Juan de la Rosa |
Capítulo XXI
LA GRAN FAZAÑA DEL CONDE DE HUAQUI
No había concluido aún la matanza de los patriotas en el cerro de San Sebastián, cuando la ciudad comenzó a sufrir todos los horrores que concebirse pueden de la guerra más salvaje y despiadada. Los vencedores "eran dueños de las personas y de los bienes de los insurgentes", según les había dicho más de una vez el Gran Pacificador Conde de Huaqui. Desbandados, sin jefes ni oficiales que los contuviesen, o viendo a estos mismos darles el ejemplo de la licencia y el crimen, mataban sin distinción a hombres, mujeres y niños en las calles; perseguían a los fugitivos, al toque de degüello, excitándose los unos a los otros con gritos de algazara, como en una cacería de lobos; derribaban las puertas de las tiendas y las casas; hacían su botín; se enardecían todavía con el licor; se entregaban a su antojo a los excesos más brutales de que es capaz el hombre, convertido en tales casos en un monstruo más detestable que las fieras . . .
Millares de infelices condenados a muerte y a la deshonra buscaron entonces instintivamente un refugio en los templos y los conventos. Pero, desgraciadamente, la mayor parte de estos asilos sagrados tenían las puertas cerradas, y sólo tres o cuatro, situados en el centro de la ciudad, las abrieron por último a los clamores del pueblo desesperado que ya creía verse abandonado hasta por Dios.
Mi maestro fue el primero en recordar al cura de la Matriz el deber que les imponían la humanidad y su sagrado ministerio.
— Nuestro pueblo está en el umbral del templo, señor cura —le dijo—, extenderemos una mano protectora a nuestros hermanos, o allí nos matarán los despiadados vencedores. Sígame vuestra merced... esto vale más que impedir que las pobres mujeres se lleven la imagen de Nuestra Señora para implorar su protección en el campo de batalla.
Y bajó a saltos las escaleras, siguiéndole el curo de no muy buena gana y todos los demás en profundo silencio.
Al salir por la puerta de la torre a la plaza, vimos detenerse junto al cabildo tres caballeros. Uno de ellos, que estaba sin sombrero y porfiaba por entrar a la casa, era Antezana; los otros dos trataban de impedirlo. Recuerdo muy bien que uno de éstos agitaba en lo alto su mano ensangrentada, hablando con calor al prefecto, y creo que debió ser el patriota Córdoba, quién consiguió al cabo reducirlo a buscar un refugio fuera de la ciudad, en lugar de entregarse a una muerte segura desde entonces, en el puesto que él había declarado no poder abandonar.
Goyeneche se adelantaba entre tanto a sus tropas, seguido de Cañete, su estado mayor y una pequeña escolta de dragones, para no estorbar ni indirectamente siquiera con su presencia el pillaje a que se entregaban sus soldados, y para posesionarse tranquilamente del alojamiento que le correspondía en la casa de gobernación, situada a una cuadra de la plaza, en la misma calle de San Juan de Dios, a donde da una de las puertas de la Matriz. Tenía esta casa para más señas, los balcones de madera mejor tallados de aquel tiempo, y un gran portal de piedra, en cuyos anchos pilares se veían, en alto relieve, dos mosqueteros, con el arma al brazo, a guisa de centinelas; lo que creo necesario recordar aquí de paso, porque me dicen que el nuevo propietario de ella ha destruido esos monumentos dignos de conservarse, para sustituirlos con modernas construcciones de estuco, más elegantes a gusto del día, que no es el mío.
Dos cuadras antes de llegar a su dicho alojamiento, oyó el señor Conde de Huaqui gran tropel de gente en una calle transversal, a su izquierda, y detuvo el fogoso caballo que montaba, para requerir la espada. Vio en seguida llegar corriendo y arremolinarse en la esquina un grupo numeroso de fugitivos del cerro, hombres y mujeres, que probablemente querían ganar asilo en el templo del hospital de San Salvador y que se encontraron a riesgo de caer bajo los sables de la inesperada cabalgata.
El Conde sintió subírsele la sangre a la cabeza.
— ¡A ellos! ¡que no quede uno de esa canalla! —exclamó como un Cid en vista de la morisma.
Y espoleando a su caballo se arrojó sobre los fugitivos, siguiéndole los suyos con los sables levantados.
