Juan de la Rosa |
Capítulo XXVI
DONDE HA DE VERSE QUE UNA BEATA MURMURADORA PUEDE SER BIEN PARECIDA Y TENER UN EXCELENTE CORAZÓN
Muchas horas seguidas tardé en imponerme de la historia que sólo he querido recordar brevísimamente en el capítulo anterior. Varias veces llamaron a mi puerta; me buscaban dando gritos por la casa; pero ya no podía separar un instante mis ojos de aquellas páginas en las que encontraba la explicación del misterio de mi vida. Sólo una vez, cuando me faltó a luz del día, abrí yo mismo mi puerta, para ir a encender mi cabo de vela en la cocina. Encontré allí a la pobre Paula, quien me ofreció de comer. Yo le contesté que no tenía hambre; que no me daba la gana; que deseaba morirme; que me dejase en paz; que... yo no sé cuantas cosas más por el estilo, que ella oyó con asombro y tamaña boca abierta.
— ¡Jesús! ¿qué tienes? Estás pálido como un muerto; tus ojos se te saltan de la cara —me dijo en seguida, sin obtener ya respuesta alguna de mi parte.
Cuando hube concluido mi lectura me guardé el cuaderno en el pecho, abrochando cuidadosamente la chaqueta; deposité los otros en su caja y ésta en el arca, y me dije:
— No puedo permanecer ni un momento más bajo este techo. Yo sé a donde debo ir en esta misma noche.
La puerta de la calle debía estar cerrada con llave; todos dormían ya en la casa. Me encaramé por la ventana y un momento después me hallé al otro lado, en la casa vecina. La manera como había salido me recordó, por una muy natural asociación de ideas, a mi amigo Luis.
— Ha muerto... ya lo veré ¡Todos los que yo amo se mueren! —pensé tristemente.
Me encontré en un oscuro, estrecho y largo callejón, que seguí a tientas y me condujo a un patio silencioso, semejante al de la casa de doña Teresa. Vi luz por la ventana completamente abierta de un cuarto, y me acerqué a observar si había allí alguna persona en vela, que pudiera estorbar mi salida a la calle, por la puerta de aquella casa, que yo sabía muy bien que no se cerraba más que con aldaba y una tranca transversal sometida en las paredes. Apenas pude mirar el interior del cuarto, se me escapó un grito de alegría, a pesar de todo lo que os he dicho anteriormente!
En un catrecito parecido al mío, en mullida y limpia cama, con sábanas y colcha más blanca que la nieve, acostado de espaldas, esparcidos sus rubios cabellos sobre la funda de encajes, animado el rostro y brillándolo los ojos por la fiebre, estaba allí mi pobre amigo Luis en persona! Sus abios se movían; palabras sueltas, distintas, llegaban hasta mis oídos.
— ¡Fuego! ¡abuela! ¡aquí estoy! —decía en su delirio.
Junto a la cabecera del lecho del enfermo, sentada en una silla de brazos, vestida de su hábito de la orden tercera de San Francisco, dormía profundamente la beata doña Martina, con la cabeza caída sobre el pecho, teniendo en una mano su denario y en la otra un pañuelo blanco de algodón. Su querido pelado, redondo y reluciente de gordura, dormía igualmente a sus pies, echado sobre el vientre, con el hocico apoyado en sus patas delanteras; pero el grito que se me escapó le hizo levantar la cabeza, y después de mirar a todos lados, se pudo a ladrar del modo que solamente los perrillos de su raza saben hacerlo. ¡Que ganas tuve entonces de estrangularlo! Me han dicho que Bazán —el famoso ladrón de mi tierra, que se hizo hombre de bien y murió santamente, después de que le comprendió una de los indultos decretados por el general Belzu— daba este consejo a los que nunca quisiesen ser robados: "dormir con luz y criarse un pelado". La luz hace creer siempre que hay personas en vela, como me sucedió a mí aquella noche, y un pelado basta para alborotar con sus penetrantes ladridos un barrio entero, mejor que una jauría de mastines.
