Juan de la Rosa |
Capítulo XX
EL ALZAMIENTO DE LAS MUJERES
El 27 de mayo, a la hora en que rodeados de la mesa —la abuela sentada en la única silla y todos los demás de pie— acabábamos de tomar alegremente el frugal almuerzo preparado por Clarita, llegaron acezando a la puerta diez o doce mujeres del mercado, entre las que reconocí a mi pobre María Francisca más haraposa que nunca.
— Ya vienen . . . están en la Angostura. Dicen que matan a todos los que encuentran... que han quemado las casas... ¿qué va a ser de nosotras, Virgen Santísima de las Mercedes? —dijeron todas juntas en quichua, pronunciando a un tiempo cada una de las frases anteriores u otras parecidas.
La abuela se levantó golpeando fuertemente la mesa con su báculo.
— ¡Ya no hay hombres! —gritó—. Se corren delante de los guampos condenados! Ven aquí... ¡Vamos hija! —continuó buscando con la mano a Clara, quien se acercó pálida y temblorosa a ofrecerle el hombro—. ¡Adelante, todos! —concluyó señalando con su palo la calle.
Salimos todos. María Francisca recibió el encargo de cerrar la puerta y de seguirnos. Nuestra intrépida generala no consentía que nadie, ni la infeliz mujer medio idiotizada se quedase sin participar de la gloria que se prometía hacer conquistar a los patriotas.
— ¡Viva la patria! —gritamos al poner los pies en la calle.
— ¡Mueran los chapetones! Ahora sí, ahora debemos gritar: ¡mueran los chapetones!, hijos míos —exclamó la anciana con voz vibrante que dominaba las de los demás.
Tomamos, gritando siempre de aquel modo, la calle de los Ricos, que conducía directamente a la plaza. Las puertas de las casas se cerraban con estrépito y oíamos asegurarlas por adentro. Había a trechos, y principalmente en las esquinas, corrillos compuestos en su mayor parte de mujeres y muchachos, que se incorporaban a nuestra banda o los arrastraba ésta irresistiblemente consigo.
Cuando llegábamos a la esquina de la Matriz, la abuela preguntó:
— ¿Por qué no tocan las campanas?
Y un instante después, como si su deseo se realizara por encanto, comenzó a oírse el toque de rebato en la alta torre.
Grupos como el nuestro afluían por las otras esquinas. Por la calle del barrio popular de San Juan de Dios desembocaba el más numeroso de todos, conducido por el Mellizo y el Jorro, armados ambos hasta los dientes y dando muestras de haber continuado la mona sin descanso, desde la mañana del 25.
—Ahora veremos a esos guapos —dijo la abuela con disgusto, cuando las dos bandas se confundieron fatalmente en la esquina que forman las dos calles.
Había un centenar de personas reunidas ya al frente del cabildo, y allí se agolpó la multitud, llenando poco después casi toda la plaza.
Llegaban de los alrededores de la ciudad campesinos armados de hondas y garrotes. Los carniceros, llamados mañazos, venían con largos cuchillos afianzados en sus palos, y sus mujeres les seguían provistas de las mismas armas.
La entrada del cabildo estaba guardada por dos centinelas, el resto de la guardia formaba en el zaguán: veíanse en el patio algunos hermosos caballos con lujosas monturas de terciopelo bordado de oro y plata y correajes enchapados. Los gritos no cesaban un instante; las campanas exhalaban esa especie de lamento fúnebre, aterrador, con que anuncian el peligro y demandan socorro.
Los matones que hacía tres días capitaneaban a la chusma bullanguera, quisieron forzar la guardia del cabildo; pero retrocedieron a guarecerse asustados entre las mujeres, tan luego que vieron el primer fusil apuntando contra ellos.
— ¡Que salga el gobernado! —dijo una voz de entre la multitud, y toda ella repitió en el acto: ¡que salga el gobernador ¡que salga el prefecto! ¡queremos que salga don Mariano Antezana!
Un instante después apareció éste en la galería superior, seguido de algunos caballeros criollos del partido de la resistencia. Estaba sin sombrero y tenía un papel en la mano. Era de mediana estatura, un poco grueso; su rostro sin barba, completamente rasurado, con ojos claros de mirada apacible, calva y espaciosa frente, rodeada de cabellos castaños con muchas canas venerables, inspiraba respeto, pero nunca podía infundir temor a la multitud que lo había llamado y que lo saludó con una aclamación general.