Los pobres fugitivos no podían volver sobre sus pasos, porque tras ellos venían ya numerosos soldados, cazándolos a balazos. Algunos siguieron adelante, en dirección a las Cuadras y no debieron parar hasta las breñas del San Pedro; el mayor número tomó a la izquierda la misma dirección que traía la cabalgata, con la esperanza de ganar el asilo sagrado que buscaban en la Matriz.
Pero era preciso tener la ligereza del gamo para huir de aquel modo delante del temible Conde y los suyos. El vencedor de Huaqui, de Amiraya y San Sebastián tuvo la satisfacción de acuchillar por su propia mano a casi todos aquellos infelices. Heríalos de filo y de punta, al correr ellos despavoridos, o arrastrándose de rodillas a los pies de su caballo; cortaba a tajos y hacía volar por los aires las manos que indistintamente se levantaban para parar los golpes de su tizona; su corcel destrozaba con sus herrados cascos los cuerpos palpitantes; su escolta concluía en seguida fácilmente aquella obra de exterminio. Los gritos de estas víctimas eran tales, que sobrepasaron a todos los clamores que resonaban en otras partes de la ciudad invadidas ya por los vencedores.
Sólo una pobre mujer, a la que el miedo había puesto alas en los pies, y tres o cuatro hombres de los más ágiles y robustos lograron llegar a las puertas del atrio de la Matriz y precipitarse en el templo, para caer sin aliento en el suelo, perseguidos siempre por el Conde enloquecido de furor. Era aquélla una joven blanca y rubia; tenía un tremendo sablazo en la cabeza; había perdido la mantilla y uno de sus zapatos en la fuga; sus alaridos, su rostro desencajado, sus ojos que parecían saltarle de las órbitas, el temblor que agitaba todos sus miembros habrían inspirado compasión a una pantera. Sólo podréis formaros una idea de ello cuando os diga que la desgraciada había visto morir a su padre y su novio en el cerro y que, perseguida de ese modo por el Conde de Huaqui, acababa ahora de perder la razón. Muchos años después, en el de 1825, al volver a mi país, en el séquito del Gran Mariscal de Ayacucho, la vi huyendo siempre, ocultándose tras de las puertas de las casas. Decía que iba persiguiéndola sin descanso una furia infernal, en el caballo de fuego que le quemaba las espaldas con su aliento. Uno de los hombre que logró salvarse entonces con ella estaba negro de pólvora, cubierto enteramente de sangre. Reconocí en él, con mucha dificultad, a Alejo. Tenía muchas heridas y contusiones en todo el cuerpo, aunque ninguna mortal por fortuna.
Goyeneche había conseguido herir a la mujer cuando ésta se le escapaba ya metiéndose en el atrio, pero perdió un momento en seguida, al torcer de ese lado a su caballo, y para recobrarlo, hundió con más rabia las espuelas en el vientre del noble animal, que lo puso de un salto en la puerta del templo. Creyendo volver a alcanzar allí con la espada a su víctima, descargó un tremendo golpe en la parte superior del postigo que se hallaba abierto y donde creo que puede distinguirse todavía la huella, que no han conseguido borrar las sucesivas capas de pintura en más de medio siglo. ¡Cómo quisiera yo que se grabase allí su nombre para perpetuo recuerdo de su infamia!
Los alaridos de la pobre loca, el tropel, ese golpe en la madera de la puerta, el ruido de los que los ferrados cascos del caballo produjeron en el pavimento del templo y que repercutieron las sagradas bóvedas llamaron a aquella parte la atención de todas las personas que estaban reunidas en la Matriz. Los sacerdotes , eran ya cinco o seis con el cura y mi maestro y se habían colocado en la puerta principal que da a la plaza, se adelantaron llenos de indignación al encuentro del profanador, a quien no podían reconocer en tal momento.
— ¡Sacrilegio! ¡Impío! —exclamaron mientras que un grito de consternación y espanto salía de todas las bocas de la multitud.
Goyeneche detuvo a su caballo tembloroso, cubierto de sudor y de espuma; se llevó maquinalmente la mano al sombrero, sin sacárselo de la cabeza; miró atontado, como si saliese de un sueño, a los sacerdotes que venían a su encuentro, a la multitud que se apiñaba al otro lado, cerca del altar, y al sagrario en que aparecía descubierto el santísimo con muchos cirios alumbrados.
