Juan de la Rosa

Capítulo XV

UN INVENTARIO. — MI VISITA A LA ABUELA

Las últimas palabras de Alejo con que he cerrado el capítulo anterior me hicieron reflexionar de un modo que jamás se me había ocurrido hasta entonces; porque, aunque yo había vivido siempre en la pobreza y acostumbrándome a sufrir mil privaciones, no me faltó nunca la providencia por manos de mi heroica madre, y entonces mismo, huérfano como era, no tenía que pensar en mi pan de hoy, ni en el de mañana, que, más o menos amargo, llegaba a mis labios y aseguraba mi subsistencia.

— ¡Qué demonios!, el dinero es muy necesario —me dije— y debe serlo mucho más todavía en medio de los grandes dolores, cuando no es posible ni pensar siquiera en el modo de adquirirlo, ni buscarlo con el trabajo.  La abuela —que debe ser algo mío, y que, si no lo es, yo quiero que lo sea—, la pobre abuela, ciega vive por lo visto del trabajo de Alejo y Dionisio  . . . ¿No es un deber mío protegerla y servirla como ellos? ¿Pero qué puedo llevarle yo, holgazán de mí, ni para qué sirven ahora mis librotes y mi necia presunción de haber pasado el puente del asno en mi Nebrija? ¿Iré a verla así, con las manos vacías y los ojos llenos de lágrimas, para hacerle derramar solamente las últimas que habrán quedado en los suyos? . . .

Pensando así muy triste y cabizbajo llegué a mi cuarto; me cerré por dentro, y busqué una llave en el cajón de la mesa, para abrir el arca que contenía toda mi herencia, no inventariada todavía por mí hasta aquel momento.

No había más ropa blanca y de color que la mía, muy usada y raída.  La de mi madre debió haber sido distribuida por su mandato a las pobres mujeres que la asistían.  Sólo quedaba un par de sus zapatitos más nuevos, de cuero embarnizado y con rojos tacones, que yo besé y estuve mirando largo rato, hasta volver a ponerlos en su sitio.  En un rincón encontré cuidadosamente enrollado el cuadro de la Virgen; y lo clavé en la pared, sobre la cabecera de mi cama, notando entonces que parecía un retrato de mi madre, y que tenía en un pliegue del manto azul, como imperceptibles sobras, las letras C y A con una rúbrica.  Un paquete negro, que toqué distraídamente con la mano en seguida, me hizo estremecer, y lo dejé como estaba; era la cuerda del ahorcado.  Hallé, por último, un baulito de madera, con su llave en la cerradura; lo puse sobre la mesa; lo abrí; saqué sucesivamente de él un paño no acabado de bordar, que tenía una mancha circular de sangre; una cajita de cartón, y la alcancía recompuesta de cola y aserrín, para unir los fragmentos.

La cajita de cartón contenía el alfiler, los aretes y el anillo de marfil de mi madre.  Noté recientemente que éste era una obra delicada de diestro buril; tenía alrededor, dejando sólo un pequeño espacio para la tapita de oro, las palabras quichuas Cusi Coillur; la tapita tenía a su vez grabada una rosa, y abierta ella, en el fondo de una cavidad, permitía ver las mismas dos letras misteriosas del pliegue del manto de la Virgen.

La alcancía estaba muy liviana; pero al agitarla en mi mano sentí un pequeño ruido metálico y el más claro y seco de las monedas que golpeaban las paredes.  Separé al punto con un clavo uno de los pedazos de la tapa recompuesta, y lancé un grito de alegría, con tanta satisfacción como si hubiese descubierto los tesoros de Tangatanga.  Había algunas moneditas de oro, cinco o seis, muy nuevas y brillantes.  Cogí una, me la puse en el bolsillo, acomodé todas las cosas como antes estaban, y salí corriendo en dirección a la casita que tanto conocía.

Vi desde media cuadra, al torcer una esquina, a la pobre Clara sentada en una alta silla, que se arrimaba a una hoja de la puerta.  Vestía de negro; estaba muy pálida; me pareció ahora más bella que Mariquita, casi tanto como mi madre.  Deshilaba sin verlo en su falda un trapo muy limpio de lino; uno de sus pies estaba recogido sobre el barrote de silla; el otro, desnudo, blanco y sonrosado, jugaba distraídamente con el zapato pendiente apenas de la punta de los dedos.

Sus hermosos ojos miraban al cielo por sobre el techo de aquel feo caserón del frente, y cantaba a media voz, como mi madre, el siguiente harahui del coro de doncellas del Ollanta, que reconocí al acercarme:

"Iscay munanakuc urpi . . .

O sea en castellano, para que me entiendan, pero muy mal traducido, porque es intraducible:

"Dos palomas han querido,

Arrullándose en el hueco

Del tronco de un árbol seco,

Vivir juntas en un nido.

"Una de ellas apresada

En lazo traidor un día

Se retuerce en la agonía...

Muere lejos de su amada.

"Y la otra se desespera

Sobre el viejo tronco, y gime,

Preguntando al aura: dime

Dónde está mi compañera?

"¿Cómo puedo con orgullo

Contemplarme en su pupila?

