismo me hubiera pasado por cualquiera parte que intentara salir de la ciudad. Don José Manuel Goyeneche tuvo aquel día a su disposición más cabezas de las que necesitaba, para poner una en cada camino; pero lo único que no consiguió fue precisamente lo que él se proponía: "escarmentar a ese pueblo de indomables insurgentes".
Temía que alguna centinela colocada allí, como en la plaza, me detuviese, siquiera para hacerme perder el tiempo con un rodeo más largo del preciso para no ser visto por ella. Pensando esto, me subí sobre una tapia que cerraba el huerto, salté al otro lado, y volví a hacer lo propio en sitio conveniente. Una vez en la playa del río, me senté sobre la fina arena para tomar aliento. Vi a mi lado un reparo de troncos de sauces y ramaje; me hice de una buena estaca, y seguí mi camino por el de Quillacollo. Era ya tarde de la noche; el signo nefasto de Escorpión, que los labradores me habían enseñado a conocer con el nombre vulgar del Alacrán, brillaba en la mitad del cielo, en un ancho desgarrón de las nubes.
Una voz admirable, pura, argentina, de mujer, cantaba a lo lejos, no sé donde, en medio de aquel silencio sepulcral un huaiño que se hizo después muy popular en todos los valles de Cochabamba.
Traducido fielmente al castellano, mereció también ser cantado en los salones, por las señoras principales, que se reunían alrededor de una guitarra, del arpa o del clave, instrumentos músicos mejor tocados por ellas que los magníficos pianos de Collard o de pierna de calzón de los que sólo saben servirse con gusto algunas de sus nietas más civilizadas, siendo raras las que hacen además gorgoritos a la italiana.
Reventar puede mi seno henchido
De triste llanto;
Porque mis ojos no lo han vertido
En mi quebranto.
Llorar sería grato consuelo,
Pero por nada
Quiero que entiendas, al ver mi duelo,
Que estoy domada.
Este fue el último lamento que oí al alejarme de mi valerosa Oropesa vencida en lucha desigual por Goyeneche; fríamente entregada por el bárbaro a las brutales pasiones de su horda "defensora del trono y del altar"; bañada en la sangre de sus mejores hijos, cuyo sacrificio salvó a las provincias del Plata, de donde salieron más tarde las cruzadas redentoras de Chile y del Perú, tal como he de demostrarlo muy en breve, si Dios me da permiso para continuar escribiendo mis memorias.
Anduve a buen paso la parte poblada de las Maicas y de las inmediaciones de Colcapirhua. Crucé en seguida al trote el llano de Carachi, donde no se veía entonces ni el más humilde rancho, por lo que era el paradero de los salteadores. Nadie me atajó, ni vi alma viviente, ni del otro mundo.
En las estrechas y tortuosas calles de Quillacollo tropecé con montones de cerdos dormidos, y no tuve poco trabajo para defenderme de un sinnúmero de perros, que salían ladrando de todos los patios y corrales, por sobre las cercas, y me rodeaban hostilmente, pero sin atreverse a llegar al alcance de mi estaca. La luz del alba comenzaba a blanquear cuando llegué al camino de travesía, que iba ahora a seguir para llegar a mi destino. Un joven mestizo, alto, fornido, armado de un chicote de grueso mando de chonta, terminado en una bola de plomo, que podía servirle tanto para ahuyentar a los perros como para descalabrar a un prójimo, venía hacia mí, acezando de cansancio. No me asusté de ningún modo al verlo; pero tuve un triste presentimiento, y le dije en quichua:
— ¡Hermano! ¿cómo está el caballero enfermo?
— Voy a llamar al tata cura —me contestó apretando el paso.
No me había engañado mi presentimiento. Muchas veces me ha sucedido lo mismo, aun sin los antecedentes que entonces tenía. Creo que hay no sé qué facultad de adivinación que aún no conocemos, pero que se revela de ese modo en muchas personas de un temperamento nervioso como el mío.