Su vista me impresionó de tal modo, que me parece tenerlo ahora mismo ante mis ojos. Era un hombre de más que mediana estatura, con escasos y lacios cabellos castaños, espaciosa y abultada frente, que permitía ver el sombrero echado para atrás; grandes ojos de un gris claro y verdoso, nariz recta carnosa, labios delgados, barba cuadrada y saliente. Vestía uniforme militar, muy empolvado con grandes botas de montar, cubiertas de sangre y lodo. Sentábase muy mal en lujosa silla de cajón a usanza limeña. El caballo que montaba era uno de los más hermosos que he visto de la raza andaluza aclimatada en el valle del Rímac, bayo rojizo, brillante como el cobre bruñido, con largas crines y bien poblada cola de un negro de azabache.
El cura que iba por delante, fue el primero en reconocerlo, y retrocedió dos pasos de espaldas, mirándolo atontado a su vez, como si se negase a dar crédito a sus ojos. Para él, que tenía sus ribetes de realista, era imposible que ese hombre a caballo en el templo fuese don José Manuel Goyeneche, el gran cristiano, defensor de la Iglesia, que se confesaba y comulgaba cada semana.
Igual cosa pasó, también, a los demás sacerdotes, menos a Fray Justo, quien se abrió paso entonces y tomó la delantera. Estaba más pálido que nunca, trémulo de indignación sus labios se agitaban convulsivamente, sus ojos despedían llamas, moviéndose más inquietos en sus órbitas. Un silencio sepulcral reinaba ahora en el templo. Sólo se oía a momentos el ruido que hacían las patas delanteras del brioso caballo, al piafar éste mascando el freno, con el cuello doblado en arco, y respirando fuertemente por las humeantes fosas nasales.
— ¡Pícaros! ¡Miserable canalla —murmuró el héroe de San Sebastián, y se dispuso a envainar la espada, para alejarse de aquel sitio y unirse a su escolta, que no había osado pasar como él ni la puerta del atrio del templo.
Pero desgraciadamente sus ojos descubrieron en aquel momento a López Andreu, que se había adelantado en medio de los sacerdotes, y se puso cárdeno de furor, y brillaron sus ojos como los de un tigre hambriento al encontrar una presa antes perdida, y salió de sus labios una horrible imprecación, que heló la sangre en las venas de cuantos la oyeron y que jamás podían imaginarse que resonaría en aquel lugar sagrado, ni yo me atrevo a poner aquí en la cándida página donde voy consignando fielmente mis recuerdos.
— ¡Al fin! —gritó después, levantando la espada y hostigando al caballo con la espuela.
— Miserable, indigno, desnaturalizado americano —le contestó mi maestro con voz vibrante, y se interpuso resueltamente, sujetando con mano vigorosa las riendas del caballo.
Este retrocedió algunos pasos, aunque el jinete desgarraba su vientre con la espuela. Goyeneche procuró entonces descargar un golpe sobre la cabeza del sacerdote; pero el caballo se levantó sobre sus pies traseros, le hizo perder el equilibrio, soltar la espada, que quedó colgada de la dragona, y asirse con ambas manos de las crines.
El Padre no soltaba entre tanto las riendas de que se había apoderado. Le vimos colgado de ellas; presenciamos atónitos aquella lucha, que terminó al cabo de un modo desastroso para él; por que el caballo concluyó por derribarlo y pisarlo en el suelo, revolviéndose después enloquecido, para arrebatar de allí a su jinete abrazado de su cuello, impotente ya para darle ninguna dirección.
Un grito de horror, y de consternación general resonó en el templo. Yo corrí atropellando cuanto se encontraba al paso para auxiliar a mi maestro; me senté en el suelo; levanté sobre mis rodillas su venerable cabeza. Alejo rugía a mi lado como una fiera. Los sacerdotes hicieron círculo y se inclinaban con ansiedad. La multitud se agolpó de todas partes, dando gritos de dolor.
Fray Justo parecía tranquilamente dormido. Una mujer trajo como por encanto un jarro con agua, con que le roció dos o tres veces la cara, teniendo ella inundada de lágrimas la suya. El Padre abrió entonces los ojos; nos miró; una sonrisa plácida se dibujó en sus labios, y dijo:
— No es nada, hijos míos.
Su rostro se contrajo en seguida con el dolor que sentía al pronunciar esta palabras.
— El infame . . . ¡oh!, Dios mío —murmuró volviendo a desmayarse, y brotó de su boca sanguinolenta espuma.
El cura se arrodilló a mi lado; le volvió a rociar el rostro con el agua del jarro que arrebató de sus manos de la mujer; le tomó el pulso; enjugó su boca con un pañuelo, y exclamó muy conmovido.