— ¿Qué hay, hijos míos? ¿volvemos a las andadas, incorregibles gritones? —preguntó tranquilamente.
— No queremos rendirnos... que no nos vendan... ¡que nos entreguen las armas! ¡mueran las tablas! —respondieron a un tiempo muchas voces.
— Es una locura, hijos míos —repuso el prefecto—. Dicen que don José Manuel Goyeneche viene de paz. Yo voy a entregar el gobierno al cabildo; pero declaro que soy patriota y que no pido compasión . Sí, paisanos, yo diré hasta lo último; ¡viva la patria!.
La multitud contestó entusiasmada a este grito.
— Bueno —prosiguió el prefecto—, esto es lo que hemos querido todos . . . mucha sangre ha corrido ya por la patria; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo.
— ¡No, no! ¡eso dicen los cobardes! ¡nosotros no queremos rendirnos! ¡Las armas! ¡ya veremos en qué paran los chapetones! —respondieron los de la banda del Mellizo.
— ¡Que no vengan los chapetones! No faltaba más! ¡que se vayan! ¿que quieren en nuestra tierra? ¿por qué han de venir si no queremos nosotras? Gritaron las mujeres.
— ¡Ya no hay hombres! ¡vengan vuestra merced, señor gobernador! ¡aquí estoy yo que lo llevaré a verles la cara a esos pícaros guampos! —gritaba la abuela, teniendo por delante a Clara más muerta que viva de terror, y a nosotros más entusiasmados que nunca a sus espaldas.
— Pero ¿qué voy a hacer, hijas mías? ¿Se ha visto una ocurrencia más loca que la de estas pícaras, endemoniadas mujeres? ¡Que se vayan! ¿Que no vengan, eh? ¡Bueno! Ya se ha de ir de susto, al oír los chillidos de estas furiosas y de los muchachos!
— ¡No, señor! — exclamó aquí alguno de los caballeros que estaban con el prefecto—, el pueblo tiene razón . . . ¡a las armas! ¡viva la patria!
El clamoreo de la delirante multitud fue entonces tal, que nada podía oírse ya distintamente.
El prefecto —lo vi yo muy bien y no he podido nunca olvidarlo— se volvió tranquilamente al que había hablado de aquella manera, y le dijo algunas palabras, retirándose todos de la galería. Un momento después se presentaron en la plaza a caballo. Uno de ellos corrió al antiguo convento de los jesuitas, en que estaban acuartelados los dispersos de las tropas de Arze y Zenteno que habían ido llegando a la ciudad, y se vio poco después salir a formarse en la calle un escaso batallón muy mal armado y peor vestido. La multitud, gritando siempre, invadió el cabildo y se apoderó de diez o doce cañones y más de cincuenta arcabuces que allí había. Todos se disputaban la dicha de poseer un arma. Las mujeres no querían ceder a los hombres las que habían caído en sus manos y defendían furiosamente la posesión de ellas. He visto ancianos que apenas podían arrastrarse y niños de ambos sexos que ostentaban triunfalmente en el aire las granadas de que cada uno se había apoderado.
En aquellos momentos llegaban a la plaza cuatro caballeros criollos, montados en caballos cubiertos de sudor y espuma. El primero de ellos mostraba un pliego cerrado en la mano. Debieron ser la última comisión despachada por los prudentes, que volvía con algunas de esas respuestas amenazadoras y evasivas de Goyeneche, que revelan la perversidad y la doblez de su alma: "La desleal provincia de Cochabamba ha colmado la medida de la clemencia", o "los buenos vasallos de su Majestad serán amparados por las armas del rey".
Verlos la multitud y correr sobre ellos; rodearlos con gritos de burla y silbidos; arrojarles puñados de tierra, de tal suerte que quedaron envueltos en una nube de polvo, fue cosa de un instante, que más se tarda en decir. Confusos, aterrados no esperaron ellos, tampoco, ni hacerse oír ni menos aquietar los ánimos irritados, y cada uno zafó como y por donde pudo, desgarrando con las espuelas el flanco de su fatigada cabalgadura.
