Juan de la Rosa |
Capítulo XVII
COMPAREZCO ANTE EL TREMENDO TRIBUNAL DEL PADRE ARREDONDO Y SOY DECLARADO HEREJE FILOSOFANTE
¡Benditos meses de marzo y abril! ¡De cuánta gala sabéis revestir vosotros la hermosa tierra en que he nacido! Si los demás meses de año se os pareciesen, si a lo menos los de septiembre y octubre no fueran tan mezquinos de lluvias y quisieran estimularse con el ejemplo del generoso febrero, para impedir que el sol sediento se beba toda el agua del Rocha y de las lagunas, yo sostendría con muy buenas razones que Eva cogió el fruto prohibido en Calacala, aunque me trajesen juramentado al Inca Garcilaso de la Vega, para que declarase a mi presencia que los españoles hicieron venir de la Península el primer árbol de manzanas; porque el Génesis no dice que fue aquel fruto precisamente una manzana, y pudo ser un chirimoya, una vaina de pacay o cualquier otro de los deliciosos frutos de nuestros bellísimos árboles indígenas.
¡Cuán bellos fuisteis para mí, otra vez benditos meses en el tremendo año de 1812, a pesar de Goyeneche y de doña Teresa!
Y es el caso, curiosos lectores, que nadie hacía ninguno en Cochabamba de las bravatas y espumarajos de rabia del pacificador del Alto Perú, que iba a volver como el jabalí herido; ni lo hacía, tampoco, del botado la noble señora, quien no preguntaba jamás si aquél salía o no a la calle, si comía o no en la casa, si seguía o no perdiendo su tiempo con los libros del cuarto del duende. Por lo cual comencé yo a olvidarme de mis mejores resoluciones y a darme al rocheo, una cosa así como "hacer novillos", o lo que se quiera llamar en otro términos más usuales en otras partes, con tal de que se entienda que me entregué a la vagancia, al robo de frutas maduras e incitantes en los huertos y jardines de las orillas del Rocha, de donde se deriva aquella palabra muy corriente en mi país, advirtiendo, además, que la vagancia y el robo de esta especie eran habituales de todos los muchachos de mi tiempo, a tal punto que era mirado como un animal muy raro, como un monstruo abominable el labrador o hacendado que trataba de impedirlos y azuzaba sus perros contra los pobres carachupas, pilluelos en castellano y gamins en buen gabacho.
Luis — ¿qué necesidad tengo de decirlo? — era mi inseparable compañero. Dionisio nos seguía con frecuencia; pero era más formal, le gustaba el trabajo y no quería desamparar los fuelles de la herrería. Cuando se trataba de escalar una tapia y no faltaban hendrijas donde asentar los pies, subía yo el primero al asalto; si la tapia era muy lisa y elevada Dionisio me ofrecía sus hombros, y si esto no bastaba, Luis subía en seguida sobre los míos; cuando ladraba adentro algún perro, Dionisio quería subir de cualquier modo antes que nosotros, para arrostrar el peligro de ser mordido por el perro, o de recibir un hondazo del dueño puesto en guarda por los ladridos.
— Esto es atroz, no puede ser de ningún modo —decía en este último caso "el gobernador de Gran Paititi"—, mira a éste que parece una mosca muerta, calladito como un santo de estuco, y que es más valiente que nosotros y ya se ha hechos traspasar el pecho por una peladilla. No, mil veces no ¡cuerno del demonio!, yo no consentiré que en otra vez vaya sin mí a verle la cara a mi amigo el gobernador del Cuzco, caballero del hábito de Santiago, etc., etc. y etc.
Interpelaba en seguida directamente a Dionisio y lo ponía en bárbaros aprietos.
— Dime, tú te moriste ¿no es verdad? ¡Bueno!, yo quiero que me cuentes ahora lo que has visto en el otro mundo. ¿Qué dicen por allí de los chapetones? ¡Habla! ¡respóndeme, animal!
