Juan de la Rosa |
Capítulo XVI
LA ENTRADA DEL GOBERNADOR DEL GRAN PAITITI
He hablado de los niños, y he aquí lo que hacían por entonces.
Una tarde llegó Agustín a mi cuarto, caballero en un palo, con arreos militares de mi invención, tricornio y charreteras de papel, y enorme alfanje de un tronco retorcido de membrillo. Hizo como que se apeaba con mucha dificultad de su brioso corcel de batalla; se cuadró a mi presencia, como si me reconociera mayor graduación que la suya, y me dijo:
— Señor Comandante, su señoría ilustre el Delegado de la Excelentísima Junta de Buenos Aires, me ha ordenado conducir a vuestra merced a su campamento.
— ¿Y quién es esa nueva señoría que ha reemplazado aquí a don Juan José Castelli? —le pregunté con la mayor seriedad que me era posible.
— Don Luis Cros de Cuchufleta, Caballero del hábito de San Juan Bautista, Mariscal de Campo de los ejércitos de la patria, Gobernador Intendente del Gran Paititi, General en Jefe del Ejército Auxiliar, etcétera, etcétera —me contestó él, parodiando todos los títulos que solía usar Goyeneche en sus proclamas y bandos de buen gobierno.
— ¿Y dónde está?
— En su campamento de las Cuadras. Esta noche, al salir la luna, debe hacer su entrada triunfal en esta valerosa ciudad de Oropesa del valle de Cochabamba.
— Pero tú, ¿cómo lo has sabido?
— Porque ayer, cuando vuestra merced se fue a dar lección en el convento, pasó él por la puerta con la artillería... ¡Oh! ¡Qué lindos cañones! El mismo me dejó la orden, que debo cumplir como buen militar. ¡Yo soy capitán! ¡me ha nombrado su ayudante de campo, nada menos!
Comprendí que mi amigo iba a hacer una de las suyas, y rehusé terminantemente seguir al capitán den Agustín, quién me rogó en vano y se incomodó al fin de igual modo.
— Está bien ¡rabo de Lucifer! —me dijo por último, remedando a esta imprecación al brigadier Ramírez—. Yo me voy solo, y reventaré a mi caballo para llegar a tiempo; y
"Ya que solos estamos, sabed, Tello
Que el libertaros me movió a emprendello"!
Media hora después, una espantosa confusión reinaba en la casa. Doña Teresa gritaba muy incómoda en el patio; los criados iban y venían azorados por todas partes.
— ¡Me han robado a mi hijo! — aullaba la señora:
— ¡El niño Agustín ha desaparecido! —gemían los criados.
La señora se acordó entonces de mí; me hizo llamar, y me dijo que fuese a buscar al niño y no volviese sin él a la casa.
Sabía yo por fortuna en qué dirección ir a buscarlo; pero no bien caminé unas cinco cuadras, los silbidos y espantosa gritería de una numerosa bandada de muchachos me indicaron el punto preciso del campamento del flamante gobernador del Gran Paititi. Era una plazoleta que había, y tal vez exista hoy mismo, unos cien pasos antes de llegar a la quinta de Viedma. Desde que torcí la esquina de la calle por donde iba, para tomar la que a dicha plazoleta conducía, a espaldas del convento de Santa Clara, vi a lo lejos el ejército ya formado; y se desprendieron de él ocho soldados de caballería, a buen trote en sus magníficos caballos de cañas, los cuales soldados, al pasar junto a mí, dijeron a gritos que iban a prevenir al cabildo y al cura de la Matriz, para que saliese el vecindario y se echasen a vuelo las campanas.