¿Dormiré nunca tranquila

Sin su dulcísimo arrullo?

"Y como el aura a su queja

Murmura, mas no responde,

Parte al fin,  no sabe dónde,

Y el nido desierto deja.

"Volando de rama en rama

Y de una peña a otra peña,

Siempre en buscarla se empeña,

Siempre doliente la llama.

"Cuando no puede en el viento

Tender el ala anhelante,

Va con sus pies adelante,

Sin reposar un momento.

"Y corriendo sin cesar,

Arrastrándose en el suelo,

Muere al cabo, sin consuelo,

De cansancio y de pesar".

La infeliz respondía de este modo, sin saberlo, al último harahui que su novio le había cantado a la luz de la luna, de lo alto de la montaña, la noche antes de su muerte.

Clara sintió que alguna persona me había detenido a su lado, ya sea por esa inexplicable influencia magnética que siempre lo da a conocer, o ya sea porque oyese mi fuerte y precipitada respiración después de la carrera con que yo había venido.  Se volvió a mirarme con sorpresa; se puso muy colorada; y me preguntó con desabrimiento, en buen castellano:

— ¿Qué se te ofrece? ¿hay algo en mi cara que pueda divertir a los muchachos holgazanes? ¿por qué no te vas a jugar a la palama? ¿quién le calienta el agua para tu madre?

— Quiero abrazarte —le contesté—, quiero llorar contigo si me lo permites.  Soy el hijo de Rosa... Tú debes haberme visto ya dos veces en compañía de...  ¿no te acuerdas?

— ¡Hazle entrar, hija  . . . tráemelo!  —gritó antes que ella pudiese volver a hablar, una voz fuerte de mujer desde adentro.

Se paró entonces recogiendo las hilas de su falda; me rodeó el cuello con el brazo, y me introdujo al cuarto.

La abuela —porque había sido ella la que habló con esta voz fuerte, que parecía salir de un pecho mucho más joven—, estaba de pie al lado de una tarima que ocupaba, acababa de levantarse para recibirme.  Sus cabellos enteramente blancos y muy delgados, como algodón escarmenado, se recogían en dos trenzas que apenas le llegaban hasta los hombros; su rostro moreno y sembrado de esas manchas oscuras propias de la vejez, no tenía profundas arrugas más que en el entrecejo y a los extremos de la boca; sus ojos sin vida, de un color gris verdoso, estaban fijos, mirando sin ver como los de un cadáver; la frente espaciosa, la nariz larga y recta, la barba cuadrada denotaban en ella un carácter firme y resuelto.  Era de elevada estatura, no muy encogida por el peso de cerca de cien años.  Vestía mantilla negra, caída a las espaldas y prendida al pecho con grande topo de plata, terminando en forma de cuchara; jubón blanco, muy llano; pollera de bayeta de Castilla café, encarrujada y adornada de franjas negras de merino.  Llevaba gruesas medias de lana y zapatos de orejas, amarrados al empeine.  Tenía en la mano izquierda un cayado como de pastor, y extendía la derecha a la altura del pecho, esperando la mía.

— Ven —me dijo cuando estreché ésta contra mí corazón—, ven y siéntate a mi lado.  No tengo ojos para verte . . .  quiero tocar tu cara y tus cabellos.  Tú debes ser muy lindo, como "la niña" —continúo cuando hube hecho lo que decía—, tu cara es suave y delicada; tus cabellos, finos, sedosos y rizados; tus pestañas largas me dicen que tienes ojos chasca... ¿de qué color son, hijo  mío?

Me hizo mil preguntas más sobre mi persona, mi vida y la de mi madre, y como yo le respondía de modo menos triste posible y dominaba con esfuerzo mi emoción:

— Mentiroso —me dijo— ¿piensas que la abuela no ve todas las cosas con unos ojos mejores que los tuyos que le han dado sus muchos años?  Me quieres engañar; has dicho: ¡pobre abuela! Ha llorado tanto que no quiero afligirla más.  Pero yo he recogido en estos mis dedos encorvados y rugosos una gotita que temblaba en tus pestañas; yo sé que no puedes ser dichoso  . . . ¿quién puede serlo en este mundo con los guampos? Mira, yo era niña, así como tú, cuando vi un brazo del abuelo de tu abuelo sobre un palo muy alto en la Coronilla de San Sebastián. Un año después descuartizaron a mi vista el cadáver de mi padre, Nicolás Flores; hicieron salir a mi madre de su casa, llevándome de la mano, para que fuese aquélla del rey, como decían.  Ha pasado mucho tiempo  . . . Yo me casé, tuve muchos hijos y he criado a los hijos de mis hijos.  Pero ¿piensas que me olvidé de aquellas cosas? No, ¡No! Nadie se acordaba ya de ellas; me veían algunas veces muy triste y pensativa, me preguntaban: ¿qué tienes, abuela?, y yo les contestaba: ¡ya no hay hombres!

— ¡Oh! No hables de eso, mamá grande!  —gritó o sollozó en este punto Clara, que se había sentado frente a nosotros en un poyo de adobes, sobre el que debía dormir ella, así como vi que habían hecho otro en la esquina del cuarto para su hermano.