Y el pobre Dionisio, que lo quería más que a sí mismo, se reía silenciosamente como Alejo, y salía al fin del apuro, proponiendo con timidez alguna nueva travesura.
No vaya a creerse que nosotros no buscábamos en nuestros paseos más que la satisfacción del paladar y del estómago. Teníamos también gustos de sibaritas y de poetas. Los perfumes de que estaba impregnado el aire tibio y húmedo nos embriagaban; la contemplación de las flores y el trino de las aves nos embelesaban; nos gozábamos admirando las bellezas de esa madre tierra a la que tanto amábamos desde entonces.
Un día despojamos de sus frescas y fragantes flores un largo cerco de la hacienda del Rosal; hicimos con ellas un mullido lecho debajo de un grupo de hermosas jarcas; nos revolcamos en él, dando gritos de alegría; nos arrojamos los unos a los otros puñados de hojas; nos enterramos en ellas, y Luis nos dijo estas palabras que nunca he podido olvidar.
— ¡Qué lindo sería dormirse así para siempre!
Otro día caminamos una legua para admirar el gran ceibo horadado del Linde. Medimos con un largo cordel el grueso de su tronco y vimos que era de cerca de nueve varas; entramos en el hueco, donde penetraba un rayo del sol, e hice yo un descubrimiento que al punto disipó mi alegría.
— ¿Qué tienes? — me preguntaron mis amigos.
— Nada — les contesté, pero mis ojos no pudieron apartarse de las dos letras misteriosas C y A, que estaban allí grabadas hondamente en la madera, al lado de la misma ventanilla.
Recuerdo, en fin, que otro día transportamos de la orilla del Rocha hasta el centro de la plaza de San Sebastián una hermosa jaca de tres varas de alto, y la plantamos allí, prometiéndonos regarla todos los días.
— Esto ha de ser muy lindo — decía Luis—; cuando este arbolito crezca y dé su sombra como los de Calacala, y he de venir con mi uniforme . . . mi verdadero uniforme de brigadier, porque o he de ser general sin remedio, y me he de sentar entre dos de sus ramas para ver los toros con que hemos de festejar a la patria.
Cansados, cubiertos de sudor, íbamos a bañarnos al calicanto de Carrillo. Nos desnudábamos desde lejos y llegábamos a caer de un salto al fondo de la profunda poza; subíamos como ligeros corchos a la superficie; nadábamos a volapie, engañando a más de un incauto, que sin saber nadar se arrojaba y hundía como un plomo, hasta que lo sacábamos medio ahogado; salíamos cien veces a tendernos sobre la fina arena; nos revolcábamos como caimanes; volvíamos a saltar cien veces en el agua . . . ¡Oh! ¡qué lindo! ¡Un baño así, un baño en mi río,, con mis amigos de la infancia, y yo creo que la sangre volverá a arder en mis venas, como si me bebiera toda la fuente maravillosa de Juvencio! Pero . . . ¿volveré alguna vez a mi país? ¿dónde están ¡Dios mío! Mis amigos?
Por la tardes —cuando no teníamos alguna parada, revista o academia militar en las Cuadras— me iba a visitar a la abuela y a Clarita. Hablábamos de tantas y tantas buenas cosas, que yo daría toda mi ciencia de hoy, por volver a oír una sola de ellas de labios de la anciana ciega. Yo creo que ésta lo veía todo más claro con los ojos de la experiencia y la luz —permítaseme decirlo— de su grande corazón. Quiero recordar aquí —aunque os parezca una simpleza, una majadería de mi chochez— que ella me refirió varias veces los ejemplos de la beata Quintañona y de don Ego. Reprendiendo mis travesuras y mi anhelo de hacer a Dionisio tan holgazán como yo, acostumbraba desde entonces concluir sus pláticas con esta palabras:
— Bueno, esas cosas pasarán cuando tengas más edad y juicio, hijo mío. Lo que importa es que no seas hipócrita, egoísta o cobarde. Mira: la Quintañona que acostumbraba poner un grano de mostaza en su cofre después de cien años, se encontró a la hora de su muerte, cuando creía lleno todo el cofre, con que no había en él más que un granito muy arrugado, que ella había puesto después de dar un mendrugo a un pobre niño y que fue el único con que pudo salvarla el ángel de la guarda; y el pobre don Ego, que se amó tanto a sí mismo y no quiso ni auxiliar a nadie, ni pelear contra los moros, se vio convertido en tronco, en medio de un campo desierto; sintió que su corazón se le salía horadándole el pecho con uñas afiladas, y vio que sólo había tenido un sapo negro y pustuloso en su seno.