Pasarían de cuatrocientos los muchachos reunidos en la plazoleta. La mayor parte eran poco más o menos de mi edad y de la de su jefe; muchos no llegaban ni a tener siete años; eran pocos los adultos o grandulones. Los más pequeños formaban la infantería, con fusiles de cañas, varas de sauce o cualquier palo o bastón, menos unos cuarenta, o poco más, que tenían formidables armas de fuego, pues habían cargado de pólvora el tubo superior de su caña, y habían abierto el oído cerca del nudo, para acomodar la mecha. Los medianos hacían de artilleros, teniendo en las manos cañoncitos de estaño, con ruedas y cureñas de lo mismo, que ellos habían fundido, fuera de que todas las pulperías estaban atestadas por entonces de esa especie de juguetes. Una pieza mayor, el lujo y orgullo del regimiento, estaba en medio, enganchada a un hermoso perro, de los llamados chocos, que parecía ya un diestro y fogueado. Los muchachos más grandes, formaban, en fin, la caballería, montados en palos, con largas lanzas de cañas provistas de sus verdes hojas o de pañuelos a guisa de banderola. Los trajes de aquel ejército eran más indescriptibles que los del grande y verdadero de la provincia, el mameluco, el simple calzón y tosca camisa, la ropa del hijo de un mayorazgo y los harapos del hijo del albañil, se confundían en los grupos abigarrados. Había muchachos muy pequeñitos simplemente encamisados, hasta con la camisa toda abierta por delante, como una bata puesta a la negligé.
No faltaba música y charanga para cada cuerpo, según el arma a que pertenecía. Los infantes tenían tres o cuatro tambores, ni chinesco de cascabeles, platillos de hojas de lata, muchos herques, o sean pitos de cañas delgadas, que producían un ruido infernal, el más desapacible que ha herido jamás los tímpanos desde el patriarca Jabel. Los requerimientos de caballería y artillería tenían un clarín verdadero pero rajado, zampoñas, yo no sé cuántos instrumentos de viento, que no iban en zaga a los famosos herques, de que ya he hablado y que también se hacían oír en las charangas.
El tambor mayor de la banda de infantería merece una mención particular. Era un hombre maduro, de más de cuarenta años, un gigante en medio de todos aquellos niños. Gozaba, reía más que todos igualmente, según creo. Tenía la cabeza descubierta, con espesa cabellera hirsuta que la hacía enorme, descomunal; su rostro ya muy arrugado, de un color amarillento, mostraba apenas dos ojillos brillantes entre párpados carnosos y embotados, una nariz arremangada, una boca que se abría hasta sus grandes orejas caídas adelante como las de un perro. Vestía como los mestizos mejor acomodados. Llevaba en su mano, con más orgullo y satisfacción que un rey su cetro, un gran bastón, que tenía por puño una calabaza casi tan grande como su cabeza. Era, en fin, Paulito, el sordomudo Paulito, uno de los criados, el perro más fiel, más noble e inteligente del gobernador Antezana, de quién — como verán a su tiempo mis jóvenes lectores— han hecho muy mal de olvidarse los que hasta aquí han escrito la historia de mi país.
Los oficiales formaban rueda a su jefe cuando yo llegué. Recuerdo haber visto entre ellos a muchos valientes que ilustraron después sus nombres en la guerra de los quince años, lucha como héroes o muriendo como mártires. No sé cuantos sobrevivirán aun cuando como yo, para dar testimonio de estas cosas (1).
El Mariscal don Luis Cros, el dignísimo general de aquellas lucidísimas tropas, vestía gran uniforme militar de trapos de colores chillones y relumbrantes oropeles. Su sombrero era una obra maestra de cartón dorado, lentejuelas y plumas de gallina. Tenía botas de montar que le llegaban hasta las entrepiernas, y estaban diciendo a gritos que se las ponía el Gringo para hacer sus viajes a Santa Cruz. Cabalgaba real y verdaderamente un pollino blanco muy escuálido, en apero argentino, con freno y riendas enchapados de plata y mucho más todavía de oropeles. Un sable descomunal, enmohecido, a pesar de ímprobo trabajo con que él lo frotara, se le caía por momentos de la mano. Su aire imponente, sus menores gestos y palabras recordaban al vencedor de Huaqui y mi Amiraya. No he vuelto a ver en mi vida un general más apuesto y gallardo, ¡y eso que he visto, lectores míos, a los matones vestidos de mariscales de Francia, que se han levantado con el santo y la limosna en la República! Llevaba, en fin, a la grupa a su ayudante el capitán don Agustín, a quién yo buscaba y encontré de aquel modo transportado de alegría.