La puerta del patio de la Casa Vieja estaba completamente abierta. El patio cubierto de yerba, tal como lo vi, por sobre la pared, la vez que pasé con Ventura y oí los acordes del violín, mostraba un blanco y estrecho sendero, hasta el pie de la escalera. Lo seguí sin vacilar, pero me detuve luego alarmado; di un salto para atrás, y levanté mi estaca. Un enorme perro de Terra Nova yacía junto al primer peldaño de la escalera. No hizo él ni el más ligero movimiento. Noté entonces que estaba extendido de espaldas, y no dudé que habría muerto, como realmente había sucedido. Salté por sobre él; subí de dos en dos los peldaños de los que algunos estaban muy deteriorados por el tiempo.
La escalera terminaba en un estrecho corredor volante, al que daban, primero una puerta, y después dos ventanas enrejadas; la puerta estaba abierta y oscura; salía luz de los resquicios y rajaduras de las tablas que cerraban las ventanas. Entré a un pasadizo o antesala, que mostraba en uno de sus lados un portón entreabierto, y en seguida una fuerte reja movible, abierta ahora enteramente. El corazón me latía de tal modo, que parecía iba a saltárseme del pecho. Reuní todas mis fuerzas para mirar con precaución al interior de la sala.
Era ésta de una diez varas de largo por seis de ancho. Las paredes blanqueadas de yeso estaban cubiertas de extraños dibujos, hechos unos con carbón y otros con tierra colorada. Había hombres con cabezas de animales, y animales con cabezas humanas; árboles imposibles; flores con alas; pájaros pendientes de ramas como flores. Anchas goteras, cayendo del techo, habían lavado en muchas partes el blanqueo y los dibujos. Tablas sostenidas por estacas en toda la extensión de las paredes, a la altura donde podía llegar la mano de un hombre de tamaño regular, contenían multitud de figuras de barro, estuco y piedra, tan raras y caprichosas como los dibujos. Tengo ahora a mi vista una de ellas, un grupo, en piedra blanca, que representa a una mujer vestida de vaporosa túnica, recostada sobre uno de sus brazos, en el lomo de un león dormido. Algunos de mis amigos, que se precian de entendidos, dicen que el que esculpió ese pequeño grupo con cincel improvisado y sin más modelo que el de alguna estampa, habría podido llegar a ser un artista. Pero ¡un artista de la América colonial! . . . ¡oh! Eso era imposible. ¡era lo mismo que esperar el vuelo del pobre pájaro al que se le rompieran las alas desde el nido!
En el ángulo de la derecha, al frente de la reja, había un ancho y sólido catre de madera, donde estaba acostado, inmóvil, de espaldas, en humilde cama, no sé si un moribundo o un cadáver. Don Anselmo Zagardua, de pie, apoyado en su bastón, se inclinaba en la cabecera, para observar atentamente el rostro de aquel hombre.
Una señora criolla, como de cincuenta años, robusta, conservada, de bondadoso aspecto, le acompañaba...
En frente del catre, en el ángulo de la izquierda, vi una mesa cubierta de un paño de encajes, con un crucifijo, entre dos candelabros, que dejaban escaparse los últimos resplandores de los cirios consumidos.
Toda mi atención se reconcentró en el hombre que agonizaba o había muerto en aquel humilde lecho. Sabía yo que era joven, que apenas contaba treinta y cinco años; pero parecía un anciano decrépito, de más de ochenta. Su cabeza calva, apenas tenía mechones enmarañados de cabellos ya muy encanecidos junto a las sienes y en la nuca; su frente estaba surcada de profundas arrugas. Las facciones de su rostro, me permitía ver la espesa y luenga barba, que cubría la parte inferior, eran finas y regulares. ¡Aquel hombre herido en el cerebro y el corazón había pasado trece años de su vida en ese lugar! Al principio tuvo tremendos accesos de furor; después quedó sumido en negra y silenciosa melancolía. No podía soportar la vista de otros seres humanos que don Anselmo y la esposa de éste, doña Genoveva, cuyas habitaciones estaban en la parte baja de la casa. Tenía siempre a su lado un perro Leal, con quién hablaba, dirigiéndole la palabra como a un amigo e interpretando sus gruñidos. Ocupábase de hacer los dibujos y figuras de que ya he hablado. Una caja de violín puesta al alcance de su mano, en la tabla más próxima a la cabecera de su cama, le ofrecía otro amigo del que él sabía arrancar admirables consuelos en torrentes de armonía; un verdadero Stradivarius, obtenido con mil trabajos de la Península por doña Isabel, para su hijo predilecto, el menor de todos, su Benjamín.