Era imposible ordenar de algún modo esa confusa y bullente masa popular, que sólo ansiaba salir al encuentro del ejército de Goyeneche. El buen prefecto tomó sencillamente la delantera; siguiéronle algunos caballeros; iban después los milicianos y escasos soldados; luego el Gringo y Alejo, las mujeres y los de la banda del Mellizo, arrastrando los cañones. Al pasar por la puerta de la Matriz, las mujeres pidieron a gritos la imagen de la Virgen de las Mercedes, la Patricia, herida ya en Amiraya. Pero el cura de la parroquia, don Salvador Jordán, se presentó sobre el umbral, vestido de sobrepelliz con el hisopo en la mano y seguido del sacristán que le llevaba el acetre, y dijo:
— Nadie entra de este modo en la casa del Señor... ¡atrás!
— ¿Por qué señor cura? —preguntó la abuela—. Venimos por nuestra madre... no puede abandonarnos —gritó en seguida, y mil voces repitieron sus palabras.
El cura, sofocado de furor, roció con el hisopo a las mujeres, repitiendo:
— ¡Atrás! ¡impiedad! ¡excomunión Mayor! —y otras palabras que no parecían muy eficaces; pues iban ahogándolas el clamor de la multitud a medida que salían de sus labios, y las primeras oleadas avanzaban hasta él y retrocedían cada vez menos ante el hisopo.
— Sí, señor cura! —gritó a su lado una voz que me hizo estremecer de alegría—, ¡tienen razón! ¡Que se lleven a la Virgen cuanto antes!
— ¡Viva Fray Justo! — exclamaron las mujeres.
El curo miró con asombro a mi querido maestro.
— No hay remedio —continúo este— ¡que se lleven a Nuestra Señora de las Mercedes! ¡que la hagan ver sangre humana! ¡que la madre del Redentor, la reina de los ángeles vaya a oír blasfemias y aullidos de rabia y desesperación! Como ella es igual a estas perdidas, nada importa que las balas la despedacen y le quiten la cabeza ¡Ya se llevaron dos dedos de su mano en Amiraya!
A estas palabras inesperadas las mujeres bajaron humildemente la cabeza. Mi maestro conocía el secreto de reducir a la razón a las turbas populares. Había fingido ponerse de su lado para llamar su atención, y usaba ahora del lenguaje irónico que más le convenía.
—¡Ea! —prosiguió—. ¿Por qué no se la llevan? Las balas le gustan mucho a Nuestra Señora . . . ¿Quién no sabe que ha sido imposible ponerle los dos dedos que le faltan en la mano? El Cuzqueño . . . cabalmente creo que está allí con el Mellizo, puede contar lo que ha visto con sus propios ojos. Tres veces quiso ponerle los dedos que él había hecho, y otras tres veces se cayeron sin poder pegarse de ningún modo! ¡Que venga el Cuzqueño! ¡que venga ese badulaque y diga si esto no es verdad!
Las mujeres temblaban.
— ¡Vamos! ¿quién quiere entrar a llevarse a la Virgen?
Sollozos y gemidos respondieron a esta pregunta.
—Bien, hijas mías —dijo entonces el Padre, cambiando su tono irónico en profundamente tierno y melancólico—. La Virgen saldrá aquí, a la puerta, para dar su bendición a los que van a morir por la patria.
Y vi, lectores míos, yo vi en seguida la escena más conmovedora que recuerdo haber presenciado en mi larga vida de soldado de la independencia. La imagen fue expuesta en la puerta del templo sobre sus andas, sostenidas por cuatro de aquellas mujeres; el cura y el Padre agustino se arrodillaron a uno y otro lado de ella; la multitud se postró en tierra, y el canto dulce y tiernísimo de "la salve" resonó en medio del silencio que había sucedido a todos los gritos de furor, de muerte y venganza.
— ¡Idos! —exclamó levantándose mi maestro—. Es una locura . . . ¡Dios os bendiga, hijas mías!
Y se cubrió el rostro con las manos, y su seno se agitó convulsivamente.
— ¡Adelante! —gritó la abuela, y empujó a Clara, a la pobre Palomita, que apenas podía sostenerse sobre sus piernas.