— ¡Ahí está, ahí viene el desertor! —gritó el ayudante apenas pudieron distinguirme sus ojos.
— ¡Que lo prendan! —gritó el general—. Consejo de Guerra aquí mismo, y cuatro tiros por las espaldas.
Toda la banda infantil se arrojó entonces sobre mí. No sé como no quedé más sordo que Paulito, con la espantosa gritería, los silbidos y el ruido de los herques y zampoñas; no comprendo cómo pudieron quedarme jirones de ropa sobre el cuerpo, con tantas manos que me llevaban de un lado a otro, de todo lo que podía asir de mis vestidos. De nada servía la humildad con que yo quería entregarme como un cordero; más funesta debía ser probablemente la resistencia que iba a hacer en mi cólera. Pero el magnánimo general se adelantó felizmente en su pollino, para extenderme su mano protectora.
— Está bien —dijo—, suéltenlo ¡cuerno del diablo! Y lo tendré más seguro a mi lado . . . necesito un ayudante más . . . no me bastan estos ocho para transmitir tantas órdenes. ¡Vamos! —añadió con voz de mando— ¡en columna! ¡silencio! ¡voy a ordenar que quiten una compañía para escarmiento!
— ¡Bien! ¡viva el general! ¡viva el gobernador del Gran Paititi! — gritaron aquellos trasgos y volvieron a sus filas.
Estaba libre; respiré; quise enojarme y huir; pero me reí, y ocupé al cabo mi puesto, al lado de nuestro general.
— No seas tonto . . . ¡esto es lindo! —me decía Agustín entusiasmado, gozosísimo en la grupa del pollino.
Restablecido el orden a duras penas, el general y su ayudante predilecto talonearon y cual más y mejor su corcel de batalla, para ponerse en lugar conveniente, sobre un montón de escombros de una tapia caída, desde donde el incomparable caudillo, tan bizarro soldado, como elocuente orador, proclamó a las tropas, en términos tales que nunca, jamás me atreveré a desvirtuar con mi humilde prosa, pero recuerdo palabra por palabra la conclusión, y aquí la pongo como un modelo, para instrucción provechosa de los presentes y futuros capitanes que quieran hacer sus entradas triunfales tan dignamente.
¾ ¡Soldados! ¿veis mi casaca, mis botas, mi sombrero? ¡La luna ha salido por sólo admirarlos; pero temo que se oculte de vergüenza! Detente, pobrecita! ¡Adelante, soldados! ¡viva el gobernador del Gran Paititi!
— ¡Viva! ¡viva! ¡vivaaaa! . . .
Comenzó el desfile; pero la retaguardia se arremolinaba de un modo espantoso, alrededor de un punto sobre el que hacía llover puñados de tierra, en medio de silbidos.
— ¿Qué es eso? —preguntó encolerizado el general, y dispuso que yo fuese a restablecer el oren, con omnímodas facultades.
Nadie quería responder a mis preguntas, ni menos permitirme que pasara al centro, para ver con mis propios ojos lo que era aquello. Repartí mandobles a diestro y siniestro con un bastón de chonta, la espada sin igual de uno de mis compañeros ayudantes, y conseguí al fin llegar al punto que deseaba. Un hombre, un gigante de barbas se revolcaba en el suelo y hacía esfuerzos desesperados para impedir que diez o doce muchachos le sacasen los calzones. Me enfurecí, grité, seguí repartiendo mandobles; pero una sola palabra desarmó toda mi cólera.
— ¡Es el Maleso! ¡es el pallaco!