Clara, la pobre Palomita oía estas cosas en silencio; se ausentaba por un momento a la cocina, donde la sentía yo trajinar, canturriando sus harahuis, y volvía con algún plato sencillo y apetitoso preparado para mí; unas papas cocidas o asadas al rescoldo, con ají o soltero, una huminta en su chala, o algo de eso tan humilde y tan bueno con que la gente de mi pueblo hospitalario agasajaba por costumbre a las visitas y hasta al desconocido pasajero que se acercaba a tomar sombra a la puerta de las cabañas.
¡Oh benditos meses de marzo y abril de 1812!
Pero ¡qué pronto pasaron! ¡con qué furor volvió sobre mi pueblo el hombre de las tres caras! ¡cómo tuve yo mismo que comparecer ante el tremendo tribunal del Reverendo Padre Robustiano Arredondo, para ser declarado hereje filosofante y sufrir el castigo ejemplar de mi extravío!
La vanidad, el deseo de distinguirme sobre mi enemigo Clemente y arrebatarle sus lauros, me condujeron a ese último y doloroso extremo.
Una noche en que la noble señora doña Teresa se había sentido aliviada del flato y de la jaqueca y platicaba sabrosamente en quichua con doña Martina y su digna comadre doña Gregoria Cuzcurrita, la esposa del docto licenciado, a portón cerrado, en el oratorio, con sus respectivas jícaras de chocolate y mientras que Serafincito se atiborraba de dulces y biscochos, los niños habían querido por su parte prolongar la sobremesa después de cenar, y oían un cuento de duendes y aparecidos, que refería el zambo Clemente, cuando yo llegué por mal de mis pecados al comedor.
— Ven aquí, vagabundo, callejero —me dijo Carmencita— estoy enojada contigo... no me hables, no me mires.
— Siéntese el señor comandante — agregó el capitán don Agustín—; eso sí que es más lindo que la comedia de "El valiente justiciero".
— Vaya — repuse yo con aire de importancia—. Siento estar un poco constipado; pero lo contaré otra vez.
Pero una vez excitada la curiosidad de los niños era imposible reducirlos a esperar ni una hora, ni un minuto; lo que yo sabía muy bien; y aunque tenía más ganas de contar mi cuento que ellos mismos de escucharlo, me hice rogar y hasta exigí un beso de Carmencita para comenzarlo.
Mil veces me interrumpieron con gritos de admiración, y otras tantas me fingí, más ronco y fatigado, para que siguiesen rogándome, hasta que concluí el cuento en medio de una salva general de aplausos, tanto de los niños como de las criadas; pero concitándome más que nunca el odio del narrador destronado; y cuando me retiré a mi cuarto, creía yo mismo que pondría con el tiempo en gran peligro la fama del renombrado Padre Jaén, cuyo libro andaba por entonces de mano en mano.
Al día siguiente, el zambo me llamó a la sala de recibo a nombre de la señora, y me estremecí como si me hubieran dicho que me esperaba el mariscal Goyeneche y fuera yo el Gringo sospechado de haber escrito el papel de los derechos del hombre.