Pasaba yo tras ellas, con mis amigos, por la puerta de la torre que se abre sobre la plaza; gritaba ya otra vez como todos y me entusiasmaba la idea de asistir al combate y arrojar yo mismo una granada, cuando me sentí cogido de una oreja por unos dedos que parecían de hueso, fui arrastrado al interior de la torre por una fuerza irresistible, cerrándose inmediatamente la puerta y dejándome en tinieblas.
Lancé un grito de rabia; me volví furioso, con los puños cerrados, contra el que así se atrevía a privar a la patria de uno de sus defensores, y... me encontré frío, mudo ante los chispeantes ojos de mi maestro, que brillaban inquietos en sus órbitas.
— Es una locura... ¡oh! Yo la comprendo; yo iría a hacerme matar con ellos, hijo mío, si un deber muy grande no me ordenase ahora vivir aún para otro más desgraciado que yo —me dijo ¾ . Pero tú, pobre niño —continuó con acento de paternal persuasión—, ¿para qué vas a presentarte débil, indefenso, desarmado, a los que más tarde puedes combatir mejor en defensa de la patria? ¡No! Yo no lo quiero . . . te mando no separarte de mí... ¡en nombre de tu madre!
Yo estreché fuertemente su mano descarnada entre las mías, e iba a rogarle que me permitiese volver al lado de la abuela; pero él se inclinó y murmuró a mi oído estas palabras, que bastaban para que le siguiese dócilmente hasta el fin del mundo:
— ¡Por tu padre! Tú lo verás para cerrarle piadosamente los ojos en la hora de su muerte!
En seguida subió la escalera de la torre, y yo subí tras el hasta el primer cuerpo en que se abren las ventanas del campanario, donde me detuve para tomar aliento. El Padre hablaba consigo mismo, paseándose agitado en el campanario desierto ya silencioso.
— Es una locura... ¡Oh! Si nosotros tuviésemos las armas perdidas en Huaqui! ¡si pudiéramos ponernos de algún modo en comunicación con el resto de la tierra... Pero, encerrados así en el fondo de nuestros valles, con la honda, y el palo, y el cañón de estaño, y la granada de vidrio ¿qué nos resta? ¡Morir!
— Ven, me dijo deteniéndose súbitamente, y saltó a la bóveda del templo, por una de las ventanas que daban a ella siguiéndole yo con menos agilidad a pesar de mis pocos años y largos ejercicios gimnásticos.
En aquel sitio dominante, desde el que se descubre toda la campiña, por sobre los rojos tejados de las casas de la ciudad, había ya algunas persona, entre las que vi al cura vestido de su sobrepelliz y al sacristán que, en su atolondramiento, lo había seguido con el acetre en la mano. Un caballero envuelto en su larga capa española, con el sombrero calado hasta las cejas, llamó la atención del Padre, y no tardó en reconocerle y entablar con él la siguiente conversación:
— ¡Cómo! ¿Vuestra merced por aquí, señor Andreu?
— Yo mismo en persona, Reverendo Padre. Antes de ayer me trajeron en mi cama a asilarme en una de las casas de este barrio. Hoy que la terciana me permite caminar y el peligro arreciaba para mí, vine a asilarme en el templo y he subido con el señor cura por curiosidad.
— En fin, ya sé acerca del José Manuel de Goyeneche... ahora seremos nosotros los que busquemos un asilo y quién sabe no lo encontraremos ni en las entrañas de la tierra.
— ¿No he dicho ya que el peligro arreciaba para mí?
— No lo entiendo. Vuestra merced se burla de mí, don Miguel.
— De ningún modo, Reverendo Padre. Un español peninsular, fidelísimo vasallo de su majestad el Rey don Fernando VII, que Dios guarde, puede correr hoy más peligro que el insurgente don Mariano Antezana. El hombre de las tres caras... ¿no es así como le llaman los patriotas?
— Sí, señor Andreu, así le llamamos por la triple misión que recibió de la Junta de Sevilla, don Pepe Botellas y de la infanta doña Carlota.
— Ese hombre no me perdonará jamás, por haber sido uno de los que le arrancaron la máscara, para que se viesen esas tres caras, que hacen la de un solo y verdadero intrigante.
— Y execrable americano.