— ¡Qué noche! .. . me parecía que nunca iba a terminar. Los aullidos del perro me atormentaban todavía más; pero al fin han cesado. Estoy tan asustado que me parece oír ruidos extraños por todas partes . . . ahora mismo creía que alguno andaba por los corredores —dijo doña Genoveva.
Su esposo levantó la cabeza; dio un suspiro, y se acercó a ella afectuosamente.
— ¡Pobre, vieja mía! —le dijo a su vez—, Leal no volverá a atormentarnos con sus aullidos. Hace un momento, cuando por no contrariarte bajé a enviar a Roque en busca del señor cura, encontré al animal muerto, junto al último peldaño de la escalera.
— Es un triste pronóstico —repuso la señora.
— Sí, ya lo creo —contesto el vizcíno—, las aves nocturnas han graznado, también, muchas veces, azotando las rejas de las ventanas con sus alas. Yo creo que Carlos no volverá de este accidente, sino cuando el arcángel nos llame a todos al valle de Josafat.
— No me lo digas . . . ¡Jesús! ¡qué horrible sería que se muriese cuando parecía más bien que recobraba la razón! ¿No te he dicho ya que ayer me habló de la pobre Rosa? ¿no te dijo a ti mismo, que deseaba ver a su hermano?
— Eso es lo que me confirma en mis temores, Genoveva. ¡No hay remedio! Parece que Dios devuelve la razón a los desgraciados que la pierden, antes de llamarlos a su lado. Te repito que mi sobrino Carlos está muerto ya sin duda . . . Pero, en fin, recógete tú a descansar, vieja mía. Yo permaneceré velando aquí hasta que vuelvas a reemplazarme.
— Eso no, señor mío. Yo soy muy sana y me siento muy bien, mientras que tú eres un viejo enfermizo, enteramente achacoso.
— Bah! ¿qué importan dos o tres noches así, como ésta, para un antiguo soldado? ¿cuántas he pasado en los páramos y las cordilleras durante la campaña contra Catari y la Bartolina?
— Pero entonces eras mozo y tenías tus dos piernas. ¡Vamos! ¡no me replique el señor don Anselmo! ¡a la cama el vejestorio!
— La señora Genoveva será quién se lleve a acostar en la cama su robusta humanidad. No le permito, señora, ponerse mis calzones.
— ¡Cállate! Lo que va a resultar de tus caprichos —¡ya se ve que eres vizcaíno!— lo que va a resultar, digo, es que en lugar de uno tendré que velar a dos, y entonces yo no respondo de mí, y... . ¡la Virgen de las Mercedes tenga piedad de todos nosotros!
Al oír estas últimas palabras entré resueltamente en la sala. Don Anselmo y su esposa dieron un grito de sorpresa.
— ¡Qué quieres! —me preguntó el primero, adelantándose un paso con el bastón levantado.
— Yo vengo, señor —le contesté— vengo a velar sin descanso junto al lecho de don Carlos Altamira.
Pero ya había llegado muy tarde . . . ¡No tuve allí más misión que la de cerrar piadosamente los ojos fijos y vidriosos, que tal vez se levantaron de un modo consciente al cielo, en la agonía de aquel que fue uno de los hombres más atormentados en este valle de amargura!
——
Aquí debo poner punto. Mi vida cambió por completo desde aquel instante, como veréis, si aún os interesa esta sencilla narración.