— ¡Se está muriendo! Era realmente el justo, el hombre del Señor... Es preciso lavarle. Llevémosle a otro sitio, donde será posible prodigarle los auxilios que reclama su estado.
— Yo lo llevaré en mis brazos, señor cura —sollozó el pobre Alejo.
Lo levantó en seguida fácilmente del suelo, con la delicadeza y cuidado que pondría una madre para acostar a su niño dormido en su cuna. Incapaz de separarme yo de su lado ni un solo instante, sostuve por mi parte su cabeza con mis manos.
— ¡Adelante! ¡a un lado, todos! —continuo el cerrajero, encaminándose a la puerta que daba a la plaza.
— ¿A dónde vas desventurado? —le preguntó el cura.
— Al convento, tata —repuso Alejo tranquilamente.
Era lo mejor sin duda; pero no podía hacerse sin peligro de morir tal vez en el camino. En aquellos momentos los soldados de Goyeneche estaban ya desbandados por toda la ciudad. Oíanse gritos, tiros de fusil en la misma plaza que debíamos cruzar en toda su extensión.
— Nada importa —contestó Alejo a estas observaciones que le hacían diferentes personas—, no hay chapetón, ni indio cuzqueño tan endemoniado como Goyeneche. Todos respetarán al Padre y a mí porque le llevó en mis brazos. ¡Adelante, muchacho! —continuó—; si nos matan, habremos muerto todos juntos este día.
Nadie osó acompañarnos. Al salir del templo, vi a un lado de la puerta, sobre un escaño, al pobre don Miguel López Andreu acometido de un acceso de sus tercianas. Muchas personas compasivas lo rodeaban, prestándole los auxilios que podían encontrarse en aquel lugar.
— ¿No hay ya rayos en el cielo para el impío que profanó tu templo, Dios eterno? —exclamaba el fiscal de la audiencia de Charcas, mientras castañeaban sus dientes con las convulsiones de la fiebre.
Partidas de soldados, guiadas algunas por indignos oficiales españoles, corrían en todas direcciones, para saquear las casas de los criollos más acomodados. Vi en la calle de Santo Domingo a un ayudante de Goyeneche, al feroz Zubiaga, defendiendo para sí solo la casa de uno de los miembros de la junta provincial, el patriota Arriaga. Esto mismo hacían con el mayor descaro otros jefes prestigiosos, que lograban imponer respeto a la soldadesca desbordada. A ninguno se le ocurrió proteger desinteresadamente la vida o la propiedad de ningún insurgente o habitante pacífico de la rebelde Oropesa.
Alejo apretaba el paso y yo le seguía con dificultad sosteniendo la cabeza de mi maestro, cuando al llegar a media plaza, cerca de la fuente pública de Carlos III, oí desgarradores gritos de mujer en la esquina del Barrio Fuerte. Una joven, que apenas conservaba una parte de su basquiña negra, sin mantilla, desgarrados el jubón y la camisa, desnudos los hombros, sueltos los cabellos, luchaba allí con dos soldados desarmados, que debieron haber abandonado sus fusiles para entregarse más desembarazadamente al pillaje. La desesperación daba a la cuitada fuerzas increíbles contra sus adversarios. Sus desnudos brazos conseguían apartarlos a uno y otro lado; sus uñas desgarraban aquellas caras feroces, repugnantes y bestiales; los miserables se las tapaban entonces con las manos, temiendo que les arrancara los ojos.
¡Aquella leona era Clara, la pobre Palomita! Figuraos mi asombro y mi dolor al reconocerla ¡Qué hermosa estaba así, Dios mío!
— ¡Adelante ya llegamos —decía Alejo, sin dejar de apretar el paso en dirección a la puerta del convento, que estaba entreabierta y en cuyo umbral se veía de pie al Padre patriota, con un Santo Cristo en la mano.
Yo dejé ir adelante a mi compañero con su preciosa carga y corrí como un loco a defender a la joven.
Esta había conseguido escaparse de los dos miserables pero era indudable que ellos volverían a alcanzarla.
Vi entonces que uno de esos rasgos sublimes de heroísmo de que es capaz la mujer en esos instantes supremos, para defender su pureza. La joven recogió del suelo el taco de un fusil que allí ardía, sacó de su seno una granada, encendió la mecha, volvió la cara a sus perseguidores, y cuando éstos iba a cogerla entre sus brazos, una espantosa detonación separó los tres cuerpos, que cayeron lejos uno de otro, de espaldas, dejando una nube de humo blanquecino en el lugar en que habían unido.