— ¡Vaya! — contesté riendo, está muy bueno.
Y el hombre fue despojado de sus calzones, y le amarraron éstos al cuello como una corbata, y lo llevaron así a la cabeza de la columna, y lo obligaron a caminar en ella, afrentado públicamente.
Pero, como mis lectores creerán ya que aquellos muchachos hacían una cosa indigna y que yo era el más perverso de todos para consentirla, voy a decirles quién era aquel hombre barbudo y por qué merecía tamaña afrenta.
El Maleso era el hombre más degradado por la embriaguez y el vicio de la coca, mendigo, ratero, etc., por que oí de él cuanto de bestial puede atribuirse a una criatura humana... Cuando el vencedor de Amiraya arrojaba dinero de sus balcones, con la magnanimidad que tanto hemos oído ensalzar al Padre Arredondo, aquel infeliz había ido el primero o recoger con gritos de júbilo las monedas que caían sobre el empedrado, siguiéndole otros de su laya, que desde entonces merecieron el nombre infamante de pallacos.
Los niños de Cochabamba —ya he dicho que en nuestra banda estaban sin distinción los hijos de familias las más acomodadas y los de las más pobres—, ejercían, pues, en aquel momento, una especie de justicia popular con aquel miserable que se había atrevido a acercarse al lugar de sus juegos. ¡Hacían bien! ¡hoy mismo, viejo, muy viejo como soy, los aplaudiría! ¡Lástima y muy grande es, por el contrario, que mi pueblo valeroso no haya arrancado después los calzones a los viles logreros de la política, a los capituleros y otros bichos que deshonran la democracia.(1)
El desfile continuó sin novedad. Iba primero el general con su ayudante a la grupa; seguíamos los otros nueve ayudantes; a nosotros, Paulito y el Maleso, la banda de infantería y el batallón de esta arma; luego la caballería y por último los artilleros. Apenas entramos en la calle, los oficiales fueron arrojando en el aire los petardos de que tenían llenos los bolsillos; en la primera esquina, y después en todas las restantes, hicimos un descanso para dar salvas de artillería; ni un momento dejamos de gritar y silbar, de un modo que toda la ciudad debía alarmarse necesariamente. Los vecinos, asustados al principio, cerraban sus puertas con estrépito; pero sacaban en seguida la cabeza por una ventana o un postiguillo; veían lo que era, y salían en tropel a divertirse y aplaudirnos.
— Son los muchachos —decía—, ahí va el Luisito ¡Qué se entretengan! ¡Que aprendan a ser soldados! ¡Viva la patria!
Los aplausos subían de punto cuando veían al miserable Maleso al lado de nuestro tambor mayor.
— ¡Hola! — decían—, ahí llevan al Maleso sin calzones . . . ¡qué bueno! ¡qué lindo! No hay como estos condenados para discurrir semejantes cosas ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Nuestra banda se hacía más numerosa a cada paso. Ningún muchacho quería quedarse atrás de nosotros; ningún ocioso, hombre o mujer, de cualquier condición, resistía al deseo de seguirnos para ver en qué pararía aquello. Jamás se oyó más bulla, ni se rió mejor que entonces en la ciudad de Oropesa.
Cuando el general llegó a la esquina del Barrio Fuertes, sus tropas y la multitud de curiosos le formaban cola de más de tres cuadras. Tomó a la izquierda, y nos dio a los ayudantes la orden de que se formara el ejército en batalla, ocupando toda aquella acera de la plaza, con frente al cabildo; lo que se consiguió no sé cómo, en medio de la algaraza más infernal.
— ¡Fuego! —gritó entonces, con aquella su voz aguda y vibrante que le hubiera envidiado Neptuno para dominar los rugidos de la tempestad y los bramidos de las olas tumultuosas.
Y comenzó un fuego graneado interminable, de los fusiles de caña, de los cañones y petardos, que me pareció tanto como el de Amiraya.
— ¡Viva la patria! — gritaban los muchachos.