La beata se despertó sobresaltada; se paró, y vio en la ventana una cuadrilla entera de malhechores, en lugar de un solo niño inofensivo, por el efecto de su miedo; lo que favoreció mucho, porque no tuvo ella ni fuerzas ni aliento para gritar como yo temía.
— Soy yo... Juanito, el botado de doña Teresa; no se asuste vuestra merced, mi señora doña Martina —le dije, tomando el mejor partido, que era el de darme a conocer.
— ¡Ay, Jesús de mi alma! ¡qué susto me has dado, perverso vagabundo! —me contestó, haciendo callar a su pelado y corrió a abrirme la puerta—, ¿qué es esto? ¿qué le ocurre a la señora Marquesa? ¿se ha puesto peor de sus males? ¿a qué has venido? —me preguntó en seguida.
— ¿No hay nada en casa, doña Martina... he venido por la ventana del callejón, pero sólo para ver a mi amigo —le contesté.
— ¡Ay hijo mío! —repuso ella enternecida— ¡cuánto me ha hecho sufrir este muchacho condenado! ¡Dios quiera tener compasión de él y hacerle un santo! ¡Yo lo quiero como si fuera su misma madre, a pesar de sus travesuras y de todo lo malo que dice de mí sin motivo a todo el mundo. Lo lloraba inconsolable por muerto, cuando esta mañana me lo mandó con dos hombres caritativos, en una manta, el cerrajero Alejo, quién lo había encontrado respirando todavía, entre unos muertos que él se fue a enterrar. Desde entonces no paré un momento, hasta que vino a curarlo el Reverendo Padre Aragonés. Dice que su herida es muy grave... que si vive será un milagro. Ahí tengo encendido un cirio bendito a nuestra Señora de las Mercedes, y no me canso de encomendarle, aunque no soy más que una indigna pecadora. El Gringo había muerto... ¡Ya no tiene padre! ¡Ojalá hubiera sido cristiano como él decía, para que nuestro Dios le dé su santa gloria! Pobrecito.
Al decir esto la buena, la excelente señora —nunca he vuelto a nombrarla de otro modo— se enjugaba frecuentemente los ojos con el pañuelo. Yo estaba enternecido como ella. Quise arrojarme sobre mi amigo, para estrecharlo en mis brazos; pero ella me detuvo del cuello de la chaqueta; me separó con fuerza a un lado, y exclamó con cólera no reprimida por la gazmoñería beatil de costumbre:
— ¡Me lo vas a matar, muchacho endemoniado! El Padre Aragonés dice que no hable, ni se mueva... ¡vete!
— Haré todo lo que mande vuestra merced, mi señora —le respondí—. Pero yo soy un pobre huérfano y quiero pedirle un favor.
— ¡Qué quieres, todavía?
— Besar las manos de vuestra merced... Yo también he dicho mil cosas de las que me arrepiento en el alma.
Ella me miró conmovida. Luego me tomó la cabeza con ambas manos, y me dio un beso en la frente, que me hizo inmenso bien en aquellos momentos.
Doña Martina era joven todavía, de menos de treinta años, y muy bien parecida como la generalidad de las mujeres criollas de mi país, de las que doña Teresa era una de las raras excepciones. La viciosa educación de aquellos tiempos la había hecho murmuradora y fanática, pero tenía un corazón de oro. ¿Qué queréis? ¿qué podía llegar a ser una niña a la que sólo enseñaban a rezar el rosario, contaban cuentos de aparecidos, rehusaban enseñar a escribir, hacían confesar con el Padre Arredondo, e inculcaban en ella la idea de que el hombre que no tenía cogulla era precisamente esclavo del demonio? Andando el tiempo, un oficial porteño, del ejército de Rodeau, se casó con ella, la curó de sus defectos y nunca se arrepintió de tenerla por compañera.
Salí después de besarle las manos como quería y cerré cuidadosamente la puerta tras de mí. La que podía darme paso a la calle que tenía —ya os lo he dicho— más que tranca y aldaba. Un minuto bastó para que yo descorriese aquélla y levantase ésta sin ruido. ¡Estaba al fin en libertad!