Al precipitarse sobre el cuerpo despedazado de Clara, encontré ya a su lado al padre patriota, que había llegado antes que yo.
— ¡Que Dios la reciba en su seno,! ¡Qué horror! —exclamó el buen religioso.
Yo caí desvanecido. El Padre, según supe después, me condujo en sus brazos hasta la celda de mi maestro; volvió con otros dos religiosos a buscar el cadáver de Clara, que fue depositado en un féretro en la iglesia, para recibir allí mismo sepultura sagrada.
Cuando recobré el conocimiento, me encontré extendido en el escaño. Alejo, arrodillado en el suelo, me hacía aspirar vinagre de una botella. Me incorporé y vi al Guardián Fray Eustaquio Escalera —venerable anciano octogenario, que había reconstruido el templo y procurado restablecer en vano la disciplina del convento— sentado a la cabecera del lecho de mi maestro, con la cabeza inclinada, para oír no sé si la confesión o algún encargo del enfermo.
— Está bien —le dijo en voz alta—, puedes descansar tranquilo, hijo mío.
Aquel día Alejo y yo permanecimos en el convento auxiliando con los religiosos a mi maestro. El cerrajero quiso cavar, también con sus propias manos el sepulcro de la pobre Clara. No permitía que nadie le hablase de la necesidad de curar sus heridas.
— Esto es muy poco —decía—, yo estoy acostumbrado a morir a bala desde Aroma —expresión que ha quedado proverbial entre la gente del pueblo de mi país, aunque nadie sabe quién la usó primero y en qué circunstancias, por lo cual me apresuro a decírselo a todos al presente.
La ciudad seguía entre tanto sufriendo todos los horrores imaginables de la guerra, como he dicho y lo repito otra vez, porque no encuentro más palabras con qué describirlos. . .
¡Pero no!, ¡aquí está don Mariano Torrente, que hablará por mí en esta ocasión con más probabilidad de ser creído! Este historiador español tan imperturbable ante los grandes crímenes de monstruos como Calleja, Bobes, Morales y otros, cuyo recuerdo hace hoy mismo erizarse los cabellos, no puede dejar de condolerse de la conducta de Goyeneche, después de su victoria de "la elevada montaña de San Sebastián", y eso a pesar de que el Conde de Huaqui es uno de sus héroes más mimados. Arrastrado en seguida por su ciego fanatismo peninsular, trata de disculparlo de este modo:
"Dolorosa es por cierto la posición de un jefe virtuoso, que se ve precisado a autorizar, a disimular este acto violento sobre su propio suelo (pues Goyeneche era americano); y es todavía más el verlo ejecutado por gente de la misma familia (indios del Cuzco comandados por oficiales españoles); ¿pero qué puede hacer un padre afectuoso cuando las amonestaciones, los consejos, la bondad, la tolerancia y el perdón aplicado repetidas veces a los criminales extravíos no producen más efecto que el de animar a los mismos reos a cometer otros mayores? ¿Qué había de hacer el jefe más circunspecto con una población, que tantas veces se había burlado de la humanidad del vencedor? "
No quiere recordar Don Mariano que ya Goyeneche se mostró cual era en 1809; que ofreció el saco de Cochabamba desde Potosí; que nunca los insurgentes de mi país abusaron por su parte de la victoria; que luchando por su libertad hacía bien en rebelarse mil veces, sin ceder a los halagos, ni a las amenazas de aquel traidor americano; que . . . ¡Bah! Parece que me hago muy viejo cuando voy vaciando así el tintero sobre cosas que todo el mundo ya ha juzgado!
Al cerrar la noche los barrios céntricos de la ciudad quedaron un tanto tranquilos. El mismo Goyeneche se había visto obligado a contener a sus soldados; porque comenzaron a incendiar la ciudad, por el barrio en que él tenía su alojamiento. La matanza, el saco, todos los crímenes que no se pueden ni nombrar continuaban todavía y continuaron por tres días en los suburbios.
El Padre Escalera había escrito un papel por encargo de mi maestro. Me lo entregó cuidadosamente sellado, y me dijo: Es preciso que vayas a dárselo ahora mismo a doña Teresa. Uno de los hermanos te acompañará hasta su casa.
Yo quise despedirme de mi maestro, pero el Guardián no me lo consintió:
— Dejémosle en completa quietud; no debe hablar ni moverse... vete, hijo mío; volverás otro día —me dijo, acompañándome él mismo hasta la puerta, donde me esperaba el Padre patriota.