Una ráfaga de viento del sur trajo hasta nosotros un confuso clamor, mezcla de todos los sonidos que puede producir la voz humana, que me recordó la comparación que hacía Alejo a los gritos y silbidos de los patriotas en Aroma con los de la multitud en la fiesta de toros de San Sebastián. Los dos interlocutores guardaron silencio, para ver entonces, desde allí, el increíble combate que iba a tener lugar entre un pueblo inerme y uno de los ejércitos mejor organizados, con todos los elementos de que podía dispones la secular dominación española.
Ligeras nubes blancas como gasas flotantes, simétricamente plegadas a trechos, hacían menos deslumbradora la luz del sol, que aparecía como un punto blanco en medio de un círculo irisado, fenómeno frecuente en aquel cielo y aquella estación. Si yo creyera que la naturaleza toma parte en las sangrientas luchas de los hombres, diría que ella anunciaba así la bandera de la república, que al fin debía flamear después de muchos años, gracias a ese y mil otros sacrificios que parecían insensatos.
Al pie del Ticti, pico saliente de las colinas de Alalai, un gran nube de polvo, en cuyo seno se distinguían fugaces resplandores, anunciaba la aproximación del ejército de Goyeneche. La multitud que iba saliendo de la ciudad inundaba la colina de San Sebastián. La ciudad parecía completamente abandonada.
Reuniendo a mis propios recuerdos los minuciosos informes que recogí después, de muchas personas que presenciaron de más cerca los sucesos y tuvieron parte en ello, voy a deciros ahora todo lo que pasó entonces y que no han dicho hasta aquí nuestros escritores nacionales, empeñados solamente en acriminar a Goyeneche.
El Gran Pacificador del Alto Perú Conde de Huaqui, a quién la conciencia de españoles y americanos daba en aquel momento sus verdaderos nombres históricos, por boca del fiscal Andreu y mi maestro, venía muy satisfecho a la cabeza de sus tropas, con su Pedro Vicente Cañete y numeroso estado mayor, creyendo que de un momento a otro vería salir a su encuentro al arrepentido pueblo de la ya sumisa Oropesa. Figurábase que vendría el clero por delante, con el palio que debía dar sombra a su laureada cabeza; que le seguirían el cabildo, justicias y demás corporaciones; que luego se presentaría una diputación de señoras con palmas en la mano y lágrimas en los ojos; que la multitud se agolparía por detrás, clamando: ¡piedad! ¡misericordia! Se prometía él mostrarse sordo a la clemencia, severo, inexorable. ¡Era preciso que la rebelde ciudad expiase sus repetidas traiciones al amantísimo monarca! ¡Qué dirían sus valientes soldados a quienes había prometido hacer dueños de las vidas y haciendas de los insurgentes! Pero repentinamente oyó el clamor extraño, especie de carcajada y rechifla, que a un tiempo le arrojaba al rostro aquel pueblo rebelde e indomable, y miró por el camino y no vio a nadie, y levantó la cabeza y a la izquierda, sobre la colina de San Sebastián, vio la realidad de despertó, para exclamar con rabia y desesperación:
— ¡No hay más remedio que exterminar a esa incorregible canalla cochabambina!
Dispuso entonces que sus tropas —más de cinco mil hombres de las tres armas— formasen en batalla, apoyando su derecha en el Ticti y su izquierda en las barrancas del Rocha, para adelantarse a paso de carga, de modo que alas fuesen describiendo un semicírculo y se uniesen al fin al otro extremo de la colina de San Sebastián, encerrándola en un círculo de fuego y de acero, que se estrecharía destruyendo sin piedad a los patriotas. El terreno se presentaba enteramente despejado para esta maniobra. Era el llano arcilloso, horizontal, nivelado por la naturaleza, en el que apenas se veían a trechos raquíticos algarrobos. El cementerio público, que ahora existe al pie mismo de la colina, fue construido muchos años después, durante el gobierno de Gran Mariscal de Ayacucho. La pequeña aldea de Jaihuico era una sola casa de hacienda con una pequeñísima capilla.