La señora estaba sentada en una banca con su denario en las manos y mirando al cielo raso, como si la estrella roja y amarilla, pintada en el centro, atrajese completamente su atención. Me tranquilicé un poco, pero vi al momento en la puerta del oratorio, llenándola toda ella con su hábito blanco, al Padre Arredondo armado de una disciplina y levantando en alto un crucifijo, severo, imponente, irresistible, como debió aparecer Torquemada ante los reyes católicos para exigirles la erección del Santo Oficio; y un sudor frío inundó todo mi cuerpo y sentí que me flaqueaban las piernas.
— Acércate, impío — bufó el Padre— ¡De rodillas! —continuó cuando estuve a dos pasos de él—. Oye y responde como cristiano, si lo eres —añadió cuando me hube postrado a sus pies— ¿Por qué has dicho que eran vanos los rezos de la Quintañona? ¿No sabes que "oportet semper orare? ¿que Majestatum tuam laudant Angeli, adorant dominationes? ¿que prima via veritatis est humilitas; secunda, humilitas; tertia, humilitas?"
A cada una de estas preguntas seguía un disciplinazo y el respectivo grito de dolor de mi pobre humanidad vapuleada.
— Señor...Reverendo Padre... yo no... yo nada... — comencé a decir; pero como si hubiera salido de mis propios labios alguna atroz confesión de impiedad, cayó sobre mi pobre cuerpo un diluvio de disciplinazos, que tuve que sufrir retorciéndome y gritando, a pesar de que ya me consideraba más que niño; porque el respeto que entonces inspiraba el hábito religioso no me hizo concebir siquiera la idea de defenderme de la tremenda disciplina, ni correrme de los pies del enfurecido Comendador de la Merced.
— ¡Ahí está, lo que yo decía, Reverendo Padre! — clamaba entre tanto doña Teresa— ¡eres el mismísimo enemigo!
El Padre no dejaba de zurrarme y, enfureciéndose por grados, me pisoteó con sus patas de elefante, hasta que me vio extendido en el suelo sin conocimiento, y hasta que se sintió él mismo tan cansado que había sido preciso suministrarle un gran vaso del Católico.
Volví en mí en los brazos de la mulata, que se había sentado en el suelo para ponerme sobre sus rodillas y me rociaba la cara con agua, sin poder contener sus lágrimas. La señora seguía gritando que yo era el Enemigo. El Padre se enjugaba el sudor con un paño y tenía ahora bajo el brazo un infolio forrado en pergamino.
— Ha de estar encerrado en su cuarto hasta que aprende de memoria, sin un punto, el Flos Sanctorum o hasta que se muera de viejo —decía—. Que saquen todos los libros con que se entretiene y alimenta su soberbia. No sería extraño que hubiera entre ellos alguno de los que trajeron los Quiroga no sé cómo de la ciudad de los Reyes . . . de esos que dicen Enciclopedia de Dideroy o Astarot, que es lo mismo. Yo los veré cuando tenga tiempo; pero si no vuelvo pronto,
mándelos quemar en montón vuestra merced, mi noble señora doña Teresa.
— Sobre todo —chilló ésta que no contamine a mis hijos. Una sola naranja averiada basta para...
— ¡Oh! Ciertamente —repuso el Padre— el escandaloso debería ponerse al cuello una piedra de molino para arrojarse a los abismos del mar. ¿Ha hecho vuestra merced que avisen lo ocurrido a Fray Justo?
— Pensé en ello, Reverendo Padre; pero no es posible . . . está ausente... se fue a ver al otro, según dicen. ¡Ay, Dios mío! Cuántas cruces pesadas debo cargar yo por mis pecados!
— ¡Pobre señora!
— Creo además que Fray Justo se hubiese reído de ese cuento impío y nos hubiera asegurado que no tenía nada de malo, como todo lo que daña y ofende al rey nuestro señor y a la santa religión.