— ¿Y por qué no? —replicó la abuela; ¿crees, niña, que yo no soy ya más que ese tronco seco, apolillado del harahui que cantabas?

— No, no es eso madre —repuso la infeliz Clara—, es que no puedo, no puedo...  no puedo.

No sé qué más iba a decir cuando entraron Alejo y Dionisio.  El primero traía en sus brazos un objeto cubierto por su poncho y se reía silenciosamente del modo que le conocemos; el segundo tenía sobre el hombro una cesta de mimbres, que parecía pesarle mucho, y se sonríe, también, picarescamente.

— ¿Lo has traído? —preguntó Clara a Alejo.

— No, no he podido —contestó este; y como Clara se acercaba a él para descubrir el objeto oculto por su poncho, dio un salto a un lado, agregando—, es una guagua... la vas a despertar.

— ¿Y tú? —dijo entonces la joven, dirigiéndose a Dionisio; pero éste levanto la cesta sobre su cabeza con ambas manos, para que ella no viese su contenido, y dijo a su vez: —Son naranjas  . . . están verdes y muy agrias; las he traído del huerto de Antezana

— ¡Basta! —gritó con autoridad la abuela—. Yo quiero tocar todo eso con mis manos.

Alejo y Dionisio depositaron al punto, sumisamente, sobre la tarima, el primero el mismo cañón de estaño que había admirado en el taller, y el segundo su cesta, que contenía cuatro o cinco de las granadas de bronce.

Entonces vi a la anciana ciega pasar sus manos temblorosas sobre aquellos instrumentos de muerte, con la misma atención y —no encuentro otra palabra— con la ternura que antes había notado en ella, cuando tocaba mi rostro y mis cabellos.  Sus labios comprimidos al principio se fueron desplegando, hasta que se agitaron con una risa salvaje que me dio miedo.  Se inclinó en seguida sobre el cañón y pegando su boca al oído de la pieza, como si fuese a hablar a una persona, para recomendarle su venganza, gritó con más fuerza, con un acento agudo y vibrante:

— ¡Habla, hijo mío! ¡Diles a los guampos que nos dejan vivir sin ellos en esta nuestra tierra! Ellos te oirán mejor que a nosotros  . . . ¡ojalá te oiga también nuestro Dios que está sobre todos nosotros!

Tomó una de las granadas; desarrolló la cuerdecita de esparto que la rodeaba; la hizo dar vueltas en el aire como una honda; se rió como antes, y dijo a Alejo:

— ¿Cuántos puede matar?

— ¡Más de cincuenta, abuelita! —contestó el cerrajero, frotándose las manos, y así debía creerlo él mismo.

— Bueno —repuso la anciana—, si los guampos vuelven todavía, yo iré a recibirlos contigo y mi Dionisio, llevándoles estos hermosos frutos de nuestra tierra.

— ¿Y yo no puedo acompañarte acaso? —le pregunté picado de que no se acordase ya de mí.

— Si, hijo mío —contestó sonriendo—, iremos todos, todos  . . . ¡hasta la pobre palomita!

— ¡Ay!  . . . no, no, por Dios! —exclamó Clara horrorizada.

Si mis jóvenes lectores piensan que esta escena es increíble, o que yo la he descrito exageradamente cuenten con la indulgencia de este pobre veterano de la época gloriosa de la Independencia.  ¿Por qué había de sorprenderme siquiera de que dudasen de mi palabra? ¿Quién ha referido todavía aquellas cosas como realmente pasaron? ¿Las han comprendido, por ventura, nuestros escritores nacionales, cuando por sólo acriminar más a Goyeneche, desvirtúan los episodios más característicos de aquel tiempo?  . . . No puedo, pues, no debo extrañar de ningún modo que la juventud de mi país no comprenda hasta qué punto llegaba el odio a la dominación española y el delirio de amor por la patria que comenzaba a nacer tan llena de promesas no realizadas todavía.  Pero es preciso que sepa desde ahora, que yo tengo que decirle mil cosas, más increíbles aún, de las mujeres de Cochabamba, de los niños que hoy juegan con muñecos y que entonces no tenían más diversión que la de armas inventadas por ellos, para jugar solamente a los soldados y a la guerra(1).

Era ya muy tarde —la hora tremenda de comparecer ante doña Teresa en el oratorio— cuando conseguí que mi nueva familia me consintiese retirarme de la casita en que habían transcurrido los años más felices de mi infancia.  Una vez pasada la excitación producida por la abuela por el contacto de aquellos instrumentos de muerte, de esas armas que ella creía tan formidables para la defensa de la patria y la venganza de los horrores de que habían sido víctimas los suyos, sólo pensó en agradarme como mejor podía, compitiendo con ella Clara y su hermano.  Ya en la calle me acordé del principal objeto de mi visita.  Volví a la puerta, llamé a la Palomita; le pedí la mano como para volvérsela a estrechar; deposité en ella mi monedita, y me corrí como un gamo, sin volver la cabeza a los gritos de la joven, que siguió llamándome para devolvérmela sin duda, hasta que di vuelta a la esquina.

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