Los patriotas habían colocado entre tanto, sus cañones de estaño en la Coronilla, aprestándose a servirlos hombre, mujeres y niños indistintamente, bajo la dirección del Gringo y de Alejo, animados por al voz incesante de la abuela. Los que tenían fusil, arcabuz, honda o granadas se formaron confusamente para defender los costados. Una multitud completamente inerme de mujeres y niños se agitaba por detrás, rodeando a Antezana y los caballeros que le acompañaban. Ni un instante se interrumpían los gritos de insensato desafío, los silbidos de burla, las inmensas carcajadas que llegaban hasta mí, agitándome con estremecimientos nerviosos y arrancándome lágrimas de furor y de vergüenza. Más de una vez estuve a punto de correrme y bajar a brincos la escalera, para volar a donde creía estaba mi puesto; pero una mirada del Padre me contenía y volvía yo a mirar a través de mis lágrimas la colina lejana en donde iba a morir un pueblo desesperado. De allí partieron los primeros disparos de cañón y de arcabuz. Las tropas enemigas seguían avanzando a paso de carga, sólo rompieron fuego general cuando se vieron a distancia de ofender. El clamoreo de la multitud creció entonces, como un inmenso alarido de rabia y de dolor, que debieron arrojar todas aquellas bocas al ver derramamiento de la primera sangre.
Vi, también, desde aquel momento, correr por el lado en que la colina desciende suavemente a la plaza de su nombre, muchas personas intimidadas, notando que eran más los hombres que las mujeres; y he sabido posteriormente que aquel ejemplo de cobardía lo dieron el Mellizo, el Jorro y los más bulliciosos de su banda.
Menos de una hora tardaron las tropas de Goyeneche en rodear completamente la colina. Quedaban sobre ella como doscientos patriotas de ambos sexos y de todas las edades, niños que sus madres abrazaban con desesperación contra su seno, jóvenes que iban a vender cara sus vidas, ancianos que no tenían fuerzas para arrojar una piedra certera a sus enemigos. El prefecto Antezana y los caballeros de su comitiva, consiguieron salvarse merced a la ligereza de sus caballos, no sin recibir la mayor parte de ellos alguna herida y sin dejar a dos muertos en el campo.
Más tiempo que el combate —le llamo así porque no quiero contrariar el parte del Sr. Conde de Huaqui— duró el exterminio, la matanza sin piedad de los que se encontraron sin salida en aquel círculo de muerte, que se hacía más insuperable cuanto más se estrechaba. Los soldados de Goyeneche no dieron cuartel a nadie, ni a las mujeres que se arrastraban a sus pies... Era la hora de matar; había tiempo de satisfacer otras brutales pasiones en la ciudad, cuya suerte les había entregado su general.
Voy a deciros lo que fue de algunas personas humildes, cuyos nombres no figuran en la historia, pero que tantas veces han aparecido en ésta de mi oscura vida.
Clara, la pobre Palomita, se había desplomado desmayada delante de la abuela a los primeros disparos, y fue salvada sin conocimiento por las mujeres que comenzaron a huir con el Mellizo y su digno compañero. Dionisio ocupó su lugar y cayó con el cráneo destrozado. Mi amigo Luis le sucedió resueltamente, y su voz resonó con la de la anciana hasta que una bala le atravesó los pulmones. Su padre, el Gringo, hizo prodigios de valor, sirviendo con Alejo sus cañones de estaño. Cuando vio perdida toda esperanza de salvarse, cuando advirtió, sobre todo, que los implacables soldados de Goyeneche mandaban arrodillarse a los patriotas, exclamó en francés:
— Non, sacre Dieu!, Non, par la culotte de mon pere!
Y revolviendo contra su pecho la boca del cañón que había cargado de metralla, encendió la ceba, y cayó lejos despedazado (1).
Alejo, más feliz que él, sintió subírsele la sangre a la cabeza, se acordó de Aroma, embistió al primer granadero que se le puso por delante, le arrebató su fusil y escapó de la muerte, herido de todos modos, sin saber él mismo cómo, merced a sus hercúleas fuerzas y a la ligereza de sus piernas.
Los vencedores encontraron en la Coronilla un montón de muertos, cañones de estaño desmontados, medio fundidos, y, sentada en las grosera cureñas de uno de ello, teniendo a dos niños exánimes a sus pies, una anciana ciega, de cabellos blancos como la nieve.
— ¡De rodillas! Vamos a ver cómo rezan las brujas —dijo uno de ellos apuntando el fusil.
La anciana dirigió de aquel lado sus ojos sin luz, recogió en el hueco de su mano la sangre que brotaba de su pecho, y la arrojó a la cara del soldado antes de recibir el golpe de gracia que la amenazaba!