— Sí... ¡qué torpe soy!; se me olvidaba... Con perdón de vuestra merced, yo creo, mi noble señora, que es leña muy seca para la hoguera el desgraciado e indigno discípulo del gran doctor de la iglesia.
— ¡Hágase lo que Dios nuestro Señor se sirva disponer, Reverendo Padre!
— ¡Ea! —dijo en seguida el Comendador, ayudándome a levantarme de una oreja—, toma entre tus manos impías este precioso tesoro y vete a tu cuarto, infeliz oveja descarriada. ¡Ojalá hubiera conseguido yo sacarte amorosamente de entre las zarzas!
Y yo tomé el infolio entre mis manos impías y me alejé llorando, sin saber qué horrible pecado había cometido, ni por qué era un hereje o el Enemigo. Ahora mismo, leyendo y releyendo el libro más ortodoxo que teníamos entonces, y que yo conservo como último vestigio de la biblioteca del cuarto del duende, cual es el de los "desengaños místicos", por el R.P. Fr. Antonio Arbiol, no creo que mi cuento de la Quintañona tuviera nada de censurable. Por el contrario, veo que el buen Padre Arbiol dice terminantemente: "en orden del número de oraciones y devociones vocales es justo prevenir, que quien trata de su aprovechamiento espiritual, nunca rece muchas sucesivamente de una vez, porque regularmente seca el cerebro, y fatiga el ánimo el mucho rezar. Y el mismo Cristo nos previno, que cuando oremos vocalmente, no hablemos mucho, y entonces nos enseñó la oración brevísima y celestial del "Padre nuestro".
Mi castigo se me hacía más insoportable con la idea de que no llegaría ni a saberlo siquiera mi querido maestro, que, según doña Teresa, estaba ausente de la ciudad. ¿Quién será ese otro por el que se aleja de mí? ¿volverá pronto? ¿lo habré perdido también, Dios Mío?, me preguntaba derramando abundantes lágrimas sobre el Flos Sanctorum. Abrí maquinalmente el libro y leí con indecible emoción estas palabras manuscritas en la primera página: "bienaventurados los que lloran, porque serán consolados". ¡Era la más tierna promesa de Jesús! ¡estaba escrita la letra de mi madre! ¡no podía yo desconocer esos redondos y menudos caracteres con que ella corregía mis planas de escritura! Aquel libro había estado en sus manos . . . ¿en qué ocasión? ¿en medio de qué inmenso dolor que la hacía refugiarse en el recuerdo de aquella divina promesa, que sólo debía cumplirse para ella en el cielo?...
No recuerdo cuántos días duró mi nuevo cautiverio. Me privaron de todos los libros que había ido yo salvando de las devastaciones de Paula y hasta de mi inocente Don Quijote, que debió arder junto con los otros en un auto de fe más despiadado que el que hicieron el cura y el barbero, auxiliados por la sobrina y el ama del Ingenioso Hidalgo.
En concepto del Padre y de doña Teresa todo libro que no fuera de devociones o de vidas de santos debía ser necesariamente herético. Herrera, Garcilaso, Las Casas, Moreto, Calderón, Cervantes hablaban sin duda muy mal de la Quintañona, y ridiculizaban en la respetable persona de ésta a todos las almas piadosas, que no podían ser otras que las que rezaban día y noche el rosario, el trisagio y la corona. No era posible que el Comendador ni la señora se figurasen que la abuela era la única responsable de lo que llamaban mi lamentable extravío, ni
sabía siquiera doña Teresa mis visitas a la anciana ciega, y creo que, si las supiera, se habría irritado mucho más todavía contra mí. No tuve más recurso que leer y releer el Flos Sanctorum; pero mi imaginación estaba fuertemente preocupada con cosas muy distintas. No sé por qué oía a todas horas los acordes del violín de la casa vieja; todas las letras se me figuraban volverse aquellas solas dos tan misteriosas del cuadro de la Virgen, del anillo y del tronco del gigantesco ceibo; soñaba con batallas; corría en mi jaco por la llanura pedregosa de Sipesipe; veía por todas partes cañones de estaño y granadas de bronce; iba dominándome por grados la idea de huir, de ser soldado.
