Juan de la Rosa

Capítulo XXIV

EL LEGADO DE FRAY JUSTO

Hallábame solo en mi cuarto, sentado junto a la mesa en que deposité el misal, sumido en tristes pensamientos, agotadas las lágrimas que podían derramar mis ojos, cuando vi entreabrirse mi puerta y asomar por ella la rubia y desgreñada cabeza de Carmencita.  Me miró, se puso el dedo en la boca para recomendarme silencio; se volvió a observar lentamente si la seguían; entró al fin; cerró la puerta con aldaba; se vino corriendo a sentar en mis rodillas, y me rodeó el cuello con sus bracitos desnudos.

Que no sepa nadie que estoy aquí —me dijo—. Ese hombre amarillo, tan bien vestido, con lindos encajes en la pechera y en los puños  . . .  que habla chunqueando a todos como doña Goya Cuzcurrita, me da miedo.  Lo he visto entrar de la calle y me he corrido  . . . ¡Creerás que me quiere besar! ¡Pero yo me tapo la cara con la falda, Juanito! ¡qué frías y pegajosas son sus manos! Parecen víboras sus dedos  . . . yo toqué una vez una víbora muerta y era así.  ¡Vieras qué cosas le dice a mi madre! "Noble señora marquesa, la buena sangre se muestra en los sentimientos  . . . Vuestra merced, mi generosa amiga, es purita española.  Deje a los pobrecitos soldados que se lleven lo que puedan  . . . Cierto es que han cometido un gran sacrilegio destrozando las santas imágenes del Oratorio. ¡Oh! Su señoría hará pasar por las armas a los impíos! Este pobre Imas está loco por hacerse de cualquier modo de la vajilla.  Pero no; es un legado de familia ¿No podríamos contentarle con los dos hermosos candelabros? Bah! Mi noble señora marquesa ¿Qué importa la plata a vuestra merced, que la tiene por quintales'" ¡Huy! Que feo, que malo, que chinche es el tal Cañete.

La oía yo distraído, pero su voz, sus graciosos gestos, sus bellísimos ojos azules, derramaban inefable consuelo en mi alma.

— Déjate de Cañete y dame un beso, le contesté aproximando su frente a mis labios.

Ella me sacó la lengua y fingió querer huir de mis brazos, pero me besó y se rió a carcajadas.

En seguida, con la natural curiosidad de los niños levantó la punta del paño del misal y exclamó:

— ¡Que lindo! ¿quién te lo ha dado? ¿es para mí?

— Es un libro santo —le respondí.

— ¡Que tonto! —repuso ella, que ya lo había desenvuelto y examina con las manos —esto no es un libro, ¡no señor! Es una caja muy bonita para mis juguetes.

Y tenía sobradísima razón.  Lo que yo había creído un misal lujosamente encuadernado, era una caja de forma tal, bien pintada y dorada, y cada uno de sus bronces de latón terminaba en una chapa, cuya llave pendía de una cinta en forma de señalador.  Debo deciros, además, que esta especie de cajas era muy común en aquel tiempo.  Tal vez habréis visto vosotros mismos alguna entre las antiguallas de vuestros abuelos.  Puede ser que la rareza del libro, considerado entonces objeto de lujo, indujese a tenerlo siquiera de ese modo, ya que no real y verdadero, lo que no quita ni pone a la indiferencia con que personas como doña Teresa dejasen destruir o quemasen por sí mismas los reputados heréticos e impíos.

Comprendí que aquella debía encerrar importantes papeles; quizás la revelación del misterio impenetrable que me atormentaba desde que oí por primera vez el nombre de padre y pregunté quién era el mío, a la angélica mujer, quien por su parte, no podía llamarme su hijo sin un grito desgarrador de sus entrañas.  Quise entonces volverme a encontrar solo, impedir de cualquier modo que la niña descubriese los papeles  . . .

— Cierto, no hay cómo engañarte —le dije— es una caja para ti  . . . ¿a quién podía yo dársela, gringa zalamera?

Al mismo tiempo Feliciana llamaba a gritos a la niña en el patio.

— Vete . . . no me hagas reñir con la señora —agregué—, si el hombre amarillo quiere besarte, dile que huele a sangre y verás cómo no vuelve a intentarlo.

Carmencita se fue resentida, haciéndome gestos encantadores.  Cerré la puerta tras ella, la aseguré de cuantos modos podía y abrí la caja.

Había en ella algunos cuadernos manuscritos de diferentes letras, más o menos amarillentos, según el tiempo que cada uno tenía.  Aquí están ahora mismo, sobre la mesa en que escribo, conservados por la misma niña que no quise entonces que los viera, del modo que os he de referir en su caso y lugar . . . ¡Cuántas veces los he leído a mis solas o héchomelos leer con Merceditas! ¡Cuánto me han enseñado, Dios mío!

El primero que cayó bajo mis manos es una traducción completa del El Contrato Social, de letra de mi maestro, con numerosas notas originales al pie de las páginas y en el margen de ellas.  Otro contiene una miscelánea de trozos escogidos de las obras de Montesquieu, de Raynal y de la Enciclopedia, firmados algunos con las iniciales F.P.C. y otros con el nombre completo Francisco Pazos Canqui.  En un tercero se encuentra la declaración de la independencia de los Estados Unidos y su constitución, traducidas y escritas cuidadosamente por Aniceto Padilla.  Este mismo cuaderno contiene en seguida el reto de Mirabeau a la corona, antes del célebre juramento del juego de pelota; discursos de Vergniaud; la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y otros fragmentos de escritos y discursos de los convencionales, firmados por distintos nombres como B. Monteagudo, Michel, Alcérreca, Rivarola, Quiroga, Carrasco, Orihuela  . . . ¡ay! Aquellos cuadernos revelan todos los anhelos de la juventud inteligente del Alto Perú, de esas almas luminosas, de esos corazones ardientes, que pudieron comunicarse sus ideas, sus aspiraciones patrióticas en la Universidad de San Javier!  Los graves maestros les hacían conjugar todo el día verbos latinos, o cuando más les permitían leer libros muy espurgados; pero de noche, cuando el de turno se dormía tranquilamente, creyendo que "los niños soñaban con el bastón de doctor in utroque, o la prebenda de canónigo", el libro prohibido salía sigilosamente de entre las lanas de los colchones, los reunía alrededor de un candil, y "los niños" soñaban con convenciones y batallas”. “Para ello era preciso que supiesen el francés y el inglés, que estaban igualmente prohibidos", me diréis; pero yo es responderé, que también aprendieron todos la lengua de Voltaire y algunos la de Franklin "por obra del Enemigo", sin saberse cómo, aunque hay sospecha de que primero comenzaron a descifrar palabra por palabra alguno de aquellos libros, con ayuda del Calepino octolingüe, que los mismos maestros ponían incautamente en sus manos, cuando se lo pedían para traducir un canto de la Eneida, una de las Tristium de Ovidio o la Inimitable de Horacio.

Un cuaderno quemado por una de sus esquinas, cubierto con borrones, de huellas redondas, de lágrimas indudablemente, llamó sobre todo mi atención en aquellos momentos; y fue éste el que yo devoré con mis ojos, hasta la última palabra, inundándose mi alma de amargura, rugiendo algunas veces de dolor, como si me aplicaran ascuas encendidas al corazón.

Ya que os he hecho confidente de toda mi oscura vida, en la que he sufrido tanto y encontrado después dulcísimos consuelos, voy a haceros en seguida un extracto de él, dominando en cuanto me sea posible las emociones que hoy mismo me agitan cruelmente.

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