¡Sin embargo de todo esto, los historiadores de mi país apenas hablan de paso del "combate de los cañones de estaños" ¡No han visto lo que dijo de él la prensa de Buenos Aires y repitió la de toda América y tuvo más de un eco más allá del Atlántico!
Creí haber puesto punto final a este capítulo; pero Merceditas que no me deja en paz ni un momento, y quiere tener parte hasta en la redacción de mis memorias, y viene a leer sobre mi hombro lo que escribo, me dijo repentinamente.
— Yo pondría aquí cuatro renglones de un libro que conozco y tuvo gran nombre en tiempos gloriosos para tu patria.
— ¿Y cual es? —le pregunté sonriéndome con suficiencia porque tengo la debilidad de creer que sé más que ella, por más que muchas veces me haya convencido de lo contrario.
Ella tomó de mi estante el pequeño volumen de "La educación de las madres" por Aimé Martín; lo abrió en la página que tenía señalada con una cinta de los tres colores nacionales, y lo presentó a mis ojos:
— ¡Tienes razón, y la tienes siempre en todo, mujer de mis pecados! —exclamé al punto y copié del libro lo siguiente:
"La América de los Estados Unidos es un mundo nuevo que nace para las nuevas ideas . . .Tal será la América del Sud después de su triunfo; porque no puede dejar de triunfar la nación en que las mujeres combaten por la causa de la independencia y mueren al lado de sus hermanos y de su marido. Ha de triunfar la nación en que un oficial pregunta cada noche en presencia del ejército: "¿Están las mujeres de Cochabamba? Y en que el otro oficial responde: "Gloria a Dios, han muerto todas por la patria en el campo de honor".
—¡Tienes razón —volví a decir en seguida—. Yo me acuerdo que la primera noche en que pasé lista como tambor de órdenes en el ejército porteño de Belgrano, oí esas mismísimas palabras con una emoción que no te puedo explicar, ni se explica de otro modo que con lágrimas. Aquel gran hijo de América, de quien tengo yo que hablar mucho y a mi modo, pidiendo para él la eterna gratitud de mi país, había querido estimular el valor de sus soldados honrando a las mujeres de Cochabamba de la manera que el ejército francés honraba la memoria de su primer granadero, La Tour d'Auvergne.
Después de muchos años, veo con orgullo muy bien tratado este punto por el ilustre historiador argentino Mitre. Dice así:
"Cediendo a la influencia de las autoridades, los cochabambinos enviaron una nueva diputación a Goyeneche... Pero no era ésta la resolución del pueblo: resuelto a perecer antes que rendirse se reunió en la plaza pública en número de mil hombres, y allí interrogado por las autoridades si estaba dispuesto a defenderse hasta el último trance, contestaron algunas voces que sí. Entonces las mujeres de la plebe que se hallaban presentes, dijeron a grandes gritos, que si no había en Cochabamba hombres para morir por la patria y defender la Junta de Buenos Aires, ellas solas saldrían a recibir al enemigo. Estimulado el coraje de los hombres con esta heroica resolución, juraron morir todos antes que rendirse, y hombres y mujeres acudieron a las armas, se prepararon a la resistencia, tomando posesión del cerro de San Sebastián, inmediato a la ciudad, donde aglomeraron todas sus fuerzas y el último resto de sus cañones de estaño. Las mujeres cochabambinas inflamadas de un espíritu varonil ocupaban los puestos de combate al lado de sus maridos, de sus hijos y sus hermanos, alentándolos con la palabra y el ejemplo, y cuando llegó el momento, pelearon también y supieron morir por su creencia.
"A pesar de tan heroica perseverancia, a pesar de tanto sacrificio sublime, Cochabamba sucumbió".
Estas cosas deben ser recordadas de todos modos, en los libros, en el bronce, en el mármol y el granito. ¿Por qué no erigirían mis paisanos un sencillo monumento en lo alto de su graciosa e histórica colina? Una columna de piedra, truncada en signo de duelo, con un arcabuz y un cañón de estaño —precisamente de estaño y tales como fueron— y con este inscripción en el basamento: "27 de mayo de 1812", serviría mucho para enseñar a las nuevas generaciones el santo amor de la patria, que ¡vive Dios! Parece ya muy amortiguado.