Carmencita y Agustín venían a hurtadillas a mi puerta y me hablaban por las rendijas, consolándome cada cual a su manera.
— Te quiero mucho; aprende pronto el libro... no seas tan porro — me decía la primera.
— Te vamos a hacer coronel . . . dicen que Arze se lo ha comido a Goyeneche —agregaba el segundo.
Luis no tardó, por su parte, en colarse en mi cuarto por la ventana.
— ¡Viva la patria! Mueran los tablas(1) —exclamó apenas tocaron sus pies el suelo—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no sales? ¿Te han encerrado? ¿Quieres escaparte? —me dijo después, multiplicando sus preguntas, sin detenerse a oír ninguna contestación, según su costumbre.
Yo le referí al fin, tapándole la boca con una mano, todo lo que me había pasado.
— ¡Cuerno del diablo! ¡eso no pasa! —gritó entonces de un modo que tuve que volver a taparle la boca para que no le oyesen los criados—. ¡No señor! —continúo diciendo muy enojado, sin querer cambiar de tono—: está bien que mi padre me desuelle a mí a azotes, aunque en realidad no lo ha hecho y yo te he mentido como un bellaco, como un verdadero bellaco, tal como tú me llamas con muchísima razón. Pero ¿quién es para azotarte el Padre Arredondo . . . ese odre con patas, hijo mío? ¿Y por qué lo has sufrido, alma de lana? ¡No, señor, nones y nones! Ya somos grandes . . . el mundo es ancho . . . dicen que viene Goyeneche, y creo que don Esteban no hará nada de provecho sin nosotros.
—Sea como quieras —le contesté—, seremos soldados... iremos a darle nuestros consejos a don Esteban; pero cállate y esperemos el momento oportuno para escaparnos.
Siguió viniendo por las noches. Me refería a su manera todo lo que había visto y oído, huroneando sin descanso por toda la ciudad, en el cabildo, en la junta, en la prefectura; porque él se deslizaba a todas partes como una anguila.
— Don Esteban —me decía— tiene un ejército tan grande, que cuando se forma en batalla ocupa desde Tarata hasta la Angostura, cuatro leguas ni más ni menos. Don Mateo Zenteno ha extendido su gente sobre la cordillera desde Tapacarí hasta Quirquiave. Un general Pueryrredón viene de Abajo con cien mil hombres de caballería... los caballos son como una iglesia y los jinetes como una torre... las lanzas deben pasar no sé con cuántas varas la cruz de la Matriz!
Una noche llegó más contento que nunca.
— Hay seiscientos cañones y dos mil granadas, me dijo.
— Pero eso es nada . . . ¡mira!
Y puso ante mis ojos una bola de vidrio más grande que una naranja, y añadió, animándose por grados:
— ¡Esto, sí... ¡oh! Esto es lo bueno! "Mis granadas" pueden apenas matar cincuenta chapetones.
— ¿Y esto?
— ¡Vaya! ¡Qué tonto eres! Esto es vidrio... se hace en el Paredón... creo que yo mismo me lo imaginé y me han robado mi idea. Esto revienta en mil pedazos... cada astillita, así como esta puntita de mi uña, penetra hasta los huesos de un chapetón, y . . . brum! Ya no hay ejército de Goyeneche!
¡Oh! No puedo, no debo olvidar nunca estas niñerías! Soy ya muy viejo, tengo que referiros mil cosas más graves, los grandes sacrificios, las eternas glorias de nuestra América; pero me he detenido a recordar con emoción estas pequeñas, insignificantes cosas de mi oscura vida en los meses de marzo y abril del memorabilísimo año de 1812.