— ¡Viva la patria! — contestaban los curiosos.
No sé cómo cuatro de los primeros comisionados que encontré al llegar a la plazoleta, habían logrado penetrar en la torre de la Matriz y subir hasta las campanas, que repicaban casi como cuando llegó la noticia de Aroma.
Entre tanto la junta provincial y el cabildo se habían reunido para deliberar sobre las medidas convenientes, y habían mandado a los cuarteles la orden de ponerse sobre las armas. Pero sucedió con ellos lo mismo que con todo el vecindario. Una vez informados de lo que realmente pasaba, festejaron la ocurrencia de los muchachos y rieron de buena gana de su pasada alarma.
Convinieron, por último, en que aquello era chistoso, pero muy pesado; y en tal virtud resolvieron que el mismo gobernador y los vocales Arriaga, Vidal y Cabrera, con más el padre de nuestro jefe, saliesen a caballo, para reducir al silencio a esa turba de trasgos, incontenible por otro medios.
No bien los vimos a la luz de la luna, que felizmente no se había avergonzado del brillo del uniforme de Luis, gritamos con más ganas:
— ¡Viva la patria! ¡Viva don Mariano Antezana!
— Muy bien, hijos míos — respondió este venerable caballero, a quien considero ahora mismo el primer ciudadano de Cochabamba—, ¡que viva! ¡sí, que viva siempre nuestra patria! Pero estas cosas no deben hacerse de noche, quitando el sueño a los vecinos, matando tal vez de susto a los pobres enfermos.
— ¡Sí! ¡Sí! ¡que viva el Gobernador! — le contestamos a nuestra vez, y comenzamos a dispersarnos dócilmente.
— ¡Hay, Juanito! —me dijo nuestro general con acento lacrimoso, porque vio que su padre se acercaba— ¡ésta sí que va a dejarme en cama por dos meses!
Pero al revés de lo que temía, o fingía temer por bellaco, se acercó el Gringo enajenado de placer; lo tomó en sus brazos para apearlo del pollino, y le dio un beso tan fuerte que me pareció un tiro descebado de alguno de nuestros cañoncitos.
— ¡Bravo! ¡Oh mon Dieu! ¡Este es mi hijo! — exclamó después con orgullo.
¡Cuán distinto fue el recibimiento que hizo doña Teresa al capitán don Agustín! Se exaltó a tal punto contra su hijo, que lo arañó y arrastró en seguida de los cabellos e iba a hacer lo mismo conmigo, cuando el noble niño se abalanzó de ella, y Carmencita trémula y blanca como un papel se le colgó del cuello sollozando. Yo no sé, no quiero acordarme de lo que sentí en ese momento y de la resolución que habría tomado, si aquella furia hubiese desgarrado mi piel con sus uñas.
A las doce en punto del día siguiente, llamado el vecindario a son de campana, el escribano don Ángel Francisco Astete, seguido del mejor batallón de milicianos, publicó este bando de buen gobierno, que merece llegar a noticia de ésta y las generaciones venideras:
"La Junta Gubernativa de esta provincia, por la Excelentísima de la capital de Buenos Aires, a nombre del rey don Fernando Séptimo, que Dios guarde."Habiendo notado este gobierno que los muchachos del pueblo hacen grande bulla por las noches con tambores y traquidos de cañoncitos; de lo que resultan los inconvenientes de sorprender y molestar a los incautos y enfermos" . . .
"ordena y manda a todos los jueces y ministros subalternos no permitan a los expresados muchachos los juegos de guerra, quedando advertidos sus padres para que también los sujeten, sin que por esto se entienda que se les priva de la diversión por parte de día y moderadamente...
Cochabamba y marzo 24 de 1812
"Doctor Francisco Vidal — Manuel Vélez — Doctor José Manuel Salinas"
"Nota.— Se publicó en los sitios acostumbrados y con la solemnidad debida.
Fecha ut supra